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«Camelot 3000» (1982), de Mike W. Barr y Brian Bolland

Año 3000 d.C. Inglaterra sufre una invasión alienígena que devasta el país y causa millones de refugiados. Uno de ellos, Tom Prentice, pierde a sus padres mientras huye del caos y se refugia en el túmulo de Glastonbury, donde descubre la tumba del rey Arturo. Éste, fiel a la leyenda, despierta al sentir el peligro que se cierne sobre su país y, acompañado por Prentice, se dirige a Stonehenge para liberar de su letargo a su maestro y aliado Merlín.

Juntos los tres, irán reuniendo una nueva Tabla Redonda: los antiguos caballeros –y la reina Ginebra– duermen atrapados en las mentes y los cuerpos de los más diversos individuos esperando a ser «despertados» por los amuletos de Merlín: Lanzarote es un importante hombre de negocios francés, Kay un vividor de los bajos fondos; Ginebra una competente oficial del ejército, Galahad un samurai deshonrado, Gawain un apacible hombre de familia, Tristán una bella mujer a punto de casarse y Perceval, símbolo del ideal caballeresco, víctima de una monstruosa y forzada transformación en gigante idiotizado. Todos ellos deberán enfrentarse no sólo a los enemigos de la Tierra (los alienígenas dirigidos por Morgana, la medio-hermana de Arturo), sino a los traidores dentro de su propio grupo.

Habría que comenzar diciendo que, a pesar de que Mike W. Barr utiliza tres elementos propios del género de ciencia-ficción, los alienígenas, el escenario futurista y la tecnología avanzada, no se molestó mucho en trabajar ninguno de ellos. En general, el futuro que propone la serie está totalmente trasnochado. Nos dicen que es el año 3000, pero resulta inverosímil que tras una Tercera Guerra Mundial en el siglo XXVIII en la que murieron miles de millones de personas, Estados Unidos y la Unión Soviética sigan manteniendo su estatus de superpotencias enzarzadas en una Guerra Fría. Barr no invirtió sus esfuerzos en crear un futuro realmente distinto de su presente de los años ochenta. La tecnología y el modo de vida es prácticamente igual que el nuestro –a excepción de los consabidos «coches voladores», tan sobados por los autores del género–. Ni siquiera los alienígenas nos deparan sorpresas: insectoides bípedos dominados por una gran reina madre y, encima, clara y tópicamente sexuados (machos guerreros agresivos y hembras pacíficas).

Pero es que, además, esos elementos de ciencia-ficción son totalmente prescindibles, un mero adorno cosmético en lo que en su estructura y fondo es una historia perteneciente al género fantástico: la narración no experimentaría cambio sustancial alguno si se hubieran sustituido los extraterrestres por bárbaros o terroristas, y la localización temporal fuera el presente o cien años atrás. En cambio, no puede contarse sin los hechizos de Morgana, el milagroso Grial, la mística Excalibur, la brujería de Merlín o las sobrenaturales reencarnaciones de los personajes.

En este sentido, Barr bebe en exceso de las leyendas artúricas (en las que él mismo admitió no estar muy versado). Obviamente, su intención era la de trasladar el mito al futuro, poniendo a personajes bien conocidos en un entorno distinto. El problema es que ese nuevo contexto no desencadena demasiados cambios respecto a las antiguas leyendas y los personajes acaban convertidos en marionetas que siguen un guión preestablecido cuyo final ya conocemos: la traición de Lanzarote y Ginebra, el enfrentamiento de Mordred y Arturo, la búsqueda del Grial por Perceval…

Si se analiza la historia con un mínimo detalle enseguida se detectan serias incoherencias y divagaciones sin sentido.

La invasión extraterrestre, que marca poderosamente el inicio, se relega pronto a un segundo plano sin que el resto del mundo parezca preocuparse demasiado por tal amenaza. Enseguida el foco de la narración se traslada a las intrigas y ataques que sufren los recién encarnados caballeros de Arturo, sin que nadie –aparte de los principales líderes políticos– parezca cuestionar su autonombrado liderazgo mundial contra una invasión que sólo parecen combatir cuando son sus caballeros el objetivo a batir.

Los dirigentes (el presidente americano, el premier soviético, la presidenta china y el dictadorzuelo africano) son caricaturas histriónicas que parecen fuera de lugar y de los que se prescinde con ligereza. Por no hablar de la irrupción de los elementos más típicos e inverosímiles de los tebeos de superhéroes, como el rey Arturo partiendo en dos con su espada una nave atacante, los caballeros irrumpiendo en un complejo supuestamente de alta seguridad atravesando un simple muro, o viajando en sólo unas horas hasta los límites de nuestro sistema usando una nave impulsada por velas solares.

Todo está contado con un ritmo tan rápido que en demasiadas ocasiones se da un tratamiento excesivamente superficial a momentos de gran emotividad, como la muerte y resurrección de Ginebra, un momento climático de la aventura, que se resuelve en pocas páginas. Más tarde, Lanzarote y Ginebra son castigados con el exilio por traicionar a Arturo, pero en el siguiente episodio son perdonados y apenas se vuelve a mencionar de nuevo el «asunto».

El subargumento en el que Perceval, el más puro de los caballeros, persigue y encuentra el Grial, tiene un gran potencial emocional, pero acaba siendo un callejón sin salida superfluo porque el guionista no dedica ni una página a profundizar en sus pensamientos y sentimientos.

Sin embargo, no todo son puntos negativos en el guión. Su mejor logro, más que en la trama, reside en la construcción de personajes y, especialmente, en las relaciones que se establecen entre ellos. Mike W. Barr ya había demostrado en Detective Comics o Star Trek su habilidad a la hora de manejar personajes, y aunque cada episodio está repleto de aventura trepidante, lo que lo destaca sobre el resto es el cariño que recibe cada uno de los protagonistas. La atención de los lectores queda atrapada no tanto por los combates y batallas contra Morgana y sus alienígenas como por los dos triángulos amorosos que minan los cimientos de la renacida Tabla Redonda: el de Lanzarote, Ginebra y Arturo; y el de Tristán, Isolda y Tom Prentice. En buena medida, Camelot 3000 en un culebrón disfrazado de aventura fantástica.

A través de los diferentes personajes, Barr quiere dar carácter global a una leyenda que, aunque británica, ensalza valores universales. Cierto es que cae en una forzada corrección política: entre los caballeros se encuentran no sólo dos mujeres (aunque una de ellas tenga el alma de un hombre) sino las esperadas cuotas de un africano y un oriental, este último, para colmo, ataviado de samurai.

Por lo demás, el enfoque de Barr es interesante: Arturo es un guerrero simple y con pocas luces, en parte porque ha despertado directamente desde la Edad Media y no comprende ni le interesa la política ni las intrigas que le rodean. Es valeroso y heroico, pero al mismo tiempo Morgana nos cuenta –y no se aclara si es la verdad o una de sus mentiras– cómo en el pasado trató de asesinar a su bebé bastardo, Modred, ahogándolo en un río mientras el caballero Tristán violaba a su madre. Tampoco duda en desterrar a su infiel mujer o aplicar la pena de muerte a su hermano, lo que lo convierte en un personaje más complejo de lo que a primera vista podría pensarse. Merlín mantiene su tradicional papel de brujo misterioso, lejano, casi inhumano. El confuso Kay traiciona a su hermano Arturo por amor, mientras que Perceval, el mejor caballero de todos, está atrapado en un cuerpo monstruoso del que no puede librarse. Gawain sólo ansía reunirse con su mujer y su hijo, y Galahad vive torturado con el deshonor de haberle fallado a su antiguo maestro.

El personaje más brillante y atractivo es Tristán, antaño un gallardo y varonil caballero que en su reencarnación se ve atrapado en un atractivo cuerpo de mujer del que reniega. Mike W. Barr trata con fuerza y emoción su drama, magníficamente reflejado en sus personajes a través del dibujo de Bolland. No parece que las actitudes hacia la homosexualidad en el siglo XXXI sean particularmente restrictivas, especialmente la femenina (de todas formas, siendo los lectores del comic-book en su mayoría varones jóvenes, no harán ascos a un poco de «acción» caliente entre chicas). Sin embargo, Tristán es un producto de la Edad Media y su amor por Isolda se le presenta como algo perverso y retorcido. Morgana Le Fay tienta a Tristán: a cambio de su traición a la Tabla Redonda le devolverá su cuerpo masculino. Tristán lo considera seriamente, puesto que desea con fuerza recuperar su antiguo amor por Isolda. Pero, al mismo tiempo, se convierte en objeto del afecto de Tom Prentice, rechazándolo al no verse a sí misma/o como mujer. Se viste con ropa de hombre, insiste en que se dirijan a ella como «Sir» Tristan y se debate entre la agonía y la indecisión.

Al final, acabará aceptando su condición femenina y entregándose al amor lésbico que Isolda le ofrece. La historia de Tristán es el corazón de la serie, porque trata de cómo los caballeros deben ajustarse al nuevo mundo aceptando actitudes con las que su mente no está necesariamente de acuerdo.

El recorrido vital de Tristán está relacionado con el de Tom Prentice. Éste representa la conexión con el lector, los ojos a través de los cuales vemos a los héroes. Al haber perdido a sus seres queridos a resultas de la invasión, adopta a la Tabla Redonda como su nueva familia, luchando por ella. Descubre a Arturo y lo despierta, se enamora de Tristán, actúa de conciencia de Lanzarote cuando ve a éste flirtear con Ginebra poniendo en peligro la unidad del grupo, salva la vida de Arturo casi perdiendo la suya y durante toda la aventura, madura hasta convertirse en un adulto.

Comienza huyendo aterrorizado de los aliens y termina convertido en uno de los principales promotores de la reconstrucción de Inglaterra. Barr tuvo un gran acierto al introducir a este personaje, imprescindible en este tipo de aventuras épicas en las que resulta difícil encontrar un héroe con el que identificarse. Como ocurre con Tristán, su historia es mucho más interesante que la aventura en sí, porque su evolución nos resulta familiar. Al fin y al cabo, no todos viajamos hasta un planeta extraterrestre para enfrentarnos a alienígenas comandados por una bruja, pero sí nos enamoramos de la persona inadecuada y defendemos a gente que no lo merece.

Lanzarote y Ginebra encuentran la felicidad juntos, pero es que, al fin y al cabo, están predestinados a ello. El resto de los caballeros que sobreviven a la aventura encuentran sus propios caminos hacia la felicidad, pero realmente no maduran como personajes. Tristán y Tom son los únicos que evolucionan: al final de la historia son mejores personas que al principio.

Por supuesto, Camelot 3000 no hubiera recibido ni la mitad de atención y alabanzas si no hubiera sido por el dibujo de Brian Bolland. Éste fue uno de los primeros dibujantes ingleses que desembarcaron a comienzos de los ochenta en el mercado norteamericano. En unos pocos años, junto a varios compatriotas guionistas, se convertirían en un auténtico revulsivo para la industria. Como suele suceder con estas cosas, aquella transferencia artística comenzó de la manera más sencilla y aparentemente insignificante. Por aquel entonces, el dibujante de DC Joe Staton se alojó con los Bolland en Inglaterra mientras asistía a una convención de cómics. Cuando se enteró de que su anfitrión era un fan de Green Lantern (colección que Staton dibujaba), contactó con su editor y éste le encargó a Bolland una portada para dicha serie (nº 127). El resultado fue tan llamativo que DC y luego otras compañías empezaron a examinar el mercado británico buscando «sangre nueva». Dave GibbonsKevin O’NeillAlan DavisMark FarmerAlan GrantJamie DelanoAlan MooreGrant MorrisonNeil GaimanGrant Morrison… son solo algunos de los nombres de la ilustre lista que encabezó Brian Bolland.

Len Wein, a la sazón editor en jefe de DC, eligió a Bolland para Camelot 3000. Fue una opción arriesgada. Ciertamente, se trataba de un dibujante de gran talento, pero hasta la fecha no se había tenido que enfrentar con una serie de cadencia mensual, lo que implicaba cumplir con fechas de entrega muy estrictas. Y aunque el entintado final corrió a cargo de otros profesionales (Bruce D. PattersonTerry Austin y Dick Giordano), dado el detalle con el que Bolland trabajaba el lápiz, le supuso un esfuerzo considerable. De hecho, los números 8 al 11 no respetaron su fecha de salida prevista y el último llevó en portada una fecha de salida nueve meses posterior a la del anterior.

Después de Camelot 3000, en treinta años de profesión, el único encargo que aceptó este dibujante fue La Broma Asesina y un puñado de páginas sueltas para diferentes números especiales. El grueso de su carrera lo ha concentrado en su faceta de portadista e ilustrador, quizá por ser incapaz de acomodarse a unos plazos de entrega regulares.

