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«Kingdom Come» (1996), de Alex Ross y Mark Waid

DC Comics (o DC Entertainment, como se hace llamar ahora) ha publicado a lo largo de los últimos treinta años un puñado de obras que tratado de revisar su propio universo de ficción–y, curiosamente, todas ellas coincidiendo con el sexto año de cada década–. Todo comenzó en 1986 con Crisis en Tierras Infinitas, esa miniserie ya legendaria en la que todo el Universo DC era destruido y reestructurado. En 2005, una secuela bautizada como Crisis Infinita llevó a cabo una revisión del mismo corte. En 2016, Renacimiento fue una declaración de lo oscuro y alienado que había llegado a ser el mundo DC, tratando de recuperar aquello a lo que el presidente y creativo principal de la casa, Geoff Johns, repetidamente se refirió como un sentido de la “esperanza y el optimismo”. ¿Y qué pasó con 1996? Ese año no hubo Crisis ni Renacimientos.

De hecho, 1996 trajo consigo su propio manifiesto de intenciones para DC. Fue una obra reducida en extensión: sólo cuatro episodios. No conllevó implicaciones de calado cósmico, no fue un crossover, no cambió nada en el statu quo del Universo DC… Se trató de Kingdom Come, coescrito por Alex Ross y Mark Waid y dibujado por el primero. Fue la mejor autoevaluación de la editorial hasta el punto de que tras más de veinte años desde su publicación, sigue siendo una de las mejores historias de superhéroes jamás publicada, fuente de inspiración para artistas y guionistas y –o al menos así debería ser– de reflexión para los editores.

Para comprender plenamente Kingdom Come hay antes que entender algunas claves de la historia de los cómics de superhéroes, una historia extraña, retorcida y muchas veces difícil de seguir.

En los años ochenta, los comic books dejaron de ser un producto efímero de compra por impulso en los supermercados por parte de un público infantil para convertirse en objetos de colección que se distribuían principalmente en tiendas especializadas. Por razones en las que no voy a entrar ahora, la edad media del lector de comic books había aumentado considerablemente, y este nuevo público quería historias más complejas que abordaran temas más adultos (en parte porque muchos de ellos querían demostrar que ese formato y ese género eran también apropiados para su rango de edad). Así se explica el éxito de El regreso del Caballero Oscuro (1986), de Frank Miller; o el Arkham Asylum (1989) de Grant Morrison. Y cuando Alan Moore escribió esa deconstrucción del género superheroico que fue Watchmen (1986), la gente no supo ver qué pretendía el guionista. En lugar de entender los problemas de llevar la noción del superhéroe demasiado lejos (esto es, que al hacerlos demasiado realistas inevitablemente dejan de ser superhéroes), los editores utilizaron el mismo tono cínico, oscuro y desencantado como guía para publicar más obras “adultas” del género (para disgusto, por cierto, del propio Moore).

A comienzos de los noventa, esa reinvención del género que se había producido unos años antes había infectado la mayoría de personajes y editoriales. Lo que había comenzado como un interesante experimento y una mirada madura al mundo superheroico, rápidamente se había transformado en una vergonzante exhibición de mal gusto en la forma de personajes traumatizados y antihéroes violentos (por no hablar de sus horrendas interpretaciones gráficas) cuyo único motivo para ser incluidos en la categoría de superhéroes era la imposición editorial. Linterna Verde se volvió loco y asesinó a sus amigos; Superman murió y regresó con una espantosa melenita; Batman fue sustituido por un asesino lunático conocido con el nombre de Azrael, el ángel de la muerte; y algo tan siniestro como Spawn, la creación de Todd McFarlane, pasó a ser uno de los cómics más populares. La grandeza y la inspiración de la figura superheróica desaparecieron.

A mediados de los noventa, sin embargo, ese despliegue de testosterona e incertidumbre moral empezó a retroceder ante el empuje de los fans y los creadores que abogaban por la recuperación del arquetipo superheroico clásico, más positivo y definido moralmente. Dos de ellos fueron los firmantes de Kingdom Come, cuyo origen descansa, precisamente, en el profundo cariño y respeto que sentían Waid y Ross por los personajes tradicionales de DC con los que habían crecido.

