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«Terminator» (1984), de James Cameron

No fue hasta la década de los noventa que Internet cobró “vida”. El 6 de agosto de 1991, el principal laboratorio de Física de Partículas del mundo, el CERN, en la frontera entre Francia y Suiza, publicó los resultados de un proyecto de dos años de duración liderado por Tim Berners-Lee y conocido como la World Wide Web. Su objetivo era la integración efectiva y accesibilidad de información por una pluralidad de usuarios. Fue una solución al problema del volumen y complejidad de datos que procesaba el CERN y su necesidad de compartirlos con científicos de todo el mundo en tiempo real. Berners-Lee unificó una serie de tecnologías ya existentes (el hipertexto, códigos de lenguaje, Internet) y lo convirtió en algo útil, de fácil manejo, global…y gratuito.

Desde entonces y muy rápidamente, la Web ha cobrado su propia vida. Como si fueran células muertas, links abandonados y páginas moribundas son retiradas por los proveedores al tiempo que nuevo contenido se añade para sustituir al fallecido. La Web evoluciona y se reinventa continuamente. ¿Es el todo mayor que la suma de sus partes? ¿Está la Web viva en cierto sentido? Quizá sea una nueva forma de organismo que se reproduce, que tiene defensas y un sistema inmunitario con el que combate las enfermedades que constituyen los virus y los hackers. También se perpetúa a sí misma codificando y compartiendo información. Bots y programas rastreadores emitidos por Google y sus cohortes mapean y almacenan incesantemente todo tipo de información tratando de obtener una autoimagen clara de la propia Web. ¿Es ésta una forma de vida artificial de un tipo jamás antes visto? Si es así, ¿cómo serán sus descendientes?

Por supuesto, la ciencia-ficción ha contemplado con atención este fenómeno y desde muy temprano, antes incluso de que existiera Internet, trató de encontrar sus propias respuestas y las posibilidades derivadas de las mismas. Ahí es donde debe encuadrarse la franquicia Terminator, en cuyo inicio se fusionaban las ansiedades apocalípticas expuestas en Juegos de guerra (1983) y sus sistemas de defensa controlados por un ordenador con ideas propias, con la idea de una inteligencia artificial emergiendo de una red global de comunicaciones, Skynet, dispuesta a erradicar a los humanos del planeta. El padre de esta inmensamente exitosa y ya muy longeva franquicia multimedia es James Cameron.

Hoy, Cameron es uno de los directores más importantes de la industria cinematográfica. A partir de la década de los noventa del pasado siglo, cada película suya ha roto un record histórico de presupuesto, superándose a sí mismo con su siguiente film. Simultáneamente, fue ganándose la reputación de ser uno de los realizadores más exigentes y difíciles del mundo. Y luego, claro, llegó la avalancha de Titanic (1997), que sacó a Cameron de los suburbios de la ciencia-ficción y la acción para encabezar un fenómeno que le hizo ganador del Oscar al Mejor Director y pronunciar aquella célebre frase: “¡Soy el Rey del Mundo!”. Pero la leyenda de Cameron empieza en Terminator.

La noche del 12 de mayo de 1984, un letal e invencible androide (Arnold Schwarzenegger) llega a Los Ángeles procedente del año 2029, cuando la especie humana, muy menguada, lucha desesperadamente por sobrevivir al incesante ataque de máquinas asesinas dirigidas por una inteligencia artificial, Skynet. El Terminator consigue un arsenal y a continuación empieza a eliminar metódicamente a todas las personas del listín telefónico con el nombre de Sarah Connor. Al mismo tiempo, Kyle Reese (Michael Biehn), un soldado de la resistencia humana de ese futuro, se transporta también al presente para detener al androide. Kyle consigue contactar con la Sarah Connor (Linda Hamilton) objetivo del Terminator, una camarera veinteañera e inofensiva. Los dos inician una desesperada huida de su perseguidor en el curso de la cual Kyle le explica que ella se convertirá en la madre del líder de la resistencia humana, John Connor, y que el Terminator ha viajado en el tiempo para matarla y que aquél no llegue a nacer nunca.

