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«Perdidos en el espacio» (1965)

Hay una ironía implícita en ciertos títulos, como el de esta serie norteamericana. Durante su emisión inicial, que constó de tres temporadas con un total de 83 episodios, fueron alternándose diversos grados de éxito y fracaso creativos, ofreciendo una clara indicación del dilema al que se ha tenido que enfrentar la ciencia ficción desde sus inicios, a saber: ¿debe tener más peso la ciencia o la ficción? ¿Aventura, emoción y miedo o física, química y matemáticas?

Es una pregunta bastante clara y razonable, pero las productoras televisivas establecieron ya desde sus inicios que la ciencia-ficción no sería totalmente ni la una ni la otra, lo cual, naturalmente, tiene todo el sentido. Después de todo, ¿quién quiere ver un documental analizando la fuerza gravitacional de la Luna cuando pueden utilizar la ficción para viajar a Titán o fundar la base Alpha en el Mar de la Tranquilidad?

Así que la cuestión no es si la ciencia-ficción debe ser una cosa o la otra. Debe ser las dos. Lo que nos lleva a otra disyuntiva, ésta relacionada con el equilibrio de ambas facetas. ¿Cuándo ocurre que la diversión de lo Ficticio pasa a deteriorar la sinceridad de la ciencia? O a la inversa, ¿Cuándo el realismo tecnológico constriñe la narración de una buena historia? La receta perfecta, la combinación de todos esos elementos para crear una síntesis única y fascinante, es lo que ha llevado de cabeza a los creadores de ciencia ficción desde mucho antes de que la televisión irrumpiera en los hogares de todo el mundo.

Perdidos en el espacio, que comenzó a emitirse un año antes que Star Trek y cinco antes de que el hombre llegara a la Luna, no fue una excepción. Hasta el día de hoy, los seguidores de la serie siguen discutiendo sobre cuál de sus etapas fue la mejor. ¿La primera, centrada en el acertado uso de la tecnología por parte de la familia Robinson y las promesas de la exploración espacial? ¿O las dos últimas, cuando el programa pasó a dedicar la mayor parte de su atención al cómico Dr. Smith y extravagancias tales como los Vikingos Espaciales, vegetales parlantes y planetas gobernados por palurdos? ¿Pueden quizá considerarse ambos enfoques igualmente buenos, aunque de formas diferentes?

Perdidos en el espacio hundía sus raíces, sobre todo, en un cuento moralista cristiano publicado en 1812, Los Robinsones Suizos, en el que se narraban las aventuras de una familia naufragada en una isla de las Indias Orientales. El libro fue escrito por Johann David Wyss, un pastor protestante que esperaba con ella guiar a sus cuatro hijos de acuerdo a los valores familiares cristianos (algo que también hicieron, en mayor o menor grado y de forma más o menos explícita, autores de ciencia-ficción como Julio VerneH.G. Wells o Robert A. Heinlein). Creía que la mejor forma de aprender estas lecciones morales era insertarlas en una aventura emocionante. Ciento cincuenta años después, el productor cinematográfico Irwin Allen recurrió a la misma idea, aunque por razones muy diferentes.

Allen había ganado un Oscar en 1953 al Mejor Documental por The Sea Around Us y pasó a continuación a producir películas de ciencia-ficción y aventuras como El Mundo Perdido (1960), Viaje al fondo del mar (1961) o Cinco semanas en globo (1962). La ABC lo contrató para convertir Viaje al fondo del mar en una serie de televisión, que se estrenó en 1964 con tanto éxito que se convertiría en el programa de ciencia-ficción más longevo de la década en Estados Unidos.

A la vista de ello, una cadena competidora, la CBS, propuso a Allen escribir otra serie para ellos. El resultado fue Perdidos en el espacio, que se puso en antena al año siguiente.

Allen le gustaba la sencilla idea propuesta por la novela de Wyss de una familia perdida y sola que trabaja unida para sobrevivir. Su familia para la serie se construyó alrededor del personaje de Will Robinson (Bill Mumy), su miembro más joven, un niño prodigio que se pasa el día jugando con un robot gigante, discutiendo por nimiedades con un “malvado” científico ‒del que a continuación hablaremos‒ y, de vez en cuanto, disparando a monstruos con una pistola laser. Will era, en definitiva, lo que todo niño en 1964 desearía ser.

