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«La isla del Dr. Moreau» (1996), de John Frankenheimer

El éxito financiero que en la primera mitad de la década de los noventa del pasado siglo tuvieron thrillers «genéticos» como Parque Jurásico (1993) o Species (1995) fue, posiblemente, lo que llevó al productor Edward R. Pressman (Conan, Wall Street, El Cuervo, Juez Dredd) a recuperar el clásico de Wells, La isla del Doctor Moreau (1896) como su siguiente proyecto. El resultado fue una película imaginativa pero fallida y plagada de problemas en su producción.

El negociador de paz de la ONU Edward Douglas (David Thewlis) junto a otros dos compañeros queda a la deriva en el océano a bordo de una balsa tras estrellarse el avión en el que viajaban. Uno de los náufragos asesina al otro y el propio Douglas se ve obligado a recurrir a la violencia para salvar su vida, quedando él como único superviviente. Debilitado e inconsciente, es rescatado por un barco que, según le dice un tipo que dice llamarse Montgomery (Val Kilmer), se dirige rumbo a una isla alejada de las rutas comerciales y donde reside y trabaja el brillante genetista Moreau (Marlon Brando). Éste se ha refugiado en ese lugar para continuar sus investigaciones sin interferencias de las organizaciones de defensa de los animales.

Montgomery convence a Douglas para que se quede en la isla en lugar de continuar ruta con el barco de aprovisionamiento, diciéndole que en el complejo de investigación cuentan con un equipo de comunicaciones, algo que resulta ser sólo medio verdad puesto que se halla estropeado. Así, Douglas se queda atrapado en la isla y conoce a Moreau, quien en su búsqueda de la forma humana perfecta ha alterado genéticamente a animales traídos de fuera de la isla, no sólo convirtiéndolos en híbridos que se asemejan a hombres y caminan erguidos, sino dotándolos de inteligencia. Moreau actúa como si fuera una deidad para estos hombres–bestia, controlándolos con un artilugio electrónico que transmite una señal a un chip que todos llevan implantado bajo la piel y que produce un intenso dolor. Sin embargo, cuando una de estas criaturas descubre que los implantes pueden extirparse, comienza a gestarse la rebelión.

Los críticos de cine son como los periodistas políticos: les encanta el olor a fracaso o cualquier señal que apunte a problemas en la producción de una película. Este remake de La isla del Dr. Moreau estuvo desde el principio acompañado de un aroma a desastre de proporciones inusuales. La productora New Line retiró al director Richard Stanley (que había preparado la película durante cuatro años) cuatro días después de empezar a rodar para sustituirlo por John Frankenheimer, quien llevaba desde los años setenta sin hacer una película decente. Se contrató a Val Kilmer, un actor famoso por su enorme ego y los problemas que causaba en el set. Algo parecido podía decirse de un Marlon Brando totalmente sobrepasado de peso, aún afectado por el suicidio de su hija e incapaz, como de costumbre, de recordar sus líneas de diálogo. Incluso se llegó a informar de que un resentido Richard Stanley se había unido a unos activistas nativos. También supimos que Stanley convenció al departamento de maquillaje para que lo caracterizara como uno de los extras que encarnaban a los Hombres Bestia, para colarse así en el rodaje (El propio Stanley defendió convincentemente su postura en una entrevista en dos partes en la revista Fangoria).

Era difícil no leer todas estas historias, considerar las evidencias y no pensar que La isla del Dr. Moreau marchaba directa al precipicio. Luego se sabrían otros pormenores de la producción, como que el día que ésta comenzó, el gobierno francés detonó una bomba atómica subacuática cerca de Tahití, donde Brando poseía una isla. Val Kilmer se enteró por la televisión de que su esposa se divorciaba de él. Ambos actores no se soportaban entre sí, ni soportaban al director, que a su vez tenía continuos roces con los ejecutivos del estudio acerca de la dirección que debía tomar el film. Fairuza Balk se indignó tanto por el despido de Stanley que abandonó el rodaje tras una acalorada discusión con los ejecutivos de la productora y sólo volvió ante la perspectiva de que el estudio arruinara su carrera.

Todos estos problemas y fricciones alargaron el calendario de rodaje de seis semanas a más de cinco meses, lo que sólo contribuyó a empeorar el ambiente y atizar la animadversión de todo el equipo hacia Kilmer, Brando y Frankenheimer. Por poner un ejemplo, después de preparar todo el equipo para un día de rodaje y maquillar durante horas a los extras, no se pudo hacer nada porque Kilmer y Brando se negaron a salir de sus roulottes si el otro no lo hacía primero.

