Hasta finales de la década de los cincuenta del pasado siglo, el tipo, contenido y orientación de los programas en las tres principales cadenas norteamericanas de televisión –NBC, CBS y ABC– venían dictados por las compañías que los patrocinaban. Series enteras o espacios individuales estaban asociados a un patrocinador en concreto. Se trataba del traspaso a la televisión, prácticamente inalterado, de un sistema de financiación propio de la radio. Por esa razón, en Estados Unidos los culebrones reciben el nombre de soap operas (“operas de jabón”), precisamente porque en la radio solían estar patrocinados por marcas de detergente.
Sólo tras los escándalos de los concursos televisivos, a finales de los cincuenta, empezaron a cambiar las cosas. El más famoso de ellos (dramatizado magníficamente en la película Quiz Show, 1994) fue el del popular Twenty-One, de la NBC, en 1957.
En un principio, Twenty-One respetó las reglas, pero el escaso interés de los espectadores llevó a que la firma patrocinadora, Geritol, reclamase cambios drásticos. Obligado por la cadena, que quería incrementar la audiencia manipulando la rotación de concursantes, el invencible pero escasamente popular campeón del programa, Herbert Stempel, exmilitar judío, tuvo que “olvidar” una respuesta que conocía para permitir su sustitución por el intelectual, anglosajón y atractivo Charles Van Doren, doctor en Historia y profesor universitario, hijo de una influyente familia neoyorquina.
La manipulación de Twenty-One destapó otros casos similares en concursos como The Big Surprise y Dotto. Por las mismas fechas, las revistas Time y Look denunciaron este tipo de pactos y engaños. La credibilidad de este tipo de programas cayó en picado, y eso condujo a la cancelación de Dotto, The $64,000 Challenge, Twenty-One, The $64,000 Question, Tic-Tac-Dough, Top Dollar, The Big Payoff, Name That Tune y For Love or Money entre 1958 y 1959.
El asunto llegó a los tribunales, pero hasta 1960 no se promulgó una ley que regulase de forma específica la integridad de este tipo de producciones. Aunque durante esos años se insistía en la amenaza que constituía el comunismo para los valores e ideales estadounidenses, la audiencia comprobó que un rampante capitalismo llevaba a la televisión y a sus patrocinadores a mentir al público. Fueron casos muy sonados, y muchos americanos empezaron a temer que su país no fuera la fuerza benéfica que habían creído. El formato casi desapareció de las pantallas, y de hecho, tardó décadas en regresar a la programación.
Interrumpir los programas con pausas publicitarias en las que diferentes anunciantes competían por atraer la atención del espectador, en lugar de dejar aquéllos en manos de un solo patrocinador, significó que ya no era tan sencillo influir sobre el contenido de tal o cual concurso o esta o aquella serie.
Las cadenas pasaron a controlar su programación, y poco después, a imponer y regular a sus cadenas afiliadas por todo el país. Sin embargo, en un intento de distinguirse unas de otras mientras competían por aumentar los ratings de audiencia, empezaron a mostrarse más dispuestas a correr riesgos. Por ejemplo, produciendo programas de género…como la ciencia ficción.
Gracias a los avances científicos y tecnológicos y su concreción en la forma de electrodomésticos a precios que los norteamericanos de clase media podían permitirse, no es de extrañar que la ciencia ficción fuera ocupando un puesto cada vez más importante en la televisión de ese país –y en la cultura popular en su conjunto– durante los años cincuenta.
Dejando aparte algunos programas infantiles pioneros, los espacios generalistas empezaron a hacer guiños y, ocasionalmente, a introducir motivos propios de la ciencia ficción. Por ejemplo, una sitcom tan inmensamente popular como I Love Lucy mostró en el episodio «Lucy Is Envious» (16 de febrero de 1954) a sus protagonistas femeninas, Lucy y Ethel, vestidas de «marcianas» con el fin de promocionar una película de ciencia ficción.
Esa fascinación popular por las posibilidades de la ciencia llevó asimismo a la emisión de programas didácticos, como los nueve especiales de The Bell System Science Series (1956-1964), patrocinados por AT&T. Consiguieron contratar nada menos que a Frank Capra para dirigir los cuatro primeros. Era una serie que, además de contar con notables valores de producción con los que se ensalzaba el prestigio del patrocinador, trataba de combinar el ánimo educativo y el entretenimiento, satisfaciendo la demanda popular de conocimiento científico, y demostrando de paso a la audiencia que la ciencia no estaba tan fuera del alcance como a veces se suponía.
En contraste, la programación de ciencia ficción de la década no tardó en ganarse la reputación de una forma subdesarrollada de cultura que sólo podía interesar al público infantil o escasamente letrado. De hecho, bastantes comentaristas culturales de la época lamentaron lo que interpretaban como el ascenso de la «cultura de masas»: un nivel mínimo que amenazaba el supuestamente alto estándar cultural del país. Y el medio televisivo, aún joven, era fundamental en este fenómeno degradante. La asociación entre ciencia ficción y televisión durante los años cincuenta hizo poco por mejorar la reputación de una y otra.
Y entonces llegó La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, título también traducido al español como Dimensión desconocida, En los límites de la realidad o La quinta dimensión). Este fue quizá el programa de ciencia ficción más importante de los cincuenta y el primero en ver reconocidos sus méritos artísticos e intelectuales. Tenía muy pocos efectos especiales, pero su nivel de calidad en la producción era sobresaliente. Bien escrita, bien interpretada y bien trasladada a la pantalla, La Dimensión Desconocida se convirtió rápidamente en una de las series más respetadas de su tiempo. Hoy lo sigue siendo.
En 1959, el más reputado guionista de televisión era un antiguo paracaidista de talante decidido e inquieto: Rod Serling. Con sus intensos dramas televisivos en directo El precio del triunfo (Patterns, 1947, para el programa Kraft Television Theatre; luego llevado al cine en 1956) y Réquiem por un campeón (Requiem for a Heavyweight, 1956, para Playhouse 90; llevado al cine en 1962), se había granjeado cierto estatus de «autor», demostrando que era posible para un medio todavía muy joven ponerse a la altura de las grandes producciones de Hollywood o los escenarios de Broadway.
Pero no podía evitar sentirse frustrado. Serling quería escribir historias importantes sobre temas sociales candentes, pero las cadenas no hacían más que ponerle impedimentos, aterrorizadas ante la posibilidad de que sus progresistas mensajes ofendieran a un sector de la audiencia y suscitaran una polémica que, en último término, espantara a los anunciantes. Y fue entonces cuando tuvo la gran idea: esconder esos mensajes bajo la forma de una alegoría fantacientífica. Así nació La Dimensión Desconocida.
