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«Miracleman», de Alan Moore, Rick Veitch y John Totleben (Eclipse, 1986-1989)

En artículos anteriores, conocimos la historia de este superhéroe: desde sus primeros avatares ‒Capitán Marvel (Fawcett Comics, 1939-1953), Marvelman (L. Miller & Son, 1954-1963) y Miracleman (Quality Communications, 1982-1984)‒, hasta la etapa durante la que se publicó en Estados Unidos el trabajo de Alan Moore y Alan Davis (Eclipse, 1985-1986).

La última entrega conjunta de los dos Alan narra en seis páginas el encuentro de héroe y villano. Pero no estamos aquí ante un enfrentamiento típico del tipo de los de Superman y Luthor o del Capitán Marvel y Sivana, en cuyos casos veríamos puñetazos, robots, rayos láser y grandes máquinas, todo ello acompañado de abundante tecnocháchara. En cambio, en Miracleman tenemos un mínimo intercambio verbal y una transformación sorpresa.

Resulta que “¡Kimota!” no era una palabra mágica, sino un mecanismo psíquico que activaba el cambio de cuerpo del héroe. Gargunza tenía su propia palabra para hacer desaparecer a Miracleman y sustituirlo por el enclenque Mike Moran: “Abraxas”, un vocablo que alude al concepto gnóstico de divinidad superior. Pero Gargunza no acaba ahí: al pronunciar las palabras “Lobo Estepario”, su cachorrito se transforma en un enorme y agresivo animal verde, el “Miracleperro”, como lo llama jocoso el villano, listo para encargarse de Moran.

Y aquí es donde el serial original de Miracleman en Warrior se cortó. Al reanudarse en formato comic-book con el sello de Eclipse (y el nº 6 en la portada. Recordemos que los cinco anteriores fueron reediciones coloreadas de lo publicado en la revista británica), los lectores no pudieron sino sentirse decepcionados ante el cambio de dibujante.

Chuck Beckum era entonces un joven artista –de hecho, debutó con estos números de Miracleman– que carecía del talento de Alan Davis y de la capacidad para ilustrar con la sutileza necesaria los guiones de Moore hasta el punto de que su efímera etapa parece casi una parodia de todo lo anterior. Beckum, que más tarde se cambió el nombre artístico por el de Chuck Asten, trabajaría en series como Uncanny X-Men y Action Comics antes de verse expulsado de la industria por los comentarios de fans hartos de su mediocridad.

Sus fallos en Miracleman son abundantes: personajes inexpresivos, una debilidad letal en una historia que pretende dotar de humanidad al género superheroico; su “Miracleperro”, en lugar de parecer un monstruo alienígena, se asemeja más a un saltamontes gigante; Evelyn Cream, cuando lo dibujaba Alan Davis, tenía personalidad y un físico algo fofo que contrastaba con su enorme autoconfianza. En cambio, Beckum lo dibujaba con rasgos angulosos y una mandíbula cuadrada, como si jamás hubiera visto la versión de Davis o fuera incapaz de dibujar nada que no pareciera una figurita de acción musculada. La violenta muerte de Cream, un personaje que despertaba cierta simpatía a pesar de ser un asesino, estaba pensada por Moore como un interesante montaje que incluía un falso primer plano, pero Beckum arruina el efecto haciendo que su cabeza decapitada parezca algo ridículo.

Los dos siguientes capítulos verían cierta mejora gráfica gracias al añadido de más zonas negras, pero no deja de ser una decepción que precisamente el clímax de la historia, el trágico desenlace del enfrentamiento entre Miracleman y Gargunza, tenga un arte tan flojo. Afortunadamente, Beckum fue sustituido por el mucho más competente y apropiado al tono de la serie Rick Veitch.

Por lo demás, Moore orquesta un clímax violento hasta decir basta: Miracleman revienta cabezas y atraviesa cuerpos; y como Mike Moran pierde varios dedos arrancados por el Miracleperro antes de transformarlo de nuevo en un cachorro y reventarlo a pedradas. El propio Gargunza no aguanta ni cuatro páginas ante Miracleman antes de acabar reducido a un hueso calcinado. Es una escena larga e intensa pero que aparte de la mencionada violencia no aporta realmente nada diferente a lo que podría verse en un cómic o una película de acción de la época. El héroe recobra sus poderes justo a tiempo, se abre camino a golpes hasta el villano y luego consigue su venganza. Un final muy tradicional para una historia que aspiraba a mucho más. Por suerte, lo más interesante estaba aún por venir.

