En el vigésimo volumen de la serie de Thorgal, La marca de los desterrados (La Marque des bannis, enero de 1995), han pasado tres años desde que el protagonista abandonó a su familia. Aaricia está viviendo entre los vikingos de su pueblo cuando el único superviviente de una expedición regresa contando que todos sus compañeros fueron masacrados por piratas liderados por Shaigan el Despiadado y su consorte, Kriss de Valnor, los bandidos más temidos de todo el Mar del Norte. Aún peor y para trastorno de todos, afirma sin lugar a dudas que Shaigan es ni más ni menos que Thorgal.
Esa revelación supone la inmediata caída en desgracia de Aaricia y sus hijos. Es marcada a fuego en la cara y exiliada con Jolan y Loba ‒que ya no es un bebé sino una niña de unos tres años‒. Esa marca equivale a la muerte: nadie puede darles refugio o auxilio; aún peor, cualquiera que los encuentre puede libremente asesinarlos o tomarlos como esclavos. Y eso es lo que sucede. La intención de Aaricia era regresar a la isla en la que vivió con Thorgal, pero en el camino ella y Loba son aprisionadas por los hombres de un esclavista, el Bizantino, que además tiene tratos con Kriss de Valnor. Jolan y Darek (hijo de otro exiliado) unen fuerzas para entrar subrepticiamente en la fortaleza del traficante y rescatar a los esclavos. Su valentía casi se salda con éxito, porque aunque desarticulan el cruel negocio del Bizantino, Kriss consigue escapar a bordo de un barco con Aaricia y Luna.
La peripecia termina en La corona de Ogotai (La Couronne d’Ogotaï, noviembre de 1995), álbum que se abre de una forma desconcertante: con la muerte de Thorgal y Kriss a manos de sus amotinados comandantes. A continuación vemos a Jolan, Darek y la hermana de éste, Lehla, navegando hacia la isla de la familia del primero cuando una terrible tormenta hunde la embarcación. El único superviviente, Jolan, despierta en su cabaña para encontrarse con su salvador, Jaax, que le explica que procede del lejano futuro. Puede viajar a través del tiempo con un bastón electrónico y su misión es la de corregir sigilosamente anomalías históricas que podrían poner en peligro la línea temporal (una premisa directamente fusilada de la novela Los guardianes del tiempo (1960), de Poul Anderson). Su objetivo es recuperar la corona de Ogotäi, un artefacto potenciador de las capacidades mentales que se había dado por perdido en el álbum Entre tierra y luz, perteneciente al ciclo del Pais Qa. Resulta que la corona será hallada treinta años en el futuro y utilizada por un individuo para convertirse en líder de los Xinjins (la tribu centroamericana que había aparecido en esa saga) y tiranizar a todo el continente.
Pero una vez cumplida la misión –en el pasado y en el lugar donde Jolan sabe que la corona fue arrojada al agua por su padre–, el muchacho se hace con el bastón con el fin de retroceder en el tiempo y salvar a Aaricia y Loba del cautiverio a que las tiene sometidas Kriss de Valnor. Para hacerlo, contacta con la versión adulta de sí mismo, que quince años más tarde sigue viviendo en total soledad en la isla. El Jolan adulto impide en el último momento el asesinato de Thorgal/Shaigan por sus propios comandantes, ayuda a huir a su madre y hermana y las lleva a la isla. Los agentes temporales solucionan la paradoja que genera la presencia de dos Jolan en el mismo momento y lugar y a partir de ese punto, la familia, con excepción de Thorgal, se reúne y amplía (con Darek y Lehla).
Lo primero que llama la atención de La marca de los desterrados es la ausencia de Thorgal, algo no completamente nuevo (en Alinoe o Aaricia apenas tenía presencia) pero sí poco habitual. Y el caso es que la historia está tan bien narrada y Van Hamme, con el paso de los años, ha ido perfilando tan bien a los personajes secundarios que ahora éstos asumen el rol de protagonistas sin ningún problema. Su función aquí ya no es la de ayudar al héroe y resaltar su carisma, sino que soportan todo el peso dramático de la historia. Es más, ha pasado el tiempo y los vemos considerablemente cambiados.
En una serie en la que el transcurso del tiempo sobre los personajes siempre ha sido evidente e importante aunque no se hiciera referencia explícita al mismo, estos dos volúmenes son relevantes dado el considerable periodo pasado desde la última vez que vimos a Thorgal: nada menos que tres años desde el final de La fortaleza invisible, cuando el héroe perdió la memoria de su pasado e identidad. Ese intervalo ha marcado a su esposa e hijos. Loba ya no es un bebé sino una niña de ojos curiosos que también resulta tener poderes, los de comunicarse con los animales, que ella asume y maneja con naturalidad.
En cuanto a Aaricia, personaje muy querido por los seguidores de la serie, sorprende el cruel castigo al que Van Hamme la somete. Abandonada por su marido sin una buena razón, desfigurada por su propio pueblo y expulsada sin prácticamente nada más que la ropa que lleva puesta, capturada, separada de sus hijos y esclavizada por su peor enemiga que, además, controla y manipula al amnésico Thorgal, obligándola a servirla delante de él y, según se sugiere de pasada más adelante, presenciar sus encuentros sexuales o soportar que se la ofrezca como disfrute a extranjeros. Quizá resulte frustrante que deba ser, otra vez, rescatada por el varón de turno en lugar de ser ella la que pelee y salve a los suyos (incluso en Alinoe, donde asumía un papel protagonista en una situación peligrosa, era Thorgal quien zanjaba la situación en el último momento). Pero también es cierto que en este punto se la ve claramente agotada, derrotada y resignada y el lector no puede sino simpatizar con ella y comprender que ya no sea capaz de exhibir su antigua fiereza y determinación.
