El hecho más relevante de la ciencia ficción televisiva de los sesenta fue la creación y desarrollo de los dos seriales más importantes del género, programas que demostrarían una capacidad de pervivencia extraordinaria, mucho más allá de lo que sus creadores y primeros fans podrían haber imaginado: por una parte, el británico Doctor Who (1963-1989, 2005-) y, por otra, la norteamericana Star Trek (1966-1969).
En la década de los sesenta del pasado siglo, las cadenas de televisión norteamericanas intentaron de atraer nuevos espectadores mediante programas diseñados para determinados grupos demográficos y sociológicos al tiempo que mantenían la audiencia familiar ya fidelizada con formatos de comedias ligeras (sitcom) de corte conservador. Los temas de actualidad inspirados en los noticiarios empezaron a filtrarse en esas nuevas series, traspasando al terreno de la ficción las diferentes revoluciones sociales que tuvieron lugar en aquella década: el movimiento por los derechos civiles, el auge del orgullo racial negro, la liberación de la mujer, el descontento juvenil, la oposición a la guerra de Vietnam, etc. El clima social y político había cambiado tanto que las cadenas pensaron que tenían la obligación de, por lo menos, hacer ver que realizaban un esfuerzo por demostrar su implicación con la actualidad.
Por ejemplo, la extensión y creciente popularidad de la televisión en color expuso a la nación, literalmente, a la discriminación racial inherente en su seno, ya que la pequeña pantalla ofrecía por entonces muy pocos rostros que no fueran blancos. Aumentar la producción de programas para diferentes audiencias significaba que las cadenas debían crear espacios que reflejaran la diversidad social, racial y étnica de la nación. Este cambio fue importante por cuanto las cadenas ya no podían ignorar el creciente peso económico y social de grupos minoritarios que también representaban para los anunciantes nuevos mercados potenciales para sus productos.
Una de las formas mediante las que la contracultura encontró su propio espacio en la televisión mainstream de los sesenta fue la de trasplantar lo contemporáneo a marcos futuristas, como fue el caso de Star Trek. De esta manera, productores y guionistas pudieron tratar asuntos polémicos sin atraer la atención de los censores y los directivos de las cadenas, poco amigos estos últimos de crear controversias que pudieran ahuyentar tanto a anunciantes como a espectadores.
Por tanto, las series de ciencia ficción ofrecieron a las grandes cadenas la oportunidad de experimentar, dedicando a ello los importantes presupuestos necesarios para los efectos especiales, los decorados y la fotografía en color que demandadan los programas de este género. Star Trek fue, claramente, un producto de este nuevo contexto cultural e industrial.
Si a mediados de los sesenta, la comediante y presentadora Lucille Ball no hubiera creído que la televisión había caído en una fórmula repetitiva, puede que la ciencia ficción hoy fuese muy diferente. ¿Qué tiene que ver esa legendaria pelirroja de la televisión norteamericana con la ciencia ficción?
Lucy, además de ser una estrella televisiva, era una de las productoras más sagaces del medio. En 1965, afirmó: “El público merece más creatividad por parte de la televisión”. Esa contundente opinión la emitió después de que la productora que ella encabezaba, Desilu Productions, hubiera financiado el episodio piloto de una nueva serie titulada Star Trek. Aún no lo sabía, claro, pero su proyecto estaba destinado a revolucionar la ciencia ficción televisiva.
Imagen superior: Kirk (William Shatner) y Spock (Leonard Nimoy) venían a actualizar la tradición de los héroes marineros, al estilo del capitán Horatio Hornblower, aquel personaje novelesco creado por Cecil Scott Forester y llevado a la gran pantalla por Gregory Peck en «El hidalgo de los mares» («Captain Horatio Hornblower R. N.», 1951).
Hubo quien dijo que una serie de ciencia ficción de tono adulto y con un reparto fijo no tendría éxito. The Twilight Zone (Dimensión desconocida en España) había sido muy popular, pero no dejaba de ser la versión audiovisual de una antología literaria de cuentos cortos independientes y autoconclusivos. Otros programas de la época eran declaradamente camp y forzadamente dramáticos, como los producidos por Irwin Allen: Viaje al fondo del mar o Perdidos en el espacio –que, como Star Trek, también se convirtió en un cliché aunque de otro tipo- eran lo más cercano a una serie de verdadera ciencia ficción con personajes fijos.
Y entonces llegó el expiloto militar y expolicía metido a guionista de televisión Eugene Wesley Roddenberry (1921-1991). En 1956 se convirtió en un profesional de la industria televisiva, escribiendo guiones para diferentes series hasta que, finalmente, presentó un proyecto propio, una “caravana por las estrellas” tal y como él mismo lo definió. Aunque en retrospectiva esa descripción se ajustaba mucho mejor a Battlestar Galactica, estaba claro que Roddenberry se hallaba sobre la pista de algo interesante.
