Entre mediados de los ochenta y comienzos de los 90, los cómics norteamericanos mainstream experimentaron una evolución extraordinaria. Frank Miller y Alan Moore fueron los nombres más citados e influyentes de la época gracias a sus obras poco heterodoxas, más sofisticadas, inteligentes y adultas de lo que solía ser norma en esa industria. El regreso del Caballero Oscuro, Ronin, Daredevil: Born Again, La Cosa del Pantano o Watchmen marcaron un antes y un después en el género de los superhéroes o la fantaficción y abrieron la puerta no sólo a nuevos autores, sino también a muchos lectores que encontraron una mayor diversidad temática y riqueza conceptual.
DC Comics experimentó una nueva edad dorada en esos años, convirtiéndose en motor de innovación editorial. Contrató a muchos autores británicos que insuflaron sangre nueva a la industria, apoyó de forma decidida los formatos Prestige y Novela Gráfica, la distribución en librerías especializadas y generalistas y los contenidos adultos.
Esto último se hizo proponiendo un sistema de clasificación por edades que imponía la leyenda “Sugerido para lectores adultos” en las portadas de los cómics y que Alan Moore y Frank Miller (junto a Marv Wolfman y Howard Chaykin) interpretaron como una inadmisible censura previa. Ambos autores, cada uno con su estilo personal y muy diferenciado del otro, deciden a finales de la década abandonar DC y buscar otros editores con los que publicar sus trabajos. En el caso de Miller fue Dark Horse.
En los 90, Miller podía permitirse ser más selectivo con sus proyectos y produjo una sucesión de miniseries con personajes de su propia creación y temas y enfoques por los que sentía una especial predilección, como el género negro o la ciencia ficción. Aunque tenía tendencia a repetirse al alargar las series (Give Me Liberty, Sin City), cuando innovaba, lo hacía drásticamente y sorprendiendo a todos. Lo hizo con el universo de Daredevil (la serie regular, Born Again, Elektra Asesina), luego con Ronin, con Batman (El regreso del Caballero Oscuro, Batman: Año Uno) o Sin City. Por otra parte, ya en esa década, Miller había perdido la cualidad atlética de sus figuras y la limpieza de su línea, optando por experimentos bastante radicales para el cómic mainstream americano. En este sentido, la más novedosa de sus creaciones fue Sin City, con sus formas básicas en blancos y negros sin matices y una iluminación extraordinariamente expresionista. Más allá del dinamismo de su primera etapa, entintada a menudo por Klaus Janson, este nuevo estilo de los 90 será ya indisociable de sus cómics hasta la actualidad.
En 1994, en la tercera miniserie de Sin City, titulada La gran masacre (The Big Fat Kill, noviembre de 1994-marzo de 1995), Miller encuentra la ocasión de insertar una referencia al episodio histórico por el que, según ha declarado, siente mayor afinidad: la Batalla de las Termópilas, cuando el personaje de Dwight recuerda la estrategia del rey Leónidas. Tres años más tarde, Miller se vuelca completamente en esa gesta bélica para dar su propia versión de la misma con la colaboración de su entonces mujer, la colorista Lynn Varley.
Lo cierto es que 300 está lejos de ser la obra de referencia para muchos seguidores del autor. Mucho mejor valoradas están, por ejemplo, Batman: Año Uno, El regreso del Caballero Oscuro, Sin City o El hombre sin miedo. Con todo, cuando se publicó en forma de miniserie de cinco números, no sólo cosechó unas excelentes ventas sino que ganó tres Premios Eisner: Mejor serie limitada, Mejor autor y Mejor colorista. 300 fue quizá la última gran obra de Miller antes de que él mismo minara su propia leyenda con obras cada vez peores.