La lista conocida de agravios, desplantes y broncas que tuvieron lugar durante el rodaje es de por sí extensa, Y, aun así, David Thewlis declaró que le gustaría dar testimonio de todo lo que allí aconteció, pero que si lo hacía, probablemente no volvería a trabajar otra vez. Brando describió la producción como tratar de completar un crucigrama mientras se cae por el hueco de un ascensor. Tan accidentada fue toda aquella desventura que dieciocho años más tarde, se hizo incluso un documental: Lost Soul: El viaje maldito de Richard Stanley a la isla del Dr. Moreau (2014).

La sorpresa es que, con todo ello, La isla del Dr. Moreau, sin ser una buena película, tampoco es el absoluto desastre que todo el mundo vio en ella. De hecho, hay momentos que se alzan por encima de la media. No hay duda de que la visión que originalmente propuso Richard Stanley para la historia era más valiente, pero también lo es que la que acabó en pantalla no es rematadamente mala. Algunos críticos atacaron al film por vulgarizar la novela original de Wells, como eliminar la Casa del Dolor (sin concederle a cambio que ese lugar físico se hubiera sustituido por un más moderno y coherente sistema de control electrónico). En el fondo, la película no se aleja tanto de la historia del escritor británico aun cuando se apoye más en las anteriores adaptaciones cinematográficas. Uno casi podría calificarlo de remake de la versión anterior de 1977, si bien realizada a mayor escala, con más suspense y mejores efectos especiales.

Uno de los principales problemas del guión (acreditado a Richard Stanley y Ron Hutchinson) es su predictibilidad incluso para quien no conozca ya la historia clásica. Acierta, eso sí, al actualizar la novela al mundo tecnológico de los ochenta. Los primeros cuarenta minutos son ejemplares en tanto en cuanto presentan de forma eficaz todo lo que el espectador necesita saber para comprender lo que está ocurriendo en la isla, por qué y por quién. Por desgracia, como ya he dicho, no hay aquí sorpresas y sólo el espectador torpe o muy novato no será capaz de adivinar lo que va a suceder tras cada una de las escenas.

John Frankenheimer tenía 66 años cuando dirigió esta película. Era un profesional que se había ganado su reputación en los sesenta con títulos como El mensajero del miedo (1962), El hombre de Alcatraz (1962), Siete días de mayo (1964), Grand Prix (1966) o Plan diabólico (1966). En su thriller (bastante mediocre, por otra parte) Profecía maldita (1979), Frankenheimer exploró por primera vez el tema de la manipulación de la naturaleza por el hombre, por lo que su elección para dirigir La isla del Dr. Moreau no fue algo totalmente gratuito.

Y hay que decir que, a pesar de todos los inconvenientes que lastraron el rodaje, Frankenheimer hace un trabajo decente en la realización. La película discurre a buen ritmo y cuenta con una excelente fotografía de William Fraker, respaldada por los soleados paisajes de Australia. Ciertas escenas están bien dirigidas, como cuando los Hombres Bestia invaden el hogar de Moreau y éste los trata como niños, terminando con el Hombre Hiena saltando sobre el piano para proclamar que las leyes animales son igual de buenas que las de Moreau. A diferencia de la versión de 1977, Frankenheimer saca buen provecho de los maquillajes de los Hombres Bestia, excelentemente realizados por el gran Stan Winston: bajo las prótesis de látex, pueden identificarse personajes de verdad.

A diferencia de las versiones anteriores, Frankenheimer alarga el clímax y acentúa su dramatismo sirviéndose de los Hombres Bestia para conseguir algo muy parecido a una película de acción convencional que, personalmente, no me convence. Ver a esas criaturas conduciendo alocadamente los jeeps mientras empuñan armas semiautomáticas es llevar las cosas demasiado lejos. El cierre, no obstante, con el Predicador de la Ley decidiendo regresar a la selva, le da a la película un epílogo melancólico del que sus precedentes carecían.

