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«Daredevil» (1979-1983), de Frank Miller

En la página-viñeta que abría el número 158 (mayo de 1979), podía leerse uno de los típicos globos de texto de Marvel, una presentación rimbombante de los créditos de ese número que decía así: “¡De vez en cuando un dibujante nuevo y genial aterriza en Marvel como una bomba! ¡El incoherente Roger McKenzie, los perversos Klaus Janson, Joe Rosen, George Roussos y los afables Al Milgrom y Jim Shooter predicen con toda confianza que este recién llegado… el larguirucho Frank Miller, es ese dibujante!”.

Seguro que la mayoría de los lectores pensaron que esas frases eran las propias del estilo de Stan Lee que acompañaban a casi todos los cómics Marvel, palabras tan entusiastas como vacías. Especialmente teniendo en cuenta que nadie había oído hablar de ese recién llegado y que su labor en ese número no resultaba digna de tan altas alabanzas.

Que hoy esas palabras parezcan proféticas puede resultar engañoso. Seguramente fueron escritas a la vista de las páginas que Miller entregó en Marvel correspondientes al siguiente par de números (los cómics siempre se preparan con meses de antelación) y que ya demostraban su pericia en las escenas de acción y su valentía gráfica. Sea como fuere, tenían razón. Frank Miller no sólo acabaría resultando ser un dibujante cuyo estilo hizo temblar una industria del comic-book que seguía reposando a la sombra de Jack Kirby, sino que su sentido narrativo y su enfoque del género estaba destinado a transformarlo por completo.

De verse obligados a trabajar bajo las restricciones del organismo censor de la industria, el Comics Code Authority, los autores pudieron, después de Miller, empezar a reflejar las esquinas más oscuras de la sociedad, una sociedad que había perdido la inocencia y que entonces, en las últimas décadas del siglo XX, veía el mundo con pesimismo.

Quinto de siete hermanos criados en Montpelier, Vermont, Frank Miller (1957) había sido un aficionado a los cómics desde su infancia (en la página de correo de los lectores del nº 3 de The Cat, abril de 1973, aparecía una corta misiva suya), pasión a la que en la adolescencia añadió las historias y películas de detectives y género negro.

En los setenta, durante sus años de instituto, escribió y dibujó historietas para diversos fanzines y, deseando convertirse en un artista de cómic profesional, le mostró su trabajo al legendario Neal Adams… quien le dijo que todo lo que venía haciendo estaba mal. Miller aceptó la crítica y trabajó duro para mejorar y pulir su estilo y narrativa. Siguió enviándole muestras de sus progresos a Adams y éste mantuvo su opinión negativa. Al final, Miller decidió que, preparado o no, debía dar el salto y tratar de entrar en el mundo profesional. Con poco dinero en los bolsillos, en 1977 se mudó a Nueva York y, mientras sobrevivía a base de trabajos eventuales, empezó a bombardear a los editores con sus visitas.

Su primer encargo profesional llegó en 1978, con historias para las editoriales Gold Key (Twilight Zone) y DC (Weird War Tales). Cuando golpeó la puerta de Marvel, su editor jefe, Jim Shooter, supo ver que tras la patente inexperiencia de sus páginas, allí se escondía un gran talento. Le encargó el dibujo de John Carter, Warlord of Mars nº 18 (noviembre de 1978) y luego, de manera un tanto fortuita, los 27 y 28 de Peter Parker, The Spectacular Spider-Man (febrero-marzo de 1979), una historia en dos partes guionizada por Bill Mantlo en la que el hombre araña y Daredevil unían fuerzas para luchar contra un enemigo tradicional de este último, el Merodeador Enmascarado. Aquellas páginas indicaban que el joven autor estaba preparado para sorprender a propios y extraños en cuanto le llegara la oportunidad, y ello no tardó en ocurrir.

Gene Colan se había convertido en el dibujante regular de Daredevil a partir del número 153 (julio de 1978). Ya había firmado una notable etapa en la colección entre 1966 y 1973, pero esta segunda intentona demostró ser bastante menos memorable. Tras solo cuatro números, Colan pidió ser relevado. Estaba previsto que quien se encargara de sustituir a Gene Colan fuera otro veterano, Frank Robbins, más conocido por su tira de prensa Johnny Hazzard (1944-1977), trabajo que desde finales de los sesenta venía compaginando con guiones y dibujo para diversos comic-books. En Marvel, había dibujado un buen puñado de episodios para Los Invasores y Capitán América. Sin embargo, en el último momento decidió abandonar la industria, retirarse a México y pasar los últimos años de su carrera artística dedicado a la pintura.

Miller vio en todo ello la ocasión que estaba esperando, puesto que Daredevil era una serie que podía moldear fácilmente para que se acomodara a sus gustos, concretamente el antedicho género negro. Además, era una cabecera en horas bajas que nada podía perder por probar algo nuevo. Se puso en contacto con Mary Jo Duffy, que entonces trabajaba como ayudante de editor en Daredevil y que había firmado el primer guión dibujado por el joven artista para Marvel, una historia de cinco páginas protagonizada por Doc Samson (un secundario de Hulk). Duffy probablemente vio el dinámico estilo que Miller había impreso en Daredevil en los mencionados números de Spiderman, y accedió a recomendarle para ocupar el puesto vacante de dibujante de la colección.

Dejar que Miller se encargara de Daredevil fue una decisión arriesgada porque el artista carecía de experiencia a la hora de responsabilizarse del dibujo de una serie regular, aunque fuera una bimensual como era Daredevil por entonces. Pero Jim Shooter había quedado lo suficientemente impresionado con su trabajo como para darle entrada, cosa que hizo en el mencionado nº 158. Los guiones corrían a cargo del guionista Roger McKenzie –con quien Miller había colaborado en el mencionado tebeo de DC–, un profesional todavía sin mucha experiencia que había entrado en la colección en el nº 151 (marzo de 1978).

El riesgo que corría Shooter con Miller era doble. Además de su bisoñez, el editor tuvo que defender su decisión ante un departamento de ventas que insistía en que la colección, una de las peor vendidas de la editorial, debía cancelarse. Shooter afirmó que Miller era un gran dibujante y que gracias a él, la serie remontaría. Consiguió mucho más que eso. Esta etapa de la colección no tardaría en alcanzar rango de verdadero clásico, un fenómeno que revolucionó la industria.

Aquel primer número de Miller no hacía presagiar lo que estaba por llegar. Se trataba de una historia que finalizaba una trama iniciada en el episodio anterior y que incluía al villano Rondador de la Muerte (antes conocido como Exterminador, remontándonos nada menos que al Daredevil nº 41). Aparte del grotesco final que se le reservaba al villano, la historia no resulta particularmente destacable. Miller aún se nota algo acartonado en los rostros y el uso de negros. Pero también hay detalles esperanzadores, como la forma en la que Miller dibuja la ciudad de noche en la página 5. Las escenas de lucha, aunque claramente deudoras de Gil Kane o Steve Ditko, tienen un toque personal que las separa de otros títulos.

Las dudas acerca de Miller empezaron a despejarse a la vista de la portada del número 159 (julio de 1979). Entintada y coloreada por Klaus Janson (que se convirtió en el socio artístico de la colección con una presencia cada vez mayor conforme fueron pasando los meses), los verdes y morados apagados del fondo de la ilustración atrapaban la mirada al tiempo que resaltaban las figuras centrales: Daredevil forcejeando con un matón armado con un cuchillo mientras ambos se hunden en las frías aguas del río.

Todavía lastrado por cierta bisoñez, el dibujo de Miller en este número mostraba sin embargo una gran mejora respecto al anterior y un especial interés en retratar los bajos mundos de la ciudad, con la presentación del asesino Eric Slaughter, recurrente a partir de este momento. La historia escrita por Roger McKenzie se abre cuando Slaughter es contratado por Bullseye para matar a Daredevil. El mercenario fracasa, naturalmente, pero no sin que su patrón pueda filmar el enfrentamiento con el ejército de matones con el fin de estudiar cuidadosamente la técnica del héroe.

A lo largo de toda la trama, Miller le da un protagonismo especial al paisaje urbano –a destacar, por ejemplo, la página 7–, prestando atención a diferentes elementos arquitectónicos. Al avanzar la serie, Miller iría sintetizando su línea hasta llegar incluso al minimalismo, utilizando formas simples, volúmenes o sombras para sugerir objetos en lugar de dibujarlos con detalle. Y en la última etapa de su estancia en la colección y con ayuda del talento de Janson como colorista, esos objetos y especialmente las vistas de la ciudad, dejarían a menudo de representarse mediante líneas, recurriendo exclusivamente al color. Pero eso sería más adelante. Por el momento, el estilo de Miller estaba influido sobre todo por Will Eisner, el maestro del cómic recordado sobre todo por su Spirit en los años cuarenta y cincuenta. Con ese personaje, Eisner experimentó con la composición y las diferentes técnicas narrativas del cómic, encontrando maneras originales de integrar texto y dibujo, hallazgos que Miller trata obviamente de emular en las páginas de créditos de Daredevil. En este número, por ejemplo, hace que el título de la historia sea un globo de diálogo pronunciado por Bullseye; en números posteriores, los textos se colocarían en basura volada por el aire, letreros publicitarios, titulares de periódico o fachadas de edificios.

El número 160 (septiembre de 1979), cuenta con un prólogo y epílogo que deja claro que este Daredevil poco tiene que ver con el que en su día imaginó Stan Lee. En una escena que antecedió una muerte impactante en el futuro nº 181, Miller nos presenta a un Bullseye muy diferente del que hasta ese momento se había podido ver: un matón eficaz pero de segunda categoría y ligeramente chiflado. Aquí, en cambio, se nos lo presenta como un maniaco homicida que ataca con violencia a la Viuda Negra. Aún peor, la derrota y secuestra con una insultante facilidad, demostrando que es un enemigo muy a tener en cuenta. En esta ocasión, utilizará a su rehén como mero anzuelo para atraer a Daredevil; la siguiente ocasión en la que se aproxime a un antiguo amor del protagonista, no será tan suave.

