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«Miracleman», de Alan Moore y Alan Davis (Eclipse, 1985-1986)

El primer número de Miraclemana cuyos antecedentes me referí en otro articulo‒ llegó a las tiendas en julio de 1985, al módico precio de 75 centavos, significativamente menor que el de la mayoría de los títulos de Marvel y que incluso los de la propia Eclipse, que se vendían a 1.75 dólares.

Las ventas ascendieron a 100.000 ejemplares, una cifra muy respetable en la que sin duda tuvo que ver la fama que ya entonces estaba acumulando Alan Moore. De todas formas, Miracleman nunca fue el superventas que la editorial había esperado. Su tono adulto y su dibujo poco convencional lo apartaban radicalmente del cómic de superhéroes mainstream, y con la excepción de los dos primeros números, casi cualquier otro título del catálogo de Eclipse registraba mejores ventas, desde Airboy a Scout, pasando por los mangas o las novelas gráficas de Clive Barker.

Los primeros seis números de Miracleman reeditaron coloreados el material previamente publicado en nítido blanco y negro en la revista Warrior, cautivando a los lectores más exigentes con esa reinterpretación de un Capitán Marvel despertando de un largo sueño para abrazar la libertad.

Aunque los primeros episodios estaban muy bien escritos, no dejaban de ser una suerte de revival de corte tradicional. Pero llegado un determinado punto, Moore opta por un cambio radical y utiliza al personaje para romper las barreras del género superheroico y ofrecer una visión de la figura del superhombre tan potente como polémica. En el número 6 (febrero de 1986) empieza ya a incluirse material nuevo, dibujado primero por Chuck Beckum (ahora conocido como Chuck Austen), luego por Rick Veitch (nº 9 y 10), que completaría la saga de “El síndrome del Rey Rojo”.

En la edición de Eclipse, la serie comienza con un flashback a la época de Mick Anglo –con unos diálogos modificados, eso sí, por Moore–. Cuando se publicó originalmente este material en Warrior, se presumió que los lectores estarían ya familiarizados con el personaje por lo que se comenzó directamente con las páginas nuevas de Alan Moore y Garry Leach. El público norteamericano, sin embargo, necesitaba un contexto para comprender lo que los autores iban a hacer con los personajes, así que se incluyeron estas páginas a modo de introducción. Es un pasaje que funciona bien como símbolo de la inocencia y extraño sentido de la violencia “blanca” que imperaba en los primeros años del género superheroico. Conocemos a Miracleman, Young Miracleman y Kid Miracleman, y entendemos rápidamente cuáles son sus poderes y la relación patriarcal que el héroe titular mantiene con sus protegidos.

En el capítulo 2 (dentro todavía del primer número de Eclipse) es donde verdaderamente empieza la historia con un arco titulado, como ya indiqué en el artículo previo, El sueño de volar. Michael Moran es un periodista de mediana edad, en mala forma física y con una vida gris. Su mujer Liz es la que aporta estabilidad económica y emocional al matrimonio. Enviado a cubrir una protesta en una central nuclear y atrapado allí en un ataque terrorista, recuerda la palabra mágica que le convierte en un superhéroe que llevaba décadas sin aparecer: “¡Kimota!”. Moran es sustituido por el flamante Miracleman, que se encarga de los terroristas y vuela exultante hacia el espacio gritando: “¡He vuelto!”.

Este resumen puede sonar ridículo, pero el tono y dibujo realistas con el que está narrado este pasaje hace que resulte incluso verosímil. A ello se suman los cuadros de texto que Moore rellena con poética prosa. Es un estilo que enseguida copiarían otros guionistas, pero cuando estas páginas aparecieron por primer vez en 1982, nadie había escrito frases como las suyas en un cómic. A pesar del tiempo transcurrido y de las miles de veces que se ha copiado, adaptado, reimaginado y recontextualizado la forma de contar este arranque, es un pasaje que sigue impactando.

Dado que se trataba de una edición para el mercado americano, el coloreado de Miracleman era inevitable (recordemos que Warrior lo publicó en blanco y negro). El resultado es cuestionable incluso teniendo en cuenta que hoy podemos disfrutar de una edición mejorada con colores de Steve Oliff, uno de los mejores profesionales del medio. El problema es que las páginas de Garry Leach –y luego las de Alan Davis– tenían un trabajo de iluminación y sombreado sobresaliente, y de contrastes muy marcados, que se pierde por la superposición de colores.