Debido a retrasos en la recepción de material, el número 8 de Eclipse (junio de 1986) no continuó con la historia de Moore, sino que fue una simple reimpresión de material de los cincuenta dibujado por Mick Anglo y una historia corta –y supuestamente cómica– guionizada por la propia editora de la colección, Cat Yronwood y dibujada por Chuck Beckum, afortunadamente su última intervención en el personaje.

Y entonces llegó el número 9 (julio de 1986), en el que Moore y su nuevo artista para la serie, Rick Veitch (con quien ya venía colaborando en La Cosa del Pantano), se alejaron radicalmente de la acción y la fantasía del género superheroico para mostrarnos un auténtico milagro, el más común en la naturaleza: el nacimiento. El episodio, titulado “Escenas de la natividad”, nos mostraba el nacimiento de la hija de Miracleman y Liz Moran, Winter.

En lugar de hacer que el parto tuviera lugar fuera de cámara o insertar una elipsis, Moore y Veitch optaron por hacer algo que nunca antes se había visto en los cómics: la representación gráfica y descarnada de un parto. Es una secuencia dramática de primeros planos de la vagina de Liz dilatándose y dejando pasar la cabeza y luego el ensangrentado cuerpo de la niña. Una serie de imágenes que transmiten perfectamente el dolor y esfuerzo asociados al nacimiento, y que cualquier padre o madre pueden reconocer.

Como era obligado, Eclipse hubo de enviar el correspondiente resumen del contenido de sus cómics a las distribuidoras y tiendas especializadas. No pocos de ellos expresaron sus reparos acerca de la conveniencia de mostrar en un comic-book algo tan intenso. Esa actitud despertó las iras de la editora de Eclipse, Cat Yronwoode, que no podía creer que la representación de uno de los acontecimientos más frecuentes de la naturaleza provocara semejante ansiedad. Y su reacción –tan inaudita como burlona y amarga– fue la de colocar en la portada del cómic un aviso equivalente al que se ponía en las cajetillas de cigarrillos avisando de lo perjudicial de su consumo y que decía: “Atención padres: este número contiene escenas gráficas de un parto”.

Moore y Veitch se molestaron en retratar la escena con toda la exactitud y honestidad posibles. Veitch se remitió al libro de fotografías A Child is Born, de Lennart Nilsson, que era frecuentemente citado por autoridades como la Asociación Médica Americana, o la revista Parents, que lo recomendaba como lectura para cualquiera interesado en los detalles del alumbramiento. El libro era incluso recomendado específicamente para aquellos niños curiosos que esperaran un hermano. Había estado reeditándose continuamente desde 1965 y vendido más de un millón de copias en diez años. Se podía encontrar fácilmente en cualquier librería y biblioteca pública de Estados Unidos.

El 19 de septiembre de 1986, el popular programa de la NBC Today Show mostró imágenes de un parto y ese segmento fue precedido por un aviso virtualmente idéntico al que había aparecido un par de meses atrás en la portada de Miracleman. En 1986, por tanto, el público americano parecía estar ya preparado para ver un nacimiento en una televisión de gran audiencia, pero el de los cómics era un universo diferente.

Mientras que algunos lectores escribieron cartas a Eclipse alabando la belleza y honestidad del trabajo de Moore y Veitch, otros calificaron al cómic de desagradable e incluso explotador. Y luego estaban los distribuidores y libreros, muchos de los cuales vieron confirmados sus miedos cuando el cómic cayó efectivamente en sus manos.

Ken Kruger, el representante de Los Angeles de la distribuidora Bud Plant, informó a los libreros de que Miracleman nº 9 podía causarles problemas legales y que no debería venderse. En respuesta, la tienda Golden Apple Comics sólo vendía ese cómic de tapadillo y bajo petición previa.