Tras ese brutal prefacio, saltamos a una página-viñeta en la que se ve a Matt Murdock y su novia Heather Glenn visitando la tumba del padre de ésta, un momento íntimo que le sirve a McKenzie para retomar alguna de las subtramas perdidas relacionadas con la vida civil del héroe. Sigue una discusión de amantes y la búsqueda de apoyo por parte de Daredevil en la Viuda Negra sólo para descubrir que ha sido raptada por Bullseye. Mientras trata de encontrarla, la historia va reintroduciendo al círculo de secundarios de la colección: su amigo Foggy Nelson y la secretaria del bufete, Becky; el reportero del Daily Bugle Ben Urich y los habituales delincuentes del bar de Josie. Tanto éstos como el periodista cobrarían mayor fuerza en la serie cuando Miller se hizo cargo del guión.

El choque entre Daredevil y Bullseye se produciría por fin en el 161 (noviembre de 1979), un número pletórico de acción en el que Miller ya empezaría a dejar claro su gusto por la narración minimalista en lo que a textos se refiere: las páginas seis, siete y ocho apenas cuentan con algo más que unas onomatopeyas que sirven para representar el acuciante paso del tiempo. Además, Miller se distancia de la estructura narrativa tradicional de la casa, seis viñetas por página, para, adoptando recursos propios del lenguaje cinematográfico, jugar con el tamaño y disposición de las mismas a la búsqueda de efectos dramáticos y de ritmo. Por otra parte, el clímax serviría para dejar patente la inestabilidad mental de un Bullseye obsesionado y al tiempo aterrorizado por Daredevil.

El número 163 (marzo de 1980) es una suerte de recreación-homenaje a una de las primeras historias del personaje, la que en el número 7 (abril de 1965) había contado cómo Daredevil se enfrentaba a Namor a pesar de tratarse de un oponente muy superior y no tener ninguna posibilidad de vencerlo. Aquí, la amenaza es nada menos que Hulk quien, enfurecido y acosado, siembra el caos. Evidentemente, se trata de un episodio dominado por la acción, pero en él podemos encontrar más profundidad emocional y de caracterización de lo que cabría esperarse. Así, vemos a Matt Murdock recurrir a la compasión y la empatía para tratar de calmar al monstruo, ayudar a Banner dándole refugio y dinero y, cuando luego la situación se deteriora hasta tal punto que las palabras ya nada pueden hacer para sofocar la ira de Hulk, enfrentarse a él una y otra vez, malherido y sin posibilidad de victoria.

En este número 163, Denny O’Neil empieza a coordinar la serie como editor e inmediatamente adopta como pupilo a Miller. Más allá de su relación profesional, ambos acaban siendo amigos que comparten otras aficiones y el joven artista tiene amplias oportunidades para contar a su mentor las ideas que tiene sobre el personaje y sus posibilidades. Poco después, O’Neil decide que sea Miller quien colabore con él en el Anual de Spiderman (el 14) que aparecerá en octubre de ese año y en el que el Trepamuros unirá fuerzas con el Doctor Extraño. Aunque no aparezca acreditado como guionista, Miller elaboró junto a O’Neil la trama de la historia además de dibujarla, con un excelente entintado de Tom Palmer.

Por otro lado, las ideas de Miller sintonizaron bien con lo que el guionista Roger McKenzie deseaba para el personaje y ambos empezaron a colaborar en la elaboración de las tramas. Los escenarios pasaron de ser las avenidas urbanas a plena luz del día a callejones oscuros y azotados por la lluvia o bares en penumbra, localizaciones características del cine negro de los años cincuenta. El nº 164 (mayo de 1980) no es una excepción y McKenzie y Miller, recuperan el ambiente del boxeo de baja estofa, mafiosos de medio pelo, combates amañados y boxeadores en horas bajas.

Tras la paliza recibida por Hulk en el episodio anterior, Daredevil se recupera en un hospital. Recibe entonces la visita de Ben Urich, un personaje creado por Roger McKenzie en los números inmediatamente anteriores a la entrada en escena de Frank Miller. Urich trabajaba para el Daily Bugle y era uno de esos reporteros característicos del género negro de los años cuarenta: independiente, inquisitivo, fumador compulsivo, adicto a la cafeína. En los números precedentes, se había visto a Urich indagar y atar cabos hasta descubrir la verdadera identidad de Daredevil. Cuando le cuenta al convaleciente héroe su hallazgo, éste, acorralado, confiesa su historia: cómo y por qué Matt Murdock se convirtió en Daredevil.

Es un número que sirve para contar de nuevo el origen del personaje. McKenzie y Miller no se distancian demasiado de la historia original ideada por Stan Lee, pero sí la narran de manera más aguda y con muchísima más profundidad emocional. Por ejemplo, cuando el padre de Matt, Jack “Batallador Murdock” firma con el mafioso Sweeney (alias El Arreglador) el funesto contrato que acarreará su muerte, no se limita a garabatear un papel, sino que, en una secuencia de cinco viñetas, los autores le humillan haciéndole arrodillarse a los pies del gangster. Más adelante, Miller dedica dos páginas enteras a narrar con dramatismo el último combate de Murdock, finalizándolo con un emotivo “¡Va por ti, Matt!”, una viñeta que es inmediatamente seguida por su asesinato: “¡Va por ti, desgraciado!”, le espetan sus verdugos.

La primera aparición de Daredevil buscando venganza es igualmente dramática y violenta y Miller encuentra una magnífica solución –nuevamente, importada del cine– para narrar el final del Arreglador: una serie de viñetas con igual encuadre y planos cada vez más cercanos con una línea roja superpuesta representando los erráticos latidos del corazón de Sweeney. Sencillo, efectivo y muy visual.

La última página es otro ejemplo de la maestría de Miller a la hora de narrar con imágenes. Daredevil termina de contar su historia a Urich: “Así empezó mi carrera. Aunque, si publicas ese artículo, estará acabada”. En pocas palabras, Urich toma una decisión: “Lo sé. Y sé lo que significas para esta ciudad. Pero soy periodista, Matt, y sé lo que este artículo supondría para mí. Seguramente, esta es la decisión más difícil que he tenido que tomar en mi vida, pero…” y acto seguido, en una rápida secuencia de siete pequeñas viñetas y una algo más grande, coge un cigarrillo, lo enciende, prende fuego al artículo, lo arroja a la papelera y sale de la habitación dejando atrás el humo de su cigarrillo: “Va por ti, Matt”. Una auténtica hazaña narrativa para guionista y dibujante.

A la altura del nº 165 (julio de 1980), Miller ya figuraba en los créditos como coguionista junto a Roger McKenzie. Es este un número que en el futuro tendría mayor importancia de lo que en ese momento parecía y ello no por la inclusión del Doctor Octopus, una de las últimas intervenciones del resto del Universo Marvel en la colección, sino porque Heather Glenn, la conflictiva novia de Matt Murdock, descubre los sucios tejemanejes en los que está inmersa que la empresa que le legó su padre y cuyo consejo de administración está compuesto por corruptos hombres de negocios. Como toda buena novia de héroe, es secuestrada por Octopus –involucrado en los mencionados delitos empresariales– y rescatada in extremis. Ese trance reúne a Matt y Heather y desplaza a la Viuda Negra, con quien el primero había estado buscando “consuelo”, decidiendo ésta volver a su país. Miller se quitaba así de en medio un personaje que, por su carácter superheroico y adscripción a la continuidad Marvel, le molestaba a la hora de poner en pie su propio universo autocontenido para Daredevil. La próxima vez que veamos a la Viuda será un par de años después y para entonces, la serie se habrá transformado radicalmente, tanto como el aspecto de la espía rusa.

El nº 166 (septiembre de 1980), supone una nueva mirada a un antiguo personaje, el Gladiador, presentado en el nº 18 (julio de 1966) de la colección. McKenzie y Miller mezclan con poco acierto elementos humorísticos, como la boda de Foggy, su horroroso esmoquin, sus torpes olvidos o su estúpido amigo de la facultad, con otros intensamente dramáticos como la trágica historia de amor ente Melvin Potter, alias Gladiador, y su asistente social, Betsy Beatty. Cuando el primero se da cuenta de que su amor por ella no es correspondido, la toma como rehén –así como a un grupo de niños– en un museo. Su trastornada mente cree que debe ganarse el afecto de ella en una batalla, al estilo de los antiguos gladiadores. Y ahí es donde entra Daredevil.

La historia tiene toda la acción que puede esperarse en un cómic de superhéroes –los golpes y patadas que dibuja Miller son mucho más violentos que los que habitualmente se veían en cómics de este tipo-, pero lo que verdaderamente destaca aquí es la forma en que Daredevil interactúa con su enemigo. Betsy fue la asistente social de Melvin mientras éste estaba en libertad condicional y, siendo alguien carente de amigos, interpretó erróneamente el apoyo profesional que le brindó ella. Cuando finalmente es Daredevil quien se alza con la victoria, el combate no se limita a finalizar con los policías llevándoselo custodiado, sino con Betsy a su lado, tratando de ayudarle: “En muchos aspectos (Melvin) es un niño. Un niño que se siente tremendamente solo y amargado. Ha buscado el amor de la única manera que sabe. Ahora, más que nunca, necesita comprensión. Que le tiendan una mano”. Al alejarse, Daredevil alude a que será él quien defienda a su enemigo en los tribunales. Una vez más, la colección hace hincapié en la compasión y la importancia no sólo del castigo, sino de la rehabilitación.

Pero claro, además de compasión y humanidad, en el cómic había una nueva dosis de realismo sucio y violencia que estaba destinado a generar problemas. Y así fue. Con su nuevo enfoque, McKenzie y Miller no tardaron en darse de bruces con una polémica. La historia que iba a aparecer en el nº 167 (noviembre de 1980) se titulaba “Juego de niños” y en ella Daredevil “unía” fuerzas con el Castigador para enfrentarse a unos traficantes que vendían a los niños fenciclidina, un tipo de droga conocido como “polvo de ángel”.