En una charla de la TED en febrero de 2010, James Cameron describió su infancia: “En el instituto, cogía el autobús, una hora de ida y otra de vuelta, y siempre iba absorto en algún libro de ciencia ficción, que transportaba mi mente a otros mundos y satisfacía narrativamente ese insaciable sentimiento de curiosidad que tenía… Y mi amor por la ciencia ficción parecía reflejarse en el mundo de a mi alrededor, porque era a finales de los sesenta y estábamos yendo a la Luna, explorando las profundidades oceánicas, Jacques Cousteau entraba en nuestros salones con sus asombrosos especiales… Los programas de Cousteau me maravillaban al mostrar que había un mundo alienígena justo aquí, en la Tierra. Puede que no viaje nunca a un mundo extraterrestre en una nave espacial, pero aquél era un mundo al que sí podría ir”.

La imagen de un Cameron como niño curioso que enterraba su cara y su cerebro en los libros de ciencia ficción o los documentales sobre vida submarina, puede no coincidir con la idea que de él se ha transmitido posteriormente como director obseso del detalle y egomaniaco visionario, pero está claro que las semillas de esto último se plantaron ya a temprana edad. Criado en Chippewa, Ontario (Canadá) por su madre Becky, enfermera y artista, y su padre Phillip, ingeniero eléctrico, Cameron no podía imaginar que un día canalizaría todos sus impulsos creativos a través de una carrera cinematográfica. Todo cambió cuando cumplió los diecisiete años y su padre fue trasladado a un nuevo empleo en el Condado de Orange, California.

En 1973, tras terminar el instituto, Cameron se matriculó en el Fullertone College, una institución pública de estudios superiores, para cursar Física, pero más que en clase se pasaba el tiempo en la biblioteca o en la cercana Universidad del Sur de California, ya entonces muy conocida por haber sido el semillero del que surgieron cineastas como John Carpenter, John Millius o George Lucas. Tras absorber de los libros todos los aspectos del proceso cinematográfico, Cameron estaba listo para adquirir la práctica necesaria. Nunca llegó a entrar en esa universidad, pero la “escuela” de cine de Roger Corman siempre estaba dispuesta a aceptar a quienes estuvieran dispuestos a trabajar muchas horas por poco o ningún dinero.

Siguiendo los pasos de Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Jonathan Demme y tantos otros, Cameron labró su propio camino en la industria del cine a partir de los trabajos más humildes en la factoría de películas de exploitation de Roger Corman. Como declararía más tarde en una entrevista: “Supuse que entraría allí y me extendería como un virus. Fue el mejor sitio posible para mí”. Su primera tarea fue fabricar maquetas para ese plagio de Los Siete Magníficos (o Los Siete Samuráis, véase como se quiera) pasado por el filtro de Star Wars que fue Los Siete Magníficos del Espacio (1980). Escrito por otro futuro nombre de importancia, John Sayles, y protagonizada por Richard Thomas, Robert Vaughn, George Peppard y John Saxon, esta película es mediocre en casi todos los aspectos, pero el trabajo de maquetas no es uno de ellos. Fiel a su palabra, Cameron no se detuvo allí.

En su libro Cómo hice cien películas en Hollywood y nunca perdí un centavo, Roger Corman recuerda: “Jim ejercía de modelista, cámara de efectos especiales y director artístico, y todo en la misma escena. En mitad de la noche, en nuestro estudio en Venice, creaba sus propias mezclas, hacía estallar las maquetas que él mismo había montado y diseñaba los efectos pirotécnicos para conseguir un clímax espectacular». De hecho, tiempo después, tras hacer Terminator, Cameron afirmó que se había limitado a “coger todo lo que hicimos en Los Siete Magníficos del Espacio y hacerlo más a lo grande”.

A continuación, Cameron participó en los efectos visuales y las pinturas mate de fondo en 1997: Rescate en Nueva York (1981), de John Carpenter. Aunque esta no fue una producción de la factoría Corman, Cameron fue capaz de superar en precio a todas las grandes compañías de efectos especiales de Hollywood y utilizar las instalaciones de Corman en New World para diseñar, fabricar y fotografiar varias de las escenas de la película. Sin duda, mucho de lo que aprendió construyendo este futuro postapocalíptico le fue de utilidad cuando llegó el momento de crear el de Terminator. Inmediatamente después se dedicó a otra serie Z de Corman, La Galaxia del Terror (1981), esta vez explotando el éxito de Alien, el octavo pasajero (1979) y anticipando su futura participación en la franquicia con Aliens: El regreso (1986). Cameron trabajó aquí como diseñador de producción y se las arregló para dirigir la segunda unidad.

