Tanto DC como Marvel han basado buena parte de su éxito en el mantenimiento de una continuidad compartida por todos sus personajes. Ahora bien, a menudo los autores ofrecen conceptos, ideas o versiones de esos mismos personajes que resultan imposibles de insertar en las respectivas continuidades pero que tienen tanto interés que merece la pena encontrar una forma de que vean la luz. Para dar cabida a esos proyectos “alternativos” surgieron tanto la colección What If? en Marvel como la línea Otros Mundos (Elseworlds) de DC.
De las dos editoriales fue DC la que mejor supo orientar este tipo de cómics y la que ha ofrecido obras, con diferencia, más interesantes. En ellas, el lector puede ver a sus héroes desde un punto de vista diferente en el que no sólo se han cambiado pequeños detalles, sino todo el trasfondo histórico o temporal del personaje, conservando, eso sí, su mitología particular y su naturaleza heroica (o villanesca). Como no podía ser de otra forma, Batman y Superman, ídolos de la casa, han sido dos de los personajes más utilizados a la hora de plantear este tipo de historias alternativas.
Superman fue el primer superhéroe y también y muy poco después de su nacimiento, un icono americano. Participó en la Segunda Guerra Mundial y se prestó a servir de encarnación de los valores propios del imaginario de su país. Por tanto, imagino que en los años cincuenta, en plena Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, a ningún editor podría habérsele pasado por la cabeza la blasfema idea de publicar una historia en la que el Hombre de Acero fuera comunista… y además heroico.
A principios de los noventa, tras una larga agonía, la Unión Soviética se derrumbó y el sistema comunista pasó a convertirse en objeto de estudio de los historiadores y fuente de banales símbolos pop. Al mismo tiempo, en el cómic americano se produjo una desmitificación de la figura del héroe que llevó a situar a sus personajes más icónicos en historias amargas, psicológicamente complejas y/o políticamente controvertidas. Y si hay un autor en el mundo del cómic al que no le importe en absoluto la corrección política es el guionista Mark Millar, que en 2003 publicó Hijo rojo, una miniserie de tres episodios editada bajo el sello Otros Mundos y que sigue siendo hoy día una de las mejores interpretaciones que haya ofrecido DC sobre su personaje bandera.
Un leve retraso de tan sólo unas horas en la llegada de la nave kryptoniana a la Tierra hace que aquélla, debido a la rotación del planeta, se estrelle no en Kansas, sino en una granja colectiva de Ucrania. Esa aparente minucia cambia completamente el curso de la línea temporal “oficial” de DC, porque Superman es educado como orgulloso ciudadano soviético, se le enseña a amar y servir a los ideales comunistas de su nación y se convierte en el segundo “Hombre de acero” tras el padre Stalin.
Su rol en la sociedad ya no es el de un anónimo y torpón periodista, sino el de un oficial de alto rango en el Ejército Rojo, miembro selecto del círculo más próximo a Stalin. Su verdadera identidad (el nombre que le dieron sus padres) es un secreto de Estado que el gobierno le ayuda a mantener al tiempo que se sirve de su imagen y sus poderes con fines propagandísticos. Su uniforme no ostenta el popular símbolo de la “S”, sino la hoz y el martillo emblemas de la Unión Soviética. Tampoco lucha por “la verdad, la justicia y el modo de vida americano”, sino que es el “campeón del obrero común, que libra una eterna batalla en nombre de Stalin a favor del Socialismo y la expansión del Pacto de Varsovia”. Es decir, todo lo opuesto al ideal democrático y libertario que tradicionalmente se asociaba con Superman.