Fue esta quizá la última obra en la que Miller verdaderamente innovó, al menos temáticamente, dando un giro radical respecto de la ciencia ficción distópica de la serie de Martha Washington o los callejones oscuros de Sin City. Porque en esta ocasión el núcleo de la historia es un suceso histórico de la antigüedad: la Batalla de las Termópilas, en la que los espartanos de Leónidas se enfrentaron al ejército persa de Jerjes en el 480 a.C.
Leónidas, rey de Esparta, no sólo rechaza la oferta del emperador persa Jerjes para que no se oponga a él en la inminente invasión de la península griega sino que asesina a sus embajadores, un acto inaudito en la época. Tras averiguar que los sacerdotes y magistrados espartanos han sido sobornados por el oro persa, el rey decide zafarse de las órdenes de no intervenir en la guerra reuniendo a su guardia personal de hoplitas, los trescientos mejores guerreros de Esparta, y marchar al norte para tratar de bloquear el avance persa en el estrecho paso de las Termópilas, donde su escaso número no constituirá una desventaja.
Si los dioses parecen al principio favorables a los griegos, desatando una terrible tormenta que hunde algunos navíos persas, lo que verdaderamente marca la diferencia es el increíble valor y eficacia guerrera de los infantes espartanos. Durante tres días, los trescientos guerreros griegos resistieron en las Termópilas los embates enemigos y las lluvias de flechas, matando por su parte tantos persas que con sus cadáveres pudieron levantan un muro. Pensando que se trata de un gran contingente, Jerjes acude en persona a negociar con Leónidas, ofreciéndole ser emperador de Grecia si se somete a él. Pero el orgulloso e independiente espartano se niega en redondo. Jerjes envía entonces a los Inmortales, su cuerpo de élite; y también a los elefantes. Todos ellos son aniquilados por la impenetrable falange griega.
Y entonces se produce la traición de Efialtes, un espartano deforme rechazado por Leónidas para marchar junto a sus hoplitas y que, preso del resentimiento y el deseo de venganza, ofrece a Jerjes, a cambio de riqueza, una ruta secreta por las montañas que le permitirá rodear a los espartanos. Éstos, cogidos entre dos frentes, luchan hasta el último hombre pero son inexorablemente eliminados. Su sacrificio, sin embargo, no es en vano porque sirve para inspirar a toda Grecia en su levantamiento contra los persas y, finalmente, en las decisivas victorias de Salamina y Platea.
Miller comentó el origen de esta obra, que se remonta a mucho tiempo atrás: “Tenía cinco años cuando vi una película de 1963 que me inspiró profundamente. Era El León de Esparta, con Richard Egan como protagonista. Era una película grandiosa para un chaval de cinco años; la historia de los espartanos y su sacrificio me impresionó para toda la vida. Así que se convirtió en el proyecto que siempre tenía en mente para el día en que estuviese listo. Ni siquiera empecé a prepararme para hacerlo hasta que no hube visitado el campo de batalla en Grecia. Entonces empezó un intenso periodo de investigación, porque nunca había intentado nada parecido. Me resultó muy difícil”.
El género histórico, ya sea en literatura, cine o cómic, tiene unas dificultades intrínsecas nada fáciles de solventar. El autor debe documentarse abundantemente sobre la época en cuestión e integrar esa información en el guión, personajes y dibujo sin caer en el didactismo. Los autores norteamericanos de cómic, incluso cuando han abordado su propia historia, han tendido a caer en la vertiente más pulp: héroes, villanos, tramas muy sencillas y la utilización de la Historia como una tramoya para dotar de cierto exotismo a las peripecias de personajes maniqueos. Hay que decir que Miller, siendo un autor más arriesgado y personal, no escapa a esa trampa.
Miller trabaja sobre uno de los conflictos más dramáticos e importantes de la historia de la civilización occidental: el choque entre las relativamente libres ciudades-estado griegas y la autocracia del Imperio Persa. La batalla de las Termópilas es, de por sí, un episodio muy interesante y Miller consigue transmitir lo desesperado de la resistencia griega y el heroísmo y capacidad de autosacrificio de Leónidas y sus guerreros.