Los capítulos 3 y 4 dan más ejemplos de la capacidad poética de Moore incluso en un género tan poco proclive al lirismo como es el de los superhéroes. Cuando Moran se presenta a su mujer Liz en la forma de Miracleman, ésta se desmoraliza. No sólo cuestiona su nuevo aspecto (aunque no en la forma estereotipada que uno podría esperar al estilo de un sollozante “Mike, ¿cómo pudiste ocultarme ese secreto?”), sino que deconstruye todo el género al burlarse abiertamente de la historia que su esposo le cuenta, calificándola de estúpida. Desde luego, ella no recuerda un héroe llamado Miracleman en los años cincuenta, y en el caso de haber existido, ella lo sabría, habría oído hablar de cómo él y sus compañeros habían salvado al mundo incontables veces. Es como si Miracleman y sus amigos nunca hubiesen existido, pero está claro que él está allí, radiante e imponente.

El primer número termina con la amenazante aparición de Johnny Bates, el antiguo Kid Miracleman del flashback. Bates no sólo no ha envejecido casi nada, sino que ha prosperado hasta convertirse en el líder de un imperio industrial, mientras que Moran se ha convertido en un cuarentón flojo que no recuerda nada de su “pasado”, a excepción de las pesadillas que le acosan en sueños.

El realismo gráfico y narrativo, la ausencia de poses y tics superheroicos, el lirismo de los textos, los personajes conversando entre sí en lugar de escupir frases altisonantes, el sólido personaje femenino que cuestiona todo lo relacionado con los superhéroes y la crueldad y violencia que acechan por las costuras de todo el argumento, hacen de este comienzo de Miracleman algo que no se había visto nunca antes en el género.

Durante dos capítulos, se narra la batalla que libran Miracleman y su antiguo protegido, Kid Miracleman, un encuentro brutal que hace patentes las consecuencias de semejante violencia, no sólo en los contendientes sino en los civiles inocentes que tienen la mala suerte de hallarse cerca. Así, Moore vuelve a subvertir los tópicos del superhéroe “salvaniños” cuando Miracleman trata de proteger a un bebé, pero no puede evitar romperle los huesos debido a la velocidad y su propia fuerza, algo que comprensiblemente despierta las iras y el resentimiento de su madre.

En este punto, Garry Leach deja los lápices de la serie en manos de Alan Davis, y sólo realiza el entintado, lo que contribuye a que la transición gráfica sea menos traumática. Aunque Davis era por entonces aún un dibujante casi novato, realiza una labor excelente. Su estilo realista, sin embargo, choca hasta cierto punto con las llamativas onomatopeyas que acompañan a la batalla, una discordancia que nos recuerda que estamos ante lo que fue una nueva aproximación conceptual y estilística al género de los superhéroes y que los autores no se habían dado cuenta todavía de que los grandes efectos de sonido no encajaban bien en ese contexto. Con todo, es una escena de acción notable que le ofrece al lector tanto los combates típicos del género superheroico como un claro mensaje acerca de lo que esta violencia podría causar.

Hacia la mitad del número, Johnny Bates ha revertido a su forma infantil, su mente se ha trastornado y sus poderes parecen haber quedado enterrados en ella para siempre, aunque en el siguiente capítulo Moore ya da pistas de que la amenaza de Kid Miracleman está lejos de haber sido neutralizada.

El guionista continúa socavando los cimientos del género cuando Liz Moran y su marido viajan al campo para explorar el límite de los poderes de Miracleman y ella comenta lo imposible que resultan desde el punto de vista físico las habilidades de su marido. Aplica la lógica a los superhéroes ‒un enfoque siempre resbaladizo‒ y llega a la conclusión de que su poder debe ser telequinético, no físico.

Es la misma explicación que años más tarde daría John Byrne a la imposible fuerza y capacidad de vuelo de Superman. El Hombre de Acero, sin embargo, no necesita que se expliquen sus poderes, es un personaje de comic-book, un icono. El Miracleman de Alan Moore, en cambio, intersecta con la realidad y justificar “físicamente” sus poderes contribuye a asentar el contexto realista para esa nueva aproximación al género que aquí se estaba ensayando. Una aproximación, por cierto, de la que Superman nunca podría beneficiarse porque él no puede cambiar el mundo que le rodea. Miracleman sí, y mucho, tal y como veremos.

