País de sueños (julio-octubre de 1990) es el tercer arco argumental de la colección y el más corto de todos, constando de sólo cuatro números, autoconclusivos e independientes pero insertos en el creciente universo de fantasía que Gaiman estaba creando sobre la marcha.
No sería la última vez que el guionista continuaría una saga de desarrollo largo con un arco narrativo compuesto de historias cortas. No se trataba tanto de “recargar las baterías” tras el esfuerzo que suponía un relato extenso y complejo como de aprovechar aquellas ideas que había ido teniendo conforme escribía las narraciones largas y que no hallaban acomodo en éstas. Dada la calidad de sus historias, esta antología siempre se ha contado entre las más apreciadas por los seguidores de la colección por su variedad temática, imaginación y belleza gráfica.
El primer capítulo, “Calíope” (nº 17, julio de 1990) nos cuenta la historia de un escritor frustrado, Richard Madoc, que consigue comprar en una oscura transacción nada menos que a la auténtica musa de los literatos, una joven de gran belleza que fue hecha cautiva en Grecia décadas atrás por otro escritor, Erasmus Fry. Calíope es sometida a todo tipo de abusos por parte de un Madoc bloqueado que, finalmente y gracias a su víctima, obtiene un torrente de ideas que se traduce en un colosal éxito literario. Lo que no sabe es que miles de años atrás la “joven” fue amante de Morfeo y madre de su hijo. Y que éste, libre por fin de su propio cautiverio, escucha el ruego de auxilio de ella.
Es una historia sobre el origen de las ideas y la falta de ellas, sobre el proceso de creación, el bloqueo del escritor y los extremos a los que éste es capaz de llegar para superarlo y alcanzar la gloria, forzando –en este caso literalmente– la fuente misma de la creatividad. Gaiman se sirve del episodio para reflexionar sobre el acto de narrar historias –algo sobre lo que vuelve una y otra vez durante toda la colección–, pero no celebra ni ensalza el aspecto comercial de la misma.
Los dos escritores que aparecen en la trama son individuos desesperados (sobre todo Madoc, aunque queda claro que Erasmus Fry lo estuvo también en su momento) que no encuentran nada de maravilloso en su trabajo. Su creatividad no deriva del éter intangible, sino del sórdido abuso de otra alma. Y Morfeo, que ahora comprende el sentimiento del cautivo por haberlo sufrido en sus propias carnes, se apiada de Calíope. No sólo la libera sino que castiga a Madoc de forma tan imaginativa como irónica: le inunda la mente con una catarata de ideas imparable, más de las que puede ordenar, lo que le lleva primero a la locura y luego al bloqueo total
El terror inherente a esa historia es evidente: para un escritor, alguien que se gana la vida contando historias, lo que más asusta no es tanto la falta de ideas como las bajezas a las que es capaz de llegar para invocarlas. “Calíope” es un retorcido cuento que examina sin romanticismo alguno el precio del éxito. A la fascinación terrorífica de la historia se une la calidad gráfica de Kelley Jones, cuyo estilo deudor de Bernie Wrightson a base de formas retorcidas, fondos barrocos e iluminación tenebrista contribuye a hacer de este uno de los episodios más recordados de la colección.
Si “Calíope” era original, Gaiman da un paso más allá en el siguiente número, el 18, «El sueño de un millar de gatos” (agosto de 1990), en el que ofrece una visión completamente diferente de la figura de Morfeo, saltando del campo del terror al de la fantasía y, concretamente, al de la historia secreta de los gatos, un tópico muy querido para los anglosajones.
Gaiman presenta el episodio como una fantasía oscura de corte suburbano en el que un pequeño gato doméstico busca respuestas y trata de descubrir por qué el mundo es como es. Los gatos de este cuento lo son en todo menos en sus pensamientos y forma de expresarse. Kelley Jones los dibuja de forma tan naturalista como bella, situándolos en un entorno realista. El gatito aprende que el mundo fue una vez dominado por los grandes felinos… hasta que apareció el Hombre y soñó con un lugar mejor en el que ellos serían la especie superior.