Su oportunidad para ocupar la silla de director vino de la mano de dos productores italianos que habían adquirido los derechos para hacer una secuela de una película de Corman, Piraña (1978), una serie B que explotaba la moda de Tiburón dirigida con ingenio y pulso por Joe Dante. Después de ver cómo Cameron conseguía extraer unas interpretaciones convincentes de un puñado de gusanos con la ayuda de descargas eléctricas, decidieron que era su hombre para dirigir Piraña II: Los Vampiros del Mar (1981). En honor a la verdad hay que decir que los italianos estaban contractualmente obligados por Warner Bros a escoger a un director norteamericano. Con la producción en marcha, planeaban despedir a Cameron y terminar la película sin él.

Y eso es exactamente lo que sucedió tras doce días de rodaje en Jamaica, dejando a Cameron –que incluso se había molestado en aprender italiano para comunicarse con el equipo‒ hecho una furia. Más tarde, temiendo que esta película pudiera llegar a destruir su reputación antes incluso de tener una, el casi arruinado Cameron voló a Roma, donde estaba siendo montado el film, para colarse en la sala de edición por la noche y haciendo su propia versión. Al final fue descubierto y el montaje final lo realizaron personas con menor talento que él (aún así, consiguió convencer a Warner Bros de que le dejaran editar la copia que iba a exhibirse en Estados Unidos).

No fue aquel un debut muy auspicioso, la verdad; de hecho, es una película indiscutiblemente mala y Cameron tiende a suprimirla de su filmografía, insistiendo en que Terminator es en realidad su primer título “de verdad”. Al menos, aquella experiencia le aportó dos cosas positivas para su futuro. En primer lugar, le sirvió para conocer a Lance Henriksen, con quien colaboraría en Terminator y Aliens; y en segundo lugar, en Roma tuvo una pesadilla febril en la que se le aparecía un ciborg sin piernas arrastrándose por el suelo hacia su presa. Ese fue, a decir de él, el origen de la película.

A finales de los setenta y comienzos de los ochenta, George Lucas y Steven Spielberg eran los amos y señores de la ciencia ficción y la fantasía en la gran pantalla, asombrando y maravillando al público con una sucesión de películas optimistas, repletas de efectos especiales y acompañadas por las épicas bandas sonoras de John Williams. Decidido a flanquear esa reinvención “disneyana” de su género cinematográfico favorito, Cameron optó por una historia que integrara el terror, el romance adulto y conceptos de ciencia-ficción algo más elaborados de lo que era común en las producciones de la época. Quería no limitarse a imitar la llamativa estética de la ciencia ficción sino introducir ideas más complejas. Sabemos, gracias a las instrucciones que dio al reparto de Aliens para que leyeran como referencia Tropas del Espacio (1959), de Heinlein, que Cameron había leído bastante ciencia ficción. Y, habida cuenta del guión que escribió para Días extraños (1995), dirigida por su exmujer, Kathryn Bigelow, deducimos también que años después continuaba al tanto de lo que se cocía en el género por los puntos en común que tiene aquél con el trabajo de los autores ciberpunk en general y de Pat Cadigan en particular.

En los últimos tiempos, Terminator ha sido encumbrado como uno de los clásicos modernos de la ciencia-ficción. Ciertamente, es una película muy entretenida y ha sido influyente más allá de toda medida, generando cientos de títulos y docenas de sagas protagonizadas por androides asesinos. Sin embargo y al mismo tiempo, hay que reconocer que la historia no está a la altura de los grandes títulos –el giro final es obvio desde la mitad de la trama para cualquiera que haya leído un mínimo de relatos sobre viajes en el tiempo.