La historia se abría con una niña que, afectada por delirios provocados por esa sustancia, moría al tirarse por la ventana de la escuela. Se trataba de un episodio claramente hostil al consumo de drogas, pero el Comics Code Authority (CCA), órgano censor de la industria, se negó a estampar su sello de aprobación en la portada debido a una secuencia de tres viñetas en la que se veía a un niño fumando una pipa. La política del CCA incluía la prohibición de mostrar el consumo de drogas, una explicación que no tenía sentido para Miller: “Lo que el Código trataba de hacer era eliminar una historia que tenía una fuerte postura antidroga. No estábamos defendiéndola”.

Inicialmente, Marvel pensó en publicar el número sin el sello de aprobación de ese organismo, un movimiento que ya habían realizado Stan Lee y su jefe Martin Goodman nueve años antes, en los números 96-98 de Amazing Spider-Man (mayo-julio de 1971), donde uno de los personajes secundarios de la serie se convertía en adicto. Pero entonces, en la misma semana en la que ese número 167 de Daredevil iba a ser distribuido, Jim Galton, presidente de Marvel en aquel momento, decidió archivarlo y sustituirlo por un número más convencional escrito por David Michelinie y dibujado por Miller, en el que el héroe se enfrentaba a un nuevo villano, Macero.

Shooter, consciente de la calidad del material, propuso publicar “Juego de niños” –junto a su episodio de conclusión– como un número especial de lujo destinado al circuito de venta directa (esto es, básicamente tiendas especializadas), pero el editor de la serie, Denny O’Neil, protestó argumentando que ello diluiría la fuerza del mensaje anti-droga que esa historia contenía.

Al final, dos años después, “Juego de niños” se publicó en la propia colección regular en su número 183 (junio de 1982), con el sello del Comics Code Authority gracias a algunos cambios tan mínimos como estúpidos: la secuencia de tres viñetas que tantos reparos había despertado y en la que se veía a un muchacho fumando una pipa de droga, se redibujó para que la susodicha pipa no tocara los labios del chico. Todo aquel incidente sirvió de aviso sobre el tono y temas que Miller iba a introducir en la serie.

Con efecto inmediato, McKenzie fue apartado de la colección y sustituido puntualmente por Michelinie. Pero éste, y así se dieron cuenta todos los implicados, no era ni mucho menos el más indicado para guionizar la serie. Una serie que, por otra parte, de haber estado al borde de la cancelación empezaba a mostrar claros signos de recuperación.

Desde su debut en 1964, Daredevil nunca había sido un superventas de la editorial, ni siquiera en sus mejores etapas. En los setenta, el declive era patente y, como mencioné al principio, era una de las colecciones marcadas para cancelación cuando Jim Shooter decidió hacerle sitio en ella a Frank Miller.

Denny O’Neil sabía que el dibujo de Miller había sido en buena medida responsable del remonte de la cabecera, pero también creía que sus ideas y energía podían consolidar esa tendencia ascendente. Por otra parte, en su decisión debieron pesar tanto la insistencia del joven artista acerca de su capacidad para llevar adelante en solitario la colección como las fricciones que él y McKenzie tenían en relación al rumbo de la misma. Así que en el número 168 (enero de 1981), Frank Miller, que entonces contaba sólo 23 años, añadió el guión a su función de dibujante convirtiéndose en autor completo y haciendo gala de asombrosa seguridad en sí mismo.

Aunque el fenómeno de los guionistas-dibujantes no era nuevo y fue generalizándose a finales de los setenta y ya en los ochenta, esa figura había desaparecido casi totalmente durante la Edad de Plata, cuando la estructura corporativa y fuertemente compartimentada de DC se convirtió en la norma de la industria, industria de la cual Marvel había quedado arrinconada desde finales de los cincuenta.

Tras dejar Marvel en 1970, Jack Kirby fue un pionero de esa tendencia cuando convenció a DC para dejarle total libertad en una nueva línea de cómics de cuya edición, dibujo y guión se encargaría exclusivamente él. Fue una gota en el océano, no sólo porque aquellas colecciones no llegaron ni al año de vida, sino porque ello fue posible sólo gracias al prestigio que había amasado Kirby como corresponsable del resurgir de Marvel en los sesenta (En honor a la verdad, hay que decir que tanto él como su compañero Steve Ditko intervinieron mucho en los guiones que les entregaba Stan Lee, aunque no figuraran acreditados como escritores de esos episodios).

La década de los setenta, sin embargo, vio el florecimiento del artista completo, que escribía y dibujaba sus propias historias. Jim Starlin había abierto camino con su Warlock y Capitán Marvel, pero la tendencia se consolidó aquí, cuando Frank Miller obtuvo total control creativo sobre Daredevil una vez Roger McKenzie fue apartado de la colección.

La conquista de Miller pronto fue igualada por el otro gigante creativo de Marvel en esos años, John Byrne quien, como su colega, había empezado en Marvel dibujando diversos títulos antes de alcanzar una enorme popularidad en Uncanny X-Men, donde coescribía los guiones junto a Chris Claremont. No mucho después, Byrne saltaría a otra de las grandes cabeceras de la casa, Los Cuatro Fantásticos, ocupándose tanto de las labores de guionista como las de dibujante.

Juntos, Miller y Byrne, dominarían la industria en la siguiente década , influyendo en muchísimos otros creadores; y ello aun cuando sus aproximaciones al género superheróico no podían ser más diferentes. Mientras que Miller optó por el camino de la oscuridad, el fatalismo y la independencia, Byrne se concentró en la vertiente más tradicional de aventuras llenas de acción y peripecias cósmicas conectadas a la continuidad general de Marvel.

Ambos enfoques tenían sus defensores y detractores, pero fue el de Byrne el que a priori acabó dominando. Más adelante, se llevó su manera de entender los superhéroes a DC, donde obtuvo el control de Superman, renovando al personaje, sacándolo de su letargo y devolviéndole la atención de los medios generalistas. Pero Miller fue el último en reír: a finales de los ochenta, una nueva cepa de guionistas-dibujantes optaron por seguir la vertiente pesimista de Miller. Pero eso es otra historia…

En dos años, Miller haría de Daredevil el título más vendido de Marvel, sólo superado por Uncanny X-Men. ¿Cómo fue eso posible? La mayoría de lectores y críticos reconocieron que Daredevil se había convertido en una colección “de autor”. Miller era un narrador excepcional y su cómic ofrecía cosas que ningún otro título podía igualar. Sobre todo, violencia. Los personajes que poblaban sus historias eran tiroteados, apuñalados, empalados, mutilados y apaleados.

Olvidado quedaba el tono amable y desenfadado de anteriores etapas. De hecho, en una entrevista concedida a The Comics Interview a comienzos de 1982, el propio Miller afirmó que el principal tema del cómic era la violencia. Ahora bien, la representación gráfica que de ella hacía Miller nada tenía que ver con el gore, y no sólo porque el Comics Code Authority no lo habría permitido, sino porque tenía el suficiente gusto como para no caer en excesos sanguinolentos. La violencia puede expresarse no sólo con manchones de hemoglobina y vísceras desparramadas, sino a través de la mente, de la degeneración individual y social, del suspense y la tensión.

El estilo de Miller, muy influido por el género negro, aportó una aproximación totalmente nueva a la línea de cómics de Marvel al presentar un paisaje urbano mucho menos escapista que el de otros títulos y con personalidad propia. Miller dio largos paseos por la ciudad tomando notas y garabateando bocetos. Luego, fusionó esas impresiones con la estética de su idolatrado Spirit de Will Eisner, y el resultado fue una urbe que poco tenía que ver con la idealizada y luminosa metrópolis en la que evolucionaban otros héroes.

La ciudad en la que se movía Daredevil era preferentemente nocturna, un conjunto de callejones oscuros flanqueados por rascacielos de cristal, depósitos de agua coronando las azoteas, bares de mala muerte llenos de humo, muelles portuarios desiertos, laberintos subterráneos, basura en las esquinas, tendederos y tuberías goteantes, despachos y apartamentos en penumbra, trenes elevados o edificios en construcción…

Pero, además de más realista, también era la de Daredevil una ciudad más en sintonía con el sentimiento de inseguridad ciudadana que tantos neoyorquinos experimentaban en aquellos años.

En este sentido, conviene recordar que Nueva York en los años setenta tenía un aspecto y atmósfera muy diferentes de los actuales. Barrios que hoy han sido conquistados por apartamentos de lujo eran entonces descarados campos de operaciones para prostitutas y traficantes de droga. El declive industrial, el estancamiento económico y la emigración al extrarradio de muchos habitantes golpeó tremendamente a la ciudad, que vio descender su población en casi un millón de ciudadanos. En 1980, se produjeron 1.814 homicidios (tres veces la cifra actual), el crack y la heroína infestaban la ciudad y disparaban el índice de criminalidad. Los servicios públicos estaban tan deteriorados que cuando en 1977 se produjo un apagón, no se pudo restablecer la electricidad hasta 24 horas después, intervalo en el que el caos invadió la metrópolis. El propio Miller fue asaltado a punta de cuchillo dos veces mientras se hizo cargo de este cómic, experiencias que, él declaró, lo marcaron tanto que acabó condicionando el tono de la serie.

Lo que se veía mes a mes en Daredevil no eran tanto enfrentamientos con supervillanos megalómanos, científicos locos o estrambóticos alienígenas como crímenes y delitos cotidianos que los habitantes de las ciudades conocían muy bien a su pesar. A diferencia de Batman, que se enfrentaba a sus excéntricos villanos de manera individual, metiéndolos en la cárcel un mes para luchar contra otro distinto el mes siguiente, en Daredevil los matones, estafadores, secuaces y delincuentes diversos, parecían operar como ramificaciones de una organización mayor dirigida por señores del crimen bien aceptados socialmente. De hecho, el más letal enemigo de Daredevil es Kingpin, un influyente y maquiavélico mafioso a cuyo servicio se encontraban asesinos como Elektra o Bullseye, pero que se oculta cómodamente tras una fachada de negocios legítimos.