Steve Geppi, presidente de una de las distribuidoras más importantes del país, Diamond Comics Distributors, fue mucho más ácido en su crítica, afirmando en octubre de 1986 en un “Informe especial” dirigido a sus clientes: “Miracleman fue la gota que colmó el vaso… Parece ser un caso clásico de mal criterio (por no mencionar el mal gusto) por parte del editor, el que justo encima del sello de advertencia sobre el contenido figure el eslogan que proclama America’s n. 1 Super Hero ¿Cuál es el propósito de esta atrocidad? Yo tengo cuatro hijos de edades comprendidas entre seis y quince años, y cada uno de ellos sabe de dónde vienen los niños. Nunca he encontrado necesario, sin embargo, describirles gráficamente cómo nace un bebé. Estoy seguro de que la mayoría si no todos los padres coincidirán conmigo en que no necesitan comic books para educar a sus hijos en estas materias».

Geppi aseguró que “Diamond ha sido inundada de cartas y llamadas telefónicas de libreros iracundos que exigían que se les devolviera el dinero. Otros distribuidores que asistieron a una conferencia en Las Vegas este mes dijeron que habían recibido la misma respuesta”.

Decía luego que Diamond devolvería el dinero a quienes lo reclamaran y luego le pasaría la factura a Eclipse. Yronwode, por su parte, negó que las ventas de Miracleman se hubieran visto afectadas por esta polémica. Geppi, además, defendió la necesidad de endurecer las normas de autocensura en la industria, una idea que tendría un importante impacto en DC comics al año siguiente.

Sea como fuere, Moore y Veitch alcanzaron con este episodio un nuevo grado de realismo en el género de superhéroes, mayor aún que lo que había podido leerse en los primeros episodios. Es un realismo impactante y profundo –narrado en un montaje paralelo al recorrido vital del propio Miracleman–, aun cuando esa escena de nacimiento sea el de un ser cuasidivino ayudando a una humana a dar a luz a una niña que a los pocos segundos de nacer ya dice “mamá”, para asombro y terror de padres y lectores.

El número 10 (diciembre de 1986) tuvo un retraso de nada menos que seis meses, un problema que sería endémico en la serie a partir de entonces. Se trata del final del Libro Dos de la colección, un episodio un tanto extraño que funciona en parte como epílogo al dramático nacimiento de Winter en el número anterior y en parte como prólogo del acto final que se narrará a partir del episodio siguiente.

La historia se desarrolla a tres niveles: la aparición de una pareja de extraterrestres, los Qys, presentados en el anterior episodio y que han venido a la Tierra a solucionar esa “transferencia” accidental de tecnología que se produjo cuando una de sus naves fue encontrada por Gargunza y el gobierno británico. Su intención es acabar con las cinco creaciones a las que ha dado vida dicha tecnología: Miracleman y su recién nacido bebé, Young Miracleman, Kid Miracleman, Miracledog… y Miraclewoman, de la que no sabíamos nada y que se presentará formalmente en el siguiente arco argumental.

Por otra parte, tenemos a Miracleman y Liz, cuya relación continúa deteriorándose y a cuyos problemas se añade la capacidad de manipulación mental de su hija Winter. Y, por último, la terrorífica lucha de Johnny Bates –a todas luces destinada a fracasar– por mantener a su horrible alter ego prisionero en su mente.

En su etapa americana, Miracleman pasó por un periodo irregular en mitad del Libro Dos, consecuencia de la abrupta cancelación de la serie en Warrior y luego su continuación en un formato y entorno diferentes, unos episodios más convencionales de lo que se esperaba y la intervención de un artista mediocre incapaz de transmitir la sutileza e intensidad de los guiones de Moore. Pero al menos Rick Veitch ayudó a concluir con nota alta este segundo arco del personaje gracias a su estilo visceral. Este fue también el segundo y último número dibujado por Veitch, que se marchó a encargarse del guión y dibujo de La Cosa del Pantano cuando Alan Moore abandonó DC.

“Olimpo”, el tercer acto de la historia de Moore al frente de Miracleman, es también su culmen, el apogeo de su visión sobre el mito del superhombre. Moore había comenzado su etapa explorando la noción de qué hubiera pasado si existiera un superhéroe en el mundo real y transformando unos personajes e historias alegres e inocentes en una tragedia siniestra pero más humana.