La intro de Star Trek dejaba nítidamente claro su tema central: “Estos son los viajes de la astronave Enterprise. Su misión de cinco años: explorar nuevos planetas, buscar nuevas formas de vida y civilizaciones e ir allá donde ningún hombre ha ido jamás”. Eran frases que capturaban y resumían perfectamente la inocente energía y tosco encanto de la serie.
Sin embargo, el aspecto más importante de Star Trek fue la manera en la que Roddenberry y sus guionistas construyeron su trasfondo. Los personajes no estaban sencillamente vagabundeando por el espacio sin meta alguna (aunque eso pareciera en muchos episodios), sino que la nave en cuestión pertenecía a la Flota Estelar, organización al servicio de la Federación de Planetas, una especie de Naciones Unidas interplanetaria controlada por los humanos pero que acogía también a formas de vida alienígenas amistosas. El cometido de la Enterprise no se limitaba a la exploración, sino también a salvaguardar la seguridad de esa institución y enfrentarse, si ello era inevitable, con otras razas alienígenas hostiles, como los klingons o los romulanos.
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Al frente de la Enterprise se hallaba el siempre sensato capitán James Tiberius Kirk, en la ficción originario de Iowa pero interpretado por el actor canadiense William Shatner, un antiguo actor shakesperiano que había ido escalando puestos en Hollywood desde comienzos de los cincuenta. Shatner resulta hoy demasiado melodramático en su papel de macho alfa, imán para todas las féminas con las que se cruzaba en la serie, pero para la época resultó tener el carisma necesario. No fue, sin embargo, la primera opción de los productores. En el capítulo piloto, rodado en blanco y negro y rechazado en primera instancia por la cadena NBC, el oficial superior de la Enterprise era el capitán Christopher Pike, interpretado por el “antiguo” galán Jeffrey Hunter. También había una mujer como primer oficial, algo demasiado innovador para la cadena, que rechazó la idea (años más tarde, otra serie de la franquicia, Star Trek: Voyager, tendría como líder de la tripulación a una mujer)
Aquel primer episodio piloto nunca vio la luz. La cadena consideró que tenía poca acción y demasiado diálogo (aunque algunos fragmentos se aprovecharon hábilmente como insertos en uno de los episodios de la primera temporada) pero, por algún motivo, autorizaron el rodaje de un nuevo piloto que, este sí, sería el definitivo. El único personaje que consiguió saltar de uno a otro y luego a la serie regular fue Spock, oficial científico, segundo de abordo y nativo del planeta Vulcano.
El Señor Spock ha terminado siendo uno de los personajes más conocidos en todo el universo de la ciencia ficción; y eso a pesar de que a punto estuvo de no existir. La cadena temía que la idea de convertir a un alienígena de orejas “demoniacas” en un héroe televisivo pudiera resultar ofensiva para la audiencia. Al final y afortunadamente para la ciencia ficción, Gene Roddenberry se salió con la suya.
En buena medida, el éxito de Spock ha de atribuírsele a la excelente interpretación de Leonard Nimoy, actor que supo utilizar su particular físico y profunda voz para darle a su personaje el carácter frío y metódico que requería. Actor, como Shattner, de orígenes teatrales, empezó a frecuentar las producciones de Hollywood a comienzos de los cincuenta. Siempre se mantuvo muy activo y desarrolló labores de productor, guionista, actor de doblaje, director… pero sin duda pasará a la posteridad (falleció en 2015) por el inigualable vulcaniano sin el que Star Trek nunca hubiera sido lo que llegó a ser.
Spock fue un individuo tremendamente novedoso en el ámbito de la ciencia ficción televisiva, la fría voz de la razón y la lógica en contraposición al gruñón y emotivo doctor de la nave, “Bones” McCoy (DeForest Kelley), el tercer pilar del reparto. Sus réplicas y contrarréplicas fueron uno de los elementos característicos y más entrañables de la serie original que, como hemos dicho, arrancó con un nuevo episodio piloto, ya en color, en septiembre de 1966.
Con el fin de ilustrar el carácter universal de la Federación, la tripulación de la Enterpriseintegraba diferentes razas humanas, como si de unas Naciones Unidas en miniatura se tratara. El ingeniero jefe era el muy escocés Montgomery Scott (James Doohan, que en realidad era canadiense). Había también un ruso, Chekov (introducido en la segunda temporada como reclamo para las espectadoras juveniles e interpretado por Walter Koenig); un japonés, el piloto Sulu (George Takei); y un mestizo vulcano-humano, el oficial científico Spock del que ya hemos hablado.
Otra decisión inusual de Roddenberry fue la introducir a una mujer en un puesto de responsabilidad: la teniente de comunicaciones Uhura (Nichelle Nichols). No sólo eso, sino que se trataba de una mujer de raza negra. Y ello en una época en la que estas actrices solían acceder únicamente a papeles cómicos o de criada. Hoy nos parece natural, pero en aquella época situar a una mujer de color como oficial militar y, por tanto, con mando sobre otros hombres, resultaba una decisión potencialmente polémica.