Miller, por tanto, redujo el componente fantástico a la mínima expresión. Mantuvo los sentidos incrementados y el radar de Daredevil así como ciertos toques sobrenaturales aquí y allá –como las habilidades de Stick o los ninjas de La Mano– pero en lo básico, ancló la serie en el mundo real.

La visión oscura y pesimista de la sociedad que Miller traería a Daredevil coincidió, por tanto, con la aparente deriva del país hacia el caos social. Aunque esta tendencia ya puede atribuírsele a personajes como el Deathlok de Rich Buckler o el Castigador de Gerry Conway, estos autores nunca llegaron a desarrollar completamente el potencial violento de sus creaciones. Hubo que esperar a Miller para que el comic-book de superhéroes arremetiera contra las barreras impuestas por el Comics Code en historias ambientadas en el mundo “real” y que incluían unos bajos fondos rebosantes de camellos, yonquis, niños maltratados y violaciones.

Muy poco después, el británico Alan Moore haría el mismo trabajo de zapa en DC Comics y pronto ese nuevo halo oscuro y desmitificador se extendería como un virus en todas direcciones hasta el punto de que en los noventa había degenerado en la forma de cientos de colecciones ilegibles que alejaron a incontables lectores del género.

Miller mezclaba en su dibujo el naturalismo y el expresionismo. Sus figuras exhibían proporciones, poses y aspecto realistas según el canon establecido por su admirado Neal Adams –especialmente en las escenas de lucha–, pero se movían en entornos teñidos de surrealismo extraídos de los cómics del Spirit de Will Eisner o las historias de la EC firmadas por Bernie Krigstein o Harvey Kurtzman: habitaciones que parecían prolongarse hasta el infinito, celdas con techos y suelos cubiertos de barrotes, despachos con una iluminación imposible…

La luz fue otro de los puntos fuertes de este cómic, jugando con el claroscuro para construir una atmósfera claramente deudora del género negro y distanciada del mucho más luminoso mundo de los superhéroes. Las labores de iluminación las compartieron la colorista Glynis Wein y el entintador Klaus Janson (quien en 1982 pasó también a ocuparse de los colores). El resultado fue una colección que mezcla el género negro en su vertiente hard-boiled, las artes marciales y las fantasías superheroicas sobre el decorado de un Nueva York a mitad de camino entre lo realista y lo abstracto.

Más que un dibujante sobresaliente, Miller ha sido un gran narrador. En un cómic no basta con tener una buena historia y talento a la hora de representar figuras, fondos y ambientes, sino saber imprimir el adecuado tempo narrativo. Es la función equivalente a la que en una película desarrollan el director y el montador: determinar qué escenas y qué viñetas son las que hacen falta para contar la historia, las que harán que la trama se acelere o se detenga en el momento preciso. Y, en este sentido, con independencia de que la historia que tenga entre manos sea mejor o peor, Miller siempre ha sabido cómo contarlas sin que resulten aburridas, una habilidad –conseguida tras absorber el trabajo de grandes maestros del cómic y el cine– que ya demostró en esta su primera obra como autor. Ocultando sus deficiencias como dibujante, sus viñetas y sus encuadres están perfectamente pensados para destacar lo que el autor considera más importante en la escena. Hay viñetas horizontales y verticales, encuadres tradicionales o difuminados, raccords, pagiñas-viñeta y viñetas-detalle, alternancia de angulaciones extremas… pero siempre sin caer en el divismo. Por muy espectaculares que resulten sus páginas, no pretenden simplemente sorprender sino que responden al propósito de utilizar el lenguaje del cómic para darle la mayor energía a la historia que se cuenta.

En muchos sentidos, Daredevil no se ajustaba a la línea de comics Marvel de entonces. Miller creó un universo de ficción prácticamente disociado de la continuidad del resto de colecciones. El protagonista no se asociaba con los Vengadores o Spiderman ni se enfrentaba al Doctor Muerte o el Cráneo Rojo. En cambio, utilizando una mezcla de personajes clásicos de la serie y otros creados por él, Miller dio forma a un mundo autocontenido que no necesitaba del resto del catálogo Marvel: el mercenario loco Bullseye; el reportero del Daily Bugle Ben Urich; el Castigador; la Viuda Negra; el matón de poca monta Turk; el maestro ciego de artes marciales Stick; la organización de ninjas místicos conocida como La Mano…y Elektra.

Presentada por Miller en su primer número como autor completo (el mencionado 168), Elektra rápidamente se convirtió en uno de los personajes secundarios más populares de toda la editorial. Su origen se narró ya en ese capítulo: Matt Murdock y ella se conocieron en la universidad y se hicieron amantes hasta que el padre de ella, un diplomático griego, fue asesinado por unos terroristas.

Incapaz de hallar consuelo, Elektra se separó de Matt y durante dieciséis años se dedicó en cuerpo y alma a las artes marciales hasta que fue captada por la organización de ninjas La Mano, que la adiestró como asesina y le lavó el cerebro. Cuando en este punto regresa a la vida de Matt –e ignorando todo sobre su alter ego–, lo hace por tanto como su opuesto aun cuando sus respectivos uniformes compartan el color rojo. La muerte de su propio padre hizo que Matt Murdock dedicara su vida a defender la ley y el orden; en cambio y tras el asesinato del suyo, Elektra perdió la fe en la capacidad del hombre para el bien, abandonándose al crimen y la violencia. En sus principios vitales, motivaciones y acciones, Daredevil y Elektra eran polos opuestos.

Pero, además, Miller utilizó a Elektra para dotar de contenido al pasado de Matt Murdock, un pasado del que sólo se conocían breves pinceladas de su infancia, cómo adquirió sus poderes y la forma en que vengó la muerte de su padre. Ningún otro guionista se había molestado en preguntarse en qué ocupó Murdock sus años de formación como abogado, ese periodo en el que ya tenía sus poderes pero todavía no sabía qué hacer con ellos. En este temprano ejercicio de retrocontinuidad, Miller nos presenta su primer y apasionado amor y la tragedia que le puso fin, aportando más al personaje en un puñado de páginas que todos los guionistas anteriores en quince años.

Elektra tenía el físico de la culturista Lisa Lyon, pero estaba inspirada en una de las mujeres fatales del Spirit de Will Eisner, Sand Saref, si bien Miller la pasó por el tamiz de su propia fascinación por las artes marciales japonesas y la bautizó (inicialmente se había llamado “Indigo”) como un claro guiño al mito griego del mismo nombre, cuya tragedia vital adoptó para su origen.

La mujer mercenaria de los sais no sólo encandiló a todos los lectores desde el primer momento con su mezcla de erotismo, agresividad y feroz independencia sino que marcó en buena medida el camino a seguir por Miller. Su declarada intención inicial al hacerse cargo de la serie había sido la de adoptar un tono más ligero que el de su antecesor Roger McKenzie, pero lo que acabó haciendo fue todo lo contrario. No podía ser de otra manera con personajes como Elektra.

Que la serie había experimentado un cambio radical volvió a ponerlo de manifiesto el siguiente número, el 169 (marzo de 1981), donde Miller no solo continuó explorando los rincones menos agradecidos de la ciudad, sino también los de las mentes de sus personajes, a menudo más siniestros que el peor callejón de La Cocina del Infierno neoyorquina. Bullseye había sido creado para la colección por el guionista Marv Wolfman (quien dijo en su momento que encontraba Daredevil poco inspirador, dejando la serie ante la falta de ideas) y el dibujante Bob Brown.

En realidad, nunca se había hecho nada verdaderamente impactante con este villano. Era un segundón cuyo único talento era una puntería infalible con cualquier objeto que cayera en sus manos. Miller y McKenzie empezaron su conversión en psicópata letal en los números 160 y 161, y aquí Miller en solitario completa dicha transformación de villano de relleno a némesis inolvidable. Tal y como se ve en la notable portada de este episodio y en las páginas 2 y 3, Bullseye sufre alucinaciones a causa de un tumor cerebral. El intermitente delirio consiste en ver a Daredevil en todas y cada una de las personas que le rodean, lo que unido a un intenso dolor, agrava todavía más su psicopatía. La situación empeora hasta tal punto que Bullseye empieza a asesinar inocentes a diestro y siniestro por las calles y cines de Nueva York antes de que Daredevil lo encuentre y a duras penas lo derrote en los túneles del metro.

Por un momento, con su enemigo tendido en las vías a punto de ser arrollado por un tren, el héroe duda de si salvarlo o no: “Morirá…no puedo hacer nada. Estoy muy débil…no podré levantarlo. No podré…Mereces morir, Bullseye. Sé que volverás a matar…Te odio”. Finalmente, su sentido de la justicia se impone sobre su vertiente justiciera e intenta convencer al inspector de policía –y a sí mismo- de su decisión con un discurso de altos vuelos sobre la ética y el sistema legal. El detective, sin embargo, tiene menos remilgos: “Va a salir libre. Va a volver a matar. La próxima vez será culpa tuya”. En la última viñeta, desde la sala donde están operando a Bullseye para extraerle el tumor, llegan las palabras: “Caballeros, la operación ha sido un éxito. El paciente vivirá”. En muchos dramas médicos esas frases siempre sonaban como un triunfo sobre la muerte, una nota de esperanza en el futuro; pero aquí, con Daredevil regresando a las sombras mientras Manolis lo mira y esas palabras resuenan en la mente del lector, el resultado es el opuesto.

Este episodio y su desenlace es otro ejemplo de cómo Miller podía escribir historias y modelar personajes para hacerlos mucho más interesantes de lo que otros guionistas del género podían jamás soñar. Veamos otro ejemplo.

Wilson Fisk, alias Kingpin, había sido creado para ser un villano de Spiderman (apareció por primera vez en Amazing Spider-Man nº 50, julio de 1967). Stan Lee y John Romita lo habían presentado como un jefe mafioso, pero no tardó en declinar hasta verse reducido a poco más que una caricatura de sí mismo, un enemigo gordinflón y absurdamente elegante al que el héroe arácnido vapuleaba sin demasiados problemas.

