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«Robocop 2» (1990), de Irvin Kershner

Si me preguntan por qué me interesa tanto Robocop 2, no sabría decirlo con seguridad. Esta es una película con defectos, irregular en muchos sentidos, con ambiciones opuestas en su equipo creativo, y sin embargo, la veo como si fuera la cinta que estaba uno esperando.

En 1990, todos creíamos  que su carrera comercial estaba asegurada. Al hilo del éxito de Robocop (1987), de Paul Verhoeven, parecía lógico que el personaje regresara a las pantallas. Frank Miller, que por entonces se postulaba como un guionista de culto tras el lanzamiento del cómic El regreso del Caballero Oscuro (1986), fue elegido por el productor Jon Davison para que escribiera la nueva entrega.

Tanto Verhoeven como los creadores de Robocop, Edward Neumeier y Michael Miner ‒por aquellos días, inactivos a causa de una huelga de guionistas‒ se habían desentendido del proyecto. La tarea de dirigirlo, obviamente, pasó a otras manos. Sin embargo, Alex Cox, el favorito en las apuestas, lo rechazó tras leer el guión. «Miller siempre fue así ‒dijo más tarde‒. Me pidieron que dirigiera su guión para Robocop 2, y lo rechacé. A diferencia del Robocop original, que se movía entre la política de derechas y la ironía de izquierdas, el guión de Miller era reaccionario y desagradable, enfrentando a su robot y héroe policial contra las personas sin hogar. No es de extrañar que sea tan popular entre los ricachones de Hollywood».

El propio Davison y los directivos de Orion Pictures sabían que aquel guión de Miller era imposible de filmar, así que acudieron a otro guionista, Walon Green, para que impusiera algo de sensatez comercial en todo aquello. Sin embargo, pese a los cambios, el libreto no terminaba de gustarle del todo a casi nadie.

Tim Hunter, el sustituto de Cox en la silla de dirección, fue finalmente reemplazado por el veterano Irvin Kershner ‒responsable de El Imperio Contraataca (1980)‒, y a nadie le extrañó que fuese Kershner quien introdujera nuevos cambios en el texto de Miller. Peter Weller, el protagonista, tampoco terminaba de entender su estilo, y no paró de solicitar al guionista y al director que añadiesen detalles de moralidad en la película, sobre todo en su último tercio.

Lo cierto es que, a pesar de tantas modificaciones, la cargas de profundidad que incluía el texto de Miller llegaron a la pantalla con una soltura que hoy sería inadmisible. En este sentido, una de las virtudes del film es, precisamente, su completa y rotunda incorrección política.

El bueno de Frank Miller sacude a derecha e izquierda, y lo hace con tal poderío, delirio y desvergüenza que la película casi nos parece hoy más actual que cuando se rodó.

En realidad, el tema central de Robocop 2 ya no es la transición de hombre a máquina, sino la caída del imperio americano, y en cierto modo, del Occidente que conocemos. En la oscurísima distopía de Miller, salir del capitalismo civilizado y de la democracia decente equivale al triunfo de la barbarie, organizada, eso sí, por corporaciones neofascistas que se dedican a conspirar de la manera más sucia e indigna posible.

Lo que aquí consigue Miller es ponerlo todo negro para justificar una pesadilla que podría convertirse en realidad. De hecho, a juzgar por algunos aciertos ‒la bancarrota de Detroit en 2013 y la neoinquisición de los «ofendidos», por citar dos ejemplos‒, ya vamos camino de ello.

Es en ese Detroit distópico donde el bueno de Robocop (Weller) trata de seguir ejerciendo su misión. Desde el principio, nos queda claro que la vida en la ciudad se ha degradado miserablemente. A todos los niveles, impera la ley de la jungla. La alcaldía no puede pagar su deuda al conglomerado Omni Consumer Products (OCP), y su presidente (Dan O’Herlihy) diseña la privatización de todos los servicios públicos, impulsando un revolucionario plan urbanístico. Para lograrlo, aprovecha la oleada de crímenes que genera una nueva droga de diseño, Nuke, distribuida por el narcotraficante Cain (Tom Noonan) ‒un émulo de Charles Manson‒ y por su cómplice adolescente, Hob (Gabriel Damon).

La banda de Cain tiende una trampa a Robocop y lo despedaza. Convertido en chatarra, nuestro héroe será recompuesto por la OCP y luego reprogramado por la doctora Juliette Faxx (Belinda Bauer), quien inserta en su cerebro todo tipo de directivas buenistas. Por ejemplo, «Promover una actitud positiva», «Suprimir la agresividad», «Evitar el comportamiento destructivo», «Sonreír», «Evitar los estereotipos», «Mantener la mente abierta» o «No hablar a no ser que tenga algo amable que decir». El resultado es un Robocop inofensivo. Casi un justiciero social (lo que llaman un social justice warrior), que de nuevo nos resulta extrañamente familiar para los cánones del siglo XXI.