(Por cierto, resulta destacable la relación de Bill Mumy con la ciencia-ficción desde temprana edad. Cuando fue seleccionado para Perdidos en el espacio ya acumulaba más de cincuenta apariciones en películas y series de televisión, entre las que sobresalen los tres episodios de  La Dimensión Desconocida en los que participó unos años antes y que le convirtieron en un rostro familiar para los espectadores norteamericanos. Más adelante, realizaría un inolvidable papel en la serie Babylon 5 interpretando al diplomático Minbari Lennier y volvería a aproximarse al género como ingeniero Kellin en un episodio de Star Trek: Espacio Profundo Nueve).

La familia en el episodio piloto se completaba con los padres de Will, el astrofísico John Robinson (Guy Williams) y su esposa, de especialidad bioquímica, Maureen (June Lockhart), así como sus dos hermanas mayores, la ya crecidita Judy (Marta Kristen) y la adolescente Penny (Angela Cartwright, una de las niñas Von Trapp de Sonrisas y lágrimas). Con ellos viajaba el geólogo y piloto de la nave, el comandante Don West (Mark Goddard).

La historia se ambientaba en el entonces futurista año 1997, cuando la población de la Tierra había alcanzando un punto en el que se hacía necesaria iniciar la exploración espacial so pena de agotar en nuestro planeta los requisitos más básicos para la vida: la comida, el agua e incluso el espacio vital. Qué diferencia puede suponer el que una sola familia abandone la Tierra es difícil de decir, pero en cualquier caso los Robinson, tras superar a dos millones de voluntarios competidores, suben a bordo de la Gemini 2 (que, según la serie, costó 40.000 millones de dólares, mientras que el verdadero transbordador espacial de la NASA no pasaba de los 450 millones) y parten para colonizar algún planeta del sistema Alfa Centauri, el más cercano a nuestro Sol.

Realizarán el viaje programado de cinco años en estado de sueño profundo y sólo se les despertará en la fase final de aproximación o si surge algún problema. Y, claro, esto último es lo que sucede. La familia acaba perdida por las inmensidades desconocidas del espacio.

Las raíces “literarias” de la ciencia-ficción televisiva se pueden encontrar en las ilustraciones que adornaban las portadas de las revistas pulp de los años veinte, treinta y cuarenta: Amazing StoriesAstounding Science FictionUnknown… títulos emblemáticos del entretenimiento efímero que utilizaban esos atractivos dibujos para seducir y emocionar a sus lectores. De aquellas impactantes ilustraciones bebieron los primeros seriales cinematográficos de ciencia-ficción en los años treinta (Flash GordonBuck Rogers), que a su vez establecieron otra característica más tarde trasladada a la televisión: los finales con cliffhanger, ese recurso narrativo que consiste en rematar un segmento del relato con un momento cargado de suspense que incite al espectador a ver el siguiente episodio.

Ya en la era de la televisión, el peldaño anterior a Perdidos en el espacio fueron programas como Captain Video and His Video RangersTom Corbett, Space Cadet o Rod Brown of the Rocket Rangers, programas todos ellos emitidos en directo en los primeros años de la pequeña pantalla. Eran space operas sencillas inspiradas a su vez en seriales de los pulp como La Alondra del Espacio Los Hombres de la Lente, de E.E. Smith o La Legión del Espacio, de Jack Williamson.

Perdidos en el espacio bebía de todas esas fuentes y las mezclaba con el tema de los náufragos, subgénero que popularizara inmensamente Daniel Defoe con su novela Robinson Crusoe en el siglo XVIII. Ya hemos mencionado la obra de Johann Wyss, que poco antes del estreno de Perdidos en el espacio, en 1960, había producido Disney. En 1964 se estrenaron la película Robinson Crusoe en Marte y la serie de la CBS La Isla de Gilligan. Desde luego, los náufragos estaban de moda.

Era una época en la que las exigencias de los espectadores televisivos eran más fáciles de satisfacer que en la actualidad. Así, los efectos visuales se solventaban con maquetas colgando de cuerdas o artefactos teleportadores de aspecto casero. Sin embargo, cuando empezó la producción de la serie y con las miras puestas en obtener un mayor impulso en lo que a promoción se refiere, Allen se molestó en involucrar en la producción a la NASA.

