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«Sandman: El fin de los mundos» (1993), de Neil Gaiman, Bryan Talbot, Mark Buckingham, John Watkiss y otros

Hay una escena en el nº 56 de Sandman (diciembre de 1993), último de los seis episodios que conforman este arco argumental, que constituye el siniestro remate del mismo. En ella, a través de los ojos de los personajes que miran al cielo desde la Taberna del Fin del Mundo, vemos un espectral cortejo funerario en el que desfilan, entre otros muchos, unos cariacontecidos Eternos… a excepción de Morfeo.

El resto de este volumen tiene poco que ver con los acontecimientos que se habían ido desarrollando como parte de la vida de Morfeo en las sagas anteriores, pero con un título como El fin de los mundos estaba claro que el espíritu de los relatos incluidos en este nuevo arco argumental (julio-dicembre de 1993) iba a ser diferente al de las otras antologías de cuentos cortos de la colección. Éstas, con títulos como País de sueños o Fábulas y reflejos, remitían a cierta calidad onírica teñida de melancolía. En cambio, El fin de los mundos resonaba con un timbre en absoluto tranquilizador.

Ya mencioné en artículos anteriores que Sandman no se limitaba únicamente a contar las peripecias del personaje titular, sino a explorar el arte de contar historias. Y eso es lo que ofrece El fin de los mundos, una colección de relatos totalmente diferentes los unos de los otros pero inspirados por la obra de Chaucer Los Cuentos de Canterbury. En su introducción al volumen recopilatorio, Stephen King dice: “Es un formato clásico, pero varias historias contienen otras historias como huevos dentro de otros huevos o mejor dicho, como cajas chinas.” King lo llama “material desafiante” y tiene razón. Es semejante a lo que Gaiman ya había hecho en aquellos números que componían las antologías de relatos y que transcurrían en los rincones de la mitología de Sandman. Pero ahora, la ambición narrativa del guionista llega aún más lejos. Las historias –y sus narradores– hablan sobre sí mismas y sus tradiciones de una forma que permite encajarlas elegantemente en un armazón –el de los personajes atrapados en una taberna intercambiando relatos– relacionado con el marco más amplio del mundo de los Eternos.

En El fin de los mundos, Gaiman demuestra de lo que es capaz como narrador, quizá como una forma de despedirse de todos los tipos de historia que no sería capaz de contar en ningún otro sitio. Es importante recordar que Sandman no sólo es el primer trabajo realmente importante de Neil Gaiman en los cómics, sino el único. Aunque se encargaría de otros proyectos –una revisión “historicista” de los héroes de Marvel (1602) o una nueva versión de los Eternos creados por Jack Kirby– ya no volvería a volcar tanto de sí mismo en un cómic como lo hizo durante su trabajo en Sandman. Tras él, serían sus novelas y cuentos los que ocuparían la mayor parte de su tiempo, pero mientras duró esta colección, Gaiman pareció rebosar de historias de lo más varopinto y El fin de los mundos fue su última oportunidad para legarlas a la historia del cómic fantástico.

Pero volvamos al volumen que nos ocupa. Sus seis relatos comparten un marco general: todos los narradores son viajeros de tierras distantes que se han visto atrapados por extrañas tormentas, refugiándose en una posada conocida como «El fin de los mundos» y que parece situarse en el nexo que separa a todos los planos de realidad. Esos viajeros pasan el tiempo intercambiando historias hasta que cese la tempestad, momento en que vuelven todos –o, más bien, casi todos– a sus propios mundos tras contemplar en el cielo el extraño funeral que he mencionado al principio.

Como las anteriores antologías de relatos breves, El fin de los mundos es también la oportunidad de Gaiman para emparejarse creativamente con varios colaboradores artísticos que aportan una refrescante diversidad de experimentación gráfica. Las sólidas y algo rígidas líneas de Bryan Talbot (entintadas por Mark Buckingham) se encargan de narrar las escenas ambientadas en la posada que sirven de apertura y cierre de cada episodio. Talbot y Buckingam dibujan una miscelánea de personajes provenientes de las más extrañas realidades –piratas, elfos, centauros, demonios, necropolitanos y vendedores ambulantes– interactuando con naturalidad y sin caer en la exageración caricaturesca. Todas esas criaturas parecen reales, y eso es importante en una saga como esta en la que abunda tanto la irrealidad.

La primera de las historias versa sobre los sueños de las ciudades y está dibujada por Alec Stevens, un artista que hoy ha pasado a segundo plano pero que en los noventa destacó por sus personales comic-books editados por Piranha y Paradox Press. Su característico estilo está dominado por las formas geométricas, las siluetas, el fuerte contraste de luces y sombras y los textos que parecen flotar en el espacio. Sus páginas parecen más adecuadas para una revista alternativa punk que para un cómic mainstream, pero aquí consiguen plasmar el pánico y la paranoia de un hombre que teme el día en el que las grandes ciudades despierten de su sueño.

La segunda historia presenta al dibujante John Watkiss –cuyo estilo, dicho sea de paso, no me atrae nada– para narrar un cuento de fantasía, capa y espada narrado por Cluracan, un elfo diplomático y vividor al servicio de la Reina Titania y que ha ya había aparecido anteriormente en la colección. Es quizá el menos logrado de los relatos, tanto en lo que se refiere al argumento, algo carente de dirección, como en el dibujo.

Un joven que responde al nombre de Jim cuenta la tercera historia de la antología, una aventura marina de corte clásico al estilo de Stevenson, London o Conrad. Pero las peripecias importan menos que el drama vital del propio Jim, quien es en realidad una chica disfrazada ansiosa por conocer el mundo. Hob Gadling –el hombre inmortal amigo de Sandman– juega también un papel importante en el viaje de autodescubrimiento de Jim. El dibujo corre a cargo de un Michael Zulli con un estilo todavía muy sencillo que no hacía presagiar su evolución hacia el preciosismo con el que cerraría la serie.

El cuarto capítulo, “El chico dorado”, es el mejor de toda la antología. Dibujada por Mike Allred, se trata de la versión que Gaiman nos ofrece de la historia de un ya veterano personaje, Prez Rickard, protagonista de una breve serie de DC en los años setenta: Prez, creada por Joe Simon y Jerry Grandenetti. El protagonista de la misma era el primer presidente casi adolescente de los Estados Unidos de América. Pero Gaiman y Allred van un paso más allá del tono idílico-hippy que impregnaba aquellos viejos cómics, creando una especie de versión oscura de la America de Forrest Gump. La historia narra el ascenso y declive de Prez, quien a pesar de enfrentar mil tentaciones y problemas, es capaz de mantener intacta su honestidad, si bien no su idealista energía inicial. Se ofrecen varios posibles finales, pero en cualquiera de ellos Morfeo acaba tomándolo bajo su protección y ofreciéndole un portal donde “Algunos dicen que todavía camina entre los mundos, viajando de una América a otra, refugio para los desprotegidos y los débiles”. Es un cuento emotivo con las dosis perfectas de tragedia y esperanza.

Gaiman continúa con una historia narrativamente compleja pero con menos poder inspirador, dibujada por Shea Anton Pensa y Vince Locke. Necrópolis, la ciudad de los muertos en la que tiene lugar el aprendizaje de Petrefax, no resulta ser un lugar tan sugerente como otros de los que habían ido apareciendo en la colección. Además, su tono entre irónico, terrorífico y grotesco contrasta excesivamente con la atmósfera fijada en las historias precedentes. El dibujo feísta, la arquitectura osificada y los personajes de piel casi momificada parecen más adecuados para alguna de las series de corte fantástico-terrorífico que aparecieron bajo el sello Vértigo tras la marcha de Gaiman. Carece de la sensación de majestad y/o sentido onírico de las mejores historias de Sandman y, como mucho, se acerca más a un viejo relato de E.C. Comics filtrado por la estética victoriana.

Esta tercera y última colección de relatos cortos llega a su fin con el sexto episodio, centrado en los clientes de la posada y su contemplación del extraño funeral en los cielos –que, en realidad, es una ventana al futuro, ya que esa escena aún tardaría casi veinte números en formalizarse dentro de la trama–. Tras el cortejo mortuorio, la tormenta amaina y aquellos que deciden continuar sus respectivos viajes abandonan la posada; otros, a tenor de las experiencias vividas allí y las historias escuchadas, decidirán o bien quedarse o cambiar sus destinos iniciales e incluso sus mismas vidas

Ni siquiera el desagradable mundo de Petrefax puede perturbar la excelente calidad de El fin de los mundos, la saga en la que Neil Gaiman no se limitó a narrar cuentos y fábulas, sino a experimentar con las posibilidades temáticas y narrativas que le ofrecía el universo creado por él mismo. Fue un respiro momentáneo antes de encarar el final de la colección.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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