Gaiman nos cuenta esta historia como si de una fábula se tratase, una fantasía de animales parlantes como las que se cuentan a los niños alrededor de un fuego de campamento. Esto es lo importante de este episodio: no que los principales personajes sean gatos, sino que Gaiman toma lo que hasta ese momento había sido una serie de horror/fantasía oscura y lo transforma, aunque solo sea por un momento, en un dulce cuento sobre gatitos. Es una apuesta en la que Gaiman arriesga su credibilidad como autor de una colección “seria”, pero de la que sin duda sale victorioso gracias a que sabe dar a la historia un tono que atempera su sentimentalismo. Aquí, los gatos se presentan como la especie oprimida, a menudo maltratada por los humanos, que los ven como meros juguetes.
En las viñetas finales, vemos cómo los amos del gatito se preparan un desayuno y el marido le dice a su esposa mientras ambos contemplan al gatito aún dormido: “Me pregunto con qué sueñan los gatos”. Nosotros, gracias a Gaiman y Jones, lo sabemos: sueñan con “un mundo en el que todos los gatos son reyes y reinas de la creación”. Sueñan con un mundo nuevo.
Esta fábula con protagonistas animales y conspiraciones gatunas secretas preparó a los lectores para lo que vendría a continuación: una perspectiva diferente de la figura de William Shakespeare y una fantasía sobre la creación de El sueño de una noche de verano y las hadas “reales” que la inspiraron.
El número 19 (septiembre de 1990), titulado como la arriba mencionada comedia de Shakespeare, ganó nada menos que el World Fantasy Award en la categoría de Ficción breve, superando al resto de obras literarias que se presentaban a concurso, una hazaña que nunca antes había conseguido cómic alguno… y que no volverá a repetirse porque los indignados y abochornados escritores forzaron a la organización a cambiar las normas para que los cómics, ese arte “menor”, sólo pudieran ser reconocidos con una mención bajo el epígrafe Special Professional Award.
Brillantemente ilustrado por Charles Vess, este episodio nos lleva hasta un luminoso día del verano de 1593, en el que Will Shakespear y su troupe de actores ambulantes representan una comedia encargada por Morfeo utilizando como escenario las colinas próximas a la aldea de Wilmington, en concreto la que exhibe la característica silueta prehistórica del Hombre de Wendel y que resulta ser nada menos que una de las puertas al mundo de las hadas.
Porque Shakespeare y sus actores pronto se dan cuenta de que su enredo de hadas, duendes, enfermos de amor, equívocos, intrigas y engaños, no va a ser representado para una audiencia normal. Oberon y Titania –los auténticos rey y reina del mundo de las hadas– junto con algunos de sus pintorescos súbditos, acuden a contemplar ese espectáculo que los tiene a ellos por protagonistas.
Lo que sigue es una representación fragmentada de la obra de Shakespeare, con el dramaturgo y sus actores interpretando y mirando a los extraños espectadores y éstos observando divertidos esas versiones simplificadas y bufonescas de sí mismos. Gaiman introduce varios cortes entre las escenas para intercalar momentos en los que unos y otros reaccionan a lo que está sucediendo o revelan aspectos de su propia vida. Mientras tanto, Morfeo cuenta a Oberon y Titania la génesis de la obra: fue una de las dos que encargó a Shakespeare a cambio de concederle aquello que él más creía desear.
Una vez más, y como sucede una y otra vez en la colección, nos encontramos ante una historia sobre el poder de las historias. Shakespeare paga a Morfeo con una historia, y éste la utiliza para recompensar a sus invitados Oberon y Titania por los buenos tiempos que le proporcionaron en el pasado. Les dice: “No os olvidarán. Para mí era importante que los mortales recordasen al rey Oberón y a la reina Titania hasta el fin de esta era”. En resumen, las historias sobrevivirán a sus creadores y a sus protagonistas.