Tampoco es Terminator una historia original y, de hecho, es un ejemplo de cómo Cameron, más que un gran creador de ideas, ha sido un gran reciclador de otras ajenas, algo que aprendió bien en su paso por la factoría Corman. Por ejemplo, el androide asesino e implacable capaz de imitar voces ya había aparecido en Almas de metal (1973); el individuo que viaja al pasado para encontrar el amor y la muerte remite a la experimental La Jetée (1962). La ambientación nocturna y los toques de cine negro beben de Blade Runner (1982)…

Tras el estreno de la película, Harlan Ellison interpuso y ganó una demanda por plagio, argumentando que Cameron se había basado sin reconocerlo en dos guiones para la segunda temporada de Rumbo a lo desconocido (1965-1965): “Soldado” (a partir de un cuento suyo de 1957) y El demonio con la mano de cristal”; y que Skynet era un concepto que él ya había introducido en su famoso relato «No tengo boca y debo gritar” (1967). Cameron lo negó todo, pero el estudio no quería arriesgarse y llegó a un acuerdo económico con el escritor antes que ir a juicio. El director inicialmente se opuso, pero cuando Orion le comunicó que si hacía valer su veto él tendría que hacerse cargo de las indemnizaciones, gastos y perjuicios en caso de perder el litigio, agachó la cabeza y accedió a regañadientes. A raíz de este acuerdo, las copias posteriores de la película han tenido que incluir el crédito: “Reconocimiento al trabajo de Harlan Ellison”. Y si los responsables de la película “Medio hombre, medio máquina” (1966) hubieran presentado su correspondiente demanda, habrían tenido un caso todavía mejor.

Pero dejando aparte esas inspiraciones ‒o plagios, según se quiera ver‒, lo importante es que Cameron decidiera dar forma a su pesadilla utilizando conceptos de la ciencia ficción en lugar del terror, porque ello fue lo que le permitió plantear el drama de forma sólida. La fuerza del primer film –y también del segundo‒ es que la premisa se desarrolla de forma lógica.

La idea de guerreros del futuro combatiendo para asegurarse de que ocurra o no un cierto suceso parece trivial, pero en realidad tiene una larga tradición que se remonta por lo menos hasta La Legión del Tiempo (1938), de Jack Williamson. El guerrero humano, Reese, desconoce la contribución que en realidad va a hacer a la causa. Sabe que debe proteger a Sarah Connor para que un día dé a luz al líder del futuro, John, pero no que será el progenitor de éste y que su jefe siempre lo ha sabido. Esto no es algo directamente tomado de un trabajo específico de la ciencia-ficción clásica, pero sí recoge el tipo de tono paranoico que dominaba muchas historias de A.E.Van Vogt o relatos de paradojas temporales como Por sus propios medios (1941), de Robert A. Heinlein, sobre un hombre que resulta secuestrado al lejano futuro por un individuo que, según se descubre, es él mismo envejecido.

Las historias sobre viajes en el tiempo son auténticos campos de minas narrativos y lógicos y, de un modo u otro, autor y lector han de hacer una serie de asunciones y concesiones sobre la presunta continuidad –o no‒ de la corriente temporal para evitar caer en inconsistencias. Así, Cameron juega aquí con paradojas como la de la foto de Sarah que, tras su muerte, John entrega a Reese. Éste se enamora de la mujer que aparece en ella convirtiéndose en el candidato idóneo para viajar hacia atrás en el tiempo y protegerla. La foto resulta destruida durante una pelea con otro Terminator, por lo que para cuando Reese conoce a Sarah en el presente, lo único que conserva de ella es el recuerdo de esa foto. En la última escena de la película, después de la muerte de Reese, mientras Sarah viaja hacia México ya embarazada de John, un niño le toma una foto en una gasolinera y ella se la compra. Es, por supuesto, esa fotografía “del futuro” que ella nunca había visto. ¿La compra y conserva sabiendo que al hacerlo cierra ese bucle temporal? Cameron, acertadamente, no lo aclara.

Algo parecido encontramos en algunos borradores del guión de Cameron. En el que se llevó finalmente a la pantalla, Sarah y Reese libran su enfrentamiento final con el Terminator en una fábrica llena de robots industriales. Pero en las versiones anteriores, ambos habían acudido específicamente allí para destruir Cyberdine antes de que pudiera fabricar a Skynet. Irónicamente, al vencer al Terminator dejan dispersos fragmentos del mismo que serán hallados, analizados y desarrollados por científicos de Cyberdine, sentando así las bases tecnológicas para el futuro que querían evitar. Era imposible que Cameron pudiera imaginarse en aquel momento que años más tarde estaría en condiciones de hacer una secuela, aunque sí se diera cuenta de que ese final supondría una premisa ideal para la misma. Probablemente, pensara que dos paradojas temporales complejas eran demasiado para un público generalista no habituado a este tipo de narraciones.