En cuanto a las interpretaciones, hay un poco de todo. David Thewlis está bien en su papel de hombre corriente y su personaje es con el que supuestamente debían identificarse los espectadores. El actor fue un reemplazo de la elección inicial, Rob Morrow (famoso entonces por Doctor en Alaska). Éste, a su vez, era el sustituto de Val Kilmer, que inicialmente iba a interpretar a Douglas. Pero cuando le llegaron los papeles de la demanda de divorcio de su esposa, Joanne Whalley, prefirió reducir su compromiso con la película. Morrow, por su parte, dejó el proyecto tras un par de días descontento con el rumbo que llevaba la producción y el despido de Stanley como director.

Aparte de su extraña y molesta tendencia a enunciar sus frases como si tuviera la boca llena de canicas, Thewlis se ve obligado por exigencias del guión a abrir los ojos desmesuradamente y aparentar ser un pusilánime. Desde luego y a diferencia de la versión de 1977, aquí su personaje no tiene recorrido heroico alguno y lo mejor que puede hacer Thewlis es disparar a lo loco contra los humanimales asilvestrados. Precisamente, este es uno de los problemas de la película: el único personaje con el que el espectador puede identificarse es básicamente un inútil.

Fairuza Balk, que interpreta a Aissa, la Mujer Pantera, consigue transmitir con su intensa mirada y movimientos corporales la mezcla ideal de criatura frágil, sensual y misteriosa. Destaca especialmente Daniel Rigney como Hombre Hiena por el mérito que tiene insuflar fiereza, odio y poder a su criatura bajo el espeso maquillaje.

El personaje de Montgomery, interpretado por un Val Kilmer menos acartonado de lo habitual, oscila entre momentos de gran claridad y otros de apatía zombificada provocada por las drogas. O bien el guión era en exceso vago al respecto del personaje o –más probablemente–, el editor mutiló el metraje de Kilmer para reducir la duración a noventa minutos y permitir así a las salas de cine encajar más pases por día, aumentando de este modo rápidamente la recaudación antes de que se corriera la voz de que la película no era muy buena. Al final, Montgomery asume el papel de Lucifer en este paraíso, pero nunca se llega a aclarar verdaderamente qué le ocurre al personaje. ¿Rivaliza con Moreau? ¿Está amargado porque considera que ha desperdiciado su carrera al lado de un lunático?

El único actor que lo hace verdaderamente mal es el legendario Marlon Brando, que en esta película convierte al Doctor Moreau en un receptáculo para sus conocidas excentricidades. Exhibiendo un tamaño y obesidad equivalentes a las de un tonel, con un maquillaje blanco propio del teatro Kabuki, vestido con unas irrisorias túnicas blancas (que, según Val Kilmer, se fabricó el propio Brando con mosquiteras) y acompañado del diminuto Maiai (Nelson de la Rosa, que con sus 60 cm era el hombre más pequeño del mundo), al que trata con la condescendencia de una mascota, Brando desentona completamente del resto y en absoluto parece un científico mínimamente serio y centrado, capaz de los logros genéticos de los que presume.

Por poner sólo un ejemplo de los extremos a los que llegaba Brando: en una de las escenas más grotescas y que sólo obedece a su exhibicionismo narcisista, Aissa vierte un cubo de hielo sobre un recipiente que el actor lleva en su cabeza. Esta ocurrencia de Brando, producto del calor y el aburrimiento, se la justificó a Frankenheimer diciéndole que Moreau se había mutado en secreto a Hombre Delfín y que el recipiente cubría el respiradero que había desarrollado en la cabeza; el hielo serviría para mantenerlo hidratado. A todo el mundo le pareció atroz la idea, pero nadie se atrevió a decírselo.

Y al fin y a la postre, todos esos detalles chirriantes no sirven para conseguir que Moreau brille de verdad como personaje. Hay una escena que trata de explicar la motivación de Moreau para realizar sus polémicos experimentos, pero Brando en lugar de resultar convincente da la impresión de estar divagando mientras rebusca por su mente confusa (aunque podría igualmente deberse a las dificultades del actor para recordar sus líneas. Tenía que llevar un pequeño receptor de radio por el cual le iban recitando sus palabras). Es, en definitiva, un Moreau mucho más débil como personaje que sus versiones anteriores y, de hecho, tiene menos tiempo en pantalla que Montgomery o Edward.

La isla del Dr. Moreau fue una película ambiciosa, pero como dije al principio, fallida. No obstante, tiene momentos e ideas salvables, y es posible que la consideración que generalmente tiene entre críticos y aficionados mejorase sustancialmente si alguna vez saliera a la luz un montaje del director que rescatara las partes perdidas del film (New Line sacó uno, pero sólo incluía cuatro minutos adicionales).

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".