Morfeo continúa explicando la auténtica naturaleza de la obra a un Oberon distante que se refiere a ella como un “divertimento, aunque agradable” y objeta que los detalles en ella narrados son inexactos: “Las cosas no sucedieron así”. El Señor del Sueño le corrige con elegancia pero con rotundidad: “No es necesario que algo haya sucedido para que sea cierto. Las historias y los sueños son reflejos de la verdad que perdurarán cuando los hechos sean polvo y cenizas, caídos en el olvido». Las historias, por tanto, no sólo se prolongan más allá de su origen, sino que acaban conteniendo más autenticidad que los propios hechos en las que se basaron. Ése es uno de los grandes temas de toda la colección, expresado aquí de forma elocuente para quienes no hubieran captado las sutiles pistas desperdigadas por aquélla.
Pero no es este el único mensaje que esconde el episodio. Hay algo más: los narradores de historias sufren. Morfeo lo expresa así cuando habla con Titania sobre Shakespeare: “Will es un vehículo servicial para las grandes historias. A través de él vivirán una era humana, y sus palabras resonarán en el tiempo. Es lo que él quería. Pero no comprendió el precio. Los mortales nunca lo hacen”. Y añade: “…el precio de lograr lo que quieres es lograr lo que una vez quisiste.”
Esa perla de sabiduría proveniente de un Neil Gaiman aún muy joven en su carrera profesional es fácil de interpretar como un aviso a sí mismo, para recordarse que lo que de verdad cuenta es la lucha por crear, no el éxito a alcanzar. Naturalmente, quizá sea esta una interpretación psicológica muy simplista, porque Shakespeare no es Gaiman. Pero si nos alejamos de Sandman un momento y reflexionamos sobre la forma en que Gaiman ha gestionado su éxito y popularidad desde aquellos años, vemos a un escritor inusualmente consciente del tipo de historias que está contando y el tipo de narrador que siempre ha querido ser. Incluso en sus primeros años como autor, fue capaz de aproximarse a sus propias obras con cierta perspectiva. Quizá el avatar de Morfeo le permitió obtenerla. O quizá fue precisamente eso lo que desde el principio le atrajo de la figura de Sueño.
“Sueño de una noche de verano” hubiera supuesto el remate ideal de esta saga. Pero no fue así. Ésta termina en el nº 20 (octubre de 1990) con el episodio “Fachada”, que a primera vista parece una historia algo fuera de lugar. Se trata de la trágica elegía de un personaje del universo DC hace mucho tiempo olvidado; y en ella Morfeo no juega ningún papel. De hecho, es de los pocos episodios en los que no aparece.
Si se piensa bien, “Fachada” sí funciona como adecuado epílogo a País de sueños, porque finaliza, como lo hacen todas las cosas, con la Muerte. Y aunque Morfeo no hace acto de presencia, sus palabras “el precio de lograr lo que quieres es lograr lo que una vez quisiste” toman forma concreta en la protagonista de esta historia, Urania Blackwell, alias Element Girl.
Muy apropiadamente, Colleen Doran fue quien se ocupó de dibujar este triste número. Su estilo, habitualmente luminoso y limpio, fue adecuadamente “ensuciado” para la ocasión por el entintador Malcolm Jones III.
Lo que se nos cuenta aquí es lo que sucede mucho después de que hayas conseguido lo que antaño deseaste. La presencia de Morfeo es innecesaria, porque soñar implica esperanza y eso es algo que ya no le queda a Urania. Todo lo que tiene es su desagradable supercuerpo, en un perpetuo proceso de descomposición pero, al mismo tiempo, incapaz de morir definitivamente. Es algo muy humano. Anhelamos la inmortalidad pero, si se nos concediera, todo lo que desearíamos sería morir. Y eso es precisamente lo que le ocurre a Element Girl: se enfrenta a otros dos mil años de vida atrapada en su grotesco cuerpo, dos mil años más de soledad y miseria. Y todo porque una vez obtuvo los superpoderes que deseaba…
Element Girl apareció por primera vez en la Edad de Plata del Universo DC, en el nº 10 de la colección de Metamorfo, escrita por Bob Haney, creador de los Teen Titans originales. Como Metamorfo, Element Girl podía cambiar su forma y, como su nombre sugiere, transmutar todo o parte de su cuerpo en diversos elementos en varios estados de la materia. Personaje poco original donde los haya, nadie se molestó en recuperarla y permaneció totalmente olvidada hasta que Gaiman la rescató del limbo para este número de Sandman en el que explora la diferencia entre la fantasía (el estilo de vida superheroico tal y como se mostraba en los cómics de los sesenta) y la incómoda realidad.