Alex Ross había triunfado dos años antes en la editorial rival de DC con una obra, Marvels, escrita por Kurt Busiek y que era una nostálgica carta de amor hacia la mitología de esa casa. En esa miniserie se reunieron y sintetizaron décadas de grandes historias de Marvel en una sola narrativa de gran humanismo y belleza formal y conceptual. Tras haber mirado al pasado más brillante de Marvel, Ross decidió centrar su atención en el porvenir menos halagüeño de DC, escribiendo una sinopsis de cuarenta páginas titulada “Heroic Age” sobre el posible destino de sus principales héroes en el futuro cercano. A Dan Raspler, editor de DC, le gustó y eligió para ayudar a Ross a un guionista novel y freelance–sólo acumulaba alrededor de un año de experiencia como escritor de cómics a tiempo completo– pero con un conocimiento enciclopédico del Universo DC: Mark Waid. Ross tenía una buena idea y unos excelentes principio y final. Waid se encargaría de unir ambos con una historia coherente que dejara bien explicados todos los cambios que se muestran. (Alan Moore presentó un proyecto similar titulado Twilight, pero mucho más oscuro, cínico y desencantado. Sus desavenencias con DC impidieron que saliera adelante).

A diferencia de las varias Crisis de DC, el argumento de Kingdom Come es refrescantemente directo, lineal y claro. Todo comienza con una profecía extraída de la Biblia y acompañada por imágenes del apocalipsis. Un anciano y moribundo Wesley Dodds, el Sandman original, vive la época más oscura que haya conocido el universo DC; y, aún así, tiene visiones de algo infinitamente peor aún por venir. Antes de morir, hace partícipe a su pastor, Norman McCay, de sus miedos y le suplica que interceda por él. Por desgracia, los únicos que podrían ayudar a evitar la inminente catástrofe son los mismos que la van a causar.

El futuro del Universo DC que nos plantean Ross y Waid en esta historia queda bien definido desde el comienzo. Una nueva generación de superhumanos ha sustituido a los héroes clásicos, una generación de jóvenes malcriados, violentos e irresponsables que descuidan sus deberes hacia los humanos a los que deberían proteger. Liderados por Magog, disfrutan peleando entre sí por motivos nimios sin importar las consecuencias de su comportamiento destructivo. Las calles se transforman en campos de batalla para sus escaramuzas, derruyen edificios y monumentos, ignoran a los civiles convertidos en víctimas colaterales…

Estos personajes son una nada velada crítica al estado en el que se hallaba entonces el género superheroico, repleto de antihéroes agresivos, letales y con tendencias psicopáticas que se utilizaban como excusa para contar historias supuestamente “maduras”. Magog, de hecho, recuerda deliberadamente a Cable, uno de los personajes más “duros” de la nueva hornada de mutantes de Marvel. Completando la metáfora, en Kingdom Come los superhéroes de la vieja escuela –Batman, Wonder Woman, Green Lantern, Flash, etc– actúan a escondidas o, como en el caso de Superman, se han retirado decepcionados tras años de servicio sin sentirse recompensados.

Una batalla particularmente brutal entre superhéroes termina con un desastre nuclear que arrasa Kansas, dejando millones de muertos y una crisis financiera mundial. Superman, urgido por Wonder Woman, Sale de su autoimpuesto exilio en la Fortaleza de la Soledad y regresa a primer plano reuniendo en torno a sí a sus antiguos compañeros de la Liga de la Justicia. Su objetivo: limpiar el desastre que su abandono ha provocado y tratar de convencer primero y obligar después si es necesario, a los nuevos “héroes” de que deben supeditarse a su liderazgo y cambiar su modo de hacer las cosas. Pero incluso entre sus filas de amigos hay profundos desacuerdos acerca de cómo hacer frente al problema y la moralidad de tal o cual estrategia. Mientras meten en cintura a esos nuevos y violentos “superhéroes” confinándolos en una prisión a prueba de fugas, antiguos enemigos resurgen y una batalla apocalíptica aguarda en el horizonte.

El corazón de la historia, sin embargo, no es Superman ni ninguno de los otros grandes nombres del Universo DC. Buena parte de la genialidad de Marvels había residido en convertir a un humano normal y corriente, el fotógrafo Phil Sheldon, en el hilo narrativo de la trama y enlace emocional con los lectores. Ross retoma el concepto para Kingdom Come en la forma de Norman McCay, un ya anciano reverendo (con los rasgos físicos del propio padre del dibujante, también hombre de fe) cuyos feligreses escasean cada vez más producto del espíritu cínico y desesperanzado de la época. Un día, recibe la visita del ángel no oficial de DC, el inquietante Espectro, quien le informa de que ha sido elegido como testigo de los acontecimientos que van a producirse y juez último del mundo superheroico. Es una versión intrigante de este veterano personaje de la casa, pero no es necesario ser conocedor de su trayectoria previa para comprender su papel en la historia, que es básicamente el de un ángel vengador de los cielos que recluta a un hombre ordinario pero justo para una misión trascendental: decidir de quién es la culpa de lo que va a suceder y quién merece el castigo.

Esta es una de las grandes virtudes de Kingdom Come, y una muy poco común en los cómics de superhéroes actuales: su accesibilidad. Es cierto que Ross y Waid introducen multitud de homenajes y detalles que sólo los muy fans entenderán: un libro a la venta extraído de la continuidad de Watchmen; el alter–ego de Jimmy Olsen, Turtle Boy, en una pantalla de televisión; objetos que remiten a determinados momentos de la historia de tal o cual héroe; personajes con las facciones de creadores como Brian Azzarello o Jill Thompson… Los nuevos héroes o las versiones envejecidas de los clásicos plantean asimismo un juego al lector veterano para que averigüe de quién son hijos o de qué personaje extrajeron su inspiración. Ahora bien, dibujante y guionista consiguen que ninguno de estos guiños entorpezca de forma alguna el desarrollo de la trama. Ciertamente, se requiere del lector un conocimiento básico de la esencia de Superman, Batman o Wonder Woman; y ayuda el saber que existe un tipo llamado Capitán Marvel, que extrae sus poderes de la magia y cuyo alter ego es Billy Batson. Pero todo lo demás puede ser perfectamente entendido por expertos y legos por igual. Intervienen una infinidad de personajes, pero éstos no acaban constituyendo un obstáculo para la historia.

Y esto es algo que no puede decirse de la inmensa mayoría de los cómics de superhéroes, que se apoyan continuamente en hechos, personajes y aventuras aparecidos en el pasado, remontándose a veces décadas. Escójase cualquier número aislado de una colección Marvel o DC, incluso aquellas que las editoriales aconsejan como puerta de entrada ideal para nuevos lectores, y se encontrarán un buen número de obstáculos: argumentos y subtramas construidos sobre historias previas, personajes presentados sin la suficiente información, referencias a otras series o el pasado del protagonista… No significa esto que las historias no tengan calidad o sean de interés. La continuidad siempre ha sido un aliciente que ha enriquecido a los personajes y enganchado a los fans. Pero hace tiempo que se ha roto el equilibrio y ahora existen muchas más historias que exigen un conocimiento experto del universo de personajes en que transcurren que las que no. Un equilibrio que Kingdom Come, en cambio, ha sabido conservar.

No sólo de este aspecto deberían aprender los editores, sino también de que no es necesario utilizar la “descomprensión narrativa” para contar una buena historia (a menos, claro, que lo que se quiera sea sacarle descaradamente el dinero de los bolsillos a los lectores). En los últimos quince años el cómic de superhéroes norteamericano ha entrado en una tendencia que consiste en estirar sus argumentos mucho más de lo necesario. En los ochenta, Chris Claremont y John Byrne sólo necesitaron un par de números de los X–Men para narrar Días del futuro pasado, una saga icónica e influyente todavía hoy recordada. Pues bien, en la actualidad, cualquier evento del montón se ramifica en multitud de subtramas distribuidas por docenas de colecciones. En parte, ello se debe a la propia evolución de la narrativa en los cómics de superhéroes –que se escriben más como guiones cinematográficos que como cómics propiamente dichos–, pero sobre todo obedece a la pereza, la falta de talento y la codicia comercial.

Eso no ocurre en Kingdom Come. Cada uno de sus cuatro números narra aproximadamente el 25% de la historia, sin perder un ápice de su naturalismo (o, al menos, el naturalismo que se puede esperar en un mundo de superhéroes) y densidad emocional. En el primer capítulo se presentan los personajes y la situación general que sirve de contexto, terminando con una profecía de apocalipsis. En el segundo, se trazan planes y se escogen bandos. En el tercero, algunas sorpresas potencian el suspense y la acción y se desata el caos. En el cuarto y último, acontece la gran batalla y se toma una decisión trascendental. El corto epílogo sirve para recuperar el tono personal e íntimo y aportar esperanza de cara al futuro. Ross y Waid ofrecen con esta miniserie una clase magistral de cómo construir una épica superheróica autocontenida, provocativa y profundamente emocional. Kingdom Come no requiere ninguna continuación ni extensión a otras series.

Mucho y muy justificadamente se ha escrito acerca de la forma en que Alex Ross ha abordado la visualización del concepto superheróico en sus múltiples formas. Pocos dibujantes del género han conseguido igualar su capacidad para transmitir con sus personajes grandeza física y espiritual, algo muy llamativo dado que precisamente su estilo se basa en el realismo fotográfico. ¿No debería ser la realidad un mísero sustituto para las imposibles maravillas, explosiones, puñetazos y onomatopeyas del dibujo tradicional de superhéroes? ¿No debería el realismo chocar frontalmente con lo que básicamente es la representación metafórica de un ideal –pues tal cosa son los superhéroes–¿ Pues no. De hecho, es precisamente esa paradoja lo que sorprende y atrae nuestra mirada: ver cosas que sabemos imposibles –gente volando, rayos de energía, estaciones espaciales hechas de luz sólida– pero representadas como si formaran parte de nuestro propio mundo. El lector se ve zambullido en una realidad maravillosa que, bajo los lápices de Ross, parece posible.

Con un nivel de detalle y meticulosidad que roza lo enfermizo, Ross no sólo da forma al Universo DC, sino que le insufla en sus páginas vida y sentido de la épica. Hay viñetas en las que se agrupan tantos personajes que resulta difícil distinguirlos a todos y lo único de lo que se tiene la sensación es de acción, de violencia. Ross inventa todo un nuevo catálogo de héroes, ofrece nuevas versiones de los ya conocidos y, como si fuera una carta de amor a la cultura popular en general, inserta aquí y allá innumerables personajes y objetos extraídos de los cómics, la literatura o el cine.

Ross utiliza fotografías y modelos como referencias visuales para su espectacular dibujo. Ello le ayuda a dotar de auténtico vigor y verosimilitud a los personajes, hasta tal punto que el lector tiene la impresión de estar mirando fotogramas de una película de superhéroes que nadie podría financiar. Sus expresiones faciales y corporales transmiten perfectamente sentimientos y emociones como la sorpresa, el terror, la tristeza, la admiración, la angustia, la ira o el amor. La “actuación” de sus personajes, como dije más arriba, aporta realismo a lo que es esencialmente una obra de fantasía. Por otra parte, Ross inserta sus figuras en viñetas con ángulos forzados y dramáticos primeros planos cuando es necesario, demostrando que su capacidad narrativa no se queda atrás respecto a su talento de dibujante. Pinta sus páginas con acuarela, utilizando una paleta de colores apagados para enfatizar el realismo, pero introduciendo esos tonos brillantes tan característicos de la ficción superheroica cuando el dramatismo o la épica del momento lo requieren.

Es difícil imaginar que Kingdom Come, en su concepto y ejecución, pudiera haber salido de la imaginación de otro creador que no fuera Alex Ross (aunque la idea le fue luego arrebatada en una serie de spinoffs titulados The Kingdom, aparecidos al hilo del éxito de la miniserie principal y en los que se exploraban las vidas de una serie de personajes secundarios con irregulares grados de calidad. Pero Ross no tuvo que ver con ella y al final se trató más de la exploración de un universo alternativo que de una obra singular y relevante). Su asociación con Waid resultó asimismo un acierto editorial. Ross tenía una idea básica acerca del fondo y desarrollo de la historia, y la labor de Waid, como dije, fue la de explicar y sostener ciertos elementos de la misma que quedaban bastante cojos. Hubo de respetar, eso sí, ideas que no compartía, como por ejemplo que Norman McCay sirviera de narrador (Waid lo hubiera eliminado por entenderlo superfluo y, de hecho y según él mismo declaró, “en ningún momento pude otorgarle una voz propia o una personalidad a ese personaje. Para mí era un personaje muy plano. Me resultó muy difícil escribirlo”) .

El argumento general es muy interesante y está repleto de momentos individuales, diálogos e imágenes que resultan difíciles de olvidar. Por ejemplo, el final del primer episodio, cuando Superman, majestuoso, regresa a la escena pública para salvar el día, volando sobre la multitud en un magnífico contrapicado, sosteniendo derrotados en sus manos a dos “superhéroes” de nuevo cuño ataviados con esos disfraces chillones llenos de púas, cadenas y pistolas que exhiben su vulgaridad frente a la clásica simplicidad del uniforme del Hombre de Acero. Mientras el rostro de éste refleja la expresión de un padre decepcionado, la multitud que lo contempla estalla en vítores y Norman piensa: “Ha vuelto. Y, Dios Mío, la amenaza del apocalipsis no ha desaparecido. Sólo ha empezado”. El momento en el que el villano inmortal Vandal Savage le rompe el cuello a una secretaria mientras dice: “Dije dos azucarillos”. Lex Luthor lavándole el cerebro a un horrorizado Capitán Marvel mientras le muestra imágenes falsas de los superhumanos destruyendo el mundo; Marvel dice: “Esas… esas cosas nunca pasaron”. Y Lex, manipulador, replica “Pero podrían. Y eso es lo importante, ¿no?”. El Americomando atacando a un grupo de inmigrantes en la Estatua de la Libertad mientras declara la guerra a “¡la más insidiosa amenaza de todas! ¡Las masas de pobres y agotados que acampan en nuestras orillas mendigando la ciudadanía!” (una nada velada crítica a la actitud de muchos americanos). Toda la magnífica escena en el restaurante de comida rápida donde se citan de incógnito Superman, Batman y Wonder Woman…

Tan intensos como resultan cada uno de esos momentos, no serían nada de no formar parte de una historia general bien contada. En buena medida, el atractivo de la miniserie reside en la complejidad del mundo que Ross imaginó para ella. Es tanto un homenaje a todo lo que de grandioso y noble contiene el Universo DC como un aviso de cómo podría terminar todo de seguir en la dirección (editorial y creativa) en la que entonces estaba inmersa el género. ¿Qué pasaría si los grandes héroes del pasado se retiraran y dejaran que una nueva generación, con menos firmeza ética, honestidad y sentido de la justicia, los relevaran? ¿Qué ocurriría si desaparecieran el referente ético, la fuente de inspiración, que conformaban los viejos superhéroes?

En una América cada vez más escéptica hacia el papel de los superhéroes, Superman, Wonder Woman y Batman se encuentran con un dilema ético a la hora de abordar el problema de cómo contener a sus megalomaníacos colegas. Superman, que se presenta casi como un mesías religioso, quiere enseñar a esa nueva generación de superhumanos el significado del heroísmo, aunque para ello tenga que usar la fuerza. Wonder Woman está de acuerdo en ese punto, pero difiere en el grado de violencia necesario. Batman, por su parte, lleva años luchando en la sombra (a través de ciborgs, puesto que las innumerables heridas y traumatismos que ha sufrido a lo largo de su carrera lo han incapacitado incluso para la vida normal sin la ayuda de un exoesqueleto) mientras sus antiguos compañeros se habían retirado y no está dispuesto ahora a renunciar a sus estrictos métodos y unirse a ellos.

Por mucho cariño que Ross y Waid profesen a el Universo DC en su faceta más clásica, Kingdom Come es una obra que va oscureciéndose conforme avanza. La situación en la que se encuentran Superman y Wonder Woman es complicada y carece de una solución sencilla. Batman siempre fue el individuo torturado que tenía una perspectiva muy clara de cómo era y funcionaba el mundo, pero el Hombre de Acero y la Princesa Amazona no están acostumbrados a ver las cosas de esa manera.

No desvelaré aquí cómo va aumentando la tensión o qué ocurre en el épico clímax, pero baste decir que Kingdom Come ofrece una conclusión poco habitual y que, desde luego, anima a la reflexión. La ficción superheroica se basa fundamentalmente en el poder y su uso responsable, y la lección que Superman –y el lector con él– debe aprender es que los poderosos sólo pueden permitirse ser paternalistas hasta cierto punto. Es correcto, incluso necesario, convertirse en un protector, pero ¿qué coste tiene ello sobre los protegidos? ¿Se debe ayudar –se puede siquiera– a quien no quiere ser ayudado? Una vez que privas del control de su destino a los menos poderosos, te has convertido en una especie de agente colonizador por muy benevolente que puedas ser. Se pierde la democracia, la cooperación e incluso la política. El poder es una realidad que no puede ser negada, pero aquellos que lo ostentan deberían entender que tiene que ser ejercido en colaboración con aquellos que no lo poseen, que hay que escuchar sus voces. De otra manera, los reprimidos siempre acabarán por alzarse y todo lo conseguido se desintegrará.

La moraleja, sin embargo, no está expuesta con paternalismo. Waid y Ross no tratan al lector con condescendencia asegurándole que tienen todas las respuestas y, de hecho, la historia deja margen más que suficiente para cuestionar sus argumentos. Lo cual no quita para que éstos sean sólidos y, por desgracia, poco habituales en el género de superhéroes. Y está, desde luego, el ejercicio de metalenguaje al que hacía referencia al principio: la crítica a la deriva del cómic superheroico y la reivindicación del concepto de que los superhéroes deben utilizarse para extraer lo mejor de nosotros mismos, no como excusa para regodearnos en nuestros peores instintos.

Waid realiza un trabajo competente en el desarrollo y estructura de la miniserie, narrando simultáneamente varias tramas sin que nada resulte confuso y manteniendo el subtexto religioso del argumento a un nivel lo suficientemente contenido como para que no se apodere de la historia o resulte cargante. Hay, como he dicho, buenos momentos de diálogo, especialmente en el caso del siempre cortante Batman (cuando Superman acude a reclutarle, por ejemplo, no para de llamarle deliberadamente Clark por mucho que éste le pide que no lo haga). La referida escena de ocho páginas que conforma el epílogo es asimismo sobresaliente por la humanidad que transmiten sus tres protagonistas: se sienten cómodos los unos con los otros, les molestan las aristas del carácter de los demás y no pueden mantener ocultos sus respectivos secretos. No son sólo amigos, sino familia.

Donde quizá se muestre menos acertado Waid sea a la hora de apoyar la posición de Superman. Sus argumentos no van más allá de “estos chicos de hoy son demasiado temerarios y violentos”, pero la alternativa que él representa no está argumentada con la suficiente solidez. Como ocurre con tantos otros cómics de Superman, Kingdom Come se debate entre la fuerza e inspiración que transmite un héroe tan íntegro como el Hombre de Acero y la queja de que nadie parezca pensar que siga siendo un personaje atractivo. Waid no da razones por las que sus detractores pudieran cambiar de opinión. Después de todo, su Superman es alguien que dejó de hacer lo que debía y abandonó a su suerte a la humanidad durante dos décadas simplemente porque no recibía el suficiente calor mediático.

En parte, quizá ello se deba a que la obra transita por una senda muy estrecha: es un ataque contra los cómics violentos de los noventa, de moralidad gris y pretendidamente adultos, pero al mismo tiempo corre el riesgo de caer en la afectación y seriedad que en el fondo quiere criticar. El arte de Ross es un homenaje a las glorias y épica del pasado pero deja poco espacio a la autoparodia o lo divertidamente extravagante. Kingdom Come se toma muy en serio a sí mismo y a punto está en ocasiones de ser tan pretencioso como los tebeos que quiere denunciar. Pero Waid siempre logra salvar la situación y equilibrarla con una mirada amable y honesta a la figura del superhéroe, que es lo que realmente nos hace reencontrarnos con el mejor y más íntegro Superman. En él identificamos claramente todos aquellos rasgos de su carácter que siempre le han puesto por encima de sus colegas: su inquebrantable compromiso con la decencia, su rechazo a tomar una vida, su anhelo de paz, su humildad. Pero en este futuro mucho menos simple y maniqueo de lo que fueron los tiempos de los inicios del género allá en los años treinta, todas esas virtudes son puestas a prueba. Éste es el sentido de hacer una historia “oscura”: reafirmar lo que hace especiales a los superhéroes, no desmitificarlos ni banalizar su esencia.

Kingdom Come es un excelente tebeo que puede gustar también a aquellos no particularmente asiduos a los superhéroes, que no ha envejecido nada ni en su historia ni en su dibujo y que aborda temas todavía muy vigentes en el género. No está lastrado por la continuidad anterior o subsiguiente y puede disfrutarse como una obra independiente que trata de transmitir que los superhéroes son algo más que peleas y explosiones, que sus historias pueden tener tanto corazón o incluso más que cualquier otra.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Copyright de imágenes y sinopsis © DC Comics, ECC. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".