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«Los cigarros del faraón» (1934), de Hergé

En 1922, Howard Carter descubrió la tumba de Tutankamón en el valle de los Reyes en Egipto. Ese hallazgo reavivó la pasión por el Antiguo Egipto que periódicamente inflamaba la sociedad europea desde el primer tercio del siglo XIX. En esta ocasión y debido a una serie de desafortunadas coincidencias, esa fascinación vino aderezada por pintorescas supersticiones muy publicitadas por los medios de la época, como la de la maldición del mencionado faraón.

La ambientación del nuevo álbum de Tintín, Los cigarros del faraón, bebe de esa moda (como también, años después, Las siete bolas de cristal, aunque en esa ocasión trasladado al mundo de los incas).

Para esta tercera entrega de las aventuras de Tintín, Hergé recurrió también a su gusto por los relatos de aventuras de corte más clásico, ya fueran éstos ficticios o reales, como el peculiar Henry de Monfreid, traficante de drogas y armas, buscador de perlas y aventurero de dudosa reputación, cuyos libros, como el autobiográfico Los secretos del Mar Rojo (1931) obtuvieron un gran éxito en la época. Hergé se inspiró para crear algunos de los personajes de Los cigarros del faraón en el plantel de novelescos individuos que intervinieron en la vida de Monfreid.

La aventura comienza con Tintín y Milú a bordo de un navío en Oriente. Allí conocen a un excéntrico egiptólogo llamado Filemón Ciclón, obsesionado por encontrar la tumba del faraón Kih-Oskh. Sin saber el motivo, Tintín se convierte entonces en el objetivo de un misterioso individuo que trata de ponerlo fuera de circulación denunciándolo a la policía por traficar con opio. Tras escapar en Port Said y reunirse con Ciclón, Tintín y Milú se trasladan a El Cairo y comienzan a buscar la antigua tumba faraónica sólo para encontrar en ella las recientes momias de quienes exploraron la tumba antes que ellos… y unos extraños cigarros. Las peripecias subsiguientes llevarán a Tintín a seguir la pista de unos traficantes de opio desde las pirámides de Egipto hasta los desiertos de Arabia, terminando en las junglas de la India, donde tratará de impedir un atentado contra la vida de un maharajá.

Los cigarros del faraón abre una segunda etapa para la serie e introduce varios cambios muy relevantes que aumentarán considerablemente el interés del personaje. En primer lugar, el argumento. En los álbumes previos (Tintín en el país de los soviets, Tintín en el Congo y Tintín en América) la atención del autor se centraba en recrear las fantasías de los europeos respecto a países y culturas exóticos, como los indígenas y fieras del Congo o los gángsters e indios americanos. Consistían básicamente en una sucesión de escenas cómicas de corte infantil que a menudo caían en lo inverosímil. Por el contrario, Los cigarros del faraón pone el foco no tanto en la ambientación y el gag como en la peripecia en sí que, de hecho y por primera vez, transcurre en tres países diferentes: Egipto, Arabia y la India.

Sí, esos países resultan muy exóticos para el lector europeo, pero ya no se trata de explotar sus tópicos, sino de servir de escenario pintoresco para una trama mucho más sólida que en las ocasiones precedentes y con un objetivo muy concreto: desenmascarar una sociedad secreta criminal que trafica con opio. Abundando en este sentido, Tintín deja de ser un reportero (como en El país de los soviets o En el Congo) o un justiciero (En América) para transformarse en un detective que emprende una búsqueda para solventar un misterio. De hecho, éste no llegará a desvelarse completamente en este álbum, sino que la trama continúa en el siguiente, El loto azul.

Es cierto, no obstante, que aún quedan bastantes cosas por pulir y resulta patente cierto grado de improvisación. Por ejemplo, Tintín se involucra en pequeños episodios que poco tienen que ver con la trama principal, como la guerra civil entre jeques en Arabia y su acusación de espía. Es una parte de la aventura narrada con ritmo y bien resuelta, pero escasamente verosímil y que, si se extrae del álbum, no influye en el devenir del argumento –esto es, desenmascarar a los traficantes–. El propio Hergé admitió que quiso introducir tantos elementos propios de la literatura popular de misterio, como las sociedades secretas, los venenos, las maldiciones o los genios criminales, que acabó viéndose ahogado por un argumento tan enmarañado que tuvo dificultades para resolverlo. En su favor hay que decir que consiguió mantener el sentido de unidad, entre otras cosas gracias a la utilización durante toda la aventura del símbolo de Kih-Oskh, inspirado en el Ying-Yang y mediante el que Hergé une tres mundos diferentes, los de Egipto, Arabia y la India.