Como productor y principal guionista del programa, la primera directriz que se impuso a sí mismo y a sus colaboradores fue la de no dejar inexplorado ningún rincón de la imaginación humana. Contrató a los mejores directores y actores disponibles, incluyendo varios que a no mucho tardar se convertirían en estrellas: James Coburn, Peter Falk, Dennis Hopper, William Shatner, Lee Marvin, Leonard Nimoy, Robert Duvall, Bill Bixby, Robert Redford, Burt Reynolds, Martin Landau, Dean Stockwell, Mickey Rooney, Charles Bronson, Buster Keaton… Además de productor y guionista principal, Serling ejerció de anfitrión, dándole al programa su propio rostro (sólo en los anuncios para el siguiente episodio) y voz, ésta resonante, aterciopelada y algo misteriosa, que servía para presentar cada capítulo y poner al espectador en antecedentes de la historia que va a presenciar a continuación.
Aunque La Dimensión Desconocida ha pasado a ser uno de los programas más asociados con la televisión de los cincuenta, en puridad, pertenece a los sesenta porque el primer episodio lo emitió la CBS el 2 de octubre de 1959 y, de los 156 episodios de que constó (se canceló en junio de 1964), sólo doce se pudieron ver en la década de los cincuenta estrictamente hablando.
Con todo, el espíritu de la serie sí puede relacionarse más con los cincuenta que con los sesenta. En cuanto a su formato de antología, no era nuevo dado que otros programas anteriores como Tales of Tomorrow (ABC, 1951-1953) ya lo habían ensayado. Narrativamente no hay una continuidad, dado que son episodios autocontenidos e independientes unos de otros. En cualquier caso, fue una opción que otorgaba una enorme flexibilidad que, a su vez, le permitió adaptarse a cambios en los gustos y contextos socioculturales, perviviendo, como veremos, en otras encarnaciones aparecidas en posteriores décadas.
Es fácil ver la influencia que sobre la creatividad de Serling ejercieron revistas pulp como Weird Tales, Astounding Science Fiction o Amazing Stories; o cómics como los publicados por la EC a comienzos de la década de los cincuenta. Además, fue un acierto que los guiones jamás trataran de explicar lo extraño o misterioso recurriendo a la pseudociencia; tampoco se escondieron detrás de Macguffins o efectos visuales chapuceros. No lo necesitaban, porque el corazón de La Dimensión Desconocida siempre estuvo en el viaje del protagonista, ya fuera hacia su redención o hacia su condenación.
Muchos de los episodios de la serie podían clasificarse como de ciencia ficción, terror, fantasía o una combinación de dos o tres de esos géneros. Por otra parte y en lo que se refiere a ciencia ficción, sus historias cubrieron prácticamente todos los subgéneros: los viajes espaciales («Y cuando el cielo se abrió» / «And When the Sky Was Opened», 11 de diciembre de 1959, en la que tres astronautas desaparecen misteriosamente tras regresar a la Tierra); la inteligencia artificial («El gran Casey» / «The Mighty Casey», 17 de junio de 1960, sobre un robot deportista); los viajes temporales («La odisea del vuelo 33» / «The Odyssey of Flight 33», 24 de febrero de 1961, en el que un avión queda atrapado en una brecha temporal); post apocalipsis («El viejo de la cueva» / «The Old Man in the Cave», 8 de noviembre de 1963, donde un ermitaño ser cuasidivino gobierna sobre lo que queda de la sociedad tras una guerra nuclear); alienígenas («Los invasores» / «The Invaders», 27 de enero de 1961, protagonizado por Agnes Moorehead como una granjera asediada por criaturas del espacio exterior); paranoia alien («Monstruos en la calle Maple» / «The Monsters Are Due on Maple Street», 4 de marzo de 1960 , en la que una pequeña comunidad acaba autodestruyéndose por la sugestión extraterrestre)…
Hay quien se ha preguntado e incluso puesto en duda si la ciencia ficción de La Dimensión Desconocida lo es realmente. Y es que hay elementos que pueden confundir a los menos avisados. Las conexiones con la ciencia ficción vienen de la mano de cierta iconografía asumida convencionalmente como tal: cohetes, máquinas del tiempo, robots, ciudades futuristas, extraterrestres… También se relaciona con el género a través de la participación de guionistas estrechamente asociados a este, como Richard Matheson o Ray Bradbury.
Pero más allá del irresoluble debate acerca de qué es o no ciencia ficción y sus posibles definiciones, lo cierto es que La Dimensión Desconocida también se adentraba en el realismo mágico, la poesía visual, el terror, la fantasía y la comedia tanto como en la ciencia ficción. De hecho, una de las características de la serie era la búsqueda de una reacción emocional en el espectador por encima del rigor científico o la simple verosimilitud. Y ese es precisamente uno de los encantos del programa: su heterodoxia, su disposición desprejuiciada a cruzar fronteras con tal de permitir al espectador el acceso al plano alegórico que es donde reside el mensaje que Serling quería transmitir en cada ocasión.
Por otra parte, Serling demostró que la ciencia ficción, como el género de ideas que fue al comienzo, no necesitaba apoyarse –como más tarde sí sería el caso y hasta el día de hoy– en espectaculares artificios visuales para llegar al público. Su prestigio ha permanecido incólume con el pasar de las décadas en parte porque supo explorar de forma muy inteligente las preocupaciones de la Norteamérica contemporánea. Ello nos recuerda que la ciencia ficción, independientemente de lo lejana espacial o temporalmente que sea la ambientación de la trama, lo que hace es utilizar escenarios imaginativos y extraños para proporcionar nuevas perspectivas a los problemas del presente.
Y ello no era poca cosa a finales de los cincuenta y primeros sesenta. La Dimensión Desconocida abordó y condensó temas candentes, como la amenaza nuclear, la dependencia de la tecnología, la histeria colectiva y el ascenso del McCarthismo, debates todos ellos que hasta ese momento habían estado prohibidos en horario de máxima audiencia.
Para ello, Serling se rodeó de un equipo de guionistas de primera y que formaban un grupo flexible que se autodenominó California Sorcerers, una hermandad no oficial con base en la zona de Los Ángeles que desde comienzos de los sesenta a mediados de los sesenta dominaron no sólo la ciencia ficción y la fantasía literarias, sino también las películas y programas de televisión de esos géneros.
En su mejor momento, este grupo de creadores, cuya relación iba más allá de la profesional, incluyó a gente como el propio Serling, Richard Matheson, Robert Bloch, Jerry Sohl, Ray Russell, Ray Bradbury, William F. Nolan, Charles Beaumont, George Clayton Johnson o Harlan Ellison. Todos ellos se convirtieron en especialistas en esquivar la censura y las reacciones paranoicas de cierto sector de la audiencia disfrazando sus incendiarios mensajes de fábulas o alegorías.
Imagen superior: «Para servir al hombre» («To Serve Man», 2 de marzo de 1962).