A comienzos de los sesenta, la carrera espacial estaba en su momento álgido. Rusia adelantó a Estados Unidos con el lanzamiento en órbita del Sputnik, obligando al presidente Kennedy a hacer una declaración, en 1961, en la que se comprometía a alcanzar la Luna antes de que finalizara la década…y antes que los rusos, claro. Era un tema de la más rabiosa actualidad que capturaba la imaginación del público americano y Allen, ambientando su nueva serie en el espacio, demostró haberlo entendido. Contar con el aval de la NASA significaría una especie de sello de calidad a ojos de la audiencia. Por su parte, la agencia gubernamental, con todos sus esfuerzos puestos no sólo en conseguir poner a los astronautas en el espacio sino en publicitar su labor, aprovechó la oportunidad que le brindaba Allen con la esperanza de que la serie sirviera para promover sus ideales de exploración espacial ante el público norteamericano.

Tal asociación de mutuos intereses no duró mucho.

Una de las más desafortunadas y recurrentes frases de Allen durante el rodaje de la serie era: “¡No me molestéis con la lógica!” Las necesidades inmediatas de la historia eran para él siempre más importantes que cualquier verosimilitud científica. La NASA, huelga decirlo, tenía una visión del mundo algo distinta, y cuando sus técnicos revisaron los bocetos para la nave Júpiter se apresuraron a afirmar que semejante artefacto no sólo no volaría jamás sino que sería imposible que llegara a salir siquiera de la rampa de lanzamiento. Allen se limitó a contestar que lo mismo se había dicho de los cohetes de la NASA años atrás. Estaba claro que Ciencia y Ciencia-ficción no coincidirían en este proyecto en particular, y la NASA cortó rápidamente todos sus lazos con el programa.

Allen no se amilanó y siguió adelante con el rodaje respaldado por un abultado presupuesto de 600.000 dólares. El piloto original (que nunca llegó a emitirse) daba el protagonismo a los efectos especiales y los diferentes artefactos y equipamientos propios del viaje espacial: naves, land rovers, trajes de brillantes tejidos, mochilas cohete… todo aquello que los espectadores esperarían ver en un documental de exploración del espacio. El momento climático de ese desfile de trucos visuales sería una especie de maremoto espacial y un monstruo gigante que atacaría a los Robinson (léase, un hombre enfundado en un traje de goma persiguiendo marionetas).

Allen afirmó que ese piloto era el mejor trabajo que había hecho hasta la fecha, pero cuando los ejecutivos de la CBS se pasaron riendo toda la proyección de prueba, se sintió tan avergonzado y furioso que saltó de su asiento para detenerla. Su montador le obligó a sentarse: “Irwin”, le dijo, “¡les encanta!”.

Así fue. Funcionó. Aquella risa no había sido de burla, sino de disfrute infantil, de hombres adultos pasando un buen rato. Pero al mismo tiempo, sus sugerencias finales apuntaron a que el programa estaba demasiado lastrado por la fría exhibición científica, que se invertía demasiado tiempo en mostrar artefactos y evoluciones por el espacio. Se necesitaba más peso del factor humano, unos personajes con los que identificarse.

Y aquí entra en escena el doctor Smith.

Smith era un personaje secundario que acabó estando tan identificado con la serie que aún hoy hay quien cree erróneamente que la familia perdida en el espacio eran los Smith. El supervisor del programa, Anthony Wilson, creía que era necesario introducir un villano fijo. Allen abogó por alguien del estilo de Ming, la malvada némesis de Flash Gordon; Wilson, en cambio, por un personaje del estilo del pirata Long John Silver de La isla del tesoro. La solución de compromiso fue Zachary Smith.

De esta forma, se estableció que todos los problemas de la familia Robinson eran producto de un sabotaje perpetrado por el doctor Zachary Smith (Jonathan Harris), psicólogo y experto en control medioambiental, que trabajaba como espía de una potencia extranjera –la cual, aunque nunca se menciona, los espectadores inmediatamente asociaron con la Unión Soviética‒. Consigue reprogramar el ordenador de misión, pero al hacerlo queda atrapado a bordo y, cuando el Júpiter II es desviado de su rumbo original, Smith no puede escapar.