En “Olimpo” (que se extiende de los números 11 a 16), lleva la idea hasta su lógica conclusión: si los superhombres existieran, serían y se sentirían como dioses. ¿Cómo sería ese mundo? Coge esa idea de superhéroes como divinidades y la convierte en literal, formando con ellos el panteón de una nueva mitología, unos gobernantes benévolos pero estrictos que dan forma al mundo según su propia visión. Estos números son los que hacen que toda la serie de Miracleman sea verdaderamente importante y coherente además de una narración más orgánica que la milimétricamente calculada y pulida historia que es Watchmen.

El artista encargado de acompañar a Moore en este recorrido final es John Totleben, compañero de Rick Veitch en la Escuela de Dibujo de Joe Kubert. Aunque en el último número recibe algo de ayuda de su amigo Tom Yeates, Totleben realiza los lápices, tintas y portadas de los seis números con un estilo perfecto para el tono lírico y al tiempo violento de los guiones.

El poder e intensidad de su grafismo, la diversidad de atmósferas que recrea, su inventiva a la hora de imaginar entornos atemporales (ya sea un apocalíptico campo de batalla urbano o la majestuosidad arquitectónica de la morada de los dioses) es exactamente lo que necesitaba Moore para culminar la trayectoria del personaje. Probablemente, estos números fueron lo mejor de toda la carrera de Totleben.

Una breve nota antes de continuar. Cualquier intento de explicar “Olimpo” o tratar de resumirlo no le hará justicia. Hay que leerlo y sumergirse en sus imágenes para ver lo que ocurre cuando el género superheróico es tratado por dos genios libres de la avaricia corporativa de las editoriales o las cadenas de la continuidad.

Cada uno de los números de este último ciclo lleva el título de un dios mitológico. El primero, el nº 11 (mayo de 1987), se titula “Cronos” en referencia al Titán del tiempo, el padre de Zeus y sus hermanos. Según la leyenda, el Titán creía que uno de sus hijos lo destronaría y para impedirlo devoró a cada uno de ellos conforme fueron naciendo. Rea, su esposa, escondió el último y a cambio le dio a Cronos una roca envuelta en ropa para engañarlo. Aquel niño crecería para convertirse en Zeus, quien , efectivamente, asesinó a su padre, liberó a sus hermanos de su vientre y fundó el panteón de dioses griegos que todos conocemos.

Aquí, el papel del Titán lo asumen los Qys, los representantes de esa raza alienígena de metamorfos cuya nave accidentada puso en marcha los acontecimientos que dieron lugar al nacimiento de Miracleman y sus compañeros. De hecho, es el propio Miracleman, el primer superhéroe, quien nos narra desde el futuro la historia que vamos a ver en el Libro 3, convertido ya en un nuevo Zeus, gobernando en el maravilloso Olimpo que ha construido en compañía de otros seres casi iguales a él en poder y consciencia.

Pero más allá de esas analogías, Moore nos narra una historia sobre la inhumanidad de los dioses y la incapacidad de los humanos para entender lo divino. Es el caso de la pobre Liz Moran, madre de la hija de Miracleman, esposa del hombre que se transformó en ese poderoso ser. No sólo está indefensa físicamente, sino que no puede entender lo que ocurre cuando uno de los Qys llega a por ella –y su bebé– en la forma de una criatura de aspecto lovecraftiano. Miraclewoman la salva destrozando la garganta del alienígena para que así no pueda pronunciar la palabra que dispararía una transformación en otro cuerpo. Se aparece ante Liz –y ante el lector– en toda su radiante belleza, sus manos empapadas de sangre. “Cual Afrodita elevándose sobre la espuma agitada donde había caído la hombría de Cronos”, nos dice Moore en un poético cuadro de texto.

Y precisamente “Afrodita” es el título del siguiente número, el 12 (septiembre de 1987), donde se cuenta el pasado de Miraclewoman, un pasado que discurre paralelo al de Mike Moran. Ella fue también una muchacha secuestrada y convertida en conejillo de indias por Gargunza, enviada al infraespacio, alterada genéticamente con la biotecnología Qys… pero en vez de tratarse de un sujeto más del programa gubernamental conocido como Proyecto Zaratustra, ella pasó a ser un experimento privado y secreto de Gargunza. Éste abusó sexualmente de ella y tal acto –además de ser la primera vez que Moore introducía este delito en sus cómics– está lejos de ser un evento aislado. Porque sus abusos acaban dando forma al fantástico mundo en el que se desenvuelve la psique dormida de Miraclewoman, que se puebla de científicos malvados o dominatrix que la atan, encadenan y torturan. Es una fantasía que difiere de la construida para Miracleman y que corromperá su génesis y su reentrada al mundo real.