Para comprender la importancia de lo que esos guionistas trataron de hacer en La Dimensión Desconocida conviene tener en cuenta el contexto social de la época. El temor vago pero real, muchas veces incluso subliminal, a la amenaza comunista había dominado buena parte de la política norteamericana desde hacía dos décadas y la Guerra Fría estaba en su punto álgido. Culturalmente, se estaban produciendo grandes desarrollos en la música gracias al nacimiento de géneros completamente nuevos, incluyendo el transgresor rock’n’roll, que sirvieron para dar voz a la gente joven. Los valores más conservadores estaban siendo desafiados, tal y como volverían a serlo con el surgimiento de la contracultura de los sesenta y el movimiento punk británico en los setenta. Hasta ese momento, la norma había sido el conformismo, una reliquia de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.
Los estudios cinematográficos nunca habían sido particularmente progresistas y persistieron en aferrarse al viejo orden. Con el temor al comunismo todavía muy vivo y bajo el amparo de la Motion Picture Association of America, los directivos de los estudios se habían atrevido a asegurar que «No contrataremos intencionadamente a un comunista o un miembro de cualquier partido o grupo que defienda el derrocamiento del gobierno de los Estados Unidos»; y luego abrieron una lista negra a la que añadieron los nombres de algunos grandes guionistas, productores y directores de la industria que, pensaban, se oponían ideológicamente al interés nacional. Fue una censura en toda regla, algo que no hubiera desentonado en absoluto con los regímenes comunistas que tanto criticaban.
Por tanto, no solo fue importante este nuevo intercambio de ideas que se produjo en la televisión bajo la forma de ficción fantacientífica, sino el que surgiera en un momento tan complicado socialmente. A pesar de ello, pocos críticos contemporáneos creyeron que La Dimensión Desconocida fuera a superar nunca el estigma de ser considerado un «vacío escapismo» para ser reconocido como lo que realmente era: un drama social. Entonces y hoy, la ciencia ficción sigue siendo víctima del prejuicio de aquellos que piensan que sus historias no pueden transmitir nada importante ni estar pobladas por personajes profundos.
Muchos episodios de La Dimensión Desconocida pueden relacionarse de forma bastante explícita con el contexto histórico, por ejemplo, la Guerra Fría. En «El espejo» («The Mirror», 20 de octubre de 1961) se presenta una visión estereotipada y superficial de Fidel Castro como tirano latinoamericano de manual. Por su parte, «Toda la verdad» («The Whole Truth», 20 de enero de 1961) satiriza la tópica deshonestidad de los vendedores de coches usados, aunque en un momento dado se sugiere que decir siempre la verdad (que es a lo que se ve obligado el protagonista en virtud de un embrujo) sería todavía más embarazoso para el premier soviético Nikita Krushev.
Otros episodios sobre la Guerra Fría se abordaban de forma mucho más seria. «Cuatro en punto» («Four O’Clock», 6 de abril de 1962) trata sobre la Caza de Brujas macartista simbolizándolo en un individuo amargado y solitario que se dedica obsesivamente a elaborar informes sobre presuntos sospechosos con ideas subversivas, especialmente comunistas.
Más eficaz es el ya mencionado capítulo «Monstruos en la calle Maple», en el que los vecinos de una pequeña comunidad, manipulados por alienígenas, acaban consumidos por la paranoia contra los vecinos. Un tema similar pero tratado de forma más humorística (y menos impactante) lo encontramos en «¿Podría ponerse en pie el verdadero marciano?» («Will the Real Martian Please Stand Up?», 26 de mayo de 1961), en el que invasores marcianos y venusianos compiten entre sí mentras los humanos discuten entre ellos acusándose unos a otros de ser los extraterrestres.
En «El refugio» («The Shelter», 29 de septiembre de 1961) se cuenta la historia de los asistentes a una fiesta que, ante el anuncio radiofónico de lo que parece ser un ataque nuclear, se desprenden de sus vestiduras cívicas y sus valores civilizados para pelearse salvajemente por hacerse con un lugar en el refugio nuclear… para nada, puesto que la crisis no resulta ser más que la caída de unos inofensivos satélites. El episodio reflejaba uno de los principales miedos de la época: no sólo el peligro mortal que suponía una guerra nuclear sino cómo podía desintegrarse cualquier atisbo de avance civilizador en un panorama post-holocausto.
Este fue un tema que se exploró en varios episodios, el más famoso de los cuales quizá sea «Por fin un poco de tiempo» («Time Enough at Last», 20 de noviembre de 1959). En él, Burgess Meredith interpretaba a Henry Bemis, el típico marginado por el que tanta predilección sentía la serie: un empleado de banca, miope y de modales suaves, incomprendido por todos y atormentado por su abusivo jefe y su intimidante esposa. En especial, ni el jefe ni la esposa comparten ni entienden el amor que siente Bemis por la lectura, su vía de escape de la destructiva rutina de su vida cotidiana. La Dimensión Desconocida, por el contrario, apoyaba esas pasiones y varios episodios tienen como núcleo central la literatura y el amor por los libros. Por eso Bemis, a pesar de que su devoción por la página impresa le ha alienado del mundo, es presentado bajo un prisma positivo.
Un día, desesperado por obtener un poco de tranquilidad para leer sin interrupciones, Bemis se encierra en la caja fuerte del banco durante el almuerzo. Y entonces, un ataque nucler destruye la ciudad, quizá toda la civilización. Pero Bemis emerge intacto gracias a la protección que le ha brindado el grosor de la cámara acorazada. Al principio y aunque no tiene problemas para encontrar abundante comida, se angustia ante la perspectiva de ser el último hombre sobre la Tierra y llega a considerar el suicidio. Entonces, descubre que la mayoría de los libros de la biblioteca pública han sobrevivido. De repente, ve el ataque nuclear como una bendición: por fin tendrá tiempo para leer todos esos volúmenes; nadie le interrumpirá ni molestará. Impulsado por su júbilo, empieza a ordenar los libros en pilas, mientras disfruta planeando el orden de lectura de los próximos años
Y entonces, buena muestra del gusto de los guionistas por la ironía siniestra y los finales sorpresa, a Bemis se le rompen las gafas. Sin ellas, no puede leer. Sin nadie que le ayude, sin oftalmólogo u optometrista que le haga unas nuevas lentes, Bemis está indefenso y todos esos libros pierden instantáneamente su valor. La moraleja parece clara: después de todo, no es tan fácil ni deseable vivir al margen de la sociedad.
Este tema de la alienación se recupera en muchos episodios, como el menos recordado «La mente y la materia» («The Mind and the Matter», 12 de mayo de 1961), en la que el amargado protagonista obtiene el poder de hacer desaparecer a todo el resto de los humanos de la Tierra. Y lo utiliza, pero no tiene más remedio que rectificar cuando descubre que la vida en soledad es todavía peor.
Debido a consideraciones tecnológicas y presupuestarias, La Dimensión Desconocida incluyó poco material relacionado con los viajes espaciales o los entornos alienígenas que tan queridos son para la ciencia ficción «dura». Allá donde se muestran naves, robots y otros aparatos avanzados, suelen ser material reciclado de otras producciones de la MGM, como Planeta Prohibido, como cuando la maqueta de platillo volante de ese film aparece en episodios como «Los invasores» o «La nave muerta» («Death Ship», 7 de febrero de 1963). Por otra parte, los paisajes alienígenas tienden a parecerse bastante a los de la Tierra ya que estaban rodados en localizaciones cercanas sin incluir apenas elementos prefabricados (volveré más adelante sobre ello).
En cuanto a los alienígenas, la serie hacía de necesidad virtud y ante la falta de medios, proponía historias en las que que se subvertían las convenciones asumidas en este subgénero. La figura del extraterrestre fue muy frecuente en el cine de los años cincuenta. Las producciones de serie B la utilizaban bien para definir lo humano por contraste, bien para desarticular las definiciones aceptadas de normalidad. A menudo, la interpretación se hacía desde un punto de vista antropocéntrico: los ovnis y los horripilantes monstruos que emergían de ellos servían para confirmar a la sociedad americana como los amos legítimos de la galaxia. Pero también hubo quien se atrevió a desafiar el statu quo en películas en las que el aparentemente peligroso alienígena en realidad simbolizaba los miedos, paranoias y ansiedades de la sociedad americana (La invasión de los ladrones de cuerpos, 1956), mientras que otras presentaban al extraterrestre como víctima de la intolerancia de los terrestres (Llegó del más allá / It Came from Outer Space, 1953). Fue esta última línea la que desarrolló Rod Serling en su programa, en el que a menudo no se presentaba a los humanos como superiores a los alienígenas y se adoptaba el punto de vista de estos últimos.
En los casos en los que los alienígenas amenazan efectivamente a los terrícolas, su presencia física es más implícita que explícita, a través de de las acciones y reacciones de los humanos. Rara vez se veían horribles cuerpos alienígenas y es la gente ordinaria la que se comporta como monstruos, especialmente en lo que se refiere a su inclinación a devorarse unos a otros cuando se sienten amenazados. Es el caso de la mencionada «Monstruos en la Calle Maple», donde los extraterrestres ni siquiera necesitan invadir físicamente la Tierra porque la ignorancia, el prejuicio, la intolerancia y el miedo de los humanos ya se encargan de destruir la sociedad desde su interior.
Algo parecido ocurre en el también ya indicado «¿Podría ponerse de pie el verdadero marciano?», en el que un grupo de viajeros en una cafetería discute el rumor de que un ovni podría haber aterrizado en las cercanías y que el alienígena podría estar entre ellos. Para cuestionar lo que significa ser humano –o, en clave de Guerra Fría, un auténtico americano–, Serling presenta aquí un amplio catálogo de personajes de diferentes perfiles étnicos entre los que, de nuevo, emerge una generosa dosis de prejuicios e intolerancias; y, otra vez, el giro final demuestra que los humanos somos falibles: no sólo no consiguen identificar al alienígena, sino que no detectan que entre ellos mismos hay dos de ellos, un marciano con un tercer brazo bajo su abrigo y un venusiano con un ojo extra escondido bajo su sombrero.
Como solía ocurrir en las historias de invasiones extraterrestres de la década anterior, estos dos capítulos, con sus movimientos de cámara poco inspirados y fotografía discreta, construían una puesta en escena que recreaba lo cotidiano, aumentando de esa forma la tensión puesto que el espectador podía identificarse con la situación. El énfasis en lo mundano –una cafetería, una calle tranquila, gente ordinaria– hace que la amenaza parezca más real y peligrosa que si el entorno fuera extravagante o el protagonista un héroe de acción.
El viaje espacial era otro de los temas recurrentes de la serie, empezando por el episodio piloto, «¿Dónde está todo el mundo?» («Where Is Everybody?», 2 de octubre de 1959). Eran historias en las que se utilizaba la soledad del astronauta en sus larguísimas singladuras interestelares como metáfora del sentir de mucha gente a finales de los cincuenta (y también de hoy mismo): el aislamiento respecto al mundo y la incapacidad de comunicarse con quienes están alrededor. En ese episodio, el protagonista (interpretado por Earl Holliman), despierta para encontrarse que es el único hombre vivo sobre la Tierra. Pero toda su peripecia acaba revelándose como una alucinación producto de un test al que está siendo sometido con el fin de comprobar si está psicológicamente preparado para soportar la absoluta soledad en la que tendrá que vivir en el espacio.
Desde el punto de vista psicológico, buena parte de La Dimensión Desconocida consiste en exploraciones de la psique humana, de las debilidades de la carne y el espíritu y del triunfo sobre las mismas. A menudo nos enorgullecemos de controlar nuestros destinos, de ser amos del mundo. Pero los guionistas de la serie ofrecían una perspectiva diferente: la de una especie continuamente tentada por su lado más oscuro. Episodios como «Nada en la oscuridad» («Nothing in the Dark», 5 de enero de 1962), «El autoestopista» («The Hitch-Hiker», 22 de enero de 1960) o «La larga vida de Walter Jameson» («Long Live Walter Jameson», 18 de marzo de 1960) giran alrededor de una verdad indiscutible: nacemos para morir. La muerte aparece en la serie bajo diversas modalidades: suave, cruel, espiritual…
Dado que la sustancia íntima de La Dimensión Desconocida era la ciencia ficción y no el terror, puede resultar sorprendente la cantidad de episodios que incluían elementos sobrenaturales, especialmente historias de fantasmas de gente recientemente muerta, moribundos o almas de quienes se negaban a continuar su viaje al Más Allá. Quizá el capítulo más interesante de toda esta categoría sea el mencionado «La larga vida de Walter Jameson». El guionista Charles Beaumont ofrece un cuento moral sobre la muerte y el precio de la vida. El inmortal protagonista (interpretado por Kevin McCarthy) toma conciencia, tras miles y miles de años de vida malgastada, de que no se trata de amasar años y siglos sino de lo que se hace y consigue con ellos, de la calidad del tiempo vivido. Da que pensar que este mensaje pudiera aplicarse, aunque él no lo sabía entonces, al propio guionista. Y es que Charles Beaumont murió en 1967, a los 38 años, víctima temprana de una enfermedad cerebral que, aunque truncó su carrera, no le impidió dejar atrás un legado que ha sido muy influyente para posteriores escritores de terror.
Otra de las características del típico protagonista de La Dimensión Desconocida es la soledad ante una circunstancia extraña y/o peligrosa. Los personajes pueden hallarse en tránsito de un mundo a otro; o en situaciones en las que no pueden comunicar sus experiencias; o abandonados en entornos hostiles… También estos personajes se enfocan de una manera amable en línea con la ideología individualista que permea la serie –y a buena parte de la sociedad americana–.
