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«El planeta de los simios» (1968), de Franklin J. Schaffner

Los años centrales de la década de los sesenta supusieron una travesía del desierto para los aficionados a la ciencia-ficción cinematográfica. Tras diez años de éxito, las adaptaciones de obras de Julio Verne y H.G. Wells que comenzaran con 20.000 leguas de viaje submarino (1954) ya habían completado su recorrido y los estudios volvían a mostrarse reacios hacia un género que, en el fondo, seguían considerando propio de la serie B.

El único que seguía apostando ocasionalmente por proyectos atrevidos en ese campo fue la 20th Century Fox, ofreciendo ocasionalmente pequeñas joyas, como Viaje alucinante (1966), una cinta tan ampliamente aclamada y premiada como económicamente rentable.

Y entonces llegó 1968, el año dorado del cine de ciencia-ficción. Y ello no sólo gracias a 2001: Una Odisea del Espacio y, en menor medida, Barbarella (dos películas que no tienen absolutamente nada que ver entre sí), sino también por otro film que, a su vez, era completamente diferente de los anteriores. Se trató de El planeta de los simios (de nuevo financiado por la Fox), el primero de los tres pesimistas films de ciencia-ficción que Charlton Heston protagonizara en estos años de transición (Los otros fueron Cuando el destino nos alcance y El último hombre… vivo).

El planeta de los simios fue uno de los mayores éxitos registrados por el género en el cine antes del estreno de Star Wars (1977). En un fenómeno sin precedentes hasta entonces, dio pie a una franquicia multimedia de extraordinaria rentabilidad y penetración cultural que sirvió de modelo a otras posteriores, desde Star Trek y Star Wars a Alien o Terminator.

El planeta de los simios fue la adaptación de la novela homónima escrita por el francés Pierre Boulle, si bien se introdujeron bastantes cambios respecto de aquélla. Los exploradores franceses comandados por el galo Merou son sustituidos por tres astronautas norteamericanos liderados por un cínico Taylor (Heston). Su nave, que abandonó la Tierra en 1972, tiene como objetivo alcanzar la lejana Alfa Centauri, pero se estrella en lo que parece ser un planeta alienígena. El resto de los miembros de la expedición ha muerto mientras se hallaban en animación suspendida, por lo que los tres abandonan el vehículo y se adentran en el desierto rocoso que les rodea tratando de hallar signos de vida.

Durante varios minutos, los astronautas caminan por un paisaje desértico y rocoso. Taylor no tiene esperanzas ni interés en regresar a la Tierra y no muestra consternación alguna cuando comprueba que el reloj de la nave marca el año 3978, una jugarreta de la relatividad espacio-temporal. Aunque todos aquellos que dejaron atrás hace mucho que han muerto, el mordaz y desengañado Taylor aún alberga esperanzas de encontrar algo mejor que la especie humana.

Sus esperanzas no se cumplen. Como sucede en el libro, los astronautas hallan una sociedad en la que los simios han alcanzado la cúspide de la pirámide evolutiva mientras que los humanos han quedado reducidos a un estado animal, cazados por los simios y utilizados como cochinillas de indias. Taylor es capturado junto a la que se convertirá en su pareja, Nova (Linda Harrison). Habiendo perdido el habla a causa de una herida, es considerado al principio como un mero animal, pero consigue demostrar su inteligencia a una pareja de chimpancés científicos Zira (Kim Hunter) y Cornelius (Roddy McDowall). Esa misma inteligencia, sin embargo, despierta la animadversión del anciano sabio Zaius (Maurice Evans), quien por alguna razón que solo se revela al final de la película, lo considera una peligrosa amenaza.

A la vista del éxito cosechado por la franquicia, éxito que continúa aún hoy, puede sorprender que El planeta de los simios estuviera a punto de no existir nunca como película. El que llegara a buen puerto debe atribuírsele al esfuerzo y perseverancia de dos personas: Arthur P. Jacobs y Charlton Heston.

Jacobs había comenzado en el mundo del cine como humilde mensajero para la MGM. Ascendido al departamento de publicidad, enseguida demostró su capacidad para la promoción y las relaciones públicas. No tardó en independizarse como representante y al cabo de dos años ya figuraban entre sus clientes nombres como Gregory PeckMarilyn Monroe o James Stewart. En 1963, fundó su propia productora, con una trayectoria irregular en la que se alternaron los grandes éxitos (Ella y sus maridos, 1964) y los estrepitosos fracasos (El extravagante Doctor Doolitle, 1967).

Jacobs había comprado los derechos de la novela de Pierre Boulle en 1963. A diferencia del novelista, que consideraba aquélla uno de sus trabajos menos interesantes, Jacobs pensaba que el relato podía servir de base a un film visualmente llamativo. Contactó con ilustradores y diseñadores y elaboró un dossier de 130 páginas con ideas, bocetos y pinturas. Durante un año entero, con el dossier y un guión escrito por el legendario Rod Serling bajo el brazo, Jacobs trató de vender su proyecto a los principales estudios de Hollywood. No tuvo el menor éxito.

No es difícil imaginar por qué. Naves espaciales, simios parlantes… eran ideas un tanto extravagantes y si a ello se unía que hasta la fecha los actores enfundados en trajes de mono habían resultado absolutamente patéticos, no puede extrañar que a los ejecutivos les pareciera que todo aquello era material propio de los antiguos seriales por entregas, películas de serie B o episodios televisivos, pero en ningún caso digno de figurar en una película “seria”.

Decepcionado pero no rendido, regresó a su actividad como publicista, pero no abandonó su idea. Sabía que sus oportunidades de sacar adelante el proyecto mejorarían sustancialmente si contaba con el compromiso de una gran estrella. Contactó con Marlon Brando y Burt Lancaster, que no mostraron interés. Y entonces lo intentó con Charlton Heston, quien había interpretado con enorme éxito a gigantes fílmicos como Moisés o Ben-Hur. Nada en la carrera de Heston hasta la fecha apuntaba a que este actor de rasgos duros y voz profunda pudiera acabar en un film de CF. Y es que en 1968, la ciencia-ficción no era un género que atrajera a estrellas «respetables». Podías participar en CF si estabas en el comienzo de tu carrera o en el crepúsculo de la misma; o bien podías ser una estrella del género, pero sólo del género, como Boris Karloff o Bela Lugosi.

Heston era un hombre que a pesar de su atractivo para el gran público era también conocido por apoyar proyectos difíciles que no contaban con el beneplácito de los grandes estudios. Así, por ejemplo, bendijo con su presencia a Sed de mal de Orson Welles; o a Mayor Dundee de Sam Peckinpah. También contaba con una aguda percepción de lo que necesitaba hacer para mantener su posición de icono cinematográfico. Así, Heston prestó a El planeta de los simios (y, por extensión, a todo el género de ciencia-ficción cinematográfica) su credibilidad como estrella de cine. En retrospectiva, la jugada del actor fue genial porque, a cambio, la película le regaló un éxito gigantesco y el propio género le ayudó a extender su carrera en los setenta con títulos como los antes mencionados El último hombre… vivo o Cuando el destino nos alcance.

Fue el decidido apoyo de Heston el que obtuvo la luz verde para un proyecto, el de El planeta de los simios, que ya empezaba a tener fama de maldito. El actor, para empezar, reclutó a un director de su confianza, Franklin J. Schaffner. Éste había acumulado experiencia como realizador en la televisión, medio en el que ganó varios premios Emmy. Su paso al cine vino de la mano de Rosas perdidas (1963), adaptación de una obra teatral. Heston lo conoció gracias a su participación en su siguiente película, El señor de la guerra (1965). Más adelante, este realizador se responsabilizaría de dramas épicos como Patton (1970), Nicolas y Alejandra (1971), Papillón (1973) y una cinta más de ciencia-ficción, Los niños del Brasil (1978). Jacobs ya tenía una idea sólida, unos bocetos prometedores, un actor de renombre y un director. Con todo ello consiguió interesar a Richard D. Zanuck, quien acababa de heredar de su padre el sillón de presidente de la Fox.

Había ciertos reparos respecto al guión, pero todos parecían estar de acuerdo en que la clave de la película sería la caracterización de los actores como simios. Richard D. Zanuck entregó cinco mil dólares para una prueba de maquillaje que demostraría si vestir a un montón de extras con disfraces peludos y toscas máscaras tornaría el film en una farsa. Se realizó una prueba utilizando maquillaje diseñado por el jefe de dicho departamento en la Fox, Ben Nye. Aunque primitivo, convenció a Zanuck de que la película podría ser creíble visualmente. Decidió financiar el film, dando un plazo de siete meses para la producción, que comenzaría a principios de 1967.

Sin embargo, se hizo evidente que el maquillaje iba a necesitar de técnicas más avanzadas de las que Nye podía aportar, concretamente prótesis faciales de látex –un material nuevo por aquel entonces‒ que pudieran ser llevadas por los actores durante prolongados periodos de tiempo y que no ocultaran la expresividad y la gestualidad facial de sus rostros.

Fue entonces cuando se recurrió a John Chambers. Éste había ejercido como médico en la Segunda Guerra Mundial y trabajado en un hospital de veteranos, donde desarrolló prótesis y miembros artificiales para los mutilados. Consciente de su talento en ese campo, se trasladó a Hollywood, donde no tardó en convertirse en un cotizado profesional, diseñando prótesis para Los MunstersPerdidos en el espacio e incluso Star Trek (fue él quien diseñó las hoy legendarias orejas de Mr. Spock).

Chambers no sólo era bueno e innovador, sino rápido. Todas sus virtudes hubieron de ser puestas a prueba en El planeta de los simios. Creó una mascara compuesta de dos piezas de látex que permitía conservar la mirada y la expresividad facial de los actores que las vestían –si bien éstos debían forzar los gestos‒, pero es que además hubo de “vestir” facialmente a 200 extras, hacerlo en cuatro meses y no sobrepasar el presupuesto de un millón de dólares.

Por si fuera poco, diseñó tres modelos diferentes de máscaras: los amigables chimpancés tenían un aspecto más cercano al del hombre; los gorilas, todos dedicados a la carrera militar, expresaban incluso mayor fiereza que sus contrapartidas reales; y los orangutanes, que reflejaban en su rostro su carácter elitista y aristocrático. Por su trabajo en El planeta de los simiosJohn Chambers ganó justificadamente un Oscar especial (el Oscar al mejor Maquillaje como categoría independiente no se creó hasta la década de los ochenta).

El maquillaje fue uno de los principales dolores de cabeza del productor, y no sólo en la etapa de preproducción. Hubo de buscarse bajo cada piedra de cada estudio de Hollywood el talento requerido para un trabajo en absoluto fácil. Algunos días hubo trabajando en el rodaje hasta 80 profesionales entre maquilladores, peluqueros y personal de guardarropía. Tantos profesionales absorbió El planeta de los simios, que otras películas de Hollywood sufrieron retrasos al no poder contar con estos expertos. A pesar de que el estudio recortaría el presupuesto inicial asignado a la película, la partida de maquillaje permaneció inalterada. Los esfuerzos de todo el equipo en este aspecto salieron a cuenta, puesto que una parte no pequeña del éxito de la película es sin duda achacable a la extraordinaria caracterización.

El guión, como ya hemos mencionado, había sido escrito originalmente por Rod Serling, una leyenda de la ciencia-ficción gracias a su creación televisiva La Dimensión Desconocida (1959-63). Tras la cancelación de ese programa, Serling se dedicó a escribir guiones cinematográficos con un fuerte componente político (como Siete días de mayo, 1964). Las escenas iniciales, con un Charlton Heston profiriendo amargados comentarios sobre la condición humana, son característicos del cinismo que Serling desplegó tanto en La Dimensión Desconocida como en la más tardía Night Gallery (1969-72).

Imagen superior: «Las personas son iguales en todas partes» («People Are Alike All Over»), episodio nº 25 de «La Dimensión Desconocida» («The Twilight Zone»), dirigido por Mitchell Leisen y escrito por Rod Serling. Este episodio fue emitido el 26 de marzo de 1960 © CBS.

Serling parecía ser la elección idónea para la tarea de adaptar el libro de Boulle. Al fin y al cabo, él había introducido una idea similar a la de la novela en un episodio de La Dimensión Desconocida emitido en marzo de 1960. Titulada «Las personas son iguales en todas partes”, presentaba a un astronauta interpretado –qué casualidad‒ por Roddy McDowall cuya nave se estrella en Marte. En el accidente, su compañero muere y él contacta con unos marcianos telépatas de aspecto humano y civilización muy avanzada. Su talante es aparentemente hospitalario, pero al final lo encierran en un zoo como curiosidad exhibida públicamente. La moraleja era clara: no importa lo avanzada que sea una sociedad, hay cosas, como la crueldad y la incomprensión con lo que le es extraño, que no cambian.

Dado que Pierre Boulle publicó su libro tres años después, ¿estamos ante un caso de plagio? En realidad, tampoco Serling fue el padre de la idea. Ésta proviene de un relato pulp escrito por Paul W, Fairman en 1952. Serling modificó bastante aquel cuento para afilar el comentario satírico y rematarlo con un final impactante tal y como era la norma en sus guiones.

Serling se esforzó de veras en mantenerse fiel a la novela de Boulle, como lo demuestra el que en un año escribiera una treintena de borradores del guión. Sin embargo, su lealtad al original, con los simios viviendo en una sociedad tecnológica análoga a la nuestra, resultó ser imposible de filmar, tanto desde un punto de vista técnico como financiero, y el guión hubo de ser reescrito por Michael Wilson, un profesional vetado en Hollywood durante los cincuenta y entre cuyos créditos figuraban clásicos como Qué bello es vivir (1946), Un lugar en el sol” (1951), El Puente sobre el río Kwai (1957) o Lawrence de Arabia (1962), si bien su labor en estos dos últimos no apareció acreditada en su momento a causa del “exilio” oficial al que se hallaba sometido debido a su negativa a colaborar con el Comité de Actividades Antiamericanas.

Su principal aportación consistió en convertir la sociedad futurista de los simios en una civilización tecnológicamente primitiva, que fue excelentemente visualizada por el diseñador de producción William J. Creber. Éste extrajo su inspiración para la ciudad simia de las peculiares formaciones rocosas de la Capadocia turca. Pero, además, Wilson disfrazó bajo el aspecto de una película de aventuras, un mensaje indudablemente político, una crítica a determinadas actitudes muy humanas fruto de su experiencia como autor “maldito” en Hollywood. Ejemplo de ello es la escena del juicio, una réplica de las audiencias que el guionista hubo de sufrir ante el mencionado Comité.

El escenario que plantea El planeta de los simios no es muy verosímil que digamos. De hecho, resulta difícil asumir que Taylor continúe pensando que se halla en un mundo alienígena cuando los supuestos extraterrestres/simios hablan un inglés que él puede entender perfectamente. Con todo, Rod SerlingMichael Wilson y el director Franklin Schaffner hacen lo que pueden para que el espectador pase por alto esos “detalles”.

Cualquier impresión que se pudiera tener en los primeros minutos del film de que lo que se iba a ver era un episodio alargado de Dimensión Desconocida, se esfuma en cuanto aparecen los simios: montando a caballo, disparando y cazando humanos y posando sobre sus cuerpos asesinados para tomarse una foto. Esas escenas están dirigidas con maestría: planos rápidos, cámara siempre en movimiento y ocultando hasta el momento preciso la identidad de los cazadores. Son unos momentos espeluznantes de gran intensidad dramática que marcan el verdadero comienzo del film.

A mitad de película, el tono cambia. La violencia de las escenas iniciales se ve reemplazada por una sátira social acerca de las estupideces inherentes a la sociedad humana, haciendo que los simios se comporten como hombres. No siempre se consigue el mejor de los resultados. En los peores momentos no es más que una burda parodia realizada por gente llevando máscaras, como en la escena donde se remedan los ritos religiosos o en la que los gorilas posan junto a sus presas y, especialmente, en el innecesario gag del juicio con los tres monos sabios representando el dicho «No ver el Mal, no escuchar el Mal y no decir el Mal» (en realidad, un momento de improvisación durante el rodaje que se decidió dejar en la versión definitiva al comprobar su efecto cómico).

Pero también hay grandes ideas, como la amarga parodia que domina toda la segunda parte y que remite directamente al todavía recordado Juicio de Scopes, que en Estados Unidos enfrentó al profesor John T. Scopes con el Estado de Tennessee, cuya legislación prohibía enseñar en el seno del sistema educativo “cualquier teoría que niegue la historia de la Divina Creación del hombre tal como se encuentra explicada en la Biblia, y reemplazarla por la enseñanza de que el hombre desciende de un orden de animales inferiores.» Rod Serling y Michael Wilson bordaron los diálogos de esas escenas del proceso contra Taylor, todavía hoy calificables como de entre las mejores que ha dado el cine de ciencia-ficción.

Por tanto, la historia y el desarrollo de la acción se ajusta con notable fidelidad a estándares del género ya bien establecidos: lo militar versus lo científico, paranoia nuclear, viaje espacio-temporal… Pero lo que todo el mundo recuerda, lo que ha quedado como una imagen icónica de la cultura popular, es el sorprendente y escalofriante final. Esa escena le daba a la película una elegancia y perdurabilidad que aún no se ha extinguido. Sí, ese desenlace era característico del tipo de historias que Serling gustaba de contar en La Dimensión Desconocida, pero también era algo más: la afirmación de que los finales felices ya no podían darse por sentados en el cine y que guionistas y directores de Hollywood eran pero que muy capaces de sorprender a su público hasta la última escena.

No siempre estuvo ese final en la mente de los productores. En una versión del guión se contempló la posibilidad de que Nova quedase embarazada (tal y como sucedía en la novela), pero ello abría posibilidades que requerirían una exploración más profunda: ¿nacería el niño con la inteligencia de Taylor? ¿Podría hablar? ¿Qué ocurriría si surgía una nueva raza humana?. Lo que se estaría narrando sería la historia del resurgimiento de la especie humana. El enfoque elegido, en cambio, sería el opuesto y para ello aprovecharían uno de los primeros borradores escritos por Rod Serling. Cuando Taylor se encuentra en la solitaria playa batida por las olas con los restos oxidados de uno de los principales iconos del siglo XX, lo que se nos revela es que hemos presenciado el final de la especie humana.

Resulta irónico escuchar a los artífices de la película afirmar que aquel final no fue concebido como alegoría de mensaje alguno, sino como artificio para impactar al espectador. Y, sin embargo, intencionado o no, lo cierto es que con aquella imagen transmitieron una idea que entonces permeaba la sensibilidad de una parte de la sociedad americana del momento: las esperanzas de un futuro brillante depositadas en la nación, podrían acabar convertidas en una pesadilla apocalíptica.

Aquella impactante escena no fue sino el más destacado reflejo del tema subyacente en toda la saga: el conflicto racial y la devastación consecuencia de un conflicto nuclear. A diferencia del Merou de la novela, que aprende a respetar la civilización simia y acepta con resignación su papel en el seno de la misma y el dominio de la nueva especie dominante, Taylor es incapaz de contemporizar con quienes considera salvajes, y no hace más que acumular odio y desprecio por sus captores tal y como queda perfectamente reflejado en su frase más célebre: “Quita tus asquerosas patas, maldito mono”.

Rodado en el marco de los acontecimientos sociales que sacudieron Estados Unidos en los sesenta (la lucha por los derechos civiles, las manifestaciones contra la guerra de Vietnam), el film de Schaffner se ha interpretado a menudo como una alegoría del enfrentamiento racial o del colonialismo occidental, pero nunca se pretendió que su mensaje político se sobrepusiera al entretenimiento derivado de las premisas propias de la ciencia-ficción.