Por supuesto, el otro elemento importante presente en Terminator es la figura del androide asesino prácticamente invencible. No tardaría en convertirse en un cliché tedioso de muchísimos híbridos de ciencia-ficción/acción encuadrados en la serie B, a menudo manejando el concepto con más torpeza y menos efecto terrorífico que en la película de Cameron. Aunque es necesario matizar que, técnicamente, el Terminator no puede calificarse ni de robot ni de androide sino de ciborg por cuanto la piel que recubre su exoesqueleto metálico es tejido humano vivo. En este punto de la ciencia ficción cinematográfica, ya no era suficiente poner en pantalla una máquina asesina para inquietar al espectador. El mezclar lo artificial con lo orgánico añadió una capa extra de repulsión y terror.

Como un ángel de la muerte, el Terminator asesina a todo el que se interpone en su camino y la incansable y desapasionada devoción a su misión lo convierte en una figura inhumanamente espeluznante, acercando la película al género del terror, especialmente en su largo clímax cuando, incluso reducido a un desnudo exoesqueleto metálico, la máquina se levanta una y otra vez con esa indeleble sonrisa cadavérica, para seguir persiguiendo a Sarah Connor aunque sea arrastrándose.

Terminator fue quizá la mejor película mezcla de acción, suspense y aventura desde Mad Max 2 (1981) y hasta el estreno de La jungla de cristal (1988). Hay pocos films que ofrezcan una historia tan potente y bien llevada como esta, especialmente su segunda parte, que transcurre con la desesperación de una horrible pesadilla. Y ello teniendo en cuenta que la producción costó 7 millones de dólares, un presupuesto de serie B del que Cameron supo exprimir hasta el último centavo, consiguiendo una película mucho mejor que otras de su género realizadas con diez veces más dinero. Ello no quita para que de vez en cuando esa justeza presupuestaria se ponga de manifiesto: algunos efectos especiales dejan que desear incluso para los parámetros de la época, como cuando el androide pierde la piel tras el incendio y el actor claramente deja paso a una animación stop-motion demasiado evidente; tampoco las maquetas utilizadas para las secuencias del futuro postapocalíptico tienen buena factura. Pero en el momento de su estreno esas deficiencias no importaron a nadie. Aun cuando los efectos visuales estuvieran a mucha distancia de los utilizados, por ejemplo, por George Lucas en la saga de Star Wars, el talento de Stan Winston fue más que suficiente para dejar al público de la época pegado a la butaca en escenas como aquella en la que el Terminator pierde parte de su recubrimiento orgánico facial tras una explosión y empieza a auto-repararse en la siniestra habitación de un hotel.

Aunque a Cameron se le acredita haber aportado una pátina de sucia realidad a las secuencias de acción, también demuestra aquí ser igual de eficaz cuando se trata de evocar melancolía y sentimiento de pérdida. Los androides asesinos disparando ametralladoras son emocionantes, pero el espectador adulto encontrará una imagen igual de perdurable en esa escena en la que un puñado de supervivientes del futuro se agrupan alrededor de una televisión hueca con una vela en su interior. Hay una cierta poesía siniestra en ese fin del mundo que propone Cameron. De hecho, y a pesar de la pobreza de los efectos visuales, esos flashforwards del campo de batalla del mañana son desasosegantes y ricos en imaginería tecnológica.

Las películas de James Cameron son con frecuencia historias brutales de supervivencia en las que gente ordinaria se enfrenta a fuerzas implacables y casi invencibles con las manos prácticamente desnudas, ya sean androides asesinos, alienígenas letales, el hostil entorno abisal o el hundimiento del Titanic. En esta línea, Terminator tiene un sesgo varonil que hace de ella la película definitiva «para machotes” (aun cuando, irónicamente la heroína nominal sea una mujer, algo que ha merecido el aprecio de las feministas. Recordemos que las películas de Cameron siempre han contado con mujeres fuertes en papeles protagonistas).