Uno de los mejores ejemplos de esta temática es «El hombre obsoleto» («The Obsolete Man», 2 de junio de 1961), que es una especie de versión/derivación de «Por fin un poco de tiempo» en tanto que el amor del protagonista por los libros le vuelve a situar en oposición a los valores oficiales de la sociedad. Un solitario bibliotecario, Romney Wordsworth (otra vez interpretado por Burgess Meredith, en lo que se convierte en un lazo intertextual entre ambos episodios) se enfrenta a una distopia totalitaria que declara obsoletos e inútiles tanto a su profesión como a los libros. Vuelve a ensalzarse, por tanto, la literatura en tanto bastión de la libertad individual y némesis del totalitarismo.
«El hombre obsoleto» es uno de los capítulos más interesantes de la serie en lo que se refiere a su plantamiento visual, ya que utiliza decorados minimalistas iluminados de forma exageradamente expresionista para intensificar la atmósfera distópica del episodio. Un Estado totalitario ha prohibido todos los libros, todas las religiones y todo pensamiento independiente. La sentencia de «obsoleto» pronunciada por el canciller al comienzo de la historia conlleva la pena de muerte para Wordsworth. En esta sociedad hiperracionalista, el Estado no puede tolerar algo que no sirva de forma inmediata y absoluta a sus intereses.
El monólogo de apertura locutado por Serling remite indirectamente a otras visiones distópicas, como el 1984 (1949), de George Orwell, o El talón de hierro (1907), de Jack London. Se introducen también referencias históricas, como cuando el canciller (empleando una confusa equivalencia entre fascismo y comunismo, habitual en la propagada americana durante la Guerra Fría) identifica a Hitler y Stalin como sus predecesores, aunque afirmando que ninguno de ellos llegó tan lejos como él a la hora de eliminar indeseables.
Aunque pueda no parecer tan obvio al ver el capítulo, su director, Elliot Silverstein, afirmó que la audiencia en la que se declara obsoleto a Wordsworth estaba inspirada en las sesiones del Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy, lo que implícitamente conecta la Alemania nazi y la Rusia comunista con los Estados Unidos. De hecho, si el solitario Wordsworth es el paradigma de la alienación, la sociedad en la que vive lo es de la rutina reglamentada, un hecho que el protagonista apunta cuando se queja al canciller de que «su Estado lo tiene todo categorizado, clasificado, etiquetado».
Sin embargo, más allá de la crítica un tanto vaga a la sociedad del momento, «El hombre obsoleto es pura ortodoxia americana. Presenta a Wordsworth como parangón del individualismo romántico y ensalza los valores de la cultura tradicional, la religión y los derechos del individuo frente a un régimen distópico tan radical que pocos espectadores lo relacionarían con Estados Unidos. De hecho, el comentario político de La Dimensión Desconocida suele ser sistemáticamente diluido por la inclinación de la serie hacia la defensa de la ortodoxia liberal… que a su vez viene cuestionada por señales no explícitas acerca de las mentiras que subyacen bajo el idealizado American Way of Life.
La soledad era también el centro emocional del siguiente episodio en abordar el viaje espacial: «El solitario» («The Lonely», 13 de noviembre de 1959). Al comenzar la historia, conocemos a James A.Corry (Jack Warden), que ha sido sentenciado por asesinato (aunque él sostiene que fue en defensa propia) a pasar cincuenta años de exilio en un asteroide desértico. La narración en off de Serling al comienzo nos lo define como alguien que está «muriendo de soledad». Pero un compasivo capitán le envía un robot femenino llamado Alicia, que parece humano a todos los efectos fisiológicos y psicológicos. Reacio al principio a usar un artefacto mecánico como compañía, poco a poco Corry va sintiendo mayor afecto por Alicia hasta que se enamora profundamente de ella. De hecho, su falta de humanidad la hace la compañera perfecta: sin identidad propia, se convierte en un reflejo de los propios intereses, necesidades y deseos de Corry. Es un interesante y sutil comentario a la situación de las relaciones de género a comienzos de los sesenta, cuando el movimiento feminista estaba empezando a cobrar fuerza en su lucha contra la cosificación de la mujer.
Más tarde, Corry es amnistiado y la nave regresa para transportarlo de vuelta a la Tierra. Por desgracia, el peso que puede llevar consigo es limitado y se le informa de que Alicia no podrá viajar con él. Cuando argumenta que el robot no es equipaje sino una mujer, el capitán le recuerda de manera tan eficaz como brutal la auténtica situación de cada cual: extrae una pistola y le dispara al robot a la cara, destruyéndolo y dejando al descubierto un revoltijo de circuitos y cables. No estarán dejando atrás a una mujer, le dice el capitán a Corry, sino sólo a su soledad.
Algunos de los capítulos más recordados sobre exploración espacial son aquellos que presentan variaciones sobre el tema en las que vemos a los astronautas llegar a planetas y entrar en contacto con especies alienígenas, solo para descubrir al final que los viajeros son en realidad alienígenas y que el extraño mundo es la Tierra (un planteamiento usado repetidamente en los comics de la EC pocos años atrás). Por ejemplo, en «El tercero desde el Sol» («Third from the Sun», 8 de enero de 1960), un grupo de científicos despegan en una nave experimental para escapar de la inminente guerra nuclear. En la conclusión de la aventura el espectador averigua que el punto de partida no era la Tierra sino que ésta era su destino, proponiendo así una inversión de la perspectiva convencional que, a través de la ironía, crea cierta distancia entre el espectador y la historia. Ello permite realizar un comentario sobre los miedos propios de la Guerra Fría al tiempo que servir de eficaz entretenimiento.
Una semana después, «Disparé una flecha al aire» («I Shot an Arrow into the Air», 15 de enero de 1960), planteaba una inversión similar. Tres astronautas sobreviven al accidente que ha estrellado su nave sobre lo que piensan es un asteroide desierto. Uno de los tres mata a los otros para así tener más reservas de agua… sólo para descubrir que en realidad habían llegado al desierto de Nevada y que la civilización humana (y agua abundante) estaba a un paso de distancia. No es difícil ver en esa historia y los áridos paisajes de Arizona que le sirven de fondo, las bases que conformarían el guion que Serling escribió años más tarde para El Planeta de los Simios (1968). El guionista se sirve de la fuerza del paisaje desértico para transmitir la homicida autoprotección que acaba dominando a los astronautas náufragos. Los humanos son presentados como seres salvajes y egoístas. Los auténticos monstruos del espacio exterior, son humanos.
En «Los invasores» –capítulo en el que apenas hay diálogos– una mujer que vive en una miserable cabaña es acosada por unos pequeños alienígenas tecnológicamente muy avanzados que al final se desvela son astronautas de la Tierra que han aterrizado en otro planeta con intenciones de conquista. Cuando malinterpretan los intentos de autodefensa de la mujer como actos hostiles de una especie agresiva, los humanos regresan a su mundo con la impresión de que es un planeta demasiado peligroso. Lo que deja ese claro ese giro final, en el que se utilizan las dimensiones corporales para enfatizar la insignificancia de los humanos en el gran orden de las cosas, es que a menudo somos la especie agresora. El daño físico y el trauma psicológico sufrido por la mujer es testimonio de nuestra crueldad.