Aun cuando este cómic nunca fue pensado para utilizarse como apoyo didáctico en las escuelas, el autor trata de incluir cierto rigor en sus páginas. A los espartanos se les distingue por sus capas rojas y cabello largo (incluso les muestra cepillándoselo antes de la batalla, algo que menciona Heródoto). También algunas unidades de soldados persas se representan de forma bastante fiel en su atuendo de campaña. Los espartanos son lacónicos en su forma de expresarse, en oposición a las forzadas florituras en que suelen incurrir los superhéroes, y muchos de los famosos aforismos espartanos encuentran su lugar en los diálogos.
Por desgracia, hay tantas cosas acertadas como erróneas, ya sean éstas licencias artísticas o ignorancia histórica. Miller dibuja a los hoplitas espartanos bien desnudos, bien con una especie de taparrabos, lo cual es ridículo. ¿Por qué, a excepción del de Leónidas, sus yelmos no tienen crestas? ¿Se las dejaron en casa junto a las armaduras y las túnicas? Los éforos parecen una banda de pervertidos y leprosos cuya única función en la historia es resaltar la nobleza de Leónidas.
Es también el caso de la figura de Efialtes, que por lo que sabemos traicionó a los espartanos por dinero y no por venganza. Tampoco dice nada la crónica de Heródoto de que fuera deforme, siendo esta una adición de Miller para darle más peso trágico al personaje. Su conversación con Leónidas, además, carece de lógica puesto que a pesar de que Efialtes no hubiera podido servir de hoplita en la falange, sí podría haber sido útil en otras muchas tareas, especialmente en una situación tan apurada para los espartanos como la que se avecinaba. Los Inmortales, el cuerpo de élite del ejército persa, aparecen aquí ataviados con unas máscaras y escudos negros que les asemejan a esos ninjas que a Miller tanto le gustaba dibujar. Los persas no tenían elefantes en su ejército. El propio Jerjes, en lugar de un arrogante príncipe aqueménida, es retratado como un nubio enorme, lleno de piercings, hablar suave y formas amaneradas.
Aunque la forma de vida espartana parece terriblemente dura y despiadada según la sensibilidad moderna, más proclive a ensalzar los avances intelectuales y políticos de los atenienses, Miller la retrata con clara simpatía, dedicando los tres primeros números a los acontecimientos que preceden a la batalla propiamente dicha.
Centrándose sobre todo en la figura de Leónidas, Miller humaniza una cultura que a primera vista parece una colonia de insectos. Pero esa simpatía por los valores castrenses y la fraternidad viril va demasiado lejos, y cae en un romanticismo idealizado, poco ajustado a la realidad histórica y puesto al servicio de la propia ideología del autor. Una ideología ya presente en otras de sus obras y que ensalza el individualismo, la libertad, la negación del yo, la violencia, una visión maniquea de la existencia, el sacrificio y la desconfianza en las instituciones gubernamentales. Así, los espartanos reciben una educación exclusivamente apoyada en la búsqueda del honor y la gloria mediante la inmolación en batalla. Asesinan a los bebés deformes o débiles y aprenden desde niños a asesinar y luchar contra el hombre y la naturaleza. Ésa es la forma de convertirse en un hombre de valía, libre, orgulloso y apreciado por la comunidad. Por otra parte, los políticos de la historia y los sacerdotes son presentados bajo una luz absolutamente negativa, individuos ajenos al honor y el bien común.
Por todo ello y por lo que comentaré a continuación, 300 es más una dramatización muy milleriana de la batalla histórica que una recreación fiel de la misma; más una fábula construida sobre arquetipos de guerreros indomables dispuestos a morir por honor y gloria que una narración en la que se haya puesto énfasis en el rigor histórico y la caracterización psicológica. De hecho, y en mi opinión, Miller incurre en el error de creer que el lenguaje y esquemas narrativos del género negro, por el que tanta afinidad siente, son trasladables automáticamente y sin cambios al género histórico o de aventuras.