Sin duda, necesitaba una actualización radical y Miller se la proporcionó en el nº 170 (mayo de 1981) de Daredevil. En el arco argumental que aquí comienza (y que se extiende hasta el nº 172), titulado “Guerra de bandas”, la colección se transforma de manera clara en una historia de género negro –salvo por una digresión con unos ninjas y el regreso de Elektra en el episodio final–. Daredevil se ve inmerso en una despiadada lucha por el control del mundo criminal de Nueva York en la que habrá asesinos a sueldo, palizas, atentados con bomba, ejecuciones, peleas en bares, traiciones, engaños… Kingpin, que había estado residiendo en el extranjero tras hacer caso a su mujer Vanessa y renunciar a la vida de señor del crimen, se ve obligado a regresar a Nueva York cuando los hombres a los que legó su imperio se ponen nerviosos al enterarse de que su antiguo jefe podría entregar al fiscal pruebas que los enviarían a todos a la cárcel.

Secuestran a Vanessa con el fin de atraerle a la ciudad y contratan a Bullseye, ya recuperado de su operación, para que lo asesine. Pero estos mafiosos no cuentan con la inteligencia y experiencia de Kingpin, que vuelve su plan contra ellos y se convierte en su peor pesadilla.

Miller renueva completamente a Kingpin, transformándolo de estrambótico villano a frío hombre de negocios, respetable e influyente, integrado socialmente y reconocido como un importante empresario mientras en la sombra mantiene una extensa red de negocios ilegales y ocultos tras empresas pantalla, sicarios y hombres de paja. Kingpin es un superviviente nato, un individuo con un físico imponente –aunque rara vez recurra a la fuerza bruta– y una mente y voluntad todavía más poderosas. Seguro de sí mismo y magistral estratega, Kingpin no sólo pasó a formar parte de la galería de secundarios permanentes de la colección, sino que, en último término, fue el catalizador del viaje a la oscuridad que emprende el propio protagonista. Es Kinping quien acosará desde la sombra tanto a Matt Murdock como a Daredevil, permaneciendo intocable tras su pantalla de respetabilidad, enfrentándolo a dilemas morales que harán tambalear sus principios y, al final, destruyendo todo lo que le importa. Pero eso será más adelante.

La reconversión de Kinping fue un movimiento acertado que precedería a lo que Marv Wolfman y John Byrne harían años más tarde con Lex Luthor en Superman. Tan poderosa fue esta nueva versión del villano que permanecería inalterada durante décadas, siendo la adoptada por las series de animación o la película del personaje.

Los tres episodios que narran el regreso de Kingpin al crimen tienen un final no muy intenso en el 172 (julio de 1981). Sí, tenemos un enfrentamiento entre Daredevil y Bullseye y un epílogo que nos promete que Kingpin volverá en el futuro, pero la verdadera conclusión de este arco reposa sobre el dilema moral al que debe enfrentarse Daredevil: Kingpin le proporciona las pruebas que necesita para derribar a las organizaciones mafiosas, pero al aceptarlas deja la puerta abierta a que Kingpin llene ese hueco. Es el tipo de final agridulce que corresponde al mundo moralmente gris de Frank Miller, un mundo parecido al nuestro en el sentido de que la victoria del héroe no siempre es limpia y rotunda.

A tal fin, Miller narra la historia desde diferentes niveles, empezando por el punto de vista del propio Daredevil cuando escapa de la trampa acuática en la que ha caído, descubriendo los grotescos habitantes del subsuelo neoyorquino que más tarde retomaría para otro intenso episodio con Kingpin –y que Chris Claremont adoptaría también para los X-Men: los Morlocks–. Luego, tenemos a Daredevil buscando información sobre Kingpin en lugares como el bar de Josie y a continuación el narrador pasa a ser una tercera persona muy al estilo de la voz en off en una película de serie negra, con frases como “Para amar a Nueva York tienes que conocerla. Y para conocerla debes aceptar lo bueno y lo malo que tiene…”. Son cuadros de texto que inserta en estrechas viñetas verticales que separan cada escena, guiando al lector en su viaje desde los brillantes rascacielos del centro hasta los tejados de los edificios de ladrillo de Brooklyn.

En la página siete, las torres de cristal iluminadas y de aspecto etéreo contrastan con los sucios tratos que se cierran en su interior: los jefes de las familias contratan a Bullseye para encontrar a Kingpin. Siguen tres viñetas que muestran lo lejos que está dispuesto a llegar el psicópata asesino para cumplir su misión antes de saltar a otra localización, otra torre, ésta a oscuras y cuyas formas sólo quedan sugeridas por el contraste que produce la luz de la luna sobre sus superficies: es el cuartel secreto de Kingpin. Sin embargo, Bullseye no finaliza su encargo, cambiando de amo en el último momento y Kingpin vuelve el juego contra sus enemigos, incluido Lynch, su ayudante más cercano y al que encuentra responsable de la supuesta muerte de su esposa. Es entonces cuando Kingpin, en una explosión de violencia, se desprende de sus maneras tranquilas y educadas, deja emerger su lado más bestial, la persona que empezó siendo en las calles, y apalea a Lynch hasta matarlo.

En otro paso de gigante hacia los planos más oscuros del género, Miller continuó su trilogía de “Guerra de bandas” –ya con cadencia mensual desde el 171– con una exploración de la mente de un agresor sexual en el número 173 (agosto de 1981). Que este número pasara la censura del Comics Code Authority es indicativo de la rápida erosión que estaba experimentando esa institución. Así, un formato y género todavía mayoritariamente considerado como infantil, se convertía en vehículo para adentrarse en temas como la violación y la violencia contra las mujeres.

Por primera vez en los cómics generalistas, los lectores se encontraban con un villano ataviado con vestuario y complementos sadomasoquistas, máscara y correajes incluidos. En cualquier otra circunstancia, esto hubiera causado un escándalo o, al menos, sorpresa entre los seguidores de la colección, pero a estas alturas y tal y como Miller desarrollaba sus historias, casi era de esperar.

Michael Reese es un misógino que persigue a la psiquiatra que trata a Melvin Potter alias Gladiador. En una escena quizá inspirada en la película Sola en la oscuridad (1967), Reese ataca a la doctora en su apartamento a oscuras, pero consigue escapar cuando los vecinos acuden alarmados. Naturalmente, Daredevil lo persigue y lo captura, pero entonces le llega el turno de prestar testimonio a la secretaria de Matt Murdock, Becky Blake. Resulta que ella fue víctima del propio Reese años atrás, un ataque que la dejó paralítica (de hecho, Becky hubiera sido la pareja natural de Matt, en lugar de la maniática Heather Glenn, que había sido introducida en la colección para sustituir a Karen Page). A pesar del espinoso y adulto tema que constituía el núcleo de este episodio, Miller volvió a ofrecer una narración interesante y bien escrita sobre los aspectos menos ejemplares de nuestra especie.

Recuperando a Elektra, Miller presenta a La Mano en el número 174 (septiembre de 1981), una organización mercenaria de ninjas asesinos con elementos místicos. Fueron estos los últimos coletazos en Marvel de la fiebre por las artes marciales que, a raíz del éxito de Bruce Lee en los setenta, había producido comics como Master of Kung Fu, Puño de Hierro o Deadly Hands of Kung Fu. El propio autor era un gran aficionado a ese tipo de películas y los nunchakus, los sais, las katanas y los shuriken pasaron a formar parte integral de su Daredevil.

El héroe ciego se convirtió asimismo en un poco ortodoxo artista marcial que combinaba golpes y patadas propias del kung fu con su habilidad acrobática y sus conocimientos pugilísticos. En este episodio, los ninjas recibían el encargo de asesinar a Murdock y Elektra, quien a pesar de su fría actitud todavía guarda espacio en su corazón para su antiguo novio, acude a rescatarlo. Miller intercala suspense y acción con el desarrollo de personajes mediante breves pero eficaces pinceladas y, así, vemos pequeñas pero definitorias escenas que incluyen a Kingpin, Foggy o el Gladiador.

Los ninjas y Elektra continuarán coprotagonizando los siguientes números, 175 y 176 (octubre-noviembre de 81), con la introducción de un superguerrero ninja, un gigantón misterioso y aparentemente indestructible.

Daredevil-Matt Murdock se ve atrapado en un triángulo amoroso entre Elektra y Heather, dos mujeres completamente diferentes en todos los aspectos. Por ejemplo, en su actitud hacia el protagonista: mientras que la primera se muestra fría e independiente, la segunda exhibe una dependencia sentimental que raya lo enfermizo; Elektra sabe en todo momento lo que debe hacer y no duda en llevarlo a cabo, mientras que Heather se retuerce en la duda y la indecisión. El propio Daredevil no sabe muy bien qué hacer con Elektra y oscila entre intentar la reconciliación, rehabilitarla o castigarla por sus crímenes. Por si fuera poco, pierde su sentido radar debido a una explosión y se encuentra –en todos los aspectos– más ciego que nunca. Desesperado, emprende por los bajos fondos la búsqueda de su antiguo mentor, un temperamental ciego llamado Stick que le enseñó a dominar y controlar sus poderes.

El nº 177 (diciembre de 1981) es un viaje a la mente de Daredevil de la mano de Stick, quien, en la mejor tradición de las películas de kung fu, lo somete a un despiadado tratamiento físico y mental para que conecte con sus complejos y miedos más íntimos y los venza. Miller vuelve a dar un paso más allá en la deconstrucción del personaje mediante la construcción de su pasado. Así, vemos cómo Matt le guarda rencor a su padre por obligarle a estudiar tanto, sigue teniendo miedo de los chicuelos que le pegaban al salir de la escuela, se arrepiente de haber salvado al anciano del accidente que le otorgó sus poderes y siente remordimientos por la muerte de su padre. Todos esos enemigos mentales, según Stick, son lo que le impiden recuperar el equilibrio mental que le permite acceder a su sentido radar y a los que debe vencer.