Nichelle Nichols a punto estuvo de abandonar la serie tras la primera temporada, pues pensaba que su personaje, a la postre, apenas tenía relevancia y se limitaba a servir de relleno exótico. Fue el propio Martin Luther King quien la convenció de que siguiera formando parte del programa, puesto que su intervención en calidad de mujer negra con un rango de oficial servía de ejemplo e inspiración a las de su raza. Y así lo hizo. A partir de la segunda temporada, Uhura jugó ocasionalmente un papel más relevante en las aventuras e incluso protagonizó una de las innovaciones más famosas de la serie: el episodio de 1968 “Los hijastros de Platón” mostró en pantalla, por primera vez en la televisión, un beso interracial (entre Shatner y Nichols), algo que probablemente no se hubiera aceptado en un drama de corte realista.
Desde que se emitió el primer capítulo de Star Trek, la serie atrajo la atención de los auténticos aficionados a la ciencia ficción. David Gerrold, un veterano miembro de la familia trekkie, se dio cuenta enseguida del potencial dramático de ese nuevo universo y, tras ver el primer episodio, se sentó y comenzó a escribir un guión que, tiempo después, en la segunda temporada, se convertiría en uno de los más recordados de la serie: “Los tribbles y sus tribulaciones”, en el que se muestra una faceta nueva y más humorística del capitán Kirk y su tripulación.
En su libro The World of Star Trek, Gerrold analiza con detalle muchos de los elementos que idearon los guionistas de la serie y que acabarían pasando a la posteridad. Por ejemplo, la “Primera Directiva”, la orden que tenían todos los oficiales de la Flota de no interferir en el desarrollo de una civilización más primitiva que la de la Federación y que sólo se mencionaba cada vez que el capitán Kirk estaba a punto de desobedecerla. Con el fin de impulsar la historia, el capitán siempre encontraba una buena excusa para infringirla. Ni una sola vez se pudo ver a la Enterprise virar y marcharse del planeta sin involucrarse en la situación planteada y dejar que se resolviera por sí misma.
Esa falta de coherencia era uno de los problemas típicos que aquejaban a la serie. Siempre que alguna nueva invención o tecnología demostraba ser útil, tenía que aparecer luego una y otra vez. El traductor universal se convirtió en parte del equipo estándar, como la fusión de mentes o el “toque” vulcanianos. Si Spock intervenía de forma activa en el episodio, era casi seguro que recurriría a una de las dos habilidades.
En el caso de los poderes de Spock, éstos añadían profundidad al personaje. Pero había otros muchos clichés cuyo papel era menos afortunado. Por ejemplo, los equipos que se formaban para cumplir una misión en la superficie de un planeta siempre incluían algunos guardias de seguridad previsiblemente sacrificables en aras de mostrar los peligros de ese mundo. Ese recurso se hacía aún más molesto por la costumbre de vestir siempre a esas ineludibles víctimas con uniformes de color rojo. Resultaba fácil predecir quién iba a morir antes de que el episodio tocara a su fin. La moraleja era: no abandones la nave llevando un suéter rojo (a menos que te llames Scotty).
El capitán Kirk parecía enamorar con sus encantos a una bella alienígena en cada episodio. Y el señor Scott, el ingeniero milagroso, siempre conseguía ajustar los motores en el último instante. Es el incumplimiento de ese tópico en particular lo que hizo tan intenso el final de la película Star Trek II: La ira de Khan: en esa ocasión, Scotty no era el héroe salvador de última hora y Spock no tenía otra opción que sacrificar su propia vida para salvar la Enterprise (en películas posteriores James Doohan parodiaría a su propio personaje en su papel de “manitas” todoterreno).
Por otra parte, y eso es algo que se aprecia más hoy por contraste con lo que suele ser la norma en las series televisivas actuales, Star Trek carecía de una verdadera continuidad. Cada episodio comenzaba con los personajes y la nave frescos y listos para la acción, se desarrollaba el drama y al final del capítulo todo se resolvía sin consecuencias para los participantes. Independientemente de los daños que hubiera sufrido la Enterprise o las muertes producidas, al comienzo del siguiente episodio todo volvía a estar en orden, nadie parecía acordarse de lo ocurrido ni hacer referencia a ello; no había una línea argumental de fondo ni los acontecimientos pasados tenían consecuencias para el futuro.
A pesar de ello y de los tópicos con los que los guionistas se empeñaban en castigar a la serie, Star Trek tiene méritos más que suficientes para figurar en el panteón de honor de la ciencia ficción. Examinemos cuáles son y la influencia que ha tenido no solamente en el género, sino en la historia de la televisión.
Lo que a primera vista resultó más llamativo de Star Trek fue el apartado artístico: la atmosférica fotografía y los efectos especiales, cortesía de un nutrido equipo de especialistas liderados por James Rugg, Howard A. Anderson y Linwood Dunn. En lo que se refiere a su aspecto visual, Star Trek estaba a mucha distancia de cualquier otra serie de ciencia ficción de la época. Había, claro, fotografías de maquetas, pero también los llamativos efectos que acompañaban a la icónica tecnología de teletransporte, conseguidos mediante la combinación de pinturas mates y fundido de fotogramas. El particular brillo de parpadeantes partículas se consiguió filmando polvo de aluminio atravesado por un rayo de luz.
El teletransporte se utilizaba en casi todos los episodios y, con todo lo famoso que llegó a ser entre los fans y las múltiples excusas para argumentos que proporcionó, en realidad no fue sino una solución a un problema presupuestario. Dado que la misión de la Enterprise consistía en explorar nuevos mundos, era necesario encontrar una forma de transportar a los personajes a la superficie de esos planetas. La utilización de naves lanzadera habría supuesto encarecer el presupuesto al requerir de maquetas y secuencias completas de efectos especiales, por lo que se recurrió a la idea del teletransporte, más económica y con unos efectos que se podían reutilizar una y otra vez sin coste adicional.
Los problemas presupuestarios eran una continua losa para los responsables de diseño y efectos y, como buenos profesionales, trabajaron con los guionistas para ajustarse al dinero disponible. De esta forma, buena parte de los episodios transcurrían en la nave y, particularmente, en el puente. El interior de la Enterprise era tan austero como era posible y los gadgets supuestamente sofisticados que se manejaban hoy nos parecen útiles caseros. Con todo, esto no era algo particularmente inusual en el ámbito televisivo y, en comparación con otras producciones, Star Trek tenía una factura visual bastante superior.
Puede que en primera instancia los espectadores se sintieran atraídos por los efectos visuales, los decorados futuristas y los pintorescos alienígenas, pero si permanecieron fieles a la serie fue por la calidad de las historias y el tratamiento de los personajes.
Muchos episodios de aquella primera andadura eran cuentos de exploración espacial de corte clásico en la tradición literaria de la space opera, un subgénero de acción y aventuras sobre un marco espacial que data de los años veinte pero que alcanzó la madurez en la década de los cuarenta y cincuenta gracias al trabajo de autores legendarios como Jack Williamson, Robert A. Heinlein o Isaac Asimov (De hecho, el Imperio Galáctico que Asimov describía en su Trilogía de la Fundación es claramente uno de los predecesores de la Federación de Planetas de Star Trek), pero que estaba en clara recesión en la década de los sesenta y setenta, cuando una nueva hornada de escritores optaron por elevar el nivel estilístico y conceptual dando más peso al “espacio interior”.
Sin embargo, aunque el marco general del Star Trek de Gene Roddenberry puede rastrearse hasta los cuarenta y cincuenta, su espíritu es, indudablemente, hijo de los sesenta. La serie fue al tiempo símbolo y producto de la política progresista y liberal del presidente J.F. Kennedy, elegido gracias a sus promesas de “poner de nuevo al país en marcha” y su utópica visión de una Nueva Frontera en el espacio exterior. Para aquellos que soñaban con explorar el cosmos, toda la franquicia de Star Trek, desde la serie original hasta la retrocontinuidad de Star Trek: Enterprise (2001-2005) y Star Trek: Discovery (2017-), con sus viajes a lugares desconocidos, contactos con alienígenas tanto amistosos como hostiles, integración racial y mensajes pacifistas, representó una fuente de inspiración ética y política e incluso en muchos casos una revelación vocacional.
Liberada la Tierra de las turbulencias que habían ensombrecido su pasado, como la guerra, lapobreza y la desigualdad, el futuro que presentaba Star Trek permitía a los humanos alcanzar todo su potencial. Nuestra especie estaba embarcada en un viaje sin fin de descubrimiento en el que podía aprender de los errores del pasado y continuar mejorando la utopía concebida por Roddenberry en 1964. La tripulación multirracial de la Enterprise era representativa de todo aquello a lo que debía aspirar Norteamérica: las mujeres asumían posiciones de responsabilidad equivalentes a las de los hombres; africanos, asiáticos y europeos podrían vivir en armonía tras superar las lacras del racismo, y las naciones antaño enemigas podrían, en aras de un brillante futuro colectivo, dejar atrás sus insignificantes rencillas.
La década de los sesenta también vivió sumida en el pánico a un holocausto nuclear, pero al mismo tiempo hubo visionarios que creyeron que con el ascenso de Kennedy a la presidencia se abrían posibilidades genuinas de acometer profundos cambios. Kennedy simbolizaba para muchos la energía “juvenil” necesaria para combatir el rampante militarismo de la pasada década. Su imagen sirvió como emblema de los renovados esfuerzos de América por hacer realidad su misión pacificadora… mediante la exportación del american way of life, claro (la creación de los Cuerpos de Paz en esos años sirvieron precisamente para eso). Por tanto, uno de los núcleos temáticos de Star Trek, la relación entre humanos y alienígenas, fue parte esencial del mensaje liberal de la serie, dando forma al proyecto americano de multiculturalismo y educación. En este sentido, Star Trek quiso servir de guía moral para el progreso de la humanidad, mostrando lo que había que conseguir, pero no respondiendo a la más obvia de las preguntas: ¿cómo hacerlo?
El primer episodio en emitirse, “La trampa humana» (1966), estaba muy inspirado en el tono de otras series precursoras como The Twilight Zone y The Outer Limits en el sentido de que su argumento planteaba un juego mental en el que las cosas no eran lo que parecían.
El capitán Kirk y su tripulación acudían al planeta M-113 en una misión rutinaria de aprovisionamiento. Una vez allí, empiezan a morir varios de ellos a consecuencia de una pérdida masiva de sal. El responsable resulta ser un monstruo capaz de proyectar la ilusión de apariencia humana, pero que necesita desesperadamente la sal, incluso la que contiene el cuerpo humano, para poder sobrevivir. A medida que avanza la trama, el Monstruo de la Sal tiene que transformar su aspecto varias veces para extraer la sal de sus víctimas, hasta que finalmente trata de asesinar a McCoy asumiendo el físico de una antigua amante. En otras palabras, la criatura imita la feminidad para seducir a McCoy antes de atacar, y cuando Kirk interrumpe este encuentro, el doctor se ve obligado a matar a la imagen de la mujer que una vez amó.
Este episodio también es un ejemplo de la tensión inherente a la propia serie. Por una parte, el alienígena es retratado como un ser por el que puede sentirse cierta empatía: el último superviviente de una civilización extinta que trata desesperadamente de sobrevivir; pero también se interpreta como una peligrosa amenaza capaz de matar sin remordimientos. Es más, la imagen de dulce belleza que adopta ante Kirk y McCoy esconde un repulsivo cuerpo extraterrestre y un comportamiento traicionero. Su asociación con lo femenino es también significativo en tanto en cuanto absorbe la vida de sus víctimas masculinas. Hay quien ha ido todavía más lejos, sugiriendo que en no pocos episodios de la serie el elemento femenino amenaza continuamente con separar a los heroicos varones (en la figura de Kirk) de su “misión de cinco años” convirtiendo al explorador en un conformista domesticado.
Ciertamente, Star Trek utilizó los cuerpos alienígenas y la idea de la diferenciación física para explorar temas políticos y sociales de actualidad. Por ejemplo, Roddenberry se sirvió de lo extraterrestre para reflexionar sobre los derechos civiles o las dictaduras de una forma bastante radical para una serie supuestamente de tono ligero y familiar. Probablemente, muchos guiones pasaron el filtro censor de la cadena gracias a que el discurso liberal quedó enmascarado bajo el artificio aventurero y tecnológico propio de la space opera.
Episodios como “El enemigo interior” (1966) utilizaban el tema del doble para subrayar la capacidad de cualquier hombre para cometer actos violentos. Cuando Kirk sufre un accidente en el transportador, su personalidad queda escindida en dos versiones idénticas de sí mismo: una que hereda todas sus buenas cualidades, como la compasión, el valor y la continencia; y otra que encarna todas las malas, como la traición, la lujuria y la agresividad. En el transcurso del capítulo, el cuerpo de Kirk es mostrado de forma repulsiva: la “parte buena” es débil e insegura sin la aportación del lado más impulsivo y vicioso; y, de forma equivalente, la “parte mala” muestra síntomas de locura e inestabilidad física al carecer de la serenidad del Kirk más compasivo.
Algunos han visto en este tratamiento de la dualidad del espíritu humano un tema recurrente en Star Trek. El desdoblamiento de Kirk en este episodio remite al mundo de los mitos y las leyendas, poblado de criaturas como el centauro, mitad hombre y mitad bestia. La moraleja de la historia es que la gente necesita ambas mitades para vivir. Permitir que una de ellas tome el control total provocará la destrucción de la otra. Del mismo modo que el individuo tiene que aceptar y equilibrar las distintas propensiones que anidan en su interior, la sociedad en su conjunto, para sobrevivir, debe aprender a integrar las diferentes esencias que la componen. Integrar significa combinar elementos desiguales para formar un todo interrelacionado y unido y Star Trek siempre se ha enorgullecido de presentar un futuro abierto a la integración.
Pero claro, a veces el intento de lanzar un mensaje liberal y universalista puede hacer aflorar los prejuicios que acechan en el inconsciente. En el episodio “Que ese sea su último campo de batalla” (1969) se toca el tema de la raza mediante dos alienígenas incapaces de olvidar las rencillas que los enemistan. Mediante los diálogos y el maquillaje (los extraterrestres –humanoides‒ tenían su rostro dividido en dos colores, blanco y negro; la única diferencia entre ambos era el color que ocupaba cada lado) se intentaba subrayar y ridiculizar el racismo y la segregación racial vigente entonces en la sociedad estadounidense. Utilizando la fisonomía alienígena como alegoría de los problemas de Norteamérica, la serie proclamaba que el futuro de la humanidad pasaría por la integración y la superación de conflictos raciales.
Sin embargo y al mismo tiempo, la serie también sugiere que el futuro será de los hombres blancos, innatamente superiores en lo moral y lo político, mientras que tanto los humanos de color (o los alienígenas bitono) son o sirvientes o amenazas u exóticos objetos de deseo. La tripulación del Enterprise, predominantemente blanca, ve a los belicosos alienígenas de rostro pintado como seres primitivos porque no han progresado de la misma forma que los humanos, lo que en último término demuestra que en el siglo XXIII, la Federación, liderada por hombres jóvenes y de raza blanca, en el fondo no ha superado la xenofobia.
Existe, por tanto, una clara contradicción en la visión que del futuro imagina Star Trek. Exalta la unidad –siempre que se consiga bajo unos parámetros muy concretos, claro‒ y, al tiempo, demuestra un claro deseo de mantener y aceptar la diferencia, física y cultural, desafiando a la audiencia a que reflexione y llegue a sus propias conclusiones.
El uso de alienígenas como motor argumental y la corresponiente aplicación de maquillaje para representar al “otro” permitieron tocar temas sobre “minorías raciales” sin ofender a parte de la audiencia, respetando la visión de Roddenberry al tiempo que obteniendo el consentimiento de la cadena.
Y es que parte de la naturaleza más polémica de la serie viene reflejada en lo que algunos llaman “innovación regulada” de Star Trek. La serie se ajustaba claramente a los temas y tópicos propios de la ciencia ficción, pero en el seno de una industria, la de la televisión, fuertemente regulada y autocensurada; y, además, ciñéndose a unos presupuestos muy bajos y a una estética que debía ser innovadora al tiempo que respetuosa con lo que ya resultaba familiar a la audiencia.
Lejos de ser un mero disfraz con el que presentar temas contemporáneos, Star Trek cubrió un importante hueco dentro del formato televisivo de programas de acción y aventura que demandaba la audiencia de los años sesenta. Esto queda bien ejemplificado en la utilización del color (tal y como todavía hoy se puede ver en su logo corporativo, la NBC utilizó el color como imán y elemento distintivo frente a espectadores y anunciantes) y la creación cada semana de nuevos mundos y seres mediante la reutilización de escenarios y técnicas de maquillaje.
Colores intensos y llamativos disfraces eran sólo una parte del aspecto visual que los productores deseaban crear para la serie. La particular estética e iconografía del programa vinieron por tanto condicionados por una combinación de factores: la personal visión política de Gene Roddenberry, el deseo de la NBC de complacer a los sponsors, el talento creativo de los diseñadores de producción y el escaso dinero disponible para sacar adelante algo tan complejo como una space opera.
Si Star Trek utilizó a menudo a los alienígenas como excusa para reflexionar sobre la naturaleza humana y la dinámica social, lo mismo puede decirse de los ordenadores.
Aquellos que no han conocido un mundo sin ordenadores portátiles, tablets, iPods o Google pueden encontrar difícil de creer que antes de Bill Gates o Steve Jobs, los ordenadores –computadoras se les llamaba entonces‒ eran artefactos futuristas que solo se veían en series como Star Trek junto a los fasers y rayos transportadores. Desde luego era impensable que uno pudiera colocar uno de esos armatostes sobre la mesa de trabajo porque las computadoras ocupaban habitaciones enteras, estaban cubiertas de conmutadores y luces parpadeantes y sólo se comunicaban con el usuario a través de ristras de papel perforado que sólo podían descifrar los intelectos más avanzados. Pero una cosa estaba clara: cuanto más avanzadas fueran esas máquinas más conscientes serían de lo superiores que son respecto a los inferiores organismos que los crearon. La consecuencia lógica es que tratarían de ser ellas las que tomaran el control. Es un temor que aún hoy no ha perdido vigencia y sobre el que la ciencia ficción sigue volviendo una y otra vez.
Precisamente eso es lo que sucedió en más de una ocasión en Star Trek, una serie que nunca tuvo reparos a la hora de reciclar las buenas ideas. En el segundo episodio de la segunda temporada, “El suplantador”, la Enterprise encuentra una sonda espacial llamada Nomad que había sido lanzada desde la Tierra en el siglo XXI. Resulta que en el curso de su viaje por el espacio profundo colisionó con otra sonda alienígena, fusionándose ambas computadoras y dando lugar a un ser con autoconciencia en busca de su creador. No sólo toma al capitán Kirk por éste, sino que sus directrices, de acuerdo a la programación alienígena con la que ahora funciona, es la de esterilizar todos los organismos biológicos imperfectos, entre los que, claro está, se incluyen los humanos.
Kirk derrota a Nomad mediante a un truco que se convertiría en recurrente en la serie y que se conoció como “bomba lógica”: la sonda se cree perfecta, así que cuando Kirk le revela que ha sido ella la que ha cometido un error al identificarle como su creador, no puede soportar tal contradicción, su sistema se recalienta y se engancha en un divertido bucle en el que no hace más que exclamar: “¡Error!, ¡Error!, ¡Error!”. Esa confusión dura lo suficiente como para que la tripulación de la Enterprise se deshaga de ella antes de que explote.
El peligro ha sido conjurado, pero tan solo unos episodios más tarde nuestros héroes se ven obligados a enfrentarse a “El mejor ordenador”. La Enterprise recibe la misión de probar la unidad multitrónica M5, un nuevo sistema de computadoras capaz de manejar la nave sin necesidad de la molesta interferencia humana. Naturalmente, semejante idea no le hace demasiada gracia a Kirk o al doctor McCoy, que pasan a representar a aquellos espectadores temerosos de que la revolución informática les haga perder sus trabajos, algo que, efectivamente, empezó a ocurrir no mucho después de que se emitiera el capítulo.
Cuando la M5 empieza a cortar la energía de las secciones desocupadas de la nave para redirigirla hacia sí misma, Kirk encuentra todavía más motivos para preocuparse, pero no es hasta que la máquina dispara sobre una nave desarmada que el capitán trata de desconectarla y recuperar el control, algo, por supuesto, menos fácil de lo que debería. De hecho, cortar la energía no surte efecto porque la computadora está extrayéndola directamente del motor de curvatura.
El diseñador de la diabólica máquina, el doctor Daystrom, admite que la ha programado con una especie de inteligencia artificial basada en su propia mente, lo que significa que el M5 “piensa” como él. Esto es un problema serio, porque resulta evidente que el científico está bastante loco. Para entonces, el M5 ya está disparando sobre otras naves de la Federación en la zona, interpretando las simulaciones de guerra como auténticas batallas y cobrándose muchas vidas en el proceso. De nuevo, Kirk consigue superar en astucia a la máquina gracias a una bomba lógica, esta vez señalando a la computadora que al matar humanos contraviene la orden de protegerlos. La máquina reconoce su error y se sentencia a sí misma a “morir” apagándose. “El mejor ordenador” es, claramente, una siniestra advertencia sobre lo que podría suceder si llevamos nuestra dependencia de las máquinas hasta sus últimas consecuencias.
El debate de nuestra relación amor-odio hacia las máquinas y el temor a la excesiva dependencia de las mismas jamás ha perdido vigencia. Hoy, los responsables de la exploración espacial se dividen entre aquellos que apuestan por naves y sondas totalmente robotizadas en las que no intervenga el molesto elemento humano (al que hay que alimentar, proporcionar aire, entretener y rezar para que no se equivoque), y aquellos que opinan que la conquista del cosmos exige de la intervención personal del hombre y que prescindir de él no hará sino distanciar a la especie humana de la ilusión del descubrimiento.
La tecnología del motor de curvatura de la Enterprise permitía a la nave surcar la galaxia a enormes velocidades, facilitando el contacto con una gran variedad de fenómenos estelares y una sorprendente cantidad de “nuevas vidas y nuevas civilizaciones”, la búsqueda de las cuales se subrayaba como misión principal en la famosa narración de apertura narrada por Shatner. No pocas de esas nuevas formas de vida eran claramente hostiles, poniendo a la Enterprise en peligros y conflictos que sustentaban el drama de los argumentos. Muchos episodios, por ejemplo, trataban sobre los encuentros con imperios rivales, como los guerreros klingon o los astutos Romulanos (una desviación genética de la raza vulcaniana que había optado como filosofía de vida por la agresión en lugar de la lógica). Esos enfrentamientos dieron lugar a diversos tipos de argumentos, desde abiertas batallas espaciales a intrigas más sutiles reminiscentes de los thrillers de espionaje propios de la Guerra Fría, como el capítulo “Los tribbles y sus tribulaciones” (diciembre 1967) o “El incidente del Enterprise” (septiembre 1968), en el que Kirk y Spock consiguen robar un artilugio de camuflaje romulano.
Dada la orientación pacífica de la Federación (y la misión de la Enterprise, científica y exploradora más que bélica), había un sorprendente número de episodios en los que se describían conflictos violentos. También llama la atención que la Enterprise estuviera tan fuertemente armada dada la naturaleza de su cometido principal, pero lo cierto es que fasers, torpedos de fotón y campos de fuerza resultaban de lo más útiles dada la frecuencia con que la nave era atacada.
Por otra parte, debido sin duda a la justeza presupuestaria y las limitaciones técnicas de los efectos especiales disponibles en aquellos años, había pocas batallas espaciales. La mayoría de los combates tenían lugar en la superficie de diversos planetas y haciendo un uso limitado de armas mayormente tradicionales. Un episodio típico al respecto fue “Arena” (enero de 1967), en la que una confrontación espacial en potencia acaba reconvirtiéndose en una lucha cuerpo a cuerpo. La Enterprise persigue una nave alienígena perteneciente a una especie reptiliana, los gorm, sospechosa de haber destruido una base de la Flota Estelar. En el curso de la persecución, ambas naves llegan a un territorio inexplorado bajo el dominio de una avanzada raza alienígena, los Metrones. A pesar de su nivel tecnológico, los metrones parecen tener una noción bastante primitiva de la justicia porque capturan a ambas naves y deciden resolver la disputa transportando a los capitanes enemigos a la superficie de un asteroide desierto para que combatan. El ganador será liberado; el perdedor, junto a su tripulación y su nave, serán destruidos.
Kirk consigue salir airoso de la situación, dejando al gorm indefenso. Sin embargo, se niega a matar a su oponente, mostrando piedad incluso ante un adversario tan radicalmente inhumano. Su decisión constituye una de las muchas declaraciones de principios de la serie a favor de la aceptación de las diferencias raciales, una afirmación nada inocente en una época en la que el activismo por los derechos civiles ocupaba cotidianamente los noticiarios.
El caso es que la decisión de Kirk impresiona a los metrones, que concluyen que la Federación podría, al fin y al cabo, ser más civilizada de lo que habían pensado e incluso que, algún día, podrían llegar a considerarnos como iguales. Esto apunta a otro de los temas recurrentes de la serie: la tripulación de la Enterprise sirve de conejillo de indias para seres alienígenas muy avanzados que han oído informes sobre la violencia que ha imperado entre los humanos durante buena parte de su historia. Naturalmente, Kirk y sus hombres siempre superan la prueba, ya sea rechazando ejercer la violencia contra enemigos aparentemente más débiles o mostrando piedad hacia oponentes indefensos. Así, incluso los episodios que extraían la mayor parte de su emoción de las escenas de combate, lanzaban mensajes antibelicistas en un tiempo en el que la guerra de Vietnam abría una seria brecha en el tejido social de la nación americana.
La Guerra Fría, otra de las preocupaciones permanentes de los estadounidenses, también encontraría eco en la serie. Los klingons ejemplificaban al adversario soviético. Mientras que la pacífica Federación (léase el Occidente capitalista) sólo quería explorar la galaxia y firmar tratados de amistad con los pueblos que encontrara, los klingons se dedican a conquistar y explotar para su propio beneficio. La alusión era tan clara que cuando los auténticos rusos se quejaron de que en la supuesta tripulación multinacional de la Enterprise no había nadie de esa nacionalidad –una ausencia clamorosa dados los éxitos del programa espacial soviético‒, se añadió el personaje de Chekhov (Walter Koenig). Éste formaba parte de la Federación pero también presumía –con orgullo o petulancia, según se quiera ver‒ de los logros rusos en los más diversos campos, a menudo reinventando la historia a su conveniencia. Si Chekhov era uno de los rusos “buenos”, los klingons representaban todo lo que de temible veían los americanos en ellos.
En este sentido se encuadran episodios como “La máquina del Juicio Final” (1967), donde se presenta el arma definitiva, diseñada para destruir cualquier cosa que se ponga a su alcance. En el cénit de la Guerra Fría, se trataba claramente de una metáfora de las bombas nucleares. Otro capítulo en la misma línea fue “La pequeña guerra privada” (1968), en el que se abandona cualquier sutileza: Kirk y los klingons proporcionan armas a tribus primitivas enfrentadas, creando con ello una escalada de armamento que reflejaba claramente la situación real de nuestro mundo.
Como penitencia del sangriento pasado de la Tierra, la violencia y hostilidad que encuentra la Enterprise en los confines de la galaxia resulta emanar a veces de su propio planeta de origen. En “Semilla espacial” (1967), por ejemplo, descubren una nave lanzada desde la Tierra en los años noventa del siglo XX. En su interior, sumidos en un éxtasis inducido, encuentran a un grupo de exiliados de las Guerras Eugénicas que tuvieron lugar en la Tierra, entre ellos el formidable Khan Noonien Singh (Ricardo Montalbán), un superhombre diseñado genéticamente que, una vez reanimado, retoma su viejo programa de conquista para recuperar el poder político del que una vez disfrutó. La tripulación de la Enterprise consigue frustrar sus maquinaciones, exiliándolo a él y a sus seguidores a un planeta deshabitado. Esta trama servirá de base para la segunda película cinematográfica de la franquicia,La ira de Khan (1982), en la que el carismático personaje volvía a cruzar su camino con Kirk en una dramática aventura.
En “Una tajada” (1968), Kirk, Spock y McCoy se transportan al planeta Sigma Iotia II para caer en mitad de una guerra de bandas rivales que reproducen la estética y lenguaje de la época de los gangsters americanos de comienzos del siglo XX. Parece una imposible coincidencia hasta que se revela que una misión de la Federación que pasó muchos años atrás por el planeta olvidó en él un libro titulado “Las bandas de Chicago de los años veinte”, que los avispados iotianos adoptaron como modelo para su sociedad.
Tras escapar repetidamente de un bando para caer en el otro, los tres oficiales consiguen promover una paz en la que las diferentes facciones en conflicto se unan en un solo gobierno que reconozca a la Federación como “Padrino”. Cuando por fin regresan a la Enterprise, McCoