Como es harto conocido, la línea editorial de DC Comics experimentó una renovación completa en 1986, cuando su Universo de personajes se remodeló por completo a raíz de la maxiserie Crisis en Tierras Infinitas. Entre los muchos cambios que conllevó estuvo el de cerrar la colección World’s Finest, que desde 1941 venía reuniendo en sus páginas a los dos principales iconos de la casa, Superman y Batman, resolviendo casos conjuntamente.
Pero he aquí que cuatro años después, Dave Gibbons (célebre dibujante de Watchmen o Juez Dredd ahora debutando como guionista) y Steve Rude (que había alcanzado fama y elogios universales por su trabajo en Nexus) recuperan la denominación clásica para una miniserie de tres números. Cómic notable no sólo por su equipo creativo sino también por su formato (volúmenes Prestigio, reservados todavía entonces para obras de mayor calidad), extensión (150 páginas) y, sobre todo, como declaración de principios por su intención de recuperar la esencia primigenia de los dos héroes. Y es que Los mejores del mundo es un homenaje a la Edad de Oro de los superhéroes en un momento en el que la disposición general en el género discurría por caminos muy diferentes derivados de las obras seminales de Frank Miller y Alan Moore.
Hace décadas, tras la muerte de sus padres, Oliver Monks fue puesto bajo la tutela de Byron Wylie, director del orfanato Midway, localizado a mitad de camino entre Gotham y Metropolis. Wylie organizaba a sus protegidos en bandas de delincuentes hasta que sus actividades fueron descubiertas y él enviado a prisión para cumplir una sentencia de treinta años.
En la actualidad, Monks dirige el orfanato junto al Padre Fullbright, pero el edificio se ha convertido en objetivo de Lex Luthor, que quiere completar una gran operación inmobiliaria en Gotham comprando baratos una serie de edificios ruinosos. Pero averigua que Monks ha vendido uno de ellos, el orfanato, al Joker, que lo hace víctima de un chantaje por su inclinación al juego y las mujeres. A cambio de sus propiedades, el Joker pacta con Luthor un precio de cinco millones de dólares y que le permita pasar una semana de “vacaciones” en Metrópolis.
Como era de esperar, la llegada de Luthor a Gotham y el Joker a Metropolis pone rápidamente a Batman y Superman en dificultades. Al primero le acusan de amenazar la seguridad de la población tras acudir al rescate de uno de los edificios que Luthor va a demoler; y al segundo, lo ridiculiza públicamente el Joker tras impedir un robo. Los dos héroes deciden entonces intercambiar sus respectivos ámbitos de operaciones para averiguar qué planean sus némesis e intervenir.
En el prefacio de la edición recopilatoria, Dave Gibbons recordaba cómo descubrió estos cómics en su versión inglesa, su pasión por Superman y Batman y disfrute al verlos juntos en World’s Finest (titulado Super Adventure Comics en Inglaterra) y el significado que encontraba a sus historias. Su propósito con este cómic, por tanto, era transmitir a los lectores modernos las mismas emociones que sintió él cuando de niño gozó las aventuras del dúo de héroes, escribiendo una historia accesible que retomaba las representaciones icónicas de los protagonistas al tiempo que se mostraba más ambicioso en cuanto al argumento que la enésima variación nostálgica. No se trataba, por tanto, de hacer un cómic “adulto” con pretensiones de trascendencia sino una aventura divertida.
Efectivamente, su amor por aquellas viejas historias queda patente a lo largo de todo el cómic, en el que mezcla la modernidad de comienzos de los noventa con el espíritu y la estética de los años treinta, cuando estos personajes tuvieron su génesis. Continuamente se están trazando los paralelismos y diferencias entre ambos héroes, opuestos y al mismo tiempo complementarios. Superman y Batman son huérfanos los dos, pero el uno es un alienígena cuya identidad civil le sirve de disfraz y el otro un vigilante sin superpoderes cuyo intimidante aspecto constituye su principal arma. El uno simboliza el día, el otro la noche; y aunque cada cual no comparte los métodos de su colega, siente respeto por él. Superman aporta músculo y poder; Batman cerebro e inteligencia.
En este sentido, destaca la inclusión de escenas íntimas que nos acercan al corazón de los dos héroes, como ese montaje de viñetas en paralelo donde se narran sin textos los orígenes de ambos; las viñetas en las que se nos cuenta con un elegante vistazo las diferentes formas en que Clark y Bruce pasan las fiestas de Navidad; o incluso los planos generales de Gotham o Metrópolis, que ponen de manifiesto con su arquitectura la diferencia de ambientes en las que ambos desempeñan su función y cuyo espíritu, de alguna forma, ha sido absorbido por sus respectivos vigilantes.
Esas mismas distinciones se dejan claras en el caso de Luthor y el Joker: el metódico y maquiavélico hombre de negocios y el lunático anarquista; el uno es de físico corpulento y se sirve de su fría razón y abultada billetera para allanar los problemas; el otro, enjuto y sembrador del caos, presa del delirio permanente; uno quiere imponer su nuevo orden y el otro que reine el desorden. En cierto modo, Lex Luthor y el Joker tienen fines y métodos tan opuestos que son tan enemigos entre sí como ambos lo son de los superhéroes.
Por otra parte y recuperando ese espíritu familiar de los viejos cómics de los años cuarenta, cincuenta y sesenta, encontramos que todos los secundarios de uno y otro héroe se conocen y relacionan con naturalidad. Jim Gordon y Perry White conversan como viejos amigos; Lois y Jimmy, que comparten el cinismo propio de los periodistas, tratan con familiaridad a Alfred en una inteligente dinámica que deja retratada a la primera como alguien un tanto pretencioso y al mayordomo como un hombre compasivo y realista. Una paralítica Barbara Gordon en silla de ruedas aparece también de forma anacrónica, tanto por el pretendidamente ligero espíritu de la serie como por alterar la continuidad establecida por La broma asesina.
Si la sinopsis puede dar idea de que Gibbons tenía una historia en mente, la lectura del cómic desmiente rápidamente esa ilusión. Propone un planteamiento interesante y refleja con acierto las diferencias y paralelismos entre los personajes de una y otra ciudad. La esencia básica de la historia, igualmente, es muy sencilla y clásica: el choque entre el bien y el mal, representados por sus principales campeones en el Universo DC.
Por desgracia y contrariamente a sus intenciones inicialmente declaradas, en lugar de ofrecer un argumento tan sencillo como la premisa, fácil de leer y asimilar, Gibbons trata de ponerse a la altura de los guiones más elaborados y “trascendentes” que por entonces ya dominaban muchos de los proyectos especiales de DC, sobre todo de Batman, y coloca esta aproximación clásica en los raíles de una trama innecesariamente compleja, confusa y alargada. El ritmo es demasiado rápido como para permitir un seguimiento y comprensión adecuados de una historia por lo demás farragosa y que se desarrolla a demasiados niveles (las intrigas inmobiliarias de Luthor, los planes del Joker, el regreso de los fantasmas del pasado en el orfanato y las pesquisas e intervenciones de Superman y su entorno por un lado y Batman y el suyo por el otro). Si uno de los objetivos era recuperar el tono lúdico, despreocupado y con salpicones de comedia de los viejos cómics, fracasa en toda la línea. Ni el dibujo es el adecuado para acompañar un gag ni la historia en sí es lo suficientemente ligera (no solo por su complejidad sino por la subtrama de abusos infantiles a huérfanos y traumas psicológicos arrastrados por Monks)
Otro fallo reside en la introducción de dos clímax, al final del segundo y tercer número respectivamente. El segundo de ellos, que debería haber permitido cerrar la historia, deja paso a una extensión artificial en el tercero que cuenta la guerra desatada entre los dos villanos mientras Batman y Superman tratan de limitar los daños y poner fin al conflicto. Al final, eso sí, las tramas se cierran, las piezas regresan a sus puntos de partida y todo el mundo vuelve a sus casas, ya estén en Gotham o en Metrópolis, como si nada hubiera pasado. Es otra de las características de las historias de la Edad de Oro: el mundo nunca cambia y sus actores tampoco.