El tercer número (octubre de 1985) se cierra con dos magníficas escenas asimismo poco habituales en los comic-books de superhéroes. Por una parte, una discusión doméstica entre Mike y Liz acerca de las disfunciones que en su relación ha creado el descubrimiento de que él es también otra persona, Miracleman. Son momentos muy humanos y creíbles dominados por la angustia y la intimidad. Por otra, una trampa magistralmente ideada por un nuevo personaje, Evelyn Cream. Moran entra en un ascensor con Cream y una mujer con un bebé. Ésta le pide que sostenga al niño mientras revisa su bolso. Y entonces se descubre que es una trampa. Si no quiere incinerar al bebé con un destello de energía, Moran no puede pronunciar su palabra “mágica” y transformarse en Miracleman, lo que aprovecha Cream para dispararle.

El capítulo inicial del número 4 (noviembre de 1985) juega con el tiempo narrativo, mostrándonos un flash-forward (sin ningún cuadro de texto que nos aclare “dentro de dos horas…” o algo similar) y la silueta de tres hombres hablando acerca de lo que va a ocurrir cuando Miracleman, inevitablemente, encuentre las instalaciones gubernamentales secretas que esconden el enigma de su origen, orquestado décadas atrás por un ahora anciano sir Dennis Archer.

Luego saltamos a la tercera línea temporal, el “pasado” de ese episodio, donde descubrimos que Evelyn Cream no ha matado a Mike Moran, sino que sólo le administró tranquilizantes. En resumen, en el curso de sólo siete páginas se expone una cronología que va del futuro cercano al presente y de ahí al pasado.

Miracleman llega, efectivamente, al mencionado búnker, donde además de las tropas que lo custodian tiene un –brevísimo– encontronazo con otra creación del Proyecto Zaratustra del que él mismo procede. Este nuevo personaje tiene un aspecto incluso más ridículo que el suyo, con un bombín, un traje de cuero de tres piezas, corbata, paraguas y una flor en el ojal. Su nombre tampoco se queda atrás: Big Ben.

Y entonces, Miracleman averigua su verdadera naturaleza, su origen. Sí, corrió aventuras con Young Miracleman y Kid Miracleman…pero sólo en su imaginación, en un paisaje mental construido por el doctor Emil Gargunza, utilizando tecnología alienígena encontrada en una nave que se estrelló en la Tierra.

Moran permaneció durante años atado a una máquina, imaginando sus hazañas. Gracias a los aparatos extraterrestres y algo llamado infraespacio, compartía su conciencia con una forma física superior, un cuerpo superhumano que más tarde se manifestaría en el mundo real como el de Miracleman. Pero la intención del gobierno fue que nunca escapara del laboratorio. Él y sus dos jóvenes compañeros eran sólo conejillos de indias.

Miracleman reproduce un vídeo que encuentra en el laboratorio en el que Gargunza se enorgullece de sus logros, logros que arruinaron su vida y la convirtieron en una mentira: “Para poder controlar los procesos mentales y las motivaciones de estas criaturas tan potencialmente destructivas, se ha creado una realidad artificial entera. Esa realidad se introduce directamente en sus mentes inconscientes mientras se encuentran bajo los efectos de unos poderosos sedantes. Se trata de un escenario juvenil pero eficaz, donde las criaturas creen que se han convertido en “superhéroes”…”

Es una escena emocionalmente devastadora que pulveriza toda la historia previa del personaje y la reduce a un mero sueño.

Así que cuando, presa de la furia, Miracleman destruye el búnker, lo que hace es revolverse contra la violación que han cometido contra su persona, la destrucción de su vida y de su identidad. Aquí se sientan las bases del inminente choque entre Miracleman y Gargunza, pero con un nivel de dramatismo muy superior al típico “Vaya, el villano quiere robar un banco o dominar el mundo”. No, en las manos de Alan Moore, el conflicto es personal, trágico e inevitable. Ya no es una historia de superhéroes sino un relato acerca de la identidad y la venganza.

Es al derribar los muros de la ficción superheroica cuando Moore nos brinda, paradójicamente, una de las mejores historias de superhéroes jamás contadas.