Aquí la vemos como una reclusa en su propio apartamento, incapaz de conectar con nadie del mundo real porque su piel sufre un continuo proceso de renovación que le da un perpetuo aspecto monstruoso. Todavía peor, aunque aún conserva parte de sus poderes, no ejerce sobre ellos el control necesario. A resultas de su aislamiento, Urania se ha ido deslizando hacia la inestabilidad emocional primero y a la locura después. Como ella misma dice: “Creo que me estoy volviendo loca. Creo que me volví loca hace mucho tiempo”.
Pero su locura no se manifiesta de una forma agresiva, al menos para los demás. Se siente continuamente aterrorizada, tal y como le dice a Muerte, la hermana de Morfeo, cuando ésta se le aparece atraída por su deseo de morir: “No es que me dé miedo suicidarme. Me… Me dan miedo muchas cosas. Me dan miedo los ruidos por la noche, los teléfonos y las puertas cerradas, la gente…todo me da miedo. La Muerte, no. Quiero morir. Pero es que no sé como hacerlo”.
Muerte, en su envoltura de encantadora chiquilla punk, no la ayuda inmediatamente más allá de brindarle una bienvenida compañía. Cuando Urania pregunta retóricamente: “¿Voy a ser un monstruo durante otros dos mil años?” ¿Dos mil años de infierno?” Muerte simplemente responde: “Tu haces tu propio infierno, Rainie”.
Pero Element Girl ya ha traspasado la línea que le permitiría comprender lo que Muerte quiere decir y, al final, se vuelve al mismo ser que le otorgó sus poderes tiempo atrás, cuando durante un breve tiempo se sintió maravillosa: Ra, el Sol. Mira de frente al brillante disco amarillo que se levanta sobre el horizonte de la ciudad, se convierte en cristal y luego se descompone en polvo. No fue Muerte la que se la llevó, pero ella, finalmente, obtuvo lo que deseaba tan fervientemente.
Esta fue la última vez que Gaiman recurrió al Universo DC en busca de personajes para sus historias (a excepción de una breve y anecdótica aparición de unos superhéroes en la última saga de la colección). El guionista nunca se había sentido demasiado cómodo utilizando personajes ya establecidos dado que corría el riesgo de que los reescribieran para adaptarlos a la continuidad pasada o presente del universo “oficial”, algo que ya le ocurrió en su colaboración para un anual de La Cosa del Pantano, en el que le obligaron a modificar los diálogos tres veces a medida que la editorial iba cambiando de planes sobre uno de los personajes que allí aparecía (Firestorm). En el número 5 de Sandman había querido utilizar al Joker, pero la editorial se lo prohibió argumentando que estaba muerto, habiendo entonces de recurrir al Espantapájaros.
A partir de entonces, Gaiman ya sólo se valió de personajes que no interesaban a nadie, como el Sandman de los setenta o Element Girl, hasta que ya no tuvo necesidad de apoyarse en otra cosa más que en sus propias creaciones. En otro orden de cosas, Gaiman volvería de nuevo al personaje de Element Girl en las mucho más cómicas aventuras de Wednesday Comics (2009), pero ese serial de 12 entregas era más un tributo cariñoso a una época más inocente y lúdica que una historia verdaderamente relacionada con la de Sandman, emotiva y cercana.
Y así, con este adiós a la Edad de Plata de los cómics y la despedida de alguien que una vez deseó ser mágico, termina País de sueños. En años posteriores, Neil Gaiman demostraría repetidamente su talento como tejedor de historias cortas, pero ya en esta saga vemos su capacidad fabuladora integrada dentro de un tapiz mucho mayor.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.