Por otra parte y simultáneamente, Miller va colocando las piezas para un nuevo arco argumental a desarrollar en los próximos episodios. Ben Urich descubre que el candidato a alcalde de la ciudad en las ya cercanas elecciones, Randolph Winston Cherryh, es en realidad un títere de Kingpin.  J. Jonah Jameson, el director del Daily Bugle, accede a publicarlo aunque sabe que esto le acarreará consecuencias. Jameson era un personaje proveniente de la colección de Spiderman que casi siempre era retratado como un lunático consumido por su odio hacia el trepamuros, un amargado e insatisfecho individuo que anteponía sus prejuicios y obsesiones al trabajo periodístico. Miller, en cambio, lo presenta como un profesional responsable y preocupado por sus empleados, en concreto por Ben Urich. Jameson contrata al bufete de Nelson y Murdock para preparar la defensa ante una posible demanda como represalia a la publicación del artículo.

En el 178 (enero de 1982), las cosas se complican cuando Elektra es contratada como asesina de cabecera por Kingpin. Sabiendo que el caso que ha aceptado contra la mafia es peligroso Foggy acude a dos héroes de alquiler, Powerman y Iron Fist, para que ejerzan de guardaespaldas de su compañero Matt Murdock, al que, claro está, cree especialmente indefenso por ser ciego. Por supuesto, ello dará lugar a toda una serie de malentendidos más o menos ligeros (a Miller nunca se le ha dado muy bien la vis cómica), tono que no continuará, sino todo lo contrario, en el siguiente episodio, el 179 (febrero de 1982), titulado “Ensartado” (la trama con Power Man y Iron Fist, no obstante, tendrá su final en la colección de aquéllos, concretamente en su número 77).

Narrado desde el punto de vista de Ben Urich, este episodio es otra demostración de lo bien que manejaba Miller tanto la caracterización como la fusión del género negro con el superheroico. En una intensa escena de apertura, Urich se entrevista en un cine con un confidente de Kingpin acerca del candidato corrupto, Cherryh. Entonces, el soplón es acuchillado por detrás, sin que nadie más que Urich se de cuenta, por Elektra, que amenaza al periodista con correr la misma suerte si continua investigando. Luego siguen dos páginas ambientadas en las desiertas oficinas en penumbra, un espacio que se pierde al infinito y que subraya la soledad de Urich. Éste será quien descubra a Vanessa, la esposa de Kingpin a la que todo el mundo daba por muerta, deambulando como un zombi por los laberintos subterráneos de la ciudad.

Ben Urich es quizá el personaje más centrado y moral de toda la colección. Aunque miope y físicamente frágil, su agudeza y perseverancia, ya lo vimos, le habían llevado a descubrir que Matt Murdock y Daredevil son la misma persona, pero acaba tomando la decisión correcta: renunciar al premio Pulitzer por su investigación a cambio de que Daredevil pueda seguir haciendo su trabajo y salvar vidas inocentes. Prueba del cariño que Miller había tomado por el personaje es que este episodio le esté dedicado casi en exclusiva. Urich es un buen hombre que se esfuerza por hacer bien su trabajo. No tiene poderes especiales ni adiestramiento de combate y aunque tiene arrestos para llevar adelante sus pesquisas, también es presa del miedo al verse en peligro. Otro detalle que lo llena de humanidad es la tierna relación que comparte con su mujer, algo que nos muestra una inusual página en la que ambos van a compartir un momento de intimidad sexual cuando suena el teléfono y él debe salir para atender su trabajo. Esta atención por la vida doméstica de los personajes es otro de los aspectos que elevaba a Daredevil por encima de otros títulos superheroicos.

El episodio se aproximaba a su final con otro combate entre Daredevil y Elektra, una secuencia llena de acción, ritmo y violencia que deja claro que la asesina es pero que muy capaz no sólo de enfrentarse al héroe, sino de vencerle. Y el remate es una brutal página en la que Elektra atraviesa con su sai a un aterrorizado e indefenso Ben Urich.

El arco argumental sobre la corrupción política en las elecciones llega a su final en el nº 180 (marzo de 1982), una historia de degradación física y mental que transcurre semanas después del último capítulo. Ben Urich, ya recuperado, ha entendido el mensaje y decide abandonar la investigación…o mejor dicho, toma un desvío, puesto que pone a Daredevil sobre la pista de Vanessa. El héroe desciende a las alcantarillas para buscarla y devolvérsela a Kingpin a cambio de que retire a Cherryh de la carrera electoral y lo entregue a la justicia. En ese submundo urbano el héroe se topará con un ejército de seres deformes liderados por un grotesco villano, una suerte de reflejo del Kingpin de la superficie, más monstruo que humano (un modelo sobre el que Miller volvería una y otra vez en su carrera, desde Ronin a 300 pasando por Dark Knight). Vanessa resulta ser la gran debilidad del gran enemigo, aquel aspecto de su vida que lo humaniza y por el que está dispuesto a cualquier cosa. La tierna relación entre el villano y su esposa sería el centro temático de una excelente novela gráfica Daredevil: Amor y guerra que Miller escribiría y Bill Sienkiewick ilustraría cuatro años después.

Aparte de encontrarnos de nuevo a Daredevil enfrentado a un dilema moral que le lleva, otra vez, a pactar con su peor enemigo, lo que llama la atención aquí es el tratamiento que recibe Vanessa. Lo que le sucede anticipa lo que Miller le hará a Karen Page en la saga Born Again. En aquellos años, a los lectores les encantaban este tipo de giros radicales e inesperados en personajes ya muy conocidos, pero con la perspectiva que nos da el tiempo, hay quien los ve como una cosificación de la mujer.

A pesar de que había superheroínas con poderes mucho más llamativos de lo que había sido habitual años atrás hasta el punto de igualar o incluso superar a sus colegas masculinos, ese avance quedaba neutralizado por la insistencia en mostrarlas con cuerpos exuberantes y uniformes que eran poco más que lencería sexy. Todo ello iba dirigido a encandilar a los lectores adolescentes, el tipo de clientes que acudían regularmente a las tiendas de cómics y convenciones (donde podían verse a la venta ilustraciones de aficionados representando a heroínas en posiciones “comprometidas”, algo que luego se institucionalizó y profesionalizó en cómics como Lost Girls de Alan Moore). Aunque eran más que capaces de narrar buenas historias, muchos artistas del cómic no encontraban en sí mismos el enfoque que pudiera abrir el género superheroico a todos los sexos y rangos de edad. En cambio, preferían regodearse en sus propias y soterradas fantasías adolescentes. Fue una lástima que el comic-book americano acabara víctima de este enfoque lúbrico porque cerraron la puerta a nuevos lectores que hubieran podido revitalizar el género y, por extensión, toda la industria.

Mientras tanto, Frank Miller se esforzaba no sólo por depurar su técnica narrativa, sino por innovar en el ámbito de los superhéroes. Al comienzo de su etapa en Daredevil, utilizaba los recursos tradicionales del género: globos de pensamiento y cuadros de texto escritos en tercera persona por un narrador omnisciente. Sin embargo, su opinión era que el comic-book era un formato en el que sobraban palabras, algo que fue especialmente cierto en los setenta, cuando los guionistas de Marvel y DC llenaban las páginas –quizá intentando compensar el escritor frustrado que llevaban en su interior– de cuadros de texto, soliloquios y pesados diálogos. Miller, en cambio y tras estudiar los cómics japoneses de samuráis, decidió apoyar la narración de Daredevil todo lo posible en las imágenes y dejar que el lector hiciera la mayor parte del trabajo de interpretación.

Como preparación a este salto creativo, realizó un experimento: escribir y dibujar una historia corta sin ningún texto de apoyo ni globos de pensamiento. Aquellas diez páginas en blanco y negro protagonizadas por Elektra fueron publicadas en la revista Aventuras Bizarras nº 28 (octubre de 1981). En los meses siguientes, Miller fue “limpiando” la colección regular de Daredevil reduciendo el texto y dejando que los argumentos se desenvolvieran gracias a las imágenes. También empezó a sustituir la narración en tercera persona por otra en primera.

En 1982, Marvel Comics subía como la espuma. No sólo estrenó nuevas oficinas en Park Avenue, sino que sus ventas aumentaron casi un 20%. Y, gracias al nuevo sistema de royalties promovido por Jim Shooter, se repartió entre los creadores dos millones de dólares en bonus. De hecho, toda la línea de cómics de Marvel se estaba vendiendo tan bien que todos los autores recibieron ese plus: ningún título vendió menos de los 100.000 ejemplares que marcaban el límite inferior para obtenerlo.

Como era de esperar, la colección más vendida era Uncanny X-Men, que vendía una media mensual de 313.000 copias. Los otros títulos que superaban los 200.000 ejemplares por número eran Amazing Spider-Man, Los Cuatro Fantásticos, Los Vengadores y Star Wars. Pero el título cuyas ventas se incrementaron de manera más espectacular fue el Daredevil de Frank Miller, que de los 130.000 ejemplares por número en 1981 pasó a 180.000 en 1982.

El impacto que estaba causando Daredevil se explica perfectamente por números como el 181 (abril de 1982), con el que la colección ofreció uno de los momentos más sobrecogedores de la historia de la editorial. Este número extra de 38 páginas comienza de una manera difícilmente mejorable: una página viñeta impactante tomada desde el punto de vista de un francotirador y en la que se ve reventar la cabeza de Daredevil, con un chorro de sangre que sale disparado desde su cráneo enmarcado por la mirilla de un fusil. Para alivio del lector, esa imagen resulta ser una fantasía de la retorcida mente de Bullseye, ahora cumpliendo pena en prisión. Es él quien, desde su mente de asesino psicópata, nos narra la historia, explicando –que no justificando– su comportamiento violento y sanguinario. Dejando atrás un reguero de cadáveres, Bullseye escapa de la cárcel e intenta recuperar su perdido puesto de asesino de cabecera a sueldo de Kingpin, ahora ocupado por Elektra. Y, ¿qué mejor manera de demostrar su cualificación que asesinando a ésta?