En ese mundo, la aparición de Superman en la Unión Soviética ha transformado la línea cronológica que conocemos. En los Estados Unidos, Richard Nixon ganó las elecciones presidenciales de 1960…para morir asesinado en Dallas en 1963. Le sucedió John F. Kennedy, que se convirtió en el primer presidente americano en solicitar el divorcio. La nación se ve obligada a otorgar la independencia al estado de Georgia (una referencia irónica a la antigua república soviética del mismo nombre) y surgen movimientos secesionistas en Detroit, Texas y California así como ataques terroristas “comunistas” contra la Casa Blanca. Mientras tanto, en Europa, Rusia no necesita intervenir con sus tropas en Alemania Oriental (1953), Hungría (1956) o Checoslovaquia (1968), ya que poco a poco todo el mundo, a excepción de Estados Unidos y Chile, se ha ido convirtiendo al comunismo. De hecho, esos dos países se hallan al borde del colapso político.
Porque Superman, sigue siendo la misma persona compasiva, generosa, justa y valiente que, sobre todas las cosas, ama a la Humanidad y utiliza sus poderes para ayudar a aquellos que se encuentran en peligro, eso sí, a través de la retórica y valores del comunismo. Pero cuando Stalin muere y a pesar de sus reparos al respecto, Superman se ve obligado a asumir el poder político de una sociedad dispuesta sin demasiadas quejas a aceptar su mandato. Bajo su supervisión, la Unión Soviética se globaliza y la guerra, el hambre, la pobreza, la enfermedad y el crimen desaparecen.
Pero aunque Superman sea tan poderoso como inteligente y sus intenciones sean genuinamente altruistas, ello no es garantía automática de buenos resultados. Es más, el precio de esta nueva utopía comunista es la pérdida de la libertad individual. El Hombre de Acero se convierte tanto en salvador como en tirano, una encarnación viviente del “Gran Hermano” orwelliano, que puede ver a través de las paredes y escuchar conversaciones privadas a medio planeta de distancia. La gente ya no controla sus propios destinos y el dictador llega incluso a implementar una técnica quirúrgica cerebral que lobotomiza a los disidentes y los transforma en obedientes drones.
Con el kryptoniano defendiendo desde su Super–Kremlin los intereses del comunismo mundial, las armas nucleares y las operaciones de espionaje se quedan obsoletas. Rusia sustituye a los Estados Unidos como nueva y única superpotencia y la Guerra Fría se convierte en una carrera de armamentos metahumanos cuando Estados Unidos trata de establecer su propio programa de superhombres con los que neutralizar el poder de Superman. Y aquí entra en juego Lex Luthor, un brillante científico de los laboratorios S.T.A.R. al que el gobierno –a través de un agente de la CIA llamado Jimmy Olsen– contrata para encontrar una forma de vencer a Superman. Así, crea toda una serie de superarmas (Bizarro, Metallo, Parásito, incluso Juicio Final) al servicio de la causa americana. Su trabajo le convierte en un héroe nacional y, eventualmente, consigue ocupar la Casa Blanca y transformar al país en una dictadura desde la que atacar el régimen soviético de Superman.
Podríamos pensar que en esta versión “roja” del mito de Superman, Luthor es, en efecto, un héroe, alguien genuinamente preocupado por la libertad de su país y sus compatriotas y alejado del individuo totalmente perverso que todos conocemos. Ni mucho menos. Sigue siendo el mismo genio amoral de siempre, un individuo soberbio e irritante cuyo odio por Superman emana de su incapacidad de asumir que haya alguien en el planeta más poderoso que él mismo. Interfiere el Sputnik 2 para que se estrelle contra Metrópolis, arriesgando las vidas de millones de inocentes sólo para conseguir trazas del ADN de Superman y poder así crear un clon; asesina a todo su personal de investigación cuando descubre que el Bizarro que han creado es más inteligente que él y colabora con Brainiac para encoger de tamaño Moscú (aunque la víctima acaba siendo Stalingrado). Su inteligencia, capacidad, hiperactividad y distanciamiento emocional de sus congéneres lo acercan más al Doctor Manhattan de Watchmen que a la versión tradicional de Luthor.