Para empezar, y esto es grave desde el punto de vista de un cómic histórico, Miller no aporta el suficiente trasfondo como para que el lector pueda entender bien los acontecimientos que se desencadenan y los personajes que toman parte en ellos. Repito que esto no es un cómic educativo, pero me da la impresión de que habrá lectores no familiarizados con esta parte de la Historia que se sentirán confusos sobre quién pelea con quién, por qué y dónde. La pobreza de los fondos; el zambullirse rápidamente en la acción sin dedicar un mínimo tiempo y espacio a narrar el origen del conflicto o la compleja dinámica política de las ciudades-estado griegas; y la concisión de unos textos más centrados en el efectismo que en transmitir información, impiden la contextualización adecuada de la acción. En realidad, lo que se nos cuenta tanto podría haber ocurrido en la Antigua Grecia como en la Tierra Media.
Para rematarlo, la conclusión del cómic, en la batalla de Platea, un año después de las Termópilas, no sólo es abrupto sino que no se explica adecuadamente. Además, hay pocas diferencias entre la historia y personajes que aquí nos encontramos y las que el propio Miller había ofrecido en Sin City, Batman o Ronin. Así, nos encontramos con un marginado que se salta las normas para defender a la propia comunidad que le desprecia, un tipo duro y perdedor que parece salido de una novela hardboiled, dispuesto a ganar a base de valor o perder la vida con honor y que narra su peripecia en primera persona. La única diferencia es que aquí hay un protagonismo colectivo, el de los 300 espartanos, un grupo compacto e indiferenciado cuya única cabeza visible es Leónidas.
Además de lo extremos que resultan los personajes principales, también hay escenas que caen en la hipérbole más ridícula –si las juzgamos desde el punto de vista histórico, claro–, como si se trataran de dibujos animados aun cuando las batallas del mundo clásico no se caracterizaran precisamente por su limpieza y orden. Ahí tenemos la lucha de Leónidas y el lobo, su encuentro con los éforos o la recepción a los embajadores persas… Son exageraciones que aumentan el dramatismo pero que también alejan al cómic de la Historia para acercarlo al terreno del Mito atemporal.
En cuanto a la prosa de Miller y pese a lo mucho que se la ha alabado, no supera el nivel del pulp más básico. Puede que sus textos y diálogos sean contundentes y efectistas, pero eso no los hace mejores que los que pueden encontrarse en una novelita de Marcial Lafuente Estefanía o una película de acción de Stallone. Además, hay invenciones que no acaban de encajar bien, como esa recurrente broma con el torpe espartano al que sus compañeros apodan “Stumblios”, un juego de palabras en inglés con la palabra “Stumble”, trastabillar. ¿Qué tiene que ver el griego clásico con el inglés moderno?
El dibujo de Miller es atrevido y fluido, demostrando que no es un seguidor de las directrices corporativas o los consejos de un editor ni imitador de otro artista, sino alguien que marca su propio estilo. En este caso podemos rastrear influencias de las vigorosas pinturas de antiguas batallas que Louis Glanzmann realizó para National Geographic; la obra Warfare in the Classical World: An Illustrated Encyclopedia of Weapons, Warriors, and Warfare in the Ancient Civilizations of Greece and Rome (1980), de John Warry; y la ya mencionada película El León de Esparta (The 300 Spartans, Rudolph Maté, 1962), de la que Miller ha extraído las escenas más dramáticas del cómic.
300 continúa profundizando en la senda gráfica hacia la abstracción desarrollada por Miller en Sin City: personajes definidos por sus siluetas y posturas, simplificación, dinamismo y una narración a base de grandes viñetas, páginas-viñeta simples o dobles en las que se insertan otros cuadros más pequeños. La razón de esto último es utilizar un formato acorde con la épica de la gesta, con amplios decorados genéricos que emulen los frescos de la Antigüedad o el formato cinemascope de las películas péplum.