En este punto hay que decir que una de las claves emocionales de la relación entre Mike y Liz reside en que ésta se halla en avanzado estado de gestación. Pero el padre no es Mike sino su alter ego superpoderoso. Dado que la historia establece que cuando está en la forma de Miracleman, la consciencia de Moran está en realidad dominando un cuerpo alienígena y de poderes cuasidivinos, eso significa que el feto de Liz contiene probablemente algún tipo de ADN extraterrestre, lo que, evidentemente, la angustia.

La primera historia del número 5 (diciembre de 1985), “Jugando al gato y al ratón” es un poco más floja que lo visto hasta el momento. El dibujo resulta algo rígido y el paralelismo que establece entre Miracleman y un jaguar que está cazando Gargunza roza el tópico. Hay una página terrorífica que transcurre en el interior de la mente de Johnny Bates, pero eso no redime lo que es un capítulo bastante plano, una especie de relleno previo al enfrentamiento final entre el héroe y su villano.

Aún peor es el siguiente capítulo, “Un momento de calma”, cuya trama –Miracleman pasa un rato en el bosque, charla con un niño y demuestra sus poderes– sólo sirve para quitarlo de en medio y que resulte posible para los sicarios de Gargunza secuestrar a su esposa. Es otro segmento de mero relleno que quizá vino motivado por la sobrecarga de trabajo de Moore en ese momento (además de Miracleman estaba escribiendo V de Vendetta, Capitán Britania, Skizz y diversas historias cortas).

Aunque no es el mejor número de la colección, al menos contiene dos momentos importantes. El primero es la escena final entre Gargunza y Liz Moran, en la que se desvelan las siniestras intenciones del primero: utilizar el superbebé de la pareja como recipiente de su propia consciencia. Y el segundo es la inclusión de ese flashback con la familia Miracleman, dibujado por John Ridgway. Los tres héroes están todavía en el búnker, conectados a las máquinas de Gargunza, viviendo aventuras en el interior de sus mentes. Las imágenes que ellos crean en su subconsciente compartido como reflejo de su situación real, prisioneros y a merced de un loco cruel, están bastante conseguidas.

A estas alturas, Moore había abandonado el cómodo y previsible marco del cómic de superhéroes para hacer emerger la verdadera naturaleza de Miracleman como historia de terror: un suspense creciente, violencia, muerte y un feto mirándonos a los ojos desde la página del cómic; una imagen ésta que no se olvida fácilmente y que Moore y Davis habían utilizado en el número anterior.

Ahora se nos narra, de su propia boca, la historia de Emil Gargunza. Aunque no es un individuo simpático, Moore humaniza su villanía mostrándonos qué le impulsó a seguir su camino, por qué se embarcó en la ciencia dejando atrás todos sus escrúpulos y cómo la curiosidad y el ansia de saber fueron sustituidos por la ambición de la inmortalidad.

En esta narración biográfica de Gargunza volvemos a encontrar mucha de la información que ya se nos había proporcionado en capítulos anteriores, pero aquí la vemos bajo una nueva perspectiva, no la de la víctima sino la del creador de su sueño-pesadilla. Es en este momento donde el lector obtiene por fin una perspectiva global y cronológica del origen de Miracleman, a excepción de la procedencia de los alienígenas de cuya tecnología se apropió Gargunza y el gobierno británico, aspecto este que se aclarará en números posteriores.

El número incluye una continuación del flashback de la “Familia Miracleman” iniciado en el episodio anterior, de nuevo dibujada por John Ridgway, cuyo estilo de dibujo y entintado dota a ese pasaje de un aire más onírico. Temáticamente, abunda en la imagen de Gargunza como manipulador y nos cuenta cómo el subconsciente del Miracleman dormido se adapta a su situación en el mundo real incorporando a Gargunza en sus fantasías como archivillano. El científico, en el búnker, cierra el capítulo atrapado por el miedo: se ha convertido en parte de la historia ficticia que él mismo había implantado en sus ratas de laboratorio. Y ese es un lugar muy peligroso.

Cuando Alan Moore y Alan Davis abandonaron la revista Warrior en su número 21 (agosto de 1984), unos pocos meses antes de la cancelación de la cabecera, no sólo dejaron a los lectores con un cliffhanger, sino que éste, además, era el clímax de la confrontación Marvelman-Gargunza. Por suerte, Moore pudo continuar la historia, como he dicho, en Estados Unidos, ya en la editorial Eclipse, por lo que los aficionados sólo tuvieron que esperar alrededor de un año para ver la conclusión. Desgraciadamente, Alan Davis ya no se unió al equipo.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".