Este tipo de desenlace sorpresa –que, como ya he apuntado, el cómic había explorado en los títulos de ciencia ficción de la EC–, resultaba muy efectivo en un momento de la historia de Estados Unidos en la que se estaban desafiando muchas convenciones. Antes de la Segunda Guerra Mundial, el país había alcanzado una importancia sin precedentes en la política internacional, asumiendo a nivel global el papel que en las dos centurias anteriores desempeñara el Imperio Británico. Como resultado, la cultura norteamericana estaba, a un nuevo nivel, entrando en contacto con otras extranjeras, incluyendo algunas no occidentales y percibidas como exóticas.
Mientras tanto, en casa, el floreciente movimiento por los derechos civiles estaba cuestionando cierto número de asunciones tradicionales de la sociedad americana, ya fuera la oposición “blanco-negro» o incluso «hombre-mujer». De hecho, el que muchos abrazaran ciegamente la retórica propia de la Guerra Fría probablemente pueda explicarse por su inseguridad ante el clima de cambios ideológicos, sociales y culturales que estaban experimentando. Resultaba más sencillo y seguro adscribirse a la mentalidad “bien contra el mal” propugnada por el gobierno y de la que se hacían eco numerosas ramas de la cultura popular en formatos literarios, cinematográficos, radiofónicos, etc.
El género fantástico fue uno de esos ámbitos, aunque La Dimensión Desconocida fuera relativamente tímida a la hora de proponer desafíos al reparto tradicional de roles según sexos. En cambio, sí fue más osada a la hora de explorar tópicos de la ciencia ficción, como la brecha entre lo humano y lo artificial. En lo que puede ser interpretado como una variación de los episodios en los que se oponían aliens y humanos, varios capítulos apuntaban la idea de que, conforme nuestras máquinas alcanzaran mayor grado de sofisticación, la separación entre ellas y nosotros sería más y más difícil de discernir.
Por ejemplo, en el memorable y terrorífico «A su imagen» («In His Image», 3 de enero de 1963), el protagonista descubre que en realidad es un robot humanoide. Este capítulo refleja el miedo que sentía mucha gente a comienzos de los años sesenta de verse controlado por grandes fuerzas impersonales sobre las que no ejercían poder alguno y que les empujaban a comportamientos mecánicos, conformistas y deshumanizadores. En la misma línea estaba «El centro de control de Whipples» («The Brain Center at Whipple’s», 15 de mayo de 1964), uno de los últimos episodios de la serie, que sirvió para integrar varias de las preocupaciones de los trabajadores de entonces (y, desgraciadamente, y una vez más, de hoy en día). Wallace Whipple, directivo despiadado de una compañía, está dispuesto a mejorar la productividad del negocio reemplazando a sus empleados por máquinas. En el giro final, el propio Whipple descubre que él mismo va a ser sustituido por un robot (por cierto, «interpretado» por Robbie, un préstamo de de Planeta prohibido).
Otros capítulos como «Caminando largas distancias» («Walking Distance», 30 de octubre de 1959) o «El problema con Templeton» («The Trouble with Templeton», 9 de diciembre de 1960) se centraban en la nostalgia por el pasado en un mundo en continua transformación. Unos cuantos episodios juguetearon con el horror puro, como la famosa «Pesadilla a 20.000 pies» («Nightmare at 20,000 Feet», 11 de octubre de 1963), protagonizada por William Shatner como un paciente psiquiátrico que viaja en un avión y ve por la ventanilla a un monstruo en el ala; o «La nueva exposición» («The New Exhibit», 4 de abril de 1963), donde las figuras de asesinos parecían cobrar vida. Pero en general La Dimensión Desconocida era más inteligente que simplemente terrorífica y sus giros finales, como estamos viendo, a menudo contenían una afilada ironía. Entre los abundantes ejemplos, puede destacarse también «Estática» («Static», 10 de marzo de 1961), en la que el guión se permitía asestar un par de puñadas satíricas a la propia televisión que le servía de soporte.
Buena parte de la diversión que aportaba La Dimensión Desconocida derivaba de su habilidad para reformular muchas de las ansiedades que atormentaban la psique americana de comienzos de los sesenta, y al mismo tiempo invertir tales temores mediante la ironía, haciéndolos parecer menos amenazadores. Es sorprendente que Serling, que en el fondo era un liberal optimista, se mostrara tan pesimista en los giros finales de muchos capítulos, especialmente en lo que se refiere al potencial deshumanizador de la tecnología. De hecho y aunque pueden hallarse rastros de su idealismo en las cinco temporadas de la serie, lo que siempre ha dejado una huella más profunda en los espectadores es el amargo pesimismo de algunos giros finales, como fue el caso de «Por fin un poco de tiempo», «Disparé una flecha al aire» o «Es una buena vida» («It’s a Good Life», 3 de noviembre de 1961), entre otros muchos. Esa visión poco esperanzadora respecto de la tecnología, ciertamente comprensible en el contexto de la Guerra Fría, se prolongaría bajo diferentes formas dominando la ciencia ficción televisiva durante los siguientes cuarenta años.
Lo que no fue impedimento para que algunas de las más queridas series del género, como Star Trek, adoptaran un enfoque completamente opuesto presentando un futuro en el que los avances científicos y tecnológicos darían lugar a un mundo pacífico y material y psicológicamente pleno. De hecho, Gene Roddenberry utilizó el mismo truco probado con éxito por Rod Serling: abordar los problemas contemporáneos con el disfraz de la ciencia ficción.
El equipo de producción recurría, según el episodio, al rodaje en interiores, con decorados claustrofóbicos y poco convincentes; o en exteriores, concretamente en el terreno que el estudio tenía habilitado para ello, bautizado «40 Acres» y originalmente comprado por la RKO antes de caer en posesión de Desilu Productions de 1957 a 1967. Era esta una solución que permitía aportar algo de variedad respetando el ajustado presupuesto, calendarios de rodaje y limitaciones en el diseño. Aunque se ofrecía muy poco en términos de espectáculo visual ni se trataba de imaginar un ecosistema extraterrestre coherente, estos exteriores facilitaron la inclusión en distintos capítulos de variados alienígenas con los que los protagonistas podían interactuar en un entorno «realista».