La trama sigue un esquema predecible: Robocop recupera su libertad, se enfrenta a la OCP, y sobre todo, libra una aparatosa batalla con Cain, después de que el criminal sea convertido por la doctora Faxx en otro ciborg armado.

Dependiendo del sesgo del espectador, la película ofrece ‒como ya dije‒ un repertorio de críticas feroces. Los dardos de Miller van contra la derecha de Reagan, pero también contra las convicciones más profundas de la progresía acomodada.

Sin embargo, lo que llama la atención es un catálogo de tabúes que hoy nadie se atrevería a filmar, ni siquiera en una sátira. Uno de los grandes villanos de la película es prácticamente un niño, Hob (Gabriel Damon), malhablado, narcisista y dispuesto a ametrallar a quien le lleve la contraria. Los habitantes de Detroit no son descritos como víctimas con el agua al cuello, sino como resentidos y oportunistas, fáciles de manipular e incómodos con la ley. Sin esconder su ambición, la doctora Faxx usa sus encantos sexuales para prosperar en la OCP y poner en marcha sus maléficos planes.

¿Seguimos? Más de una escena violenta es protagonizada por críos. El alcalde de Detroit, Marvin Kuzak (Willard E. Pugh), aparenta ser un afroamericano demócrata, preocupado por los pobres, pero en realidad es un manipulador miserable, corrupto y dispuesto a todo con tal de conservar el poder. Incluso hay una escena en la que Faxx reúne a un comité bienpensante, retratado como un grupo de progres victimistas, empeñados en que Robocop sea una criatura pacífica, altruista, sentimental e incluso preocupada por la ecología.

Como ven, Miller no deja títere con cabeza. A su modo, anticipa las guerras culturales de nuestro tiempo. Y recordemos que la película es de 1990.

Rodada en Houston, la película conserva una apariencia de cine de la vieja escuela. Y no solo por el estilo clásico de Kershner, sino por unos efectos especiales que han envejecido de la mejor manera posible. Destacan en este punto la tarea de maquillaje de Rob Bottin, creador de espléndidas figuras animatrónicas, los diseños de Craig Hayes ‒en especial, el RoboCain‒, y por supuesto, la animación stop-motion de Phil Tippett: una obra maestra que, además, fue el canto de cisne de esta técnica, sustituida sin remedio por la tecnología digital.

Es significativo que lo que parecía un gran avance en aquellas fechas ‒el rostro digitalizado de Cain, animado por Trey Stokes, del estudio deGraf/Wahrman‒ hoy parezca una antigualla.

Otro detalle tradicional: la partitura de Leonard Rosenman, épica, quizá pasada de moda y reminiscente de otro trabajo suyo, la música de El Señor de los Anillos (1978), de Ralph Bakshi.

Hay algo que trasluce en pantalla, y es el mal humor que imperó en el rodaje. Weller disfrutó junto al director, pero no paró de quejarse del guión. Nancy Allen (la oficial Anne Lewis) también se sintió fuera de lugar, y en su caso, nunca entendió a Irvin Kershner, quien al parecer odiaba la idea de rodar esta cinta. Incluso Frank Miller ‒que aparece en la película, dando vida a un científico que trabaja para Cain‒ pensaba que habían destrozado su obra. De hecho, parte de los elementos eliminados pasaron a formar parte de la fallida Robocop 3, e incluso se publicó una adaptación íntegra del guión original, esta vez convertido en un cómic: Frank Miller’s RoboCop (2003-2006), escrito por Steven Grant y dibujado por el español Juan José Ryp.

Si la interpretamos como una sátira demencial de nuestra época, Robocop 2 mantiene íntegro su atractivo. Carece de la fuerza narrativa y del dramatismo de su predecesora, pero a su escala, bastante más modesta, no carece de interés. Por otro lado, es uno de los proyectos en los que mejor se refleja la controvertida visión política de un tipo tan individualista (y quizá insoportable) como Frank Miller. Contrario a las corporaciones financieras y a los anticapitalistas. Feroz con los oligarcas y con la falsa nostalgia de la era Woodstock. En definitiva, nihilista y transgresor en todos los sentidos, y por consiguiente, incómodo para los espectadores que identifiquen a Robocop con un superhéroe al uso.

Cabe preguntarse qué hubiera sucedido si el rodaje de Robocop 2 hubiera seguido otro curso. Hoy sabemos que Paul Verhoeven habría aceptado dirigirla si esta hubiese sido una propuesta más innovadora, y que Edward Neumeier y Michael Miner llegaron a redactar un borrador bastante atrevido, RoboCop: Corporate Wars.

Nunca sabremos cómo hubiera sido la película en ese caso. Pero dado el curso que hoy toma nuestra realidad, tampoco es mala idea conformarse con el sarcasmo implacable que nos proponen Miller y Kershner.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.