Bullseye encuentra a Elektra y, tras una extensa escena de combate que se extiende cuatro páginas, el primero rebana el cuello de su oponente con un naipe y a continuación la apuñala salvajemente con su propio sai. Es una imagen brutal que en su momento aún lo debió parecer más. Recurriendo a sus últimas fuerzas, chorreando sangre oscura de sus heridas, Elektra se tambalea por las calles de Manhattan hasta la casa de su antiguo amor, Matt Murdock… y muere en sus brazos.

Ese detalle y una posterior investigación revelará a Bullseye que Murdock es, efectivamente, Daredevil, una información que transmitirá a Kingpin y que tendrá su crucial efecto años después, cuando Miller vuelva a la colección tras haberse marchado a DC.

Daredevil, enfurecido como nunca antes, persigue a Bullseye, combate con él y lo deja caer al vacío, mandándolo al hospital con la columna vertebral rota, una lesión que equivale a la herida emocional que el héroe experimenta. Y es sólo al final cuando el lector se topa con el principal giro de la historia: Bullseye ha estado narrando todo lo anterior desde la cama de hospital en la que se encuentra paralizado del cuello para abajo e incapaz de articular palabra.

En el número 169, Daredevil había dejado vivir a Bullseye, rescatándolo inconsciente de las vías del metro ante la recriminación del teniente de policía Manolis. Pero ahora es un hombre diferente. El reencuentro con Elektra lo cambió todo… y su muerte vuelve a trastocar su vida. Ya no le queda compasión y sabe lo que debe hacer con Bullseye. En la viñeta inmediatamente anterior a que suelte su mano y lo deje caer, quizá para no sufrir una previsible censura, Miller hizo que el villano, llevado por su odio, hiciera un último intento de apuñalar al héroe, pudiendo de esta forma interpretarse que Daredevil no tenía más remedio que soltarlo. Pero el lector maduro –y el propio Miller– sabe que no es así, que Daredevil lo soltó adrede, ejerciendo de juez y verdugo.

Fueron momentos tan impactantes como los narrados en este número los que pusieron de manifiesto el tipo de conflictos que Miller había sembrado en su protagonista, conflictos, por otra parte, inherentes al propio personaje pero nunca tan explícitamente descritos. Desde sus inicios en los sesenta, Marvel se había distinguido por abrumar a sus héroes con todo tipo de problemas, pero Miller fue un paso más allá. Por una parte, Matt Murdock no sólo es un brillante abogado sino que cree firmemente en la validez y justicia del sistema legal establecido. Pero por otra, su alter-ego, Daredevil, opera al margen de ese mismo sistema, guiándose no por la ley, sino por la justicia y la compasión por las víctimas del crimen. Esa contradicción es una herida en la que Miller hurgaría una y otra vez, enfrentando al personaje a auténticos dilemas morales y éticos que ponían en entredicho sus motivaciones: su amor por Elektra o su odio por Bullseye pueden más que su respeto por la ley; pacta con Kingping para salvar a un inocente pero al mismo tiempo debe recuperar sus valores cuando se enfrenta al Castigador, alguien quien carece de sus titubeos y doble moral a la hora de luchar contra el crimen.

Fue este episodio 181 el que se convirtió en la base para el argumento de la película sobre el héroe que se estrenó en 2003 y con la que se intentó recrear la vertiente más oscura del trabajo de Miller en la colección, hasta el punto de que se trasladaron algunas escenas de manera literal. Sin embargo, al carecer el film del trabajo que durante meses había ido permitiendo caracterizar a los personajes, dar forma a su particular universo y aumentar progresivamente la tensión, el director, Steven Johnson, sólo pudo ofrecer una insatisfactoria y superficial sombra de lo que los aficionados habían podido disfrutar en el cómic.

Definitivamente, desde su comienzo en el nº 159, Miller había impregnado de oscuridad y violencia a este cómic Marvel. Puede que no parezca un intervalo muy amplio –de hecho, no lo es–, pero fue suficiente para que el joven autor, prácticamente en solitario, deshiciera las ataduras que la censura imponía sobre la industria de los superhéroes. Y ello aun cuando el sello del Comics Code Authority seguía estampándose en la cabecera, un emblema que cada vez perdía más y más significado. No había nada parecido en toda la línea de cómics de la editorial o de la competencia. Probablemente, Stan Lee o Roy Thomas habrían renegado de esta manera de interpretar la figura del superhéroe, pero a estas alturas a Miller ya no había quien le parara los pies. Daredevil se había convertido en uno de los tebeos más vendidos de la casa y tanto lectores como críticos estaban entusiasmados. En todos sus experimentos temáticos y gráficos, gozó de una libertad casi inaudita en la industria. Jim Shooter y el editor de la colección, Denny O’Neil, le dejaron hacer a su gusto, incluyendo matar a un personaje, Elektra, que ya se había convertido en alguien tan popular como el protagonista nominal de la colección. Tanto era así, que Miller se vio bombardeado con cartas de fans enfurecidos, algunos de los cuales incluso le amenazaron de muerte, y le obligaron a acudir al FBI para denunciar el hecho. `

Frank Miller, lejos de limitarse a utilizar al protagonista para narrar aventuras de acción y fantasía, se había empeñado en dibujar un mapa psicológico del mismo, estudiando sus motivaciones, sus principios y sus metas y la manera en que estos chocaban entre sí. De hecho, había encarrilado a Matt Murdock-Daredevil en un proceso de autodestrucción que alcanzaría su clímax no en esta etapa, sino en una posterior y más breve, dentro del arco argumental conocido como “Born Again” y de la que hablaremos en su momento.

En el nº 182 (mayo de 1982), lo vemos hundirse emocionalmente a raíz de la muerte de Elektra en el episodio anterior. Por alguna razón, el regreso de su antiguo amor reconvertida en todo aquello que él aborrecía, le había llegado a obsesionar de forma malsana, obsesión que se prolonga tras su asesinato. La portada transmite claramente el mensaje emocional, con un Matt Murdock vestido de Daredevil –sin la máscara– abrazado a la tumba de Elektra con un paisaje nevado de fondo que representa su propio estado mental. Aquí, discutirá con Heather e, incapaz de aceptar los hechos, presionará a su amigo Foggy para inhumar el cadáver y demostrar que no se trata de ella. Llegará incluso a enfrentarse a Kingpin buscando una verdad que no existe y terminará desenterrando el cuerpo él mismo en un acto que no puede sino calificarse de locura. Difícilmente podrían los seguidores más veteranos del personaje relacionar al alegre héroe de antaño con este patético neurótico atrapado en sus propios delirios e incapaz de decidir qué hacer con su vida.

En ese número 182, además de la peligrosa deriva mental de Daredevil, se presenta una subtrama en la que el Castigador huye de la cárcel y empieza a perseguir y asesinar a los traficantes de una nueva droga conocida como «polvo de ángel». Una trama que, junto a los dos números siguientes, 183 y 184 (junio-julio de 1982), conforman una saga que se tituló “Juego de niños”.

Era, en realidad, la historia que Roger McKenzie y Frank Miller habían realizado dos años antes para el número 167 y que, como conté más arriba, había quedado censurada y apartada para evitar problemas con el Comics Code Authority. Ahora, más de un año después y con el camino expedito para introducir temas antes prohibidos, Miller recuperó esa historia y la fundió con el nuevo entorno que él mismo había ido construyendo para la serie. Esa fusión funciona bien en el aspecto argumental y de trama, aunque gráficamente se diferencian demasiado las páginas dibujadas por Miller en sus inicios en la colección con las modernas, una disparidad que permite comparar lo mucho que tanto él como su entintador Klaus Janson habían evolucionado en ese intervalo.

Ahora bien, en la segunda mitad de 1982 y conforme el año avanzaba hacia su final, Miller fue apartándose progresivamente del dibujo de la colección, limitándose en último término a aportar meros esbozos que Klaus Janson debía completar y entintar. De hecho, en el número 185 (agosto de 1982), Miller ya sólo aparecería acreditado como guionista/abocetador y Janson como dibujante, entintador y colorista. Puede que la razón estuviera en que Miller ya estaba pensando en su próximo proyecto, uno que no tendría cabida en Marvel.

A mediados de año se había reunido con Jenette Kahn, presidenta de DC Comics, para presentarle una historia de samuráis futuristas que se titularía Ronin. Kahn era muy consciente de que Miller se había convertido en un autor tan personal y querido por los lectores que éstos le serían fieles a él y no al personaje del que se ocupara en cada momento, un estatus que pocos artistas de cómic habían alcanzado siendo tan jóvenes. Por tanto, Kahn acabó otorgándole total libertad creativa, derechos sobre la obra, que su nombre figurara sobre el título y unos emolumentos muy generosos. De Ronin ya hablamos en otro artículo, pero lo que aquí nos importa es que su etapa en Daredevil llegaba a su final… por el momento.

Volviendo al dibujo de Daredevil, no es que Janson fuera un mal profesional. De hecho, consiguió entender y mantener el estilo de Miller bastante bien haciendo de esa transición gráfica un proceso relativamente “indoloro”. Pero, con todo, no era Miller, y a medida que la colección se aproximaba al final de la etapa, el estilo personal de Janson, al que no puede calificarse de satisfactorio, fue sobreponiéndose.

Janson, aunque era un buen entintador (uno de los mejores, de hecho, desde Tom Palmer), nunca consiguió dar el salto que le llevara a ser un dibujante titular de renombre. Sus figuras eran demasiado rígidas, sus composiciones poco emocionantes, los fondos eran inexistentes y su atención por el detalle mínima. Pero entintando sobre los lápices del dibujante adecuado, su trabajo podía alcanzar cotas notables, como en el Deathlok, de Rich Buckler, o Battlestar Galactica, de Walter Simonson.