Por supuesto, esto es una mera continuación de una tradición forjada en el ámbito de la producción cinematográfica en serie. Por ejemplo, el rancho de la Universal en Culver City, California, había servido para ambientar los seriales de Flash Gordon protagonizados por Buster Crabbe en los años cuarenta. En Iverson Ranch, también en California, se rodaron productos menores de la Republic, como Las aventuras del Capitán Marvel (1941) o King of the Rocket Men (1949). Muchas películas de ciencia ficción de serie B de los años cincuenta sobre monstruos gigantes o invasiones alienígenas, tuvieron también de fondo panoramas desérticos que resultaban baratos, cercanos geográficamente y al mismo tiempo suficientemente alejados de la experiencia cotidiana del norteamericano urbano medio. Después de La Dimensión Desconocida, otros programas seguirían beneficiándose del mismo sistema mixto, como Rumbo a lo desconocido / Más allá del límite (The Outer Limits, 1963-1965), Perdidos en el espacio (1965-1968), El túnel del tiempo (1966) o Star Trek (1966-1969).
Serling supo sacar el máximo provecho de los progresivamente más magros presupuestos y su equipo de producción pudo permitirse extravagancias visuales que hicieron de La Dimensión Desconocida un producto diferente. Su intención siempre fue –independientemente de que los ejecutivos y los presupuestos se lo permitieran en todos los episodios de cada temporada– el de mantener un nivel de calidad visual tan alto como fuera posible, objetivo compartido por el director de fotografía, George T. Clemens, famoso por su perfeccionismo. Guionistas y creativos utilizaban los momentos de justeza presupuestaria que obligaban a reducir el grado de detalle en decorados y atrezzo, para mover las historias al plano poético, jugando con los espacios para mantener la coherencia visual.
La utilización de parajes desérticos –o decorados interiores que recreaban tales paisajes– era recurrente, pero su significado variaba de episodio en episodio. A veces se trataba simplemente de representar el desierto, como en «Usted conduce» («You Drive», 3 de enero de 1964); en otras ocasiones evocaban momentos históricos determinados o la nostalgia por tiempos más sencillos e inocentes, como en «Caminando largas distancias». El desierto servía también para conectar explícitamente ciertas historias con el western, como en «El señor Denton en el fin del mundo» («Mr. Denton on Doomsday», 16 de octubre de 1959) o «El señor Garrity y las tumbas» («Mr. Garrity and the Graves», 8 de mayo de 1964).
Por supuesto, el desierto servía también para representar bien el mundo del futuro, bien otros planetas en historias que funcionaban como alegorías. Fue el caso de «Elegía» («Elegy», 19 de febrero de 1960), «Las personas son iguales en todas partes» («People Are Alike All Over», 25 de marzo de 1960), «Sonda 7, corto y cambio» («Probe 7, Over and Out», 29 de noviembre de 1963), «La nave muerta», «Gente pequeña» («The Little People», 30 de marzo de 1962) o «Dos» («Two», 15 de septiembre de 1961). En un registro más siniestro están el ya mencionado «Por fin un Poco de tiempo» y «El refugio», cuyos entornos devastados por la guerra nuclear se construyeron en estudio.
Uno de los ejemplos más potentes de cómo La Dimensión Desconocida contribuyó a aportar una nueva visión del paisaje desértico fue el antes comentado episodio “El solitario”, de la primera temporada. Escrito por Serling y dirigido por Jack Smight, fue el primero de varios capítulos de la serie que se rodarían en el Valle de la Muerte, Nevada. Fueron dos días de rodaje agotador en junio de 1959, durante los cuales el equipo sufrió de deshidratación e insolaciones, e incluso el director de fotografía, George T. Clemens, se desmayó, cayendo de la grúa desde la que filmaba. Fue aquel el inicio de la apropiación por parte de la serie de paisajes fronterizos (formaciones rocosas, planicies vacías, horizontes lejanos, sol inmisericorde) que no solamente aportaban atmósfera y se alejaban estéticamente del rancho de Desilu Productions sino que a nivel simbólico conectaban bien con las historias que narraban.
Imagen superior: «El ojo del observador» («Eye of the Beholder», 11 de noviembre de 1960).
Rod Serling, en definitiva, refinó una fórmula ya existente y la supo sintonizar con el espíritu de los tiempos. Cada episodio era un ejemplo de cómo narrar una historia más compleja de lo que parecía a simple vista en tan solo media hora, en el curso de cual se planteaba la trama, se presentaban los personajes, se desarrollaba aquélla y se ofrecía una conclusión que dejaba al espectador sorprendido y dispuesto a volver la semana siguiente a por más. Pero el éxito de la serie y la enorme carga de trabajo que suponía acabó haciendo notar su peso sobre Serling.
Para empezar, las interferencias de la cadena eran una continua fuente de frustraciones. En la segunda temporada, el empeño del nuevo presidente de la CBS, James Aubrey, en reducir costes, hizo más difícil la labor del equipo de producción. Y no sólo desde el punto de vista creativo sino también técnico, puesto que se impuso el más barato formato de vídeo, lo que hacía casi imposible la edición y muy difícil el rodaje en exteriores. Cuando empezó la tercera temporada, Serling estaba agotado. Había escrito la friolera de 48 episodios y aunque ese año recibió más apoyo del equipo de guionistas y la serie siguió acumulando nominaciones y premios (llegó a ganar tres premios Hugo a la «Mejor Presentación Dramática» y varios Emmy), Serling decidió aceptar un puesto docente en una facultad de Artes y apartarse algo del programa, aunque seguiría figurando como productor ejecutivo en sus dos últimas temporadas.
Para colmo, hubo en la CBS una extraña confusión respecto a la renovación de la serie que llevó a que La Dimensión Desconocida fuera sustituida en su franja horaria por otro programa, una sitcom titulada Fair Exchange (1962-1963). Finalmente, se contrató una cuarta temporada para reemplazar, en enero de 1963, a esta última, pero con la condición de llenar el mismo hueco, esto es, una hora.
Ese metraje nunca fue del agrado ni de Serling ni de su equipo. Los veinticinco minutos que habían servido de formato estándar durante tres temporadas habían demostrado ser los ideales. No hacía falta más. La nueva imposición obligó a engordar innecesariamente las historias y, por tanto, a diluir la intensidad de la atmósfera y el suspense. Al menos, se tuvo el buen sentido de reconocer el error y en la quinta y última temporada se recuperó la duración original.
En su quinto año, Serling ya estaba demasiado cansado como para mantener el ritmo necesario. Había escrito 92 guiones en cinco años, ocupándose de buena parte de los aspectos de la producción. Además, la entrada de un nuevo productor creó un mal ambiente entre los guionistas. No obstante, a pesar de no recibir ya nominaciones para ningún Emmy, el episodio «Lo que pasó en el puente de Owl Creek» (La Rivière du hibou, una película francesa de 1962 emitida bajo el título «An Occurrence at Owl Creek Bridge» el 28 de febrero de 1964) ganó el Oscar al mejor corto.