Lo que hace destacar las películas de James Cameron sobre el resto de sus muchas copias e imitaciones y sobre otros films de acción es que aunque lanza contra sus protagonistas y en nombre del espectáculo visual enormes artefactos tecnológicos, nunca pierde de vista que lo que importa, lo que debe estar siempre en el centro, es el ser humano. Con la excepción de Mentiras arriesgadas (1994) –que hay que entender como parodia‒, en sus historias no suele haber protagonistas casi sobrehumanos como los que solían encarnar en aquella época Arnold Schwarzenegger o Sylvester Stallone, sino gente normal y corriente. Sus películas son tan estimulantes porque el espectador puede entender y simpatizar con esos individuos ordinarios en su lucha contra las titánicas (perdón por el juego de palabras) dificultades que el director prepara para ellos. El foco no se pone en el puro espectáculo y el despliegue de potencia de fuego y músculos sudorosos, sino en las ordalías físicas y emocionales que los personajes deben atravesar para sobrevivir. Y, aunque es una película esencialmente humanista, también lo es pesimista. Ahí están sus ominosas palabras finales: “Se aproxima una tormenta”, refiriéndose al inminente apocalipsis.

La dirección de Cameron, superando las limitaciones presupuestarias, es vibrante y enérgica. El realizador volcó en la película todo su entusiasmo y una dedicación que sería a partir de entonces marca de su casa y que haría de él en todos sus sets de rodaje una especie de imparable Terminator. La mayor parte se rodó en localizaciones de Los Ángeles. El director de fotografía, Adam Greenberg, usó un truco de iluminación que hacía que las persecuciones automovilísticas nocturnas parecieran más frenéticas y peligrosas de lo que lo eran en realidad: los focos con atenuadores de intensidad se montaron en vehículos que circulaban junto a los que protagonizaban la acción, y la rápida variación de brillo y el movimiento giratorio de esos focos creaban la ilusión de que los coches pasaban bajo las farolas mucho más rápido de lo que lo hacían. Ninguna de esas persecuciones se rodó a más de 65 km/h.

En Terminator James Cameron no creó para la pantalla una visión específica de Los Ángeles pero sí supo fotografiar sus calles y callejones en la mejor tradición del cine negro. Por ejemplo y aunque casi nunca llueve en el sur de California, en la película las calles siempre están mojadas. El director nunca negó la influencia de Blade Runner (1982) en Terminator y ambas películas sentaron las bases para una nueva ola de ciencia ficción cinematográfica menos preocupada por las batallas espaciales y los alienígenas que por las exploraciones de nuestra identidad y la naturaleza de la realidad y rodadas con un enfoque paranoico y tecnofóbico.

El éxito de la película cogió a todo el mundo por sorpresa, incluyendo al propio James Cameron, que comentó: “sabíamos que íbamos a ser pisoteados por las películas navideñas: Dune, 2010… Yo mismo haría cola para verlas. ¿Por qué no iba a hacer lo mismo todo el mundo?” . Alabada no sólo por el público sino por críticos y académicos, Terminator fue interpretada como una alegoría anticapitalista y anti-establishment. A decir de los defensores de esta lectura (en la que probablemente no pensara Cameron cuando la escribió y dirigió) su provocador mensaje era que aquellos en puestos de autoridad habían fracasado a la hora de detectar los avisos de una catástrofe inminente y que el desarrollo de Skynet por Cyberdyne Systems era un triunfo de la codicia corporativa del capitalismo. A ello se añadía un comentario punzante sobre la venta de armas en Estados Unidos en el momento en que el Terminator entraba en una tienda abierta al público y salía de ella convertido en un arsenal móvil. Tanto Connor como Reese tienen pocas razones para confiar en la policía, prefiriendo ponerse al margen de la ley para hacer lo que ésta no puede.

Como sucedió también en la cercana en el tiempo E.T.: El extraterrestre (1982), hubo quien quiso ver en Terminator un subtexto religioso: John Connor, futuro salvador de la Humanidad, comparte sus iniciales con JesuCristo; y Sarah Connor vendría a ser una suerte de Virgen María, madre del salvador del Hombre. A Kyle Reese le correspondería el papel de Profeta del Apocalipsis al que nadie cree, y el Terminator sería una suerte de demonio. Pero lo cierto es que aunque pueda haber algún discurso metafísico –como que sólo el tejido vivo pueda viajar a través del tiempo a cuenta de un vago “campo” que genera (de ahí la necesidad de Skynet de enviar sus Terminators recubiertos de carne humana clonada)‒, éste es marginal, porque se trata de una película donde la tecnología lo domina todo, una tecnología que tanto en el caso del androide como en el de las armas que utiliza es eficiente, incansable, precisa y de aspecto impresionante.