Aunque Lois Lane es también en este universo alternativo una periodista del Daily Planet, está casada con Luthor, por lo que, aun cuando surge una chispa de atracción entre ella y Superman al encontrarse ambos por primera vez, ninguno de los dos podrá profundizar en un posible romance. Sigue siendo la mujer fuerte e independiente que todos conocemos, pero su matrimonio carente de amor y la cadena que la ata a un marido obsesivo y egocéntrico, la convierten en una figura trágica y un símbolo de lo mal que han ido las cosas en esta realidad alternativa.
Entre sus compañeros del Daily Planet se encuentran Oliver Queen (frecuente y misteriosamente ausente) e Iris West Allen (cuyo marido es famoso por llegar siempre tarde). Pete Ross (o Pyotr Roslov) es el jefe de la KGB así como hijo ilegítimo de Stalin. Pyotr está celoso de Superman, cuya aparición cambió la estructura de poder de Rusia, desviando la atención y afectos de su padre y, por tanto, sus posibilidades de ascenso al poder. Lana Lang (Lana Lazarenko) sigue siendo aquí una amiga de la infancia de Superman, miembro de la comunidad granjera de Ucrania en la que creció. Aunque no juega un papel de peso en la trama, el sufrimiento de su familia es lo que impulsa a Superman a asumir el gobierno del país.
Batman, cuyos padres murieron asesinados a causa de su disidencia política, no es un luchador contra el crimen, sino un solitario anarquista enfrentado al todopoderoso régimen de Superman. Aunque en este universo no es un elegante millonario al que su fortuna le permite disfrutar de un equipo de última tecnología, sigue siendo increíblemente capaz e inteligente, llegando a constituir un auténtico peligro para el comunismo ruso y un rival de altura para Superman. Sus acciones y eventual sacrificio inspiran todo un movimiento de resistencia –o terrorismo, según se mire–, acercándolo más al V de V de Vendetta que al Batman tradicional. Encarna también la misma idea sobre la que se sustentó la trilogía cinematográfica que del personaje firmó Christopher Nolan: el Batman-símbolo oscurece al Batman-hombre.
Wonder Woman es también aquí una embajadora internacional por la paz, aunque en este mundo viste una versión roja y negra de su uniforme que simboliza su alianza con la potencia comunista. Su papel en la historia es poco relevante, aunque sí muy trágico: relegada a mera subordinada de Superman, el amor que siente por él no recibe respuesta alguna. La desconsideración del Hombre de Acero hacia los sentimientos de Diana demuestra que cuanto más poder político asume más desconectado se encuentra respecto al resto de la Humanidad.
El Superman de Mark Millar es un extraño híbrido entre redentor místico y líder político. Cuando John Byrne llegó a DC a mediados de los ochenta para renovar el personaje, redujo la cantidad y alcance de sus poderes y lo humanizó acentuando la importancia de su identidad civil de Clark Kent. Esa fue la interpretación que predominó en la mitología moderna del Hombre de Acero durante dos décadas. Ahora bien, la visión que Millar siempre tuvo de Superman era muy diferente. Para él, el kryptoniano era una especie de hijo de Dios enviado a nosotros para hacer del mundo algo mejor. Sin embargo, se siente tan angustiado entre nuestra especie como Cristo durante su ayuno en el desierto o en el huerto de Getsemaní. Siente sobre sus hombros el peso de una gran responsabilidad, pero le educaron para dejar a un lado sus tormentos y dedicarse a ayudar a la Humanidad.
Pero, además, el escocés Millar creció en el seno de una familia obrera muy politizada. Su padre era un sindicalista filocomunista y por su hogar circulaba un apreciable caudal de literatura izquierdista. Ya de niño, Millar se planteaba preguntas derivadas del ambiente en el que creció: América tenía a Batman, Superman, Spiderman, los Cuatro Fantásticos… pero ¿quién patrullaba por los tejados de la Rusia soviética luchando contra el crimen? (el pobre Mark no sabía por entonces que el régimen comunista jamás admitió tener criminales y no habría permitido tener por sus calles vigilantes independientes de inspiración americana). Llegó incluso a crear en la escuela una respuesta soviética de Superman, con su traje diseñado a partir de la bandera de la URSS.