Esos escenarios de corte sadomasoquista también juegan un papel de metalenguaje, ya que recuerdan las portadas y situaciones que podían encontrarse en los auténticos cómics de la Edad de Oro de los años cuarenta protagonizados por heroínas como Phantom Lady o Wonder Woman. Es una crítica a la humillación y supeditación que han experimentado las mujeres en la historia de los cómics.

Cuando Miraclewoman termina su historia, aparecen los Warpsmiths, otros alienígenas, esta vez con aspecto solemne, casi real, y teleportan a los dos superseres a otro mundo, donde en el siguiente episodio recibirán nuevas revelaciones. Mientras tanto, Johnny Bates va llegando al límite en el orfanato donde ha sido internado. Kid Miracleman ya está a punto de tomar el control.

Todas las historias que forman el arco “Olimpo”, empiezan y terminan con Miracleman volando por las impresionantes y solitarias estancias –maravillosamente dibujadas por Totleben– de su futurista palacio. El precio de la divinidad, parece decirnos Moore, es el aislamiento. Hay tanta belleza como tristeza en la arquitectura y decoración de esas colosales salas. Y, de hecho, el número 13 (noviembre de 1987), “Hermes” (el dios de la velocidad, en referencia a la capacidad de teleportación de los Warpsmiths), comienza en una tumba coronada por un casco, el de Aza Chorn, uno de los Warpsmiths.

Pero en este episodio no hay pistas que apunten a un peligro letal para el alienígena. En cambio, es básicamente un capítulo expositivo de las relaciones entre los Qys y los Warpsmiths y cómo de ellas depende el futuro de la Tierra. En resumen, los metamorfos Qys y los superrápidos Warpsmiths, alienígenas y casi dioses espaciales, se ven obligados a reconocer a la Tierra como un planeta que alberga inteligencia gracias al nacimiento de Winter, la hija de Miracleman. Ha sido ella y no su padre o Miraclewoman, la que lo ha cambiado todo, la que ha hecho surgir algo nuevo, una nueva especie de superhumanos cuya génesis no está relacionada con una transferencia involuntaria de tecnología extraterrestre. Así, Miracleman y Miraclewoman son invitados a una cumbre entre ambas especies en la que deben fijar los pasos a seguir. El estallido de una guerra por el dominio de la Tierra habría sido la salida fácil para un guionista del montón, pero Moore escapa al cliché y fija una tregua durante la cual nuestro planeta permanecerá bajo la observación de emisarios de ambas culturas. Miracleman y Miraclewoman actuarán como representantes de los Qys y Aza Chorn y Phon Mooda, su compañera femenina, vigilarán la Tierra para los Warpsmiths. Los cuatro formarán el núcleo del futuro Panteón.

En el curso de un puñado de páginas, la serie ha ganado una nueva dimensión cósmica. Pero de vuelta en la Tierra, Miracleman ve cómo va perdiendo su lado humano al sufrir el abandono de una Liz que ya no puede más. “Sólo soy humana”, dice. Es el precio de la divinidad.

Aunque el número 14 (abril de 1988) comienza con Miracleman bailando solo, es aquí donde se presenta al Panteón oficial (de hecho, así se titula el capítulo). Miracleman es Zeus y Miraclewoman Afrodita; Hermes es Aza Chorn y Phon Mooda sería una especie de Atenea. Se presenta también a un vagabundo de raza negra con poderes pirotécnicos, Huey Moon, que ocupa el papel de Apolo.

Moore ha llegado a un punto en el que rompe completamente con los puntales sobre los que se había sostenido la serie hasta ese momento: la nave alienígena accidentada, el Proyecto Zaratustra, Gargunza, etc…para sumergirse en una fábula mitológica con tintes de ciencia ficción cósmica. En este nuevo contexto, la última adición a este equipo de superhéroes/dioses, Huey Moon, parece algo postiza puesto que el origen de sus poderes nada tiene que ver con los de sus compañeros de panteón sino que obedecen a un “gen dragón”. Podría ser que Moore hubiera querido añadir algo de variedad étnica a su equipo para evitar que todos sus componentes fueran –como sucedía en la ciencia-ficción clásica‒ impecablemente blancos y rubios; o quizá fue que el guionista quiso dotarse de más posibilidades visuales para lo que estaba por venir en el capítulo siguiente. Moon no es verdaderamente esencial en la historia y ni siquiera funciona bien como símbolo de la nueva “chispa” que alimenta a la Humanidad. No es más que un mutante.