Para Terminator, Cameron rescató al antiguo culturista y futuro gobernador de California Arnold Schwarzenegger de una más que probable vida profesional de secuelas de Conan el Bárbaro y lo convirtió en un icono de la ciencia-ficción.

Nacido en Thal, Austria, en 1947, hijo de un policía y antiguo nazi, Arnold creció en un entorno pastoral sin comodidades modernas. El cine de la cercana ciudad de Graz le abrió los ojos al mundo. Y de forma particular le impresionaron los actores culturistas Steve Reeves y Reg Park, que habían dado vida en la pantalla a Hércules. Así, durante su adolescencia, Schwarzenegger cultivó su cuerpo y compitió en certámenes desde los diecisiete años. Mientras cumplía su año de servicio militar obligatorio, llegó a desertar –y cumplir una breve pena de cárcel por ello‒ para participar en su primera competición culturista internacional, ganando el título de Mr. Europa Junior. A la edad de veinte años, ya había sido coronado Mr.Universo, un logro con el que saciar el ego de casi cualquier culturista. Pero no el suyo. No sólo su pequeña ciudad austriaca se le había quedado pequeña sino que sus sueños ya no cabían en los límites del continente europeo: “De joven, todo lo que quería era americano”, dijo. “Odiaba todo lo austriaco, la música clásica y los museos. Detestaba esa mierda de siempre”.

El Sueño Americano le estaba llamando y Schwarzenegger lo persiguió con la misma intensidad con la que había esculpido su cuerpo. Debió parecerle que se le abrían las puertas del cielo cuando se le ofreció su primer papel en el cine, haciendo nada menos que de Hércules. Como sus ídolos Reeves y Park antes que él, dio el salto a la pantalla gracias al apadrinamiento y supervisión del magnate de culturistas Joe Weider. Éste tuvo la caradura suficiente como para asegurarles a los productores de Hércules en Nueva York (1969), que Schwarzenegger era un actor europeo de formación shakesperiana. La verdad se hizo dolorosamente evidente y la película se hundió miserablemente sin dejar rastro, retrasando el estrellato del joven Arnold más de una década.

Al mismo tiempo que aparecía en papeles menores de tipo musculoso en diversas producciones de los setenta, continuó con su carrera deportiva en el culturismo, renovando su título de Mr. Universo y ganando otros. Su mayor apuesta llegó en 1975, cuando el equipo de un documental llegó al gimnasio Gold Gym, en Venice Beach, donde él entrenaba. No perdió la oportunidad y consiguió llamar la atención lo suficiente como para que le contrataran en un lugar prominente en ese rodaje. Pumping Iron (1977) era un docudrama sobre las competiciones de culturismo previas a la elección de Mr. Olympia. Allí, Arnold desplegó un carisma que sus musculosos colegas no podían igualar.

Por fin, Hollywood le dejó entrar, aunque sólo parecía haber dos perfiles disponibles para él: culturista o bárbaro con espada. Al menos, con este último obtuvo un gran éxito en 1982 en Conan el Bárbaro. Su siguiente escalón para alcanzar el estatus de superestrella fue Terminator.

Inicialmente, tras los rechazos de Mel Gibson o Sylvester Stallone, se consideró a O.J.Simpson para encarnar al androide asesino, pero se le desestimó por considerar que su imagen era demasiado amable. Se pensó entonces que el androide tuviera el aspecto de alguien ordinario, que pudiera mezclarse fácilmente entre la gente y pasar desapercibido para realizar su misión asesina. Lance Henriksen, un actor de facciones y físico corrientes, fue escogido para el papel pero Orion, la productora de la película, le pidió a James Cameron que se entrevistara con Arnold Schwarzenegger y lo considerara para el papel protagonista. A pesar de que se consideraba al culturista austriaco como un actor en ascenso gracias a la buena acogida de Conan el Bárbaro, Cameron se mostró escéptico ante la propuesta. Sin embargo, el carisma y entusiasmo de Schwarzenegger le conquistaron, aunque no para el personaje de Kyle Reese, sino para el de Terminator, cambiando así radicalmente el concepto del mismo. Éste pasó a ser un sujeto grande, musculoso y de aspecto imponente y terrorífico.