A los seis años de edad, Millar leyó el “Superman nº 300”, una de esas fantasiosas historias del antiguo Superman pre-Crisis, en la que se proponía la hipótesis de que la nave que transportaba a Kal-El niño aterrizaba en aguas internacionales entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Ambas potencias trataban entonces de reclamar la “propiedad” del infante extraterrestre. Como niño educado a la sombra de la Guerra Fría y en un ambiente en el que hablar del comunismo era perfectamente admisible, Millar quedó fascinado por la idea de lo que podría haber pasado si los soviéticos se hubieran apoderado del kryptoniano. A los trece años, envió a DC un borrador algo basto de esa historia –por cierto, dibujada también por él–. A los veintitrés, volvió a someterlo a la aprobación de los editores y tres años más tarde logró venderla, empezando a escribir la versión definitiva que, por problemas con los dibujantes, aún tardaría bastante en ver la luz.
Remedando la versión tradicional e inmensamente poderosa del Superman de la Edad de Oro, el Hijo rojo emigra de una granja del interior ruso a la gran ciudad de Moscú, tan idealista y confiado en el sistema como el Superman “oficial” lo era en relación al capitalismo y el Sueño Americano. Millar prefirió no limitarse a atacar al comunismo –por otra parte y a esas alturas, un objetivo fácil–, siguiendo la fórmula estándar “Comunismo = maldad, Capitalismo = sistema correcto”. Opta en cambio por una aproximación menos maniquea y, sobre todo, más trágica, narrando la historia de un hombre (superhombre, en realidad) que trató de hacer lo correcto y acabó cometiendo terribles errores.
La historia respeta la esencia de los personajes al tiempo que cambia completamente la dinámica tradicional entre ellos para ofrecer una reflexión sobre la forma en que percibimos a los héroes, sus actos y hazañas, adoptando además un enfoque netamente político no demasiado habitual en las historias del género ya que no toma partido ni enfoca el relato desde la moral pura. En cambio, examina el incómodo conflicto que se produce entre la conciencia y mentalidad de los personajes y los ideales de su época, cuestionándose si son aquéllos o ésta lo que está equivocado, o cuál es la ideología más compatible con lo que ellos tratan de conseguir.
Así, en Hijo rojo vemos a un Superman que no es un perverso comunista por el simple hecho de haber nacido bajo ese régimen. Es más, cree de verdad en esa ideología y defiende su diseminación incluso aunque a nuestros ojos aquélla resulte repugnante. Para Millar, como para tantísima gente en el mundo, el Superman tradicional era, junto con la Estatua de la Libertad, la representación de todo lo que de bueno tienen los ideales de América: la verdad, la justicia, el sueño americano… Al fin y al cabo, Superman, en su calidad de kryptoniano, era también el inmigrante definitivo que encontraba un nuevo hogar que le aceptaba. A la hora de plantear la versión inversa, –esto es, comunista–, de Superman, era necesario evitar el cliché de presentar un personaje educado para ser un tirano estalinista, alguien abiertamente cruel y perverso (lo que, en último término, no sería más que una suerte de propaganda del sistema capitalista norteamericano).
Para los utopistas de la era comunista existía un ideal al que denominaban Nuevo Hombre Soviético y que reunía las virtudes de la generosidad, el saber, el vigor físico y el entusiasmo a la hora de extender la revolución socialista. Millar supo ver lo bien que se ajustaba ese patrón a la propia personalidad de Superman y lo adoptó para esta versión. Así, este Hombre de Acero soviético creció en una granja ucraniana creyendo profunda y sinceramente en la bondad del comunismo. De la misma forma que el Superman tradicional no está mancillado por el bombardeo americano de Vietnam o Irak, el Superman soviético no es responsable de los gulags o los exterminios políticos en masa. Uno y otro representan y encarnan el sueño en un mundo mejor. De hecho, el Superman soviet a menudo critica y muestra su desacuerdo con la forma de actuar de los líderes comunistas reprochándoles su codicia y ansia de poder. Por otra parte, el que Lex Luthor use su genio en favor de la libertad y contra la opresión de un régimen totalitario no evita que sea un maniaco egocéntrico y desequilibrado que no puede soportar la idea de vivir en el mismo universo que Superman.