“Panteón” también incluye avances en otras tramas, todos ellos excelentes teniendo en cuenta que se llevan a cabo en sólo una página. El salto de la pequeña Winter a la inteligencia y poderes plenos, que decidirá marcharse al planeta de los Qys para aprender más acerca de sus propias capacidades. También se marcha Liz, incapaz de soportar una relación con un ser, Miracleman, al que ve como un dios y ante el que se siente inferior. Esas dos ausencias llevan a Mike Moran –en un precioso montaje de dos páginas– a enterrar para siempre su identidad “civil”. A partir de ese momento ya sólo será Miracleman, dejando atrás su última conexión tanto con su vida anterior como con su naturaleza humana.

Es ineludible destacar en este episodio el increíble trabajo de Totleben, tanto en su composición de página como en su técnica de entintado, reminiscente de la que utilizaba el gran ilustrador del género fantástico Virgil Finlay. La poesía visual que desprende el baile de Miracleman que acompaña todas las escenas como si fuera una música de fondo, contrasta con la brutal escena de tres páginas en la que, por fin, Kid Miracleman se libera de las cadenas mentales de Johnny Bates y entra en el mundo real, unas viñetas absolutamente terroríficas.

El nº 15 de la colección, “Némesis” (noviembre de 1988), es uno de los cómics de superhéroes más pavorosos jamás creados, una mirada crítica a la violencia gratuita e higiénica que tanto abunda en el género. Totalmente desatado y mientras Miracleman y sus aliados todavía están en el mundo de los Qys, Kid Miracleman se entrega a una orgía de destrucción y asesinatos en masa en Londres. Podría trazarse una analogía con el Hulk de Marvel pero aquí el villano es mucho más calculador en sus actos. Pretende no sólo aniquilar, sino hacerlo de la forma más dolorosa posible.

Si la saga de Miracleman de Moore es a lo que aspira cualquier cómic de superhéroes moderno (con su “realismo” sucio, revelaciones sorprendentes y grandiosidad), entonces este capítulo es lo que toda escena de pelea de superhéroes querría ser…y no puede. Porque el propósito de los cómics de superhéroes –al menos de casi todos ellos– es el de continuar. La franquicia debe sobrevivir, ya sea propiedad de una gran corporación como Warner o Disney o la creación autoeditada de un artista independiente. Todos ellos quieren ir acumulando en torno así un número creciente de lectores (y vender los derechos a Hollywood, claro). Pero lo que encontramos aquí es una batalla definitiva, un auténtico final.

Ni siquiera los cómics de Thor, que han tenido varias sagas relacionadas con el Ragnarok o apocalipsis nórdico, se acercan siquiera a lo que Moore y Totleben nos muestran en estas escenas: un Londres totalmente devastado, las muertes y mutilaciones más horrendas de ciudadanos inocentes, la masacre de miles más y que se deduce claramente de todo lo que vemos… Es una sucesión escalofriante de momentos que culminan con una doble página absolutamente brutal. Totleben afirmó haber encontrado la inspiración para este episodio en la serie de grabados de Goya “Los desastres de la guerra”. La sombra del pintor aragonés planea sobre todas las páginas de este nº 15 (noviembre de 1988).

No hay mucho que contar de este número. Hay que verlo y darse cuenta de por qué aún hoy, cuando los lectores están mucho más curtidos, sigue considerándose uno de los tebeos de superhéroes más violentos jamás publicados. Los personajes (y muchos anónimos) sufren muertes espantosas a manos del antiguo compañero del héroe, Kid Miracleman. En sus últimos momentos de vida, Aza Chorn utiliza sus poderes teleportadores para atravesar al villano con una viga, obligándole a pronunciar su palabra “mágica” para escapar del dolor. El protagonista titular de la serie, Miracleman –que desde su ya lejana presentación apenas ha hecho nada que pueda considerarse heroico según el estándar del género– se limita a limpiar el desastre rompiéndole el cuello al niño Johhy Bates. Su asesinato impedirá que tal catástrofe apocalíptica vuelva a suceder.

Al principio de la saga, Kid Miracleman se contentaba con utilizar sus poderes para satisfacer su codicia. No era un monstruo, sólo un hombre egoísta con los poderes de un dios, pero satisfecho con utilizarlos de forma limitada. No es hasta que Miracleman le provoca en esos capítulos iniciales que Johnny Bates se transforma en un ser monstruoso. La última viñeta de este nº 15 nos muestra a Miracleman sentado entre los escombros de la ciudad y los huesos de las víctimas, sosteniendo una calavera en sus manos. Pero al revés que Hamlet, no se trata de decidir lo que debería hacer sino de afrontar lo que ha hecho. Miracleman es tan responsable de la muerte y destrucción que le rodea como su antiguo amigo. Es la culminación del ideal superheroico, la batalla definitiva entre el Bien y el Mal… solo que es la Humanidad la que paga el precio y sólo los dioses permanecen. Está claro que Moore y Totleben encuentran a los dioses más interesantes que los humanos, aunque sin éstos no habría forma de poner en perspectiva el poder de aquéllos.

Moore concluye su etapa al frente de Miracleman en el número 16 (diciembre de 1989), con una historia titulada como todo este último arco argumental, “Olimpo”. Se trata de un largo epílogo (32 páginas, el doble que el resto de los números publicados) a todo lo anterior. El clímax ya ha tenido lugar, Kid Miracleman ha muerto. Es el momento de construir la utopía.

“El incidente con Bates, que provocó cuarenta mil muertos y que medio Londres simplemente desapareciera, reveló nuestra existencia al mundo, por lo cual tuvimos que trazar planes sobre cómo íbamos a actuar ahora abiertamente en la Tierra, pues ya no cabía la posibilidad de obrar en secreto (…) más tarde nos enteramos de que Rusia había estado a punto de lanzar un ataque nuclear preventivo contra Gran Bretaña, con la esperanza de erradicar la amenaza superhumana antes de que se convirtiera en un peligro para ella. Estados Unidos hizo lo mismo. Al igual que la China comunista, Francia e Israel. Al final decidieron no hacerlo, pero no por razones morales, sino porque arraigó en ellos la convicción de que tales medidas no servirían para nada”.

El Panteón ‒Miracleman, Miraclewoman, Phon Mooda y Huey Moon‒ ocupa su lugar como hacedores y cuidadores de un nuevo orden mundial. La economía fue reformulada, la moneda se eliminó, el arsenal nuclear fue teleportado al Sol y el crimen desapareció. La historia va narrando con cierto detalle cómo dieron todos esos pasos, cómo se deshicieron de los políticos, solucionaron el hambre y renovaron el ecosistema y levantaron el palacio del Olimpo añadiendo un nuevo “dios”, el Qys llamado Mors, al que asignan el papel de Hades: utilizando avanzada tecnología, recupera a los muertos y los inserta en cuerpos robóticos para que puedan vivir otra vez. Así, Big Ben es “resucitado”, rebautizado como British Bulldog y nombrado semidios. Winter Moran regresó a la Tierra y supervisó el plan eugénico para sustituir progresivamente la población humana por una nueva especie de superbebés. Incluso Miracledog es traído de vuelta desde el infraespacio, ahora ya como una mascota directamente inspirada en el Krypto de Superman.

Con la paz, ha llegado el momento de que Miracleman y Miraclewoman consumen sexualmente la relación que venían forjando desde un par de números atrás y lo hacen de una forma explosiva –de nuevo, maravillosamente narrada por Totleben– a lo largo de nada menos que seis páginas. Liz Moran vuelve a aparecer en una corta pero emocionalmente intensa escena de una página –dibujada por Totleben como una plancha en blanco con seis diminutas viñetas– en la que Miracleman le ofrece superpoderes (han perfeccionado mucho el proceso de Gargunza), pero ella lo rechaza:”Has olvidado a qué me estás pidiendo que renuncie. Lárgate. Lárgate y por favor, no vuelvas nunca más”.