La misión que Miller normalmente le reservaba a Foggy Nelson, el compañero de Murdock tan fiel como torpón, era la de servir de alivio cómico y contrapunto humorístico que de vez en cuando pudiera aliviar la tensión y la oscuridad de la colección. El mejor ejemplo de ello es el nº 185, titulado “Agallas”: intentando ayudar a Heather en su trance personal y profesional, Foggy adopta la identidad falsa de “Agallas Nelson”, un detective privado que –protegido sin saberlo por Daredevil– se enfrenta tanto con Kingpin como con los matones de los bajos fondos. Es un episodio homenaje al género negro clásico cuyo humor –y esto es una apreciación personal– no termina de funcionar en el marco de la deriva trágica en la que la serie llevaba inmersa bastantes meses y que ya no abandonaría hasta su final.

Prueba de ello es el papel que en este drama juega Heather Glenn, una mujer de carácter difícil a la que resultaba complicado ver como novia de Matt Murdock. De hecho, la relación entre ambos había sido una inacabable montaña rusa de rupturas y reconciliaciones. Heather había comenzado esta etapa como la hija alocada y fiestera de un acaudalado industrial, pero tras descubrir que la empresa que había heredado estaba involucrada en asuntos turbios, había pedido ayuda a Matt-Daredevil para enfrentarse a ellos. Craso error, porque su novio, lejos de estar centrado y seguro de sus sentimientos hacia ella, hacía muchos números que se sumía en una espiral de locura, obsesiones y delirios. Así, en el nº 186 (septiembre de 1982), no hace sino demandar al consejo de administración y hundir el conglomerado empresarial con el fin de impedir que ella asuma responsabilidades y encuentre una actividad que llene su tiempo, dé sentido a su vida y, en definitiva, le reste protagonismo a Murdock. Al final, Heather, desesperada y perdida, acepta la proposición de matrimonio que un par de números antes le había hecho Matt. Por encima del comportamiento violento y la cierta ambigüedad moral que el protagonista había ido exhibiendo en la colección, es aquí donde más bajo cae, algo a lo que quizá haga referencia la portada, con un Daredevil desplomándose vertiginosamente hacia un pozo sin fondo. Por desgracia, la intensidad dramática de este episodio queda algo empañada por la desafortunada intervención del estúpido villano El Zancudo, esta vez encarnado por el igualmente cretino Turk.

Quizá como una manifestación física de la confusión mental que lo atormenta, en este número 186, los poderes sensoriales de Daredevil empiezan a escapar a su control. En el 187 (octubre de 1982), el héroe inicia una nueva búsqueda de Stick, el único que cree le puede ayudar, mientras a su alrededor estalla una guerra entre los ninjas de La Mano, que resucitan a su legendario guerrero Kirigi –muerto a manos de Elektra números atrás– y los ninjas blancos de Stick. Este arco argumental, que se extenderá hasta el nº 190 (enerode 1983), es un batiburrillo acelerado de subtramas que se resuelven sin mucho acierto, aunque gracias a la pericia de Miller para imprimir ritmo a la historia y al indudable atractivo del microuniverso que había creado en su propio rincón de la continuidad Marvel, se lee con agrado.

Así, vemos el regreso de una renovada Viuda Negra que, envenenada sin salvación, acude –como lo había hecho Elektra– a pedir ayuda a Matt Murdock justo a tiempo para morir en sus brazos. Murdock, por su parte, descubre con sorpresa –al igual que los lectores– que sus poderes no provienen de la radiación accidental que recibió en su infancia, sino que esa tragedia no hizo sino abrirle la puerta a unas capacidades latentes en todo el mundo pero que nadie tiene la oportunidad de descubrir. Esta revelación un tanto peregrina antecede a su súbito restablecimiento, justo a tiempo para intervenir en la contienda entre ninjas. Contienda a la que se sumará la Viuda Negra tras ser resucitada por los ninjas de Kirigi. Sin embargo, con todo lo temible que dicen que es este ninja, es liquidado en su primera intervención por los guerreros de Stick y sin sudar demasiado.

Por si todo este lío fuera poco, Foggy y la Viuda intrigarán para romper la relación entre Heather y Matt en un movimiento difícilmente comprensible. Stick morirá y a Daredevil no se le ocurrirá mejor idea que resucitar a Elektra, algo que, en el fondo, llevaba deseando desde hacía tiempo y para lo cual ahora tiene la excusa perfecta. El final de todo esto es un tanto ambiguo: La Mano es detenida aunque pagando un alto precio (la práctica extinción de la organización de Stick); Daredevil se ve obligado a pedir ayuda a Kingpin, entrando de nuevo en un terreno moralmente gris; su relación con Heather ha quedado cortada…¿Y Elektra? Su cadáver ha desaparecido en la refriega y las cuatro últimas páginas nos la muestran vestida de blanco, escalando y coronando una montaña en algún lugar remoto y con una expresión de paz en su rostro.

¿Es una escena de carácter alegórico que nos dice que, aunque ha muerto, su espíritu ha quedado limpio de odio y puede ahora descansar en paz, redimido por el amor que Matt Murdock sentía por ella? ¿O bien ha resucitado literalmente aunque renovada, y su destino es reconstruir la orden de Stick, la misma orden que un día la expulsó por carecer de la serenidad espiritual necesaria? En cualquier caso, es irónico que Elektra sea la única que consigue escapar de la derrota y la espiral de violencia y destrucción en que se hallan sumidos buena parte del resto de los personajes (Daredevil, Kingpin, Bullseye, Heather Glenn).

Ignoro cuáles fueron las intenciones de Miller en su día, pero lo cierto es que, a pesar de que probablemente Marvel sabía que Elektra podía ser una mina de oro en potencia, respetó los deseos del artista. Éste retomó a su personaje en dos proyectos especiales de los que hablaré en su momento, Elektra Asesina y Elektra Lives Again. Hasta que en 1994, en pleno auge de los “héroes” moralmente ambiguos y decididamente violentos, Dan Chichester, guionista por entonces de Daredevil, recibió el beneplácito de Marvel para reintroducir al personaje, algo totalmente innecesario por haber cumplido su ciclo en la vida del protagonista tras haber tenido un papel relevante en una de las mejores etapas del comic-book americano de los ochenta. A partir de ese momento y como demostración de que Miller fue el único capaz de dotar de carisma al personaje, nada bueno se puede decir de la asesina ninja.

El proceso de autodestrucción en el que Miller había incurso a su personaje llegó a su punto álgido –o más bajo, según se mire– en el último episodio que realizó antes de marcharse de la colección, el 191 (febrero de 1983): “Ruleta”.

Entintado por Terry Austin en lugar del habitual Klaus Janson, es un momento sobresaliente en la trayectoria de Daredevil que sirve de coda y resumen de muchos de los temas morales planteados por el autor hasta ese momento. Daredevil está sentado junto a la cama del parapléjico Bullseye en un hospital y juega con él a la ruleta rusa. Mientras va apretando el gatillo alternativamente sobre su cabeza y la de su enemigo, le narra una historia de fracaso personal, como héroe y como abogado, a la hora de salvaguardar el futuro de un niño de la influencia de su corrupto padre. No sólo la historia de ese niño dividido entre su admiración por Daredevil y el amor por su violento padre es desgarradora, sino que Miller se atreve a deconstruir todavía más al personaje estableciendo una analogía con su propio pasado y revelando que el padre de Matt, Jack “Batallador” Murdock, distaba de ser alguien digno de admiración. Alcoholizado y amargado, pega a su hijo en un instante de ira. Esa, nos dice Miller, fue la génesis del Matt Murdock abogado: “Aquella noche, estuve reflexionando sobre el puente de Brooklyn acerca del bien y el mal, acerca de que también mi padre era capaz de hacer cosas malas, de que él tenía que atenerse a unas reglas y unas leyes. Por la mañana, ya había decidido qué iba a ser de mayor. Iba a ser abogado”.

Junto a una serie de reflexiones sobre la moral, la ley y el conflicto entre el bien y el mal en la sociedad, Daredevil muestra aquí su cara más siniestra y sádica, aterrorizando a un indefenso Bullseye: “Supongo que, al final, todo se reduce a esto, Bullseye: a que a pesar de que sé en lo más hondo de mi corazón que cuando peleo contigo hago lo correcto, de que os odio tanto a ti y a los de tu calaña que se me saltan las lágrimas, de que sé que eres el mal encarnado y que no tienes derecho a vivir… Cuando, al fin, tras tanto tiempo, te tengo en mi punto de mira, a pesar de que puedo oler tu miedo, y ese aroma me resulta embriagador… Cuando todo se reduce al fatídico acto de apretar el gatillo… mi pistola no tiene balas”.

Tras la marcha de Frank Miller, su editor, Denny O’Neil, asumió la tarea de guionista, tratando de mantener el mismo espíritu, pero sus esfuerzos no dieron fruto…hasta que llegó un nuevo dibujante que, como Miller, mejoraría espectacularmente en muy poco tiempo para convertirse en uno de los referentes del cómic americano de los noventa: David Mazzuchelli.

El Daredevil de Frank Miller fue un título seminal en los cómics de superhéroes, una colección cuyo estilo y tono influyó enormemente en el género marcando un paso en su evolución hacia la madurez en cuanto a temas y desarrollo de los personajes. Recogiendo el testigo de nombres básicos de los setenta, gente como Denny O’Neil y Neal Adams, que a su vez habían revolucionado el medio, Miller oscurece el paisaje urbano, mental y espiritual del género superheroico preparando el camino de lo que serán sus obras cumbres: El regreso del Caballero Oscuro y Batman: Año uno.

El enfoque violento y cínico que introdujo en los superhéroes acabaría desnaturalizándose y llevándose a excesos durante gran parte de la década de los noventa y dejando su impronta hasta la actualidad.

Pero, sobre todo, la importancia de esta etapa radica en que, acumulando ya más de treinta años a sus espaldas, siguen siendo cómics tremendamente entretenidos y un modelo de pericia narrativa. Nada mal para un chaval de veintipocos años, que nunca antes había escrito un tebeo…

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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