El diseñador Robert Kinishita –padre del también legendario Robby de Planeta prohibido (1956)‒ creó para la serie un robot parlante (con la voz de Dick Tufeld), oficialmente designado como General Utility Non-theorizing Environmental Control Robot, Clase M-3, Modelo B9.

Esta máquina encarnaba el elemento cómico que, por citar las palabras del estudio, “gustaría a los niños”. Era uno de esos ingenios multiusos capaz tanto de entablar una lucha cuerpo a cuerpo como de prever amenazas, ejecutar complejos cálculos, realizar tareas mecánicas de precisión y ejercer de profesor de los más variados campos del conocimiento. Y, para colmo, resultó ser un artefacto bastante más emocional de lo que podría haberse esperado, agitando nervioso sus brazos mientras avisaba de algún peligro inminente. En resumen, el juguete/mascota perfecto para cualquier niño de entonces. El Robot –que nunca tuvo nombre‒ se convirtió ya desde sus inicios no sólo en la imagen más recordada por los espectadores de la serie, sino en todo un icono de la ciencia-ficción televisiva.

Se cambió el nombre de la nave (abandonando el inicial, “Géminis”, que denominaba el programa de vuelos tripulados de la NASA inaugurado aquel mismo año 1965, por el de “Júpiter”) y se rodó nuevo metraje para un nuevo piloto, utilizando el del antiguo para rellenar los cinco primeros episodios.

Aunque los capítulos semanales contaban con un presupuesto de solo 130.000 dólares (cantidad normal para la época), lo cierto es que Perdidos en el espacio ya llevaba gastados en el piloto una cantidad muy importante de dinero. Solamente la astronave costó 350.000 dólares –y ello aunque no tenía un diseño muy inspirado, limitándose a copiar el de los tópicos “platillos volantes”‒. Se estimó entonces que la serie tendría que emitirse durante tres años sólo para recuperar la inversión realizada.

Perdidos en el espacio se estrenó el 15 de septiembre de 1965, apoyada por unos anunciantes inquietos a los que se les prometió que atraería a una audiencia de tipo familiar. Y vaya si lo cumplieron.

En 1965, un rating de 20 era considerado un éxito. Para el sexto episodio, la serie ya tenía un 23, saltando a la lista de los Top Ten televisivos. El sistema de rating era bastante sencillo: un 20 significaba, literalmente, que el 20% de todos los televisores de América sintonizaban el programa en cuestión. Esto es, un quinto del país veía el show. No solamente el público se volcó con la serie, sino también la crítica, alabando especialmente los originales efectos especiales y el trabajo de Jonathan Harris como Dr. Smith.

El personaje de este último se había asentado ya a la altura del sexto episodio. Los planes para construir un villano de opereta se dejaron de lado con buen criterio. Tanto los guionistas como el actor se dieron cuenta de que el personaje no tendría futuro si se limitaba a tratar de matar a los Robinson semana tras semana. Así que empezaron a suavizar su naturaleza inicialmente perversa, deslizándolo cada vez más hacia la comedia bufonesca. El Dr. Smith estrenó pronto su famoso bombardeo de quejas y lamentaciones por un mundo que le maltrata (“¡El dolor, el dolor!”) y los improperios al por otra parte impasible Robot (“¡Estúpido simplón neandertaloide!”, “¡Bobo cabeza de burbuja!”). Pronto acuñaría su frase más famosa, “¡No tengáis miedo, Smith está aquí!”. Había nacido una leyenda de la pequeña pantalla.

No importaba que Smith saboteara las mochilas-cohete, entregara a Will a ladrones extraterrestres de cerebros para salvar su propio pellejo o usara hasta la última gota de agua potable de la nave para darse una ducha. Bastaba que se desmayara a la más mínima dificultad para compensar su malicia con un toque de humor bien recibido tanto por los productores de la cadena como por los espectadores. Este sesgo hacia la comedia sería reproducido cada vez en mayor medida por el Doctor Who de la BBC, especialmente en su encarnación de Tom Baker. Se diría que si no fuera por el humor la audiencia familiar nunca se habría enamorado de la ciencia-ficción.