Pero Hijo rojo no es sólo una fantasía sobre una Guerra Fría alternativa y la caída de la Unión Soviética, sino que, como ocurre con la mejor ciencia ficción, puede leerse como alegoría de la situación geopolítica actual. De la misma forma que El regreso del Caballero Oscuro de Frank Miller constituía un comentario a la América de Reagan, Hijo rojo es una aproximación orwelliana a lo que ocurre cuando el equilibrio de poder desaparece y todo él pasa a estar ostentado por una sola superpotencia.
Así, Superman, para bien y para mal, acabará convertido en dictador omnipotente del mundo dispuesto a lanzar ataques preventivos si lo estima conveniente. En una imagen opuesta a lo que ocurrió en nuestra historia –pero al mismo tiempo reflejándola– el “supercomunismo” es abrazado por la mayor parte del planeta y el sistema capitalista se fragmenta. No sólo se exponen las implicaciones morales inherentes al hecho de que un solo hombre –o un país– se conviertan en gendarmes del mundo entero, sino que cuestiona que ese control absoluto sea lo mejor para la seguridad de la gente que supuestamente debe proteger o que semejante sistema pueda pervivir en el tiempo.
Es difícil encontrar algo malo que decir de esta obra. Quizá lo que menos me convenza de ella sea su tramo final –que no quiero revelar aquí–: un apresurado carrusel de sorpresas y giros argumentales que se extienden décadas y que parece algo despegado de todo lo anterior. Por otra parte, y esto es solo una opinión personal, el cambio de mentalidad del protagonista se me antoja repentino y poco verosímil y el detalle final que apunta a un bucle temporal, innecesario.
Aunque siguen ocurriéndosele ideas más convencionales para la serie regular de Superman, Millar considera Hijo rojo una suerte de despedida del mito del Hombre de Acero. En él vertió todo lo que siempre había deseado decir del personaje, sus conceptos y entorno: Luthor, Brainiac, la ciudad embotellada de Kandor, Wonder Woman, Batman, Lois… Es una historia perfectamente cerrada que, si de Millar depende, nunca tendrá secuela.
A primera vista, el arte de Dave Johnson y Kilian Plunkett puede parecer del montón, pero un examen más atento desmentirá esa impresión. Los dibujantes introducen matices y guiños que acompañan al tono y ambientación de la historia. Hay momentos, por ejemplo, que evocan el espíritu de Joe Shuster, Bob Kane o William Moulton Marston (los creadores de Superman, Batman y Wonder Woman respectivamente). El dibujo comienza recuperando cierto aspecto propio de la Edad de Oro de los Cómics para, gradualmente y conforme avanza el tiempo en la propia historia, adoptar un estilo más contemporáneo. A destacar también las magníficas portadas, ilustradas como si fueran posters de propaganda soviética de los cincuenta.
Superman: Hijo rojo es una historia inteligente, original y entretenida que puede gustar incluso a aquellos que habitualmente se mantienen lejos del género de los superhéroes gracias a la perspectiva que adopta: la de la historia alternativa, cuyo atractivo reside en construir un mundo diferente al que conocemos pero con puntos de contacto identificables que nos permitan comprender qué factores y en qué momento se produjo la divergencia entre ambos, utilizando además ese marco para introducir un comentario sociopolítico.
Los fans irredentos del personaje, por su parte, encontrarán en esta miniserie autoconclusiva no sólo toda la mitología asociada a él, sino una dosis de cálida nostalgia por los cómics de los años cincuenta.
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