Pero lo que salta más a la vista en estos dos álbumes es que su auténtica función (especialmente en el segundo) no consiste en profundizar en Aaricia sino preparar el camino para el relevo de Thorgal por su hijo Jolan como protagonista de la serie, una transición que también realizó otro gran héroe del género de aventuras históricas, el Príncipe Valiente, que con los años fue sustituido por su hijo Arn.
Van Hamme le da al jovencito de diez años una gran energía y astucia. Ciertamente, sus poderes mentales sobre la materia le otorgan una gran ventaja, pero su principal baza es la fuerza de su personalidad y determinación, rasgos que no deberían sorprendernos siendo hijo de Thorgal y Aaricia. Eso sí, no conviene ser demasiado exigente con el realismo de las situaciones que se plantean. Si se quiere disfrutar plenamente de la historia es necesario aumentar el grado de suspensión de la incredulidad no solo en lo que se refiere a los aspectos de ciencia ficción (como los poderes telequinéticos de Jolan o los viajes en el tiempo) sino en los desafíos físicos que acomete y que resultan a todas luces excesivos para un jovencito preadolescente.
Naturalmente, el que Thorgal no recuerde quién fue, sea manipulado por Kriss y deba responder por sus innobles actos (desde luego, resulta incómodo y desasosegante verle convertido en un despiadado villano) nos remite a la otra gran serie de Van Hamme, XIII, que también bebía del concepto del héroe amnésico para impulsar la trama y construir drama y suspense. Sin embargo, podría decirse que en Thorgal ese extravagante y no muy original recurso está utilizado con más contención. Mientras que aquí no deja de ser un giro argumental que se prolonga algunos álbumes pero que se revertirá y que permite dar un salto temporal con el que presentar nuevos personajes y hacer evolucionar a los veteranos, en XIII se utiliza de premisa inicial, motor de toda la trama y, eventualmente, pretexto para alargar innecesariamente un culebrón progresivamente más indigesto.
La Corona de Ogotai es otra de las incursiones de la colección en el campo de la ciencia-ficción y, concretamente, en el subgénero de viajes en el tiempo. La diabólica sucesión de saltos espacio-temporales hacen de esta una historia bastante densa y complicada y, como suele pasar, es probable que el lector se pierda por el camino y llegue un momento en el que no sepa dónde o cuándo se encuentra: el Jolan niño y el adulto se cruzan en el presente y el futuro, viajan al pasado, parecen morir pero son salvados antes de que ello suceda, el tiempo se modifica una y otra vez con cada salto temporal…
No puede evitarse el tener una impresión ambivalente con este tipo de historias. Por una parte, el viaje en el tiempo es una herramienta narrativa muy cómoda para atar cabos argumentales; por otra, sus principios, normalmente enunciados con solemnidad por quien tiene el poder de hacerlo (viajar solo cuando sea imprescindible y de forma discreta, intervenir muy localizadamente para no alterar todo el continuum, etc) son invariablemente quebrantados por uno u otro personaje. Es, por tanto, un tipo de narración que hay que utilizar con mesura. Van Hamme ya había jugado con ella en El señor de las montañas con mejores resultados que en este segundo intento, en el que, reconociendo que todos los cabos quedan bien atados, el viaje temporal parece sobre todo una excusa innecesariamente rebuscada para solucionar los problemas de los protagonistas y reunirlos en una especie de nuevo comienzo.
En cuanto al dibujo, Rosinski está menos inspirado que en entregas anteriores y sus figuras aquí se ven más descuidadas y sucias, menos detalladas. Eso sí, continúa siendo un narrador excelente que sabe imprimir ritmo a la historia y desarrollar con absoluta claridad todas las escenas. También conserva su buena mano para la plasmación de los paisajes y fenómenos naturales, que siguen exhibiendo tanta belleza y expresividad como siempre. En La marca de los desterrados, tiene la oportunidad de dibujar situaciones con más acción en localizaciones exteriores. Menos posibilidades de sacar provecho de sus puntos fuertes tiene en La corona de Ogotai, aunque las escenas de la tormenta en el mar o la huida del adulto Jolan con su madre y hermana en mitad de la noche de la fortaleza de Shaigan, son ejemplares. Y aunque sus rostros y figuras hayan perdido la exquisita definición de álbumes anteriores, no permite que el lector se pierda en los continuos saltos entre épocas y versiones de Jolan.
En definitiva, un binomio de álbumes que, sin encontrarse entre los mejores de la colección, sí aportan un elemento diferencial, un aire nuevo a la saga y un potencial camino a explorar: la ausencia de Thorgal y el ascenso a protagonistas de su esposa e hijos, que desempeñan perfectamente su papel y se convierten en héroes por derecho propio.
Artículos relacionados con la serie Thorgal
Thorgal: La maga traicionada (1980), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: La isla de los mares helados, de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: Los tres ancianos del país de Arán (1981) de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: La galera negra (1982), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: Más allá de las sombras (1983), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: La caída de Brek Zarith (1984), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: El hijo de las estrellas (1984), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: Alinoe (1985), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: El Ciclo del País Qa (1985-1988), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: Aaricia (1989), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: El señor de las montañas (1989), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: Loba (1990), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: La guardiana de las llaves (1991), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: La espada-sol (1992) y La fortaleza invisible (1993), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: La marca de los desterrados (1995) y La corona de Ogotai (1995), de Van Hamme y Rosinski
Thorgal: Gigantes (1996) y La jaula (1997), de Van Hamme y Rosinski
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.