Así, aunque inicialmente, la serie se había estructurado de tal forma que todos los personajes pudiesen ir asumiendo protagonismo en diferentes episodios, las encuestas propiciaron que Smith acabara apoderándose del programa, ocupando el vértice de un extraño triángulo en el que él se comportaba como un niño malo, Will Robinson como un adulto cerebral y el Robot como un mayordomo resignado a obedecer a los estúpidos humanos.

El tono general de la serie, por supuesto, tendía a ser moralizante y conservador. La señora Robinson puede que fuera una competente bioquímica, pero sólo la vemos ocupada en tareas “hogareñas” como cocinar y hacer la colada. Especialmente los primeros episodios tendían a subrayar las virtudes de la unidad familiar y lanzar mensajes morales sobre los prejuicios, el comportamiento social, la lealtad, la responsabilidad…y la educación: ¡en uno de los capítulos incluso se regaña a Will por poner los codos encima de la mesa!

El presidente de la CBS, William S. Paley, se sentía avergonzado por la serie. Era un programa estúpido que no merecía compartir la parrilla con otros espacios de la misma cadena. Dio instrucciones para cancelarlo en cuanto las cifras de audiencia dieran signos de debilitarse. Vamos, el típico grito de guerra de los ejecutivos de las cadenas.

Y, sin embargo, para su asombro, esas cifras se mantuvieron en lo más alto.

Paley, incapaz de entender las razones del éxito de Perdidos en el espacio, llegó a pagar a un psicólogo para que analizara qué era lo que estaba “mal” en el público norteamericano. Los protagonistas fueron portada de TV Guide en repetidas ocasiones; el Robot recibía incontables cartas de los fans; el Dr. Smith recibía aún más. Cuando las imágenes en directo del amerizaje de la cápsula Géminis VIII de la NASA interrumpieron un episodio de la serie, la CBS se vio inundada de llamadas telefónicas exigiendo que completaran la emisión de su serie favorita.

Una de las cosas que más cautivaba a los espectadores más jóvenes era ver a niños como ellos inmersos en aventuras emocionantes, el mismo planteamiento que hizo de Harry Potter un bombazo editorial. Will, un niño al fin y al cabo, recibía la confianza de sus padres para conducir transportes y utilizar pistolas láser; Penny salvaba a sus padres haciéndose pasar por miembro de la realeza en misión diplomática… La fórmula era sencilla: dar a los niños unos héroes de su misma edad con los que pudieran identificarse fácilmente.

Y eso, como era de esperar, lo interpretaron los ejecutivos de forma errónea: la realidad debía dejar aún más espacio a la fantasía desbordada y al tono primordialmente infantil. Como el Doctor Who y sus atractivas ayudantes, el profesor Robinson y su esposa jamás se besaban, limitándose a cruzar miradas afectuosas y tocarse en los brazos, temerosos de avergonzar a sus espectadores más jóvenes. El episodio “Seguid al Líder”, en el que Will está a punto de ser arrojado al vacío por su poseído padre, provocó que los guionistas recibieran un aviso de la cadena respecto al uso de la violencia en episodios venideros.

Nada de todo eso importaba, porque los espectadores se fijaban en otras cosas. Cuanto más sobreactuaba el Dr. Smith, más les gustaba. Incluso el Robot acuñó su propia frase: “¡Peligro, Peligro!”. Al final de la primera temporada, la trinidad Smith-Will-Robot pasó a ocupar el indiscutible centro de la serie. Todos aquellos aspectos relacionados con la ciencia del viaje espacial habían ido dejando paso progresiva pero implacablemente a la aventura infantil, los monstruos y la fantasía ligera. Incluso Penny se hizo con una mascota, un “bloop” bautizado Debbie (en realidad un mono con un casco peludo).

Mientras que los defensores de la ciencia-ficción dura clamaban al cielo, las cifras de audiencia seguían subiendo. Y es que al público medio lo que le gustan son las historias de aventuras y entretenimiento sin complicaciones. No quieren recibir lecciones de ciencia, sino desconectar sus cerebros y que les diviertan. Es la fórmula más simple, el camino directo a la apreciación de las masas.

Y así, en la segunda temporada, se cambió del blanco y negro al color y se acentuó aún más el tono fantástico y humorístico. ¿Hasta dónde se podía llegar por ese camino?

Perdidos en el espacio no fue la única serie que adoptó este formato. De hecho, la televisión americana se encontraba por entonces entrando en su etapa más camp. La absurda Batman se estrenó como serie rival de Perdidos en el espacio en 1966, alcanzando un asombroso rating del 39%. Otros programas en la misma o semejante línea emitidos por aquellas mismas fechas fueron Los VengadoresEl Superagente 86El Agente de CIPOLJim WestMr. Terrific… Incluso las películas de James Bond de mediados de los sesenta bebieron algo de aquella moda, una moda que sin duda emanaba de los gustos de los espectadores de Perdidos en el espacio.

El éxito cosechado por la primera temporada de Perdidos en el espacio propició el estreno de Star Trek en septiembre de 1966. Para competir con ésta, Batman y el resto de programas televisivos que fusionaban la aventura con la fantasía y la ciencia-ficción, los Robinson se encontraron sumidos en situaciones cada vez más cómicas, por no decir absurdas. Irwin Allen había decidido que eso era lo que el público quería y estaba dispuesto a llegar hasta el final. Por el momento, funcionó: Perdidos en el espacio recuperó los índices de audiencia y acabaría sobreviviendo al hombre murciélago televisivo. Y, aunque nos duela, el histriónico Smith siempre tuvo más aceptación en su momento que el estoico Spock.

Los Robinson se habían pasado la primera temporada explorando un solo planeta mientras efectuaban reparaciones en su nave. La segunda se abrió con el Júpiter 2 despegando de un mundo que se desintegraba, aunque no tardaron en llegar a otro planeta diferente. El tercer año vio a los protagonistas moviéndose de un lado a otro sin permanecer en un sitio concreto. Lo cierto es que la siempre cordial familia Robinson nunca pareció demasiado preocupada por su difícil situación de náufragos espaciales. Todo lo contrario, parecían disfrutar de unas largas vacaciones intergalácticas que incluían visitas a extraños planetas poblados por aún más extrañas criaturas: piratas, elfos, pistoleros, caballeros medievales, magos, vikingos espaciales e incluso zanahorias gigantes. Y, claro, para no desentonar en semejante desfile, el Dr. Smith forzó todavía más los rasgos más histriónicos e ineptos de su personalidad.

Con todo, de vez en cuando, había episodios que conseguían sobresalir por encima de la mediocridad para desarrollar alguna buena idea. Por ejemplo, el titulado “Visita a un Planeta Hostil”, en el que los Robinson logran regresar a la Tierra, pero la del año 1947, cuya población los recibe con miedo y violencia.

La primera temporada fue nominada a los Premios Emmy en la categoría de efectos especiales y maquillaje, mientras que la excelente banda sonora, a cargo de un joven John Williams, fue ignorada.

Con todo, al final de la segunda temporada, Perdidos en el espacio ya no se encontraba ni siquiera en el Top 20 de la parrilla televisiva. La demografía de los espectadores se revelaba ahora como “demasiado joven”: había quedado reducida a niños, y los niños no compran suficientes productos. Entretanto, los críticos y los espectadores adultos se habían ido cansando de las exageradas pataletas del Dr. Smith y el interminable desfile de monstruos estrafalarios.

En este sentido, otro rasgo que confirma la poca consideración que Allen sentía hacia los espectadores más adultos eran los alienígenas que mostraba no sólo en Perdidos en el espacio, sino en sus otras series televisivas.

Otros programas de la época se habían tomado la molestia de diseñar criaturas más complejas. Cuando un alienígena de aspecto grotesco aparecía en algún episodio de La Dimensión desconocida (1959-1964) o Rumbo a lo desconocido (1963-1965), los guionistas le dotaban frecuentemente de cierta profundidad, presentándolo con cierta empatía y otorgándole el papel de amigo o salvador benevolente en relación al protagonista humano, ignorante y violento. Otro clásico de la ciencia-ficción televisiva, Star Trek (1966-1969) cuenta también con buenos ejemplos de alienígenas con aspecto desagradable pero cuyo comportamiento, violento o no, obedecía a unas razones perfectamente lógicas y comprensibles. Irwin Allen, en cambio, no se molestaba en suscitar empatía alguna con esos seres. Los extraterrestres estaban allí para atormentar a los héroes y no había que entenderlos, solo aniquilarlos. Eran simplemente algo que servía para aumentar las cifras de audiencia.

Sin embargo, como he comentado, la popularidad de la serie iba en descenso. Era necesario dar algún giro. Allen y sus guionistas decidieron regresar a las raíces del viaje espacial. Plagiando el formato de Star Trek, hicieron que los Robinson visitaran un planeta nuevo cada semana en su camino de vuelta a casa. Se rodó metraje adicional del Júpiter II, se encargó más música a John Williams y se añadió una nueva cápsula espacial a los vehículos regulares de la serie. Además, en lugar de incidir una y otra vez en el trío Smith / Robot / Will se fue poniendo cada semana el foco sobre un personaje diferente. Fue entonces cuando se pudo ver quizá el mejor episodio de toda la serie, “El Hombre de Anti-Materia”, en el que el profesor Robinson tenía que enfrentarse a su doble.

Pero el elemento fantástico (o fantásticamente estúpido) no había desaparecido del todo. El episodio “La Rebelión de las Verduras Gigantes” marcó el punto más bajo de la serie. En él, los Robinson se peleaban con zanahorias, guisantes y lechugas humanoides convertidos en ecologistas militantes. Durante todo su rodaje, Guy Williams (John Robinson) y June Lockhart (Maureen Robinson) no pudieron parar de reír, enfureciendo tanto a Allen que los retiró de los siguientes dos capítulos como castigo.

Como ya había hecho con Viaje al fondo del marAllen introdujo en Perdidos en el espacio modas y temas del momento, tratando de dar a la audiencia lo que, según él, pedía. Ya hablamos anteriormente de cómo se fijó en las historias de náufragos y la carrera espacial. Aunque la serie siempre estuvo centrada en la aventura y la acción, introdujo el elemento del espionaje mediante el personaje de Smith. Uniéndose a la larga serie de alienígenas hubo algunos cuya morfología resultaba familiar para la audiencia gracias a otros programas. La serie Los nuevos ricos (1962-1971) disfrutaba de un gran éxito, así que Allen introdujo una variación “espacial” en el episodio “Los cosechadores espaciales” (1966). Cuando el movimiento hippie saltó a la palestra, el productor lo reflejó en “El Planeta Prometido” (1968), un capítulo embarazoso en el que Jonathan Harris baila y trata de ser “molón”.

CBS canceló la serie en 1968, al final de la tercera temporada y sin que los Robinson hubieran conseguido regresar a la Tierra. El coste por episodio había subido a 170.000 dólares, la audiencia registraba una clara tendencia a la baja y el Congreso había empezado a poner sus miras sobre la televisión con contenido supuestamente violento.

Allen se le dio una última oportunidad de convencer a la cadena de que la serie merecía una temporada más. ¿Cuál fue su gran idea? Una llama púrpura llamada Willoughby, que hablaría con acento inglés y se uniría a los Robinson como instructor. La CBS ya había tenido suficiente.

La otra serie estrella de AllenViaje al fondo del mar, también se canceló aquel año 1968, después de haber seguido la misma trayectoria desde lo más o menos riguroso hasta lo declaradamente absurdo (de hecho, los disfraces de las criaturas de una serie solían reciclarse para la otra). Allen también produciría El Túnel del Tiempo (1966-67), sobre dos jóvenes científicos atrapados en una brecha temporal abierta por un experimento gubernamental; y Tierra de Gigantes (1968-70), sobre una nave que se estrella en un misterioso mundo donde todo tiene un tamaño colosal. En la década de los setenta, Allen se reinventaría como “Maestro del Desastre”, con filmes de esa temática como La Aventura del Poseidón (1972) o El Coloso en Llamas (1974).

Perdidos en el espacio desapareció del mapa durante los siguientes quince años. Allen se negó a trasladar a los Robinson al formato cinematográfico y se limitó a tratar de utilizar al Robot como mayordomo para una posible sitcom, pero la idea no interesó a nadie.

Hubo un intento de lanzar una serie de dibujos animados por parte de Hannah-Barbera pero sólo llegó a emitirse el piloto en 1973. Star Trek ganó la guerra de las cadenas sindicadas, aunque tras el estreno de Star Wars en 1977, con todas las televisiones ansiosas por echar el guante a cualquier cosa que fuera o pareciera ciencia-ficción, Perdidos en el espacio volvió a obtener cierto éxito en las reposiciones. WTCG (la cadena de Ted Turner) mantuvo al programa en el centro de su programación familiar durante cinco años. Aparecieron clubs de fans. Las cadenas por cable USA Network y Sci-Fi Channel también la repusieron con éxito en los ochenta y noventa. Comenzó a aparecer merchandising, especialmente réplicas del Robot…

Y, por fin, en 1998, se estrenó una película de imagen real con un reparto encabezado por estrellas del momento como William HurtGary Oldman o Mimi Rogers y con cameos de casi todo el reparto original.

Comentaré en otra ocasión esta película; por el momento baste decir que se trató de un digno intento de superar las absurdas premisas de la serie televisiva recurriendo a un tono más oscuro y realista, introduciendo un mensaje de corte ecologista y envolviendo la producción con impactantes efectos especiales. Prueba del afecto que aún se le profesaba en Norteamérica a este particular universo de ficción es que Perdidos en el espacio, a pesar de las críticas que le llovieron por parte de los fans más ortodoxos, fue la película que desbancó al Titanic de James Cameron del número uno de recaudación tras su reinado de cuatro meses.

Pero siempre, en cualquiera de sus encarnaciones y como sucedía en la más moderna A través del tiempo (1989-1993), la fusión de ciencia y fantasía se mantenía unida gracias a un arquetipo narrativo mucho más antiguo: la de los individuos perdidos que tratan de llegar a casa. Homero la había utilizado en La OdiseaJohann Wyss en Los Robinsones SuizosJulio Verne en Dos años de vacaciones y, más recientemente, J.J. Abrams en Perdidos.

La ciencia-ficción siempre camina por un estrecho desfiladero que discurre entre lo absurdo y lo sublime. Desde cierto punto de vista, trabajos tan provocativos como DuneUn mundo feliz o La máquina del tiempo pueden interpretarse como estúpidos o infantiles. Y, sin embargo, otros que merecerían más esa calificación, como Star WarsFlash Gordon o Galáctica han demostrado ser auténticos creadores de mitos modernos.

Esa es la eterna disyuntiva de la ciencia-ficción. Perdidos en el espacio forcejeó con ella durante tres años, aunque, considerando el perdurable atractivo de su comedia del absurdo, quizá no lo hizo tan mal después de todo. Al fin y al cabo, sin las producciones de Irwin Allen, el género se podría haber sumergido en una relativa oscuridad dominada por series más cerebrales al estilo de Star Trek, atractivas para una audiencia tan fiel como marginal.

Es necesario también tener en cuenta que Perdidos en el espacio no podía escapar fácilmente del clima televisivo predominante en la época, clima con el que el público parecía disfrutar, ya fuera en la forma de las producciones de Irwin Allen, en los programas de variedades como El Show de Dean Martin (1965-1974) o fantasías sobrenaturales como Embrujada (1964-1972). Incluso series policiacas o westerns supuestamente realistas, como Mannix (1967-1975), La ley del revólver (1955-1975) o Bonanza (1959-1973) no escaparon a la moda fantástico-cómica en boga.

Muchos aficionados aún prefieren la primera temporada de Perdidos en el espacio, y ciertamente es mucho mejor que las siguientes, pero en ningún momento se puede decir que productor y guionistas sintieran mucho respeto por las leyes de la ciencia, el tiempo y el espacio tal y como las conocemos. Ni siquiera en el primer episodio, en el que vemos a John Robinson sobrevivir a un vuelo de entrada la atmósfera de un planeta vistiendo únicamente un finísimo traje espacial sin presurizar. A Irwin Allen se le puede acusar de haberse plegado a los gustos de los espectadores menos exigentes, de violar flagrantemente las leyes físicas o de favorecer la acción sobre el desarrollo de personajes. Pero desde luego, no de que sus series fueran aburridas.

Imagen superior: producida por Legendary Television, Synthesis Entertainment, Clickety-Clack Productions y Applebox Entertainment, la nueva versión de «Perdidos en el espacio» fue escrita por Matt Sazama y Burk Sharpless, con Zack Estrin ejerciendo como showrunner. Netflix estrenó la serie el 13 de abril de 2018.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".