En el aspecto gráfico, el dibujo de Bolland aún debería mejorar mucho en años posteriores aunque el nivel de su trabajo es muy superior al de la media de los dibujantes de entonces. Su diseño fisionómico de los personajes es excepcional (aunque sobran esos uniformes chillones y hasta horteras que pretenden identificar claramente a cada caballero). Su habilidad a la hora de poner emociones en los rostros y manejar a los personajes impresionaron desde el principio a Mike W. Barr hasta el punto de que modificó su forma de trabajar, ahorrando texto y dejando que el dibujo de Bolland hablara por sí solo. Sus composiciones de viñeta son sólidas y espectaculares cuando la historia lo requiere y su atención al detalle dota al dibujo de una precisión y riqueza nada habituales en el mercado norteamericano.

Las portadas (bosquejadas, eso sí, por Ross Andru, para disgusto de Bolland), cuyo principal objetivo es atraer al lector potencial, cumplen sobradamente su función, estableciendo ya a Bolland como un ilustrador de gran talento. Las sombras de su trabajo –que no llegan a oscurecer sus aciertos– son los escasos fondos y el burdo diseño de tecnología y ambiente futuristas (algo llamativo teniendo en cuenta que provenía de una revista especializada en ciencia-ficción, 2000 AD ). Sus ciudades y edificios son sosos, las naves y armamento están resueltos con monotonía y desgana… incluso los alienígenas carecen de gracia.

La importancia de Camelot 3000 reside no tanto en sus logros narrativos o gráficos como en su papel pionero en el mundo del comic-book norteamericano. DC, siendo una de las grandes empresas del sector, se atrevió a salirse de sus estrictos esquemas habituales para internarse en temas ciertamente escabrosos que jamás hubieran tenido cabida en sus colecciones regulares; y todo ello años antes de la explosión definitiva del cómic «adulto»: sátira hiriente contra instituciones políticas (desde un presidente norteamericano de opereta a unas Naciones Unidas al servicio de oscuros intereses), escenas explícitas de violencia y sexo (amor lésbico, cambio de sexo, adulterio, insinuaciones sexuales poco veladas)…

Era evidente que la maxiserie no pasaría el filtro de la censura y el sello del Comics Code Authority –un emblema que indicaba que el contenido había sido debidamente revisado y calificado «para todos los públicos»– no podría imprimirse, como era la norma, en las portadas. Y, sin embargo, la editorial no sólo siguió adelante con ello, sino que realizó una edición de calidad superior a la media y decidió distribuirlo exclusivamente a través de lo que se conoce como «mercado directo» y que básicamente se limitaba a librerías especializadas, prescindiendo de esta forma de los canales tradicionales de venta en supermercados y centros comerciales (donde existía el peligro de las quejas de los padres por exponer cómics con imágenes poco adecuadas para infantes).

Fue también el primer cómic en editarse en formato de «maxiserie». Hasta entonces, los comic-books se publicaban bien en forma de colecciones indefinidas, bien en forma de miniserie con un máximo de cuatro números. Los doce episodios de Camelot 3000 permitieron no sólo contar una aventura de mayor longitud, sino profundizar más en los personajes. Si a esto le añadimos que no se trataba de los héroes de la casa, ya familiares para los lectores, y que se establecía un final definitivo no abierto a continuación, se comprenderá la relevancia editorial de esta obra. Unos años después, todas estas características entonces pioneras, serían repetidas en obras de la importancia de WatchmenCrisis en Tierras Infinitas y tantas otras. Y, para rematar, Barr y Bolland quedaron como propietarios de los derechos de la serie, pudiendo disponer a voluntad de sus personajes, algo que entonces era totalmente inusual. Por todo ello (la libertad creativa de los autores, la autoría de derechos, el cambio en los sistemas de distribución), Camelot 3000 merece un puesto en la historia del cómic norteamericano.

Han pasado más de treinta años desde la publicación original de Camelot 3000 y, con todos sus defectos, sigue siendo una historia entretenida que se deja leer. Y esto, en el mundo del cómic, no es habitual. El mejor consejo a la hora de abordarla es tratar de olvidar el ojo crítico, pasar por alto sus inconsistencias y dejarse llevar por las peripecias y dramas emocionales de sus personajes, fascinarse con su arte y pasar sus páginas al trepidante ritmo que marcan sus autores.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".