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«Avatar» (2009), de James Cameron

Buena parte de la cobertura que los medios de comunicación ofrecieron de Avatar se apoyó en titulares del tipo: «James Cameron, el director de Titanic» (1997), vuelve a las pantallas de cine tras una ausencia de doce años». Da la impresión de que muchos de esos articulistas tenían poco menos de veinte años y que no comprendían lo mucho que James Cameron había cambiado el rostro del cine moderno antes de Titanic. Cameron es el padre de la revolución digital en el cine; la persona que prácticamente en solitario transformó el cine de acción en un producto sostenido primordialmente por el espectáculo visual. Sin James Cameron, no habrían existido Roland Emmerich, Stephen Sommers, Michael Bay, las hermanas Wachowski o Peter Jackson. No digo que éstos no se hubieran dedicado al cine igualmente, pero es muy probable que el trabajo que han venido desarrollando desde hace más de dos décadas hubiera sido muy diferente de no haber existido los cimientos que para ellos dejó Cameron.

Después de trabajar en varias películas formando parte de los departamentos de efectos especiales y diseño de producción, James Cameron hizo un poco prometedor debut como realizador en Piraña 2 (1981) antes de dar la campanada con Terminator (1984), una película de serie B que se convirtió en un éxito mundial y propició no solamente innumerables imitadores de todo pelaje sino un gran interés por el subgénero de los viajes en el tiempo durante todo el resto de esa década. A continuación vendría otro éxito enorme, Aliens (1986), considerada una de las mejores películas de ciencia ficción de la década y, como la anterior, origen de múltiples films que copiaban su historia o su atmósfera con mucho peor resultado.

Curiosa e irónicamente, la película más revolucionaria de Cameron fue también una de las más turbulentas en su desarrollo y menos exitosa: Abyss (1989), una historia sobre primer contacto con alienígenas en las profundidades abisales. Uno de sus momentos álgidos fue la escena en la que la tripulación protagonista se encuentra con un tentáculo artificial hecho de agua y que fue la primera secuencia de efectos especiales generada por ordenador e integrada en la imagen real. Abyss también consolidó la reputación de Cameron como un tirano en el set de rodaje, alguien obsesionado por el control y dispuesto a sacrificar lo que sea y exprimir al máximo al equipo con tal de dar forma a su visión.

La película que sin duda cambió el rumbo del cine de acción fue su siguiente título, Terminator 2: El juicio final, que asombró al mundo con su androide de metal líquido y que encendió la chispa de la revolución de los efectos digitales. Casi de la noche a la mañana surgieron docenas de compañías especializadas que avanzaron todavía más por el camino abierto por Cameron, abarataron costes y dieron lugar al blockbuster CGI. Mientras tanto, Cameron pasó a la comedia con Mentiras arriesgadas (1994) que, aunque disfrutable, sigue siendo uno de sus títulos menores y tuvo un resultado solo modesto en taquilla. Volvió a lo más alto con Titanic, que trascendió su naturaleza fílmica para convertirse en un auténtico fenómeno. Mezcla de romance lacrimógeno y cine de catástrofes aderezada con unos efectos especiales asombrosos, fue el éxito mundial por antonomasia y le dio a Cameron un Oscar al Mejor Director.

A partir de Terminator 2, Cameron también se ganó la reputación de manejar presupuestos colosales en sus películas. La antedicha fue la primera en superar la marca de los 100 millones de dólares y cada uno de sus siguientes films, incluyendo Avatar, fue en su momento el más caro de la historia. «Titanic», superando los 200 millones, corrió incluso el riesgo de ser cancelado por el estudio ante lo que parecía un presupuesto descontrolado que podía, valga el juego de palabras, hundirlos a todos.

Nadie esperaba que después de Titanic y autoproclamarse «Rey del mundo» al recibir su Oscar, Cameron se dedicara a…. no mucho. Durante la siguiente década y media, el director pareció retirarse del ojo público. No fue exactamente así, claro, y su nombre sí aparecía asociado a obras que llegaron o no a producirse. A comienzos de siglo se habló de una película sobre Marte, pero no llegó a concretarse en nada; creó y produjo la serie televisiva de Dark Angel (2000-2002) y produjo el remake de Solaris que dirigió Steven Soderbergh en 2002. También escribió el guion del largamente planificado remake de Viaje alucinante (1966), cuya dirección Roland Emmerich afirmó haber rechazado y que sigue en el limbo. Después de un arbitraje del Sindicato de Guionistas, fue retirado de los créditos del guion de Spiderman (2002), un tratamiento que había escrito en los ochenta.

Pero sobre todo, Cameron se dedicó a su pasión: el submarinismo y la exploración. Dirigió varios cortos documentales en formato IMAX 3-D como Expedition: Bismarck (2002), Ghosts of the Abyss (2003) o Aliens of the Deep (2005); y produjo otros como Volcanoes of the Deep (2003), Last Mysteries of the Titanic (2005) o Titanic Adventure (2005). También se adentró brevemente en los documentales bíblicos como productor y narrador de The Exodus Decoded (2006), que sostenía haber encontrado evidencias arqueológicas de ese pasaje del Antiguo Testamento; o el polémico The Lost Tomb of Jesus (2007) que trataba de defender científicamente el dudoso descubrimiento del osario de Jesucristo.

La razón del dilatado hiato entre Titanic y Avatar parece ser doble. Cameron anunció este siguiente gran Proyecto allá por 1991, cuando estaba estrenándose Terminator 2. El tratamiento original de ochenta páginas de lo que un día sería Avatar fue rechazado por los estudios al considerarlo un proyecto demasiado caro. Buena parte del retraso obedece al convencimiento, tal y como el propio Cameron afirmó en muchas entrevistas, de que la tecnología cinematográfica no tenía el grado de desarrollo necesario como para permitirle dar a su visión el realismo necesario.

La posibilidad de llevar Avatar a término no empezó a tomar forma en la mente de Cameron hasta que vio el Gollum de El Señor de los Anillos: Las dos torres (2002). Se dice incluso que fue el propio Peter Jackson quien le animó a regresar a la silla de director. Fue esa la razón por la que una parte sustancial de Avatar fue realizada en los estudios que tiene Weta (recordemos, una compañía propiedad de Jackson) en Wellington, Nueva Zelanda. Poco después llegaron King Kong (2005, también de Jackson) y Piratas del Caribe: El cofre del hombre muerto (2006). Cameron decidió dar el paso adelante al considerar que ya podía dirigir las interpretaciones con captura de movimientos igual que las tradicionales, esto es, con el actor o actriz en el entorno adecuado y con luz natural.

Ahora bien, la demora tecnológica no explica por qué Cameron no se embarcó en algún otro proyecto en la década que medió entre una y otra película. Uno podría sospechar con cierto fundamento que no sabía cómo regresar sin quedar por debajo del fenomenal éxito de Titanic.

Ya con la producción en marcha y habiendo apostado un presupuesto de casi 200 millones de dólares, no puede extrañar que los ejecutivos de la Twentieth Century-Fox se pusieran nerviosos cuando Cameron reveló que el reparto de actores estaría compuesto básicamente de desconocidos. Sam Worthington llevaba diez años en la industria sin salir de papeles para productos televisivos y films menores y sólo aquel mismo año, poco antes del estreno de Avatar, su nombre empezó a llamar la atención al coprotagonizar junto a Christian Bale Terminator: Salvation (2009). Algo parecido sucedía con Zoe Saldaña, que también en 2009 destacó en otra producción de ciencia ficción, el Star Trek de J.J. Abrams. A pesar de quedar prácticamente irreconocible tras el «maquillaje» digital, Saldaña demostraría ser mucho mejor actriz que su compañero coprotagonista, soso e inexpresivo. Sigourney Weaver, vieja conocida de Cameron desde los tiempos de Aliens, interpreta aquí con su habitual solvencia a la doctora Grace Augustine. El principal villano, el coronel Quaritch, lo encarna a la perfección Stephen Lang, un actor de incuestionable presencia y forma física pese a su ya madura edad.

Cameron se llevó al reparto a Hawái para ensayar antes de comenzar el rodaje oficial. Worthington, Saldaña y otros secundarios que daban vida a los Na’vi iban por ahí vestidos en sus diminutos atuendos y actuando mientras el director los grababa con una pequeña cámara portátil. Cuando un peatón le preguntó a Worthington qué ocurría, el actor le dijo que James Cameron estaba haciendo una película. Echando un vistazo al vestuario y la diminuta cámara, el viandante observó con tristeza: «¡Vaya! Ha caído muy bajo desde Titanic«.

Aquel comentario no podría haber estado más lejos de la realidad, porque Avatar registró un éxito sin precedentes cuando se estrenó a mediados de diciembre de 2009 en más de 14.000 salas de todo el mundo, incluyendo más de 3.600 en 3D y más de 2.000 en formato IMAX. En seis semanas se convirtió en la película más taquillera de la historia y, habiendo multiplicado por once el presupuesto final, la primera en ganar más de 2.000 millones de dólares en todo el mundo. Fue nominada para nueve Oscar, de los cuales ganó tres: Fotografía, Dirección Artística y Efectos Visuales (las otras nominaciones fueron para Mejor Película, Mejor Director, Mejor Banda Sonora, Mejor Edición, Mejor Sonido y Mejor Edición de Sonido).

En el año 2154, Jake Sully (Sam Worthington), un marine que ha quedado paralizado por debajo de la cintura, es reclutado por el ejército para una misión en el planeta Pandora. Éste se halla habitado por una especie humanoide inteligente de cuatro metros de alto conocida como Na’vi, perfectamente adaptada a un ecosistema rebosante de vida. Sin embargo, el verdadero valor del planeta para las corporaciones terrestres es el unobtanium, un mineral superconductor muy raro cuya extracción se está viendo dificultada por la hostilidad de los Na’vi.

Los científicos han estado intentando congraciarse con los Na’vi utilizando Avatares, esto es, cuerpos que mezclan ADN Na’vi y humano y que pueden ser manejados a distancia mediante una conexión neural con un operador. Jake tiene que reemplazar a su hermano gemelo, que había recibido adiestramiento como operador de Avatar antes de resultar muerto en el planeta. Se supone que Jake será capaz de fusionarse con el Avatar de su hermano dado que comparten el mismo ADN. Jake asume su tarea con gran entusiasmo, dado que el Avatar le permite escapar de su condición de discapacitado.

Sin embargo, en su primera salida a campo abierto, Jake es atacado por la fauna salvaje de Pandora y se separa del grupo. Solo en la selva e ignorante de los peligros que le rodean, es rescatado por una muchacha Na’vi llamada Neytiri (Zoe Saldaña). Cuando ella está a punto de matarlo, unas plantas brillantes envuelven a Jake, algo que Neytiri interpreta como un signo de que él es un elegido por Pandora. Gracias a este accidente, Jake es poco a poco y no sin reservas aceptado por la tribu Omaticaya. Los científicos humanos consideran que este logro es una oportunidad única para estudiar a los Na’vi, pero el coronel Quaritch (Stephen Lang) le recuerda que está bajo jurisdicción militar y le ordena que se gane la confianza de los nativos y reconozca el terreno.

Bajo la tutela de Neytiri, Jake va descubriendo las delicias de la vida entre los Na’vi, aprendiendo sus costumbres y habilidades, como fusionar su mente con una especie de dragones y poder utilizarlos de monturas voladoras. Mientras tanto, los científicos se dan cuenta de que todas las formas de vida de Pandora comparten un nexo neural, un descubrimiento que no impide que Quaritch, harto de esperar una solución pacífica con los nativos que deje las manos libres a la corporación minera, ordene un ataque contra el centro espiritual y biológico de los Omaticaya, el Arbol Madre, bajo el cual se encuentra el más rico yacimiento de unobtanium. Comprendiendo que este movimiento por parte de los militares va a suponer una masacre brutal de los Na’vi y la destrucción de su ecosistema, Jake cambia de bando y los organiza para que, armados de arcos, flechas y su conocimiento del terreno, se opongan al abrumador poder bélico de los humanos.

Tener a James Cameron de vuelta fue un bienvenido acontecimiento. A diferencia del similar retiro que vivió George Lucas entre mediados de los ochenta y finales de los noventa, Cameron demostró no haber perdido ninguno de los rasgos que lo hicieron grande. Avatar es una película épica y espectacular que ofrece todo lo que uno puede esperar de un producto dirigido por Cameron, como la obsesión por la tecnología, tanto en la que vemos formando parte de la trama como en la que se utiliza para llevar la propia producción a término. El director y su equipo de diseño crean algunas máquinas fabulosas: grandes flotas de helicópteros blindados, enormes vehículos mineros, versiones militares del exoesqueleto de Aliens, una preciosa nave con velas solares… junto a todo tipo de detalles en forma de artefactos y decorados a lo largo de la historia.

Más importante aún que la tecnología es la sofisticación y minuciosidad con la que Cameron crea un mundo alienígena. En la mayoría de las películas y series de televisión –las del universo Star Trek son especialmente ofensivas en este sentido– lo alienígena se reduce a un puñado de extras con algunas prótesis faciales en narices y frentes. Resulta frustrante el poco esfuerzo que hacen esos productos por tratar de concebir algo verdaderamente ajeno al antropomorfismo y la cultura humanas. No es que Avatar quede totalmente libre de los antedichos defectos, pero sus creadores sí hacen un esfuerzo considerable por imaginar unos alienígenas que se distancian físicamente del hombre –eso sí, no tanto como para que la interacción entre las especies sea complicada– y que posean una cultura propia.

Entre los muchos desafíos que tuvo que superar el equipo de producción estuvo el de inventar un lenguaje nuevo para los Na’vi. Cameron recurrió a Paul Rommer, director del Departamento de Lingüística de la Universidad de California del Sur, quien invirtió un año en crear sonidos, sintaxis y vocabulario coherente para esa especie, tomando prestada gramática y fonética de, entre otros, el polinesio, el maorí y diversas lenguas africanas; y teniendo en cuenta además que la lengua debía ser agradable al oído del espectador.

Asimismo, mientras que muchos mundos «alienígenas» en el cine de Holywood no parecen más extraños que lo que pueda encontrarse en dentro de los límites del estado de California –de nuevo, Star Trek es el caso más flagrante– Pandora es un mundo que, por una vez, cuenta con una flora y fauna que parecen auténticamente vivos y que están retratados con un extraordinario detalle. Ello tampoco quiere decir que no se puedan sacar múltiples gazapos desde el punto de vista científico. Por ejemplo, si Pandora es un mundo cuya baja gravedad ha propiciado la evolución de seres de mayor altura y esbeltez, ¿por qué no vemos a los humanos moverse como si estuvieran en un entorno de baja gravedad? Por otra parte, si el planeta orbita un gigante gaseoso que ocupa tres cuartas partes del cielo y está rodeada de varias lunas, la gravedad en superficie no sería menor sino mayor que en la Tierra. Éstas, no obstante, son pegas menores en un film cuyo principal objetivo es deslumbrar y entretener al espectador.

De hecho, utilizando una mezcla de efectos digitales y captura de movimiento, Cameron zambulle al espectador en el mundo de los Na’vi, moviendo la cámara a través de un ecosistema que se abre a su paso como una especie de versión paradisiaca e hipervitaminada de la jungla de Tarzán. Las escenas en las que Jake es atacado por las bestias salvajes, cuando salta entre los árboles o sube por las enredaderas que flanquean las montañas flotantes, desprenden auténtico sentido de lo maravilloso. Esa misma euforia impregna la secuencia en la que Jake descubre cómo cabalgar un ikran, un momento cuya espectacularidad es realzada por el uso de la cámara en 3D.

Como ya hizo en Titanic, Cameron reserva las escenas más impactantes para el final de la película, con el derribo del Árbol Madre y la batalla masiva entre humanos y Na’vi tanto en tierra como en los cielos, culminando con el enfrentamiento a muerte entre el avatar de Jake y el exoesqueleto de Quaritch. A diferencia de muchos otros directores cautivados por el CGI, Cameron consigue equilibrar la satisfacción del fetichismo del espectador por la violencia y la destrucción masivas con el sentimiento sincero por la devastación y la muerte de tantos seres, ya sean animales o personajes. El hombre que comenzó la revolución de los efectos generados por ordenador regresa para mostrar al mundo no sólo que no ha perdido el pulso sino que sigue estando muy por delante de sus imitadores.

Cuando se estrenó el primer tráiler de Avatar, cundió cierto pánico entre los ejecutivos del estudio a tenor de los comentarios sarcásticos que empezaron a saltar desde internet, acusando a lo poco visto de videojuego de alta definición y equiparando a los Na’vi con los Pitufos. Sin embargo, una vez que pudo verse la película entera en pantalla grande, sólo los más resentidos y puntillosos podrían quejarse de los resultados.

Si Avatar tiene algún problema, no es el que la mitad del metraje pueda considerarse animación digital. A diferencia de algunas de las incursiones en ese formato de, por ejemplo, Robert Zemeckis (Beowulf, 2007; o Cuento de Navidad, 2009), en las que también se utilizó tecnología de captura de movimiento y cuyo resultado fueron unas figuras poco agraciadas y a mitad de camino entre lo real y lo artificial, en Avatar no se nos recuerda que estamos ante un producto animado. No sólo es que no se pretenda recrear en pantalla a un humano (se supone que los Na’vi son alienígenas y extraños) sino que la fusión entre la acción real y la animación digital con captura de movimiento es tan perfecta y sofisticada que la divisoria entre ambas es irrelevante hasta el punto de que la mayoría de los espectadores ni siquiera pensaron durante su visionado que estaban viendo animación. Fue ese logro, así como la gran definición y detalle con la que se retrataba un mundo inexistente, lo que hizo de Avatar un gran salto adelante en el campo de los efectos especiales.

Siendo sus películas un himno triunfante a la tecnología, James Cameron no descuida en ellas las emociones del corazón humano. En títulos como Abyss o Terminator 2 se lanza el mensaje de que los protagonistas deben mirar más allá de la tecnología y recuperar su humanidad esencial. Avatar lleva este tema todavía más lejos que en sus anteriores films. Siendo la película de aquel año en la que la tecnología jugó un mayor peso, es irónico que el triunfo de los protagonistas se consiga a base de abandonar la tecnología en favor de un misticismo panteísta en armonía con la Naturaleza.

Quizá no sea descabellado comparar a James Cameron con el escritor Michael Crichton. Éste sentía pasión por la tecnología de última generación –ya fuera médica, genética, mecánica, informática…– y salpicaba sus libros con una gran densidad informativa acerca del campo científico o técnico que sustentara la trama. Sin embargo, en cuanto introducía al hombre, Crichton se mostraba muy pesimista y el motor de sus historias se alimentaba con la codicia, la estupidez, la arrogancia o la confianza en una tecnología que no se entiende del todo bien y que es proclive a fallar.

Cameron, por el contrario, aborda temas similares pero es mucho más optimista. En Almas de metal (1973), Crichton introdujo androides volviéndose locos y asesinando humanos. Cameron dirigió las películas de Terminator, pero a diferencia de aquel, hizo que el hombre venciera a la máquina. Como aventura submarina de ciencia ficción, Cameron dirigió Abyss y Crichton escribió la similar Esfera (1987), llevada a la pantalla en 1988 con el mismo título. Ambas son películas sobre una tripulación de especialistas en un hábitat submarino que se encuentran con formas de vida alienígenas. En el caso del escritor, ésta amplificaba los peores terrores humanos y su peligro anulaba la obtención del poder que se derivaba del contacto con esa inteligencia extraterrena. Cameron, en cambio, proponía trascender el miedo a lo desconocido y entrar en comunión con la forma de vida no humana para lanzar un mensaje pacifista.

En el caso de Avatar, su homólogo más cercano en la bibliografía de Crichton podría ser Estado de miedo (2004). Aunque las tramas y temas debatidos son muy distintos, sí comparten su preocupación por el medio ambiente. Allá donde Crichton concluía que el calentamiento global era un fraude extendido y mantenido por una organización ecologista parecida a Greenpeace, Cameron adopta un posicionamiento opuesto al hacer que sus héroes renuncien a la tecnología y se conviertan en seres en perfecta comunión con el ecosistema. De hecho y de nuevo irónicamente, es posible que tras su complejo despliegue de CGI de última generación, Avatar sea el anuncio pro ecologista más caro jamás rodado.

También pueden detectarse ciertas similitudes entre Avatar y Los sustitutos (2009), una película que se estrenó tres meses antes el mismo año. Ambos films muestran futuros en los que es común el uso de amplificadores neurales con los que habitar y manejar mentalmente cuerpos artificiales. En las dos películas, el mundo en el que evolucionan esos avatares es mucho más atractivo que la mundana realidad de la gente ordinaria atrapada en cuerpos envejecidos o discapacitados por la falta de ejercicio o contacto con el mundo más allá de las paredes de sus domicilios.

Por otra parte, las dos películas difieren completamente en el destino que ofrecen para sus respectivos avatares. En Los sustitutos, tal práctica se enfoca como algo no «real» y el héroe que encarna Bruce Willis es poco más que un anciano gruñón que destruye el sistema porque no le gusta la artificialidad que esclaviza al mundo. En cambio, Cameron, una vez más, ofrece una visión diferente e interpreta a los avatares como una herramienta con la que los humanos pueden reencontrarse con la Naturaleza. Lo cual no deja de ser contradictorio puesto que la historia pone el énfasis en el abandono de la tecnología genética y cibernética que ha permitido el desarrollo de esos mismos avatares.

En mi opinión, el principal problema de Avatar reside en su argumento. No tanto porque, como comentaré enseguida, sea poco original y predecible sino por la descompensación entre los aspectos visuales y narrativos y la historia. No puede uno sino pensar que es una lástima derrochar semejantes medios y talento en un argumento tan poco inspirado y escaso de sutileza. Esa decepción se acrecienta por las propias expectativas que Cameron y la Fox habían ido generando durante los años que se dilató la producción. Las noticias, declaraciones y publicidad que se filtraron de forma continua desde que comenzó la producción dieron a entender que Avatar iba a ser un acontecimiento sin igual, un antes y un después en el cine y la ciencia ficción, el proyecto más anhelado y mimado de un director estrella. De nuevo, Cameron había excedido el ya monstruoso presupuesto; de nuevo, estaba explorando nuevos territorios en la tecnología de efectos especiales, diseñando cámaras 3D y llevando la captura de movimientos a niveles de calidad nunca vistos; la producción superaba los tres años y los costes seguían descontrolados… Y al final, cuando Avatar llegó a las pantallas, arrolló con un espectáculo visual a la altura de lo que se había anunciado, pero desde luego, como producto integral en el que el contenido es tan importante como el continente, poco podía presumir.

Y es que la muy básica trama puede interpretarse como un Aliens a la inversa. En lugar de una malvada corporación que utiliza a los humanos como cebo y alimento para destruir/dominar a unos alienígenas monstruosos, en esta ocasión son los humanos los que hacen el papel de alienígenas y monstruos, y los pacíficos Na’vi las víctimas que se enfrentan a la destrucción. Es también una guerra interna en el bando humano, entre nuestra faceta codiciosa y violenta, que trata a los nativos como una molestia que se interpone entre nosotros y nuestro objetivo (encarnada por el coronel Quaritch); y la científica y humanista, que defiende que los Na’vi tienen mucho que enseñarnos, conocimiento de igual o más valor que los preciosos recursos minerales que se busca expoliar (encarnada por la doctora Augustine).

Bajo ese marco general, Cameron parece haber elaborado el argumento a partir de las corrientes revisionistas del conflicto histórico con los nativos americanos. A nivel de trama, Avatar podría considerarse como un reciclaje futurista de Bailando con lobos (1990) en el que los indios son sustituidos por alienígenas gigantes que vuelan en reptiles en lugar de cabalgar a lomos de caballos. En ambas historias aparece el personaje del hombre blanco proveniente de una cultura colonial opresora que sintoniza con la forma de vida nativa, es paulatinamente aceptado por la tribu y se convierte en su líder guerrero antes de encabezar la resistencia contra el invasor dispuesto a cometer un genocidio para apoderarse del territorio. También comparten las dos películas el personaje de la mujer nativa con la que el protagonista tiene una relación –situación que remite claramente al episodio histórico, aunque probablemente «adornado», de Pocahontas y John Smith–, y el bravo guerrero que siente celos y muestra hostilidad ante la habilidad del recién llegado hasta que se da cuenta de que ambos están del mismo lado y unen fuerzas contra el enemigo común.

Fuera del ámbito mainstream, los aficionados a la ciencia ficción no tendrán problemas en identificar otras fuentes, como la novela El nombre del mundo es Bosque (1976), de Ursula K. Leguin, en la que, excepto el avatar, encontramos también la despiadada iniciativa de los colonos humanos para destruir un bosque en el que un grupo de alienígenas se han fusionado con el entorno, compartiendo una conexión que los hombres no pueden comprender. Y, por supuesto, hay elementos en la película que nos remiten a los personajes y aventuras de Tarzán de los Monos (1912) o John Carter de Marte (1912), imaginados por Edgar Rice Burroughs: hombres blancos que se integran en un entorno ajeno y se convierten en líderes de los nativos conquistando a la bella de turno. Sospechosas similitudes –y no es la primera vez que Cameron tuvo que enfrentarse a acusaciones de plagio en su carrera– pueden encontrarse también con la novela corta Llamadme Joe (1957), de Poul Anderson; o el Universo Noon de los hermanos rusos Strugatsky, donde aparecía un planeta Pandora muy similar al de la película.

Cameron no escapa a la actual corriente global contra el militarismo. De hecho, Avatar quizá sea una de las películas más antimilitares de su época. El villano de la historia es el coronel Miles Quaritch, un individuo sin matices por el que es imposible sentir la menor simpatía (y que está eficientemente interpretado por Stephen Lang, que aquel mismo año encarnó de forma mucho más cómica a otro oficial en Los hombres que miraban fijamente a las cabras). Este enfoque supone un considerable cambio para Cameron, que en el pasado disfrutó en sus películas con la parafernalia bélica. No en vano, escribió el guion para Rambo 2 (1985) y escribió y dirigió Aliens, un ejemplo impecable de ciencia ficción militar. Su conversión hacia el pacifismo pudo verse ya en Abyss o Terminator 2, películas en las que integraba un expreso mensaje contra la carrera armamentística nuclear. En el caso de Avatar, las escenas con los soldados bien podrían haberse extraído de aquellas protagonizadas por los marines espaciales de Aliens –de hecho, la piloto Trudy Chacón (Michelle Rodríguez) parece un intento de recuperar a la Vasquez (Jenette Goldstein) de esa película–. Sin embargo, el retrato que del cuerpo militar se ofrece en Avatar es opuesto al de Aliens: en lugar de los toscos y gruñones héroes de ésta, nos encontramos con unos asesinos genocidas que disfrutan con su sangrienta misión.

Cameron, como de costumbre, es poco sutil a la hora de articular los mensajes que desea transmitir, en este caso una crítica al estamento militar como mamporrero de intereses económicos privados, tal y como sucedió con el Imperio Británico o la colonización del territorio norteamericano, por no mencionar las dos Guerras del Golfo. Al interpretar Avatar en estos términos y en esta época, sí sorprende lo radical del punto de vista de Cameron y el bando hacia donde basculan sus simpatías. Si se ve la película como una analogía de la Guerra de Irak, se ha de concluir que Cameron opta por el bando iraquí: sus luchadores contra la ocupación extranjera, los ataques suicidas y la estrategia de guerrilla contra un enemigo invasor más poderoso. Aunque la mayoría del público norteamericano se habría alejado de una película que tratara abiertamente esa incómoda guerra, Cameron se sale con la suya recurriendo a la vieja herramienta de la ciencia ficción: la alegoría. Como ya hiciera Star Trek (1966-1969) en su día, disfraza el conflicto con rostros alienígenas y lo sitúa en otro planeta, consiguiendo de ese modo un impacto, tanto en términos de audiencia como de intensidad del mensaje, mucho mayor que cualquier documental realista. Es una táctica sorprendentemente subversiva para una película que se convirtió en uno de los mayores éxitos de 2009 y luego en la más taquillera de todos los tiempos. Por no mencionar que Cameron se lo coló al mismo estudio que posee el canal Fox, abierta y notoriamente conservador.

Avatar sigue siendo una película que parece suscitar opiniones muy encontradas, aunque sus detractores suelen hablar con más vehemencia y esgrimir argumentos más contundentes que sus defensores. Dada la excelencia visual y narrativa de la película, posiblemente el origen de los ataques sea la mencionada decepción de encontrarse con un producto del que se esperaba una mayor solidez y originalidad argumental. Por otra parte, una de las fortalezas de Cameron siempre había sido siempre la fisicidad de sus escenas de acción real: las persecuciones, las peleas, los tiroteos… todo ello construido con recursos tradicionales y actores de carne y hueso. De alguna forma y para muchos aficionados, el tránsito del director de esos efectos de la vieja escuela a las florituras digitales le hizo perder su faceta más visceral. Las batallas multitudinarias generadas por ordenador de Avatar carecen del peso, el impacto y la presencia de las persecuciones del Terminator, las inmersiones en la oscuridad abisal de Abyss o las peripecias de Schwarzenegger en Mentiras arriesgadas. Por no hablar de que el talento de los animadores que trabajan con captura de movimiento no hacen olvidar las emociones que puede transmitir un buen actor sin ayudas digitales (aunque no sea el caso aquí de Sam Worthington).

Y a pesar de ello y de estrenarse aquel mismo año películas de ciencia ficción más interesantes, como Moon, Distrito 9 o Más allá del tiempo, Avatar recaudó cifras record y cautivó al público de todo el mundo, lo que indica que para la mayor parte de los espectadores sus virtudes estéticas, su monumentalidad y su aliento épico superaron las carencias literarias. No hay marcha atrás para Cameron, que ha comprometido con Fox nada menos que cuatro secuelas más de Avatar a estrenar –según calendario provisional porque con él nunca hay que dar nada por sentado– hasta el año 2027. Lo que sí se puede asegurar es que el público lo va a seguir haga lo que haga.

Además, es de ley reconocer que Cameron consiguió la tarea no poco meritoria de superar a Titanic. Las razones del triunfo de este último título son fáciles de entender: se trataba de una variación de una trágica historia de amor de corte muy clásico narrada en un entorno espectacular. En cierto modo, Avatar es lo mismo pero el mundo que Cameron creó para esta película era mucho más extraño y menos accesible al público en general. Y aun así, lo consiguió.

Aunque no todos los films de Cameron han sido un éxito artístico, ninguno de ellos puede ser calificado de aburrido. Es un narrador impecable y si hubiera decidido ser tan prolífico como, digamos, Steven Spielberg, podría haber desarrollado una cinematografía mucho más variada. En cambio, su modelo profesional parece aproximarse más al de Stanley Kubrick, empleando años en la preparación y desarrollo de cada proyecto y siempre tratando de ir más allá de las fronteras tecnológicas establecidas. Cameron no es Kubrick –trabaja más con el corazón que con la cabeza– pero desde Terminator (1984) –y con la excepción de Mentiras arriesgadas– en cada una de sus películas ha tratado de asombrar al espectador con algo que no había visto antes en la pantalla. Y con Avatar, lo hizo otra vez.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".