Imagen superior: La Marcha sobre Washington por el trabajo y la libertad fue liderada el 28 de agosto de 1963 por Martin Luther King Jr. Entre las estrellas que participaron en esta masiva manifestación contra el racismo destacan Charlton Heston, Sammy Davis Jr., Burt Lancaster, Marlon Brando y Harry Belafonte.

Por otra parte, las complejidades morales de la situación hacen que, aunque elijamos el bando humano que representa Heston, no podamos dejar de sentir cierta simpatía por los simios, cuya convivencia se ve perturbada por un ruidoso y desestabilizador intruso. Aunque su sociedad tiene evidentes defectos –como la concentración de conocimiento en una oligarquía cerril y la segregación en “castas”‒, lo cierto es que han conseguido coexistir pacíficamente y lo único que quieren es que los humanos no vuelvan a causar un nuevo cataclismo. De hecho, uno de los momentos más intensos de la película es aquel en el que se revela que el Dr. Zaius conoce la verdad sobre el auge y caída de la especie humana y que su intención es proteger a su gente de la locura que llevó a la perdición de aquéllos. Esa es la razón por la que mantienen un control tan férreo y brutal sobre los humanos supervivientes.

Normalmente, Heston era un actor que tendía al hieratismo y la rigidez, pero en esta ocasión su interpretación de un astronauta que huye de una sociedad que detesta para verse atrapado en una que le detesta a él, es intensa y emotiva. Su intervención en la película dio pie a algunos críticos a confirmar su idea de que el actor representaba el “imperialismo occidental”. Para ello relacionaban su papel en El planeta de los simios con otros anteriores de su carrera, afirmando que Heston parecía estar embarcado en una perpetua lucha para defender el “fuerte” de la civilización occidental contra las hordas de bárbaros de piel oscura.

Otros, en cambio, argumentaban precisamente lo contrario: se trata de una inversión del mito occidental puesto que al final se le niega al héroe blanco tanto su victoria final como su conversión en mártir. Heston no interpreta aquí a un personaje formidable rebosante de entereza, todo lo contrario: se pasa media película huyendo y recibe palizas, le queman, mojan, apedrean y casi lo lobotomizan. Taylor no es, dese luego, el arquetipo de héroe victorioso que había encarnado el actor en otras ocasiones.

No fue un rodaje fácil para Heston. Agotado por las altas temperaturas, las exigencias físicas de su papel y el apretado plan de rodaje, se hallaba enfermo de gripe el día que hubo de rodar las secuencias en las que huye por la ciudad simia, es atrapado en una red y grita su famosa frase: “Aparta tus sucias manos, mono asqueroso”. Su voz enronquecida por la enfermedad contribuyó a realzar la intensidad de su actuación.

Roddy McDowall y Kim Hunter están asimismo sobresalientes en su papel de científicos simios, inquisitivos al tiempo que bondadosos. Edward G. Robinson iba a interpretar originalmente al Dr. Zaius –de hecho, fue él quien participó en la prueba de maquillaje preliminar‒, pero las pesadas sesiones de caracterización, su avanzada edad y precario estado de salud le obligaron a renunciar. Su sustituto fue Maurice Evans, un veterano especializado en obras de Shakespeare.

Linda Harrison interpretó a Nova, la sobrevenida compañera de Taylor. Harrison era una reina de la belleza que por entonces no sólo tenía un contrato con la Fox, sino una relación sentimental con el presidente del estudio, Richard Zanuck. No hay duda de que eso fue lo que le valió obtener un papel en la película, pero aun así su muda presencia resulta refrescante. Su juventud (tenía 22 años), belleza natural, primitivismo y escasa vestimenta hacían referencia no sólo a su papel como nueva Eva, la mujer a partir de la cual puede renacer una nueva Humanidad, sino al ideal hippy que en ese momento alcanzaba su cénit.

Una de las anécdotas más curiosas de El planeta de los simios ocurrió fuera de la pantalla: sin que hubiera nada establecido en ese sentido, los actores que interpretaban las diferentes clases de monos acabaron almorzando siempre con compañeros de reparto que vestían de la misma forma: gorilas con gorilas, chimpancés con chimpancés y orangutanes con orangutanes… Algo paradójico si tenemos en cuenta que el clasismo y los prejuicios son dos de los temas centrales de la historia.