A finales de enero de 1964, CBS anunció la cancelación de La Dimensión Desconocida. James Aubrey estaba harto de los excesos de presupuesto y los decrecientes niveles de audiencia. Pero quizá más importante aún, Serling ya no deseaba seguir al frente. La ABC le ofreció comprar el programa bajo un nuevo título y orientarlo más abiertamente hacia el terror, pero el productor y guionista no estaba de acuerdo y acabó vendiendo su participación del 40% en el programa a la CBS.
El éxito de series como La Dimensión Desconocida o Rumbo a lo desconocido (The Outer Limits, 1963-1965) a finales de los cincuenta y primeros sesenta demostró que tanto el público como las cadenas de televisión estaban dispuestas a experimentar con historias adultas que movían a la reflexión tanto o más que las producciones cinematográficas. La ciencia ficción televisiva supo madurar trasladando el énfasis narrativo de las pistolas de rayos y los cohetes de los seriales a la alegoría política y las lecciones morales de La Dimensión Desconocida.
Las cadenas supieron ver el potencial financiero del género, ya que a más público más dinero estaban dispuestos a pagar los patrocinadores de los programas; pero también atrajo a guionistas y productores que creían que la ciencia ficción podía estimular el interés de espectadores cansados del cansino batido compuesto de concursos, sitcoms y entrevistas. Es cierto que las cadenas estaban dispuestas a utilizar cualquier cosa disponible para rellenar su parrilla de programación en un momento de expansión en el que cada vez más gente compraba aparatos de televisión, lo que llevó al estreno de multitud de series tan mediocres como efímeras. Con todo, el espacio disponible para la ciencia ficción en el medio fue aumentando, dándole a productores como Rod Serling o, más adelante, Gene Roddenberry, la oportunidad de explorar sus límites y ofrecer productos de marcado sesgo intelectual. Una corriente que alcanzó su cénit en los sesenta con Star Trek pero cuyos contemporáneos no deberían caer en el olvido simplemente porque no obtuvieran el mismo nivel de calidad o atención por parte de aficionados. De hecho, sin el éxito y la influencia de, por ejemplo, las aventuras juveniles producidas por Irwin Allen (Perdidos en el espacio, Viaje al fondo del mar) o series camp como El agente de C.I.P.O.L. (1964-1968), quizá nunca hubiera existido una audiencia dispuesta a abrazar Star Trek.
Con toda la influencia que tuvo sobre autores y obras posteriores y el puesto que acabaría ocupando en la cultura popular (su tonadilla de entrada, por ejemplo, ha quedado como representación sonora de cualquier cosa misteriosa o extraña), La Dimensión Desconocida no estuvo en su momento entre los programas más vistos de la televisión y dejó de emitirse en 1964. Serling se dedicó a otras cosas, como el desarrollo de Galería Nocturna (Night Gallery, 1969-1973), una serie televisiva más inclinada hacia el terror sobrenatural que a la ciencia ficción, utilizando algunas veces un extraño tono cómico.
En 1982, siete años después de la muerte de Rod Serling, Steven Spielberg decidió que era el momento de regresar a la Dimensión Desconocida, pero esta vez en la pantalla grande. Para rodar En los límites de la realidad (1983, que en inglés se tituló Twilight Zone: The Movie, mucho más claro para el público anglosajón), Spielberg, como productor, reunió a un equipo de directores de primera división: George Miller, Joe Dante, John Landis… y él mismo. Decidió estructurar la película como una antología de cuatro historias, tres de las cuales eran reinterpretaciones de episodios clásicos: «Pesadilla a 20.000 pies», «Es una buena vida» (en el original, un joven Billy Mumy aterrorizaba a todo el mundo con su poder de alterar la realidad), «Patear la lata» (en la que unos ancianos recuperaban la juventud) y un nuevo segmento guionizado y dirigido por John Landis, en el que se recuperaba un tema habitual de la serie clásica: el villano que es mágicamente obligado a ponerse en el lugar de aquellos a los que odia.
Ese segmento de la película fue el que más se acercó al espíritu del programa original, aunque su duración hubo de recortarse debido a la muerte en el set del actor protagonista, Vic Morrow, a causa de un accidente. Esa tragedia, que también se cobró la vida de dos niños, oscureció en lo sucesivo cualquier logro que la película hubiera podido alcanzar.
La Dimensión Desconocida regresó a la televisión que la vio nacer, la CBS, dos años después, primero como una antología de episodios de una hora primero y de media más adelante. Se contrató a una plantilla de guionistas difícilmente superable, entre cuyas filas podemos hallar nombres como Harlan Ellison, Ray Bradbury, J.M. Straczynski, George R.R. Martin, Theodore Sturgeon, Arthur C. Clarke, Joe Haldeman, Greg Bear, Richard Matheson, Robert Silverberg o Stephen King; y entre los directores se encontraban figuras como William Friedkin, Joe Dante o John Milius. Pero en general, esta nueva encarnación de la serie, titulada en España Más allá de los límites de la realidad y que totalizó tres temporadas, parecía más fascinada por los efectos especiales y el maquillaje que por el corazón de las historias. Otra versión moderna se estrenó con la mejor de las intenciones en 2002 para la entonces aún joven cadena UPN (United Paramount Network). Se centró en los temas sociales y humanos que siempre fueron los favoritos de Serling, pero a esas alturas el público ya no parecía demasiado interesado y desapareció tras solo una temporada.
En 2019, Simon Kinberg, Jordan Peele y Marco Ramírez relanzaron la serie en la CBS. La producción se prolongó a lo largo de dos temporadas.
Poco antes de su muerte en 1975, a la edad de cincuenta años, Serling hizo una sorprendente confesión durante una entrevista: «Dios sabe que cuando miro atrás, a treinta años de carrera como guionista profesional, me cuesta encontrar algo importante. Algunas cosas son cultas, algunas son interesantes, algunas tienen clase, pero bien poco es relevante». Como la belleza, la importancia está en el ojo de quien observa. Pero si Serling hubiera tenido el tipo de máquina del tiempo sobre la que alguna vez escribió y pudiera haber viajado hasta el presente, podría ver por sí mismo lo profundamente que La Dimensión Desconocida ha quedado imbricada en la cultura popular y la consciencia colectiva.
Desde su emisión inicial, La Dimensión Desconocida ha sido reverenciada como un producto seminal del género fantacientífico, un papel que ha venido revalidando generación tras generación de críticos y aficionados. No solamente muchas de sus tramas, personajes y conceptos pasaron a formar parte de la cultura popular norteamericana, sino que a través de la sindicación internacional y los continuos homenajes y parodias en películas, libros y otros formatos, la serie se ha convertido en un continuo proveedor de arquetipos e imágenes icónicas.
Rod Serling, creador y alma de la serie, fue el responsable de ese prestigio que ha ido cosechando con el paso de los años no sólo gracias a su habilidad para contar historias en el formato televisivo, sino por su reinterpretación de las fábulas y mitos integrando en ellos un agudo análisis de la psicología humana y las estructuras socioculturales de su tiempo.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.