Aunque la guerra entre Superman y Luthor siempre ha sido eminentemente psicológica (con el segundo celoso del poder del primero, tejiendo maquiavélicos planes para engañarlo y derrotarlo), la de Batman y el Joker sí ha desembocado frecuentemente en confrontaciones más físicas. Pero en Los mejores del mundo, si bien hay algunas interesantes escenas de acción, no encontramos combates al estilo tradicional sino más bien una partida de ajedrez en la que los villanos provocan a los héroes pero sin entablar una confrontación directa. Para algunos –entre los que me incluyo–, esto será un acierto dado que aquéllos no son en absoluto rivales para éstos en el plano meramente físico. Para otros, puede resultar algo frustrante.
En este su primer guion, Gibbons tuvo el lujo de contar como artista con otro grande del comic book, y uno, además, cuyo estilo no está muy alejado del suyo aunque es objetivamente superior desde un punto de vista técnico y estético. Steve Rude ha sintetizado y hecho suyos los estilos de sus ídolos, Jack Kirby, Russ Manning o Alex Toth, en una mezcla elegante, limpia, dinámica y sofisticada, moderna al tiempo que clásica.
Rude confesó haber tenido que trabajar muy duro para completar la miniserie, ajustándose a las meticulosas indicaciones del guionista, pero también obteniendo inspiración de referencias personales. De hecho y como ha demostrado en múltiples ocasiones, Rude es un enamorado de las versiones más clásicas de los superhéroes en general y en esta ocasión quería conseguir una representación muy concreta de los dos pioneros de ese género, Superman y Batman. Así, incluye en sus viñetas guiños y homenajes a Curt Swan, Bob Kane, los dibujos animados de Superman de los años cuarenta, tanto el Batman más primitivo como la versión de Mazzuchelli para el entonces reciente Batman: Año Uno (1988), el Joker de Jerry Robinson y el Luthor de John Byrne.
Sus páginas y viñetas (embellecidas por el minucioso entintado de Karl Kesel y el color de Steve Oliff) ofrecen una composición exquisita de gran poder evocador, inventiva y refinamiento estético. Las poses que adoptan sus figuras son a un tiempo exageradas y realistas, como si fueran fotogramas de una película de superhéroes, pero en ningún caso parece forzado. Además, recoge y sintetiza a la perfección la iconografía heroica de los personajes principales no dibujándolos aislados en el cielo o las azoteas sino perfectamente integrados en sus entornos característicos.
Gibbons disfruta de un apoyo inmejorable en Rude dado que éste, solo con la fuerza simbólica de sus imágenes, transmite lo que no podrían hacer páginas enteras de texto. Y lo demuestra desde el principio, porque las primeras dieciséis planchas de la miniserie transcurren prácticamente sin una sola palabra, dedicando ocho páginas a narrar la intervención de Batman en un robo de joyas en Gotham y luego la de Superman solucionando un accidente en Metropolis. Rude pone especial atención a la hora de diferenciar ambas ciudades y no sólo en la arquitectura: mientras que Metrópolis siempre aparece bañada por la deslumbrante luz del sol y su cielo surcado por palomas, Gotham se muestra al ocaso y poblada por cuervos. El artista no trata de construir espacios realistas sino simbólicos. Ambas urbes son puras idealizaciones.
Es por el excelente trabajo de Rude que, en último término, Los mejores del mundo es un tebeo a recuperar y disfrutar. Cada viñeta es un retablo, cada página un tutorial de cómo narrar y componer de un nivel rara vez visto en los comic books mainstream.
En definitiva, un cómic irregular en cuanto a su guion y con más potencial que resultados, pero cuya lectura merece la pena gracias a su sobresaliente calidad gráfica y su carácter de homenaje a una estética y un espíritu añejos pero todavía cautivadores y a unos personajes que han estado con nosotros desde hace más de ochenta años. Los mejores del mundo no pretende más que contar una historia sin derivaciones ni consecuencias para el futuro. Esta nostálgica recuperación de una forma ya casi extinta de entender y leer cómics de superhéroes siempre es bienvenida en una época en la que la meta editorial siempre parece consistir en atacar engañosamente al statu quo con tremebundos eventos… que, a la postre, tampoco cambian nada.
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