Siguiendo con el aspecto visual del film, los paisajes de las Montañas Rocosas americanas se han utilizado en incontables ocasiones como recreación de mundos alienígenas, a menudo en historias centradas en la figura del pionero, ya fuera con su recreación en estudio (La Conquista del Espacio, 1955) o en los auténticos exteriores filmados en parajes tan hostiles como el Valle de la Muerte (Robinson Crusoe en Marte, 1964). Fue especialmente influyente en el uso del desierto como escenario alienígena Planeta prohibido (1956): las resecas llanuras de tonos pastel de Altair V fueron un temprano anuncio de la estética que Lucas adoptaría en Star Wars (1977).

Sin embargo, fue la utilización que el director de fotografía de El planeta de los simiosLeon Shamroy, hizo de los desolados entornos naturales del lago Powell (Arizona) y los remotos parajes ribereños del río Colorado en Utah y Colorado, uno de los ejemplos más paradigmáticos de cómo transformar algo familiar y claramente terrenal en algo extraño y alienígena. No fueron secuencias fáciles habida cuenta de lo adverso del territorio: durante días y días de temperatura infernal (se llegaba a los 49º C), las cámaras y el equipo hubieron de ser transportados por helicóptero y a lomos de mulas. Pero Schaffner pensaba que esos minutos iniciales eran importantes para establecer el tono de la película e ir acumulando suspense.

Parte fundamental a la hora de crear una atmósfera hostil, inhumana e inquietante, fue la música de Jerry Goldsmith. El compositor creó una banda sonora atonal pionera en Hollywood, interpretada con instrumentos inusuales, como cacerolas o cuernos de carnero y le hizo merecedor de una de las muchas nominaciones a los Oscar de su carrera (dice la leyenda que llevaba una máscara de gorila mientras componía para sentirse más cerca de los personajes).

El rodaje finalizó en agosto de 1967, dentro del plazo establecido y sin exceder el presupuesto asignado. Se estrenó en febrero de 1968 y fue un fulminante éxito de crítica y taquilla que nadie pudo haber pronosticado. Recaudó más de 22 millones de euros y cautivó al público de todas las edades. Los adultos apreciaron la calidad interpretativa de los actores y el acerado análisis político de su guión, mientras que los niños se sintieron cautivados por su sentido de la aventura y elementos fantásticos.

El planeta de los simios se convirtió un una línea divisoria de la ciencia ficción cinematográfica: a partir de ella, actores reconocidos podían participar en este tipo de películas sin miedo a no ser tomados en serio (algo que aún se pondría más de manifiesto tras el estreno de 2001: Una Odisea del Espacio aquel mismo año). En términos de credibilidad, Heston y un puñado de monos aportaron al cine de género más que los cuarenta años anteriores.

Esa misma credibilidad, sin embargo, fue experimentando un continuo declive con el estreno de cada una de las secuelas que siguieron entre los años 1970 y 1973). Quizá a ello contribuyó el alejamiento de Charlton Heston y un presupuesto siempre decreciente que dificultaba la recreación de los elementos fantásticos de las historias. No obstante, considerada como una sola unidad, la saga de El planeta de los simios fue una de las más coherentes y originales de la historia de la ciencia-ficción cinematográfica.

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Regreso al planeta de los simios (Beneath the Planet of the Apes, 1970), de Ted Post

Huida del planeta de los simios (Escape from the Planet of the Apes, 1971), de Don Taylor

La rebelión de los simios (Conquest of the Planet of the Apes, 1972), de J. Lee Thompson

Batalla por el planeta de los simios (Battle for the Planet of the Apes, 1973), de J. Lee Thompson

El origen del planeta de los simios (Rise of the Planet of the Apes, 2011), de Rupert Wyatt

El planeta de los simios en los cómics y la televisión

Imágenes y logotipos de la saga clásica © APJAC Productions, Twentieth Century Fox Film Corporation, Twentieth Century Fox Home Entertainment.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción, y editado en Cualia por cortesía del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".