Por otra parte, los decorados, los fondos y los detalles están reducidos a su mínima expresión, a veces definidos únicamente como contraste de luces y sombras, dando la impresión de estar ante una ópera u obra teatral en la que el espectador ha de completar con su imaginación –y buena disposición– la ambientación. En este sentido es fundamental la riqueza cromática y tridimensionalidad que aporta el pincel de la colorista Lynn Varley, sin cuyo talento este cómic habría perdido mucho. Porque a ella se debe el mérito de disimular buena parte de la pereza de un Miller que claramente presta poca atención a la terminación de sus dibujos. El resultado de la colaboración entre ambos es visualmente potente, transmitiendo todos los matices emocionales de la batalla: desafío, rabia, júbilo, fuerza, honor, miedo y muerte. Por desgracia, también aquí encontramos serios defectos.
El estilo de Miller ya en este punto de su carrera no va a ser del gusto de todo el mundo. Nunca fue un gran dibujante de figuras y su fuerte siempre estuvo más en la planificación, la puesta en escena y la narrativa. En esta etapa de su trayectoria, ha renunciado al naturalismo y los cuerpos que dibuja carecen de proporciones realistas (en ocasiones se asemeja al Jack Kirby más crepuscular). El propio Miller admitió que muchos de los problemas que se encontró en 300 tenían que ver con el dibujo y en especial tratar con grandes conjuntos de figuras. Pues bien, a mi juicio, no supera la prueba. La planificación y composición de página funcionan bien, pero gráficamente las escenas de masas no acaban de estar adecuadamente resueltas. Los personajes están abocetados y carecen de definición y, por tanto, de personalidad. Los animales están muy mal retratados, las escenas de batalla parecen extraídas de un cómic de superhéroes y los entornos sobre los que se desenvuelve la acción son, ya lo he dicho, tan esquemáticos que resulta imposible identificar la época ni el lugar. Como suele ser el caso en los cómics americanos que presumen de adultos, en 300 hay una generosa y probablemente innecesaria exhibición de violencia sádica.
Bien sea por sus limitaciones como dibujante, por pereza o por bisoñez en un género que no es el suyo, Miller no ha comprendido que las claves y registros gráficos idóneos para el género negro o superheroico no son los del cómic histórico. No estoy diciendo que la única forma de aproximarse a éste sea la escuela tradicional europea (o también norteamericana, como fue el caso de Hal Foster o John Severin, por nombrar sólo dos autores que trabajaron el género histórico con un enfoque más clásico), pero lo que está claro es que historias diferentes exigen tratamientos gráficos diferentes, y lo que vemos en 300 se aleja poco de lo que Miller ya había mostrado en Sin City.
Como ya mencioné, 300 fue el principio del fin de Frank Miller como innovador gráfico y narrativo. Maltratado por el tiempo y la enfermedad, sus lápices fueron perdiendo fuerza y definición hasta llegar a lo esquemático y tosco, una especie de parodia de sí mismo.
En comparación con sus últimos trabajos, 300 es quizá su última gran obra antes de sumergirse en una etapa oscura que se prolonga hasta hoy; una obra, además, valiente en tanto en cuento supuso adentrarse en un género, el histórico, con poco predicamento en Estados Unidos. A juzgar por muchos comentarios, este cómic fue el primer contacto de muchos lectores norteamericanos con el mundo clásico europeo, lo cual de por sí ya es un punto en su haber por mucho que, como hemos visto, la fidelidad histórica dista mucho de ser su fuerte.
Décadas después de su publicación original, 300, con todos los defectos apuntados, sigue siendo un tebeo enormemente entretenido y popular, que se reedita continuamente. Y es que es imposible negarle el encanto a una historia que, sostenida por una trama tan sencilla, ofrezca batallas desesperadas, heroísmo y honor.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.