Ciertamente, emergen ciertas ideas que tratan de empañar la nueva utopía: los fundamentalistas se juntan y pronuncian discursos, ciertos jóvenes rebeldes asumen el aspecto y la actitud de Kid Miracleman. Pero los dioses y semidioses apenas les prestan atención desde su morada entre las nubes. Sólo Miracleman, ahora ya vestido con un atuendo militar de gala que revela su condición de dictador, se toma su tiempo para mirar hacia abajo y preguntarse, sin saberlo, por su perdida humanidad: “A veces, pienso en Liz. A veces, me pregunto por qué rechazó mi propuesta; me pregunto por qué alguien no desearía ser perfecto en un mundo perfecto. A veces me pregunto por qué eso me preocupa. Y a veces… a veces, me lo pregunto sin más”.

Moore declaró más tarde que tenía intención de haber continuado algo más en la colección, por lo que, efectivamente, esta conclusión parece una especie de resumen condensado de lo que bien podría haberse narrado con más profundidad y calma, quizá en un cuarto arco argumental. Resuelve, eso sí, la mayoría de las cuestiones y pone un punto final con una nota de melancolía. La visión que Moore tenía de la figura de un ser con superpoderes en un mundo real queda perfectamente expuesta, pero hay temas que, evidentemente, hubieran merecido mayor atención. Las utopías son siempre inestables cuando no imperfectas: seguirían existiendo personas o colectivos oprimidos, probablemente odiando a sus nuevos amos; la religión, un elemento central en la naturaleza humana, sufriría un impacto sin precedentes y seguramente muchos venerarían a esos superseres como dioses…

Alan Moore tardó ocho años en completar su saga de Miracleman, desde el comienzo en el primer número de Warrior hasta su conclusión y epílogo en el decimosexto episodio publicado por la estadounidense Eclipse. Aunque sólo totaliza unos cuantos cientos de páginas y hay segmentos poco conseguidos desde el punto de vista artístico a mitad de recorrido, Miracleman sigue siendo uno de los cómics más influyentes de todos los tiempos, aun cuando muchos de los que disfrutan actualmente de los tebeos de superhéroes ignoren que lo hacen a su sombra y nunca hayan leído la obra de Moore.

De hecho, muchos de los lectores es posible que ni siquiera consideren a Miracleman como un superhéroe.

La obra, al fin y al cabo, es una deconstrucción del arquetipo de Superman tanto como Watchmen lo sería de los equipos de superhéroes: necesita de la ayuda de otros para derrotar a sus enemigos, no salva realmente a nadie e incluso puede responsabilizársele de la destrucción causada por Kid Miracleman. Claramente, estamos ante un personaje que es un negativo de Superman.

Mirando atrás y reflexionando sobre su trabajo en Miracleman, Alan Moore declaró: “Hasta cierto punto, pueden verse ahí ideas que luego florecerían en Watchmen. Watchmen era la idea básica presente en Miracleman: aplicar la lógica del mundo real a los superhéroes y ver qué sucede, solo que llevada más lejos. Así que sí, Miracleman fue un punto de inflexión, una de las primeras veces en las que me di cuenta de que algunas de las historias que quería narrar podían funcionar de verdad, que eran historias entretenidas e intensas, y que podían serlo incluso más que las que yo leía por entonces. En lo que se refiere a encontrar mi propia voz, Miracleman fue un gran paso adelante y nunca debería infravalorar su importancia en toda mi obra”.

Moore volvería sobre el tema de la deconstrucción del superhéroe en su etapa al frente del Supreme editado por Image. Aunque interesante, era un material mucho menos violento y cínico, probablemente porque para entonces el guionista ya se había dado cuenta –y arrepentido públicamente– de que Miracleman había abierto la puerta a que otros autores con menos imaginación, inteligencia y estilo sumergieran a los superhéroes en la violencia, el nihilismo, el tormento psicológico y la indefinición moral. Quizá tratando de enmendar su “pecado”, decidió encargarse tanto de Supreme como de los títulos de la línea ABC, mucho más luminosos.

¿Conserva hoy Miracleman toda su vitalidad? Tras haberse convertido en una suerte de piedra fundacional para todo un nuevo estilo de hacer cómics de superhéroes, ¿sigue siendo una obra válida? La respuesta es un rotundo sí. Tiene sus baches, pero aun con ellos, supera con creces a la mayoría de lo que vino después en estilo, profundidad, madurez, belleza literaria y gráfica, intensidad emocional y sentido de la épica y la tragedia.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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