Por otra parte, aún quedan ramalazos de esa primera etapa más irreal y fantástica, como cuando Tintín se convierte en médico de los elefantes y conversa con ellos mediante una trompeta. Milú todavía habla y se comporta mayormente como un ser humano, aunque su protagonismo ha quedado bastante menguado respecto a los álbumes anteriores.

Se presentan ya aquí algunos de los personajes claves en el éxito de la serie. Todos ellos empezarán a formar la base del amplio universo de Tintín y algunos tendrán ocasión de regresar en álbumes posteriores. De entre todos ellos destacan, claro está, Hernández y Fernández, los incompetentes detectives gemelos que originalmente aparecieron como Agentes X33 y X33bis, adquiriendo su nombre años más tarde, en 1955, con ocasión del coloreado y redibujado del álbum. Aunque Hergé afirmó que no se inspiró en ello conscientemente, cabe destacar que su padre y su tío eran ambos gemelos y que vestían de forma idéntica. Los policías actúan como una suerte de involuntarios villanos encargados de aportar el toque humorístico a la aventura, aspecto este en el que Hergé mejora ostensiblemente.

También conocemos a Oliveira de Figueira, un locuaz comerciante portugués que ayuda al héroe y con el que se volverá a encontrar en Tintín en el país del oro negro. Y en cuanto a los enemigos, Allan, el siniestro marino mercante siempre metido en turbios negocios; y, sobre todo, el director de cine de origen griego Rastapopoulos, que había aparecido brevemente como simple cameo en Tintín en América, pero que aquí –y en la siguiente entrega y conclusión de la aventura, El loto azul– pasa a jugar un papel importante y mucho más definido, convirtiéndose más adelante en una suerte de némesis de Tintín.

Por su parte, el profesor Filemón Ciclón es el primero de una serie de sabios excéntricos con los que Tintín se cruzará en sus aventuras camino y que culminará con el ilustre Profesor Tornasol.

Los cigarros del faraón apareció originalmente publicado en el habitual blanco y negro en el Petit Vingtième entre 1932 y 1934. Al finalizar la serialización, Louis Casterman envió una propuesta de colaboración a Hergé que establecía unas muy favorables condiciones financieras para la edición en álbum. Así, el cuarto episodio de la serie fue el primero en ser publicado en formato álbum exclusivamente por la editorial Casterman bajo el título Las aventuras de Tintín, reportero en Oriente, Los cigarros del faraón, en otoño de 1934. Fue el comienzo de una relación que ha llegado hasta la actualidad, muchos años después de la muerte de Hergé.

Entre 1943 y 1947, Hergé y sus colaboradores redibujaron, remontaron y colorearon todos los álbumes publicados hasta ese momento, tanto para adecuarse a las modas como debido a la carestía de papel que obligaba a editar volúmenes con menos páginas. Como hemos dicho anteriormente, Hergé aprovechó para modernizar el dibujo, ajustar el ritmo y actualizar detalles de tecnología, vestimenta y referencias culturales. En este caso, por ejemplo, se eliminó una escena de Tintín atrapado con serpientes, se bautizó a los cómicos agentes como Hernández y Fernández (DuPont y DuPont en la versión francesa original) o se cambió la silueta del actor cuya interpretación estropea Tintín en el desierto: en el momento de la publicación original era la de Rodolfo Valentino, mientras que para su reimpresión años después, dado que el canon de belleza masculina había experimentado cambios, se transformó en una más parecida a la de Gary Cooper.

De todas formas, esa versión en color de Los cigarros del faraón experimentó un retraso importante respecto a los otros álbumes. No apareció hasta 1955, debido tanto al ingente trabajo que tenía Hergé con aventuras como Las siete bolas de cristal como a su renuencia a recuperar trabajos muy tempranos y acometer el esfuerzo de acercarlos al tono más realista de las últimas aventuras. La edición definitiva, tal y como hoy se puede encontrar en las librerías, apareció en 1964.

En definitiva, un interesante álbum con toques de la aventura más clásica (pirámides, peripecias en el desierto, persecuciones en avión, intrigas en el mundo de la India colonial, sociedades secretas…) que marca el inicio de la etapa adulta de la serie, que se consolidará definitivamente en el siguiente, El loto azul.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".