El de Terminator fue el papel más adecuado a sus limitadas dotes interpretativas que Schwarzenegger había tenido hasta ese momento en su carrera. Aunque podría habría alguien que objetara a la existencia de un androide con acento austriaco, su monótona articulación de las escasas líneas que pronuncia y sus contundentes y recordadas frases como “Volveré”, gustaron a todo el mundo.

La decisión de Cameron de darle el papel de Terminator en lugar del de Reese demostró el buen ojo de ambos porque desde entonces, el actor ha estado indisolublemente unido a ese personaje (hasta tal punto que cuando Schwarzenegger entró en política en California, se le apodó el “Governator”) y gracias a él se convirtió en la principal estrella del cine de acción de la década. Director y actor juegan abundantemente con la imagen y poses de macho (Cameron filma a Schwarzenegger desde ángulos bajos caminando entre las llamas vestido con cuero negro, gafas oscuras y una recortada en cada mano) hasta rozar la parodia. Por su parte, Schwarzenegger convierte sus acartonados movimientos en su mejor baza para dar vida a un ser artificial, carente de emociones, un asesino imparable y letal. A partir de aquí, Schwarzenegger se convertiría en un subgnénero de la ciencia-ficción en sí mismo, algo así como CF-acción, con films como Depredador (1986) o Perseguido (1987).

Junto a él, Linda Hamilton, en un papel e interpretación bastante más blandos. Sarah es una mujer que responde a muchos de los estereotipos de las damiselas en peligro cinematográficas: es frágil, sensible y hace cosas estúpidas que ayudan al Terminator a dar con ella. Nada que ver con la versión musculosa y endurecida en que se transformaría en la segunda parte de la saga, en 1991. Sin duda, la película ayudó a Hamilton en su carrera de actriz, aunque ésta jamás llegó muy lejos y sólo se la recuerda de verdad por su participación en las dos primeras películas de la franquicia. Una década después casi había desaparecido de las pantallas de cine (ella y Cameron se casarían en 1997, un matrimonio que sólo duró dos años). Por su parte, Michael Biehn hace un papel eficaz aunque no sobresaliente como devoto guardaespaldas y protector de la única esperanza que en el futuro tendrá la Humanidad.

Por supuesto, hay que dedicar un espacio a la música. Brad Fiedel, antiguo teclista de Hall & Oates, se había bregado, como Cameron, en el mundo de las producciones marginales, como la parodia pornográfica Gums (1976), con personajes como el Capitán Carl Clitoris. Desde finales de los setenta se dedicaba sobre todo a componer bandas sonoras para telefilms cuando Cameron se puso en contacto con él para crear la música de Terminator. Su score ofrece variados sonidos electrónicos, desde el palpitante sintetizador de “Tunnel Chase” al obvio “Love Scene”, pero sin duda lo más memorable de la misma es su tema principal, con sus insistentes y potentes golpes metálicos, “un hombre mecánico y el palpitar de su corazón”, como lo describió el músico. Ese palpitar se convirtió en la seña de identidad de toda la franquicia, evocando instantáneamente la imagen del cráneo metálico del Terminator. El resto de la banda sonora no es tan destacable: tres temas pop-rock acreditados al efímero grupo Tahnee Cain and Tryanglz (con sólo un LP en su haber) suenan como descartes de un disco de Pat Benatar; y el cursi tema con sintetizadores “Intimacy” es lo que peor ha envejecido de toda la película.

Pocos podrán discutir que Terminator sea una de las películas de ciencia-ficción y acción más influyentes de la historia del cine. Junto a Regreso al futuro (1985), que apareció por la misma época, aportó una nueva madurez y sofisticación a los films de viajes en el tiempo. Éstos se habían utilizado en el pasado como poco más que un recurso narrativo para llevar a los protagonistas a correr una aventura más o menos exótica. En cambio, Terminator y Regreso al futuro supieron explotar plenamente el potencial del concepto en lo que se refiere a sus causas, consecuencias y paradojas. Con esa base y en los años y décadas siguientes, otros guionistas y directores irían refinando y exprimiendo todavía más la idea.

Aunque desde el punto de vista de la ciencia ficción sea mejorable, Terminator es una película resuelta con inteligencia y talento, un triunfo del entusiasmo y la ingenuidad sobre el presupuesto, que se cuenta sin duda entre los mejores films de acción de la década, una obra que ha sabido envejecer muchísimo mejor que películas de entonces con mayor presupuesto, actores más famosos y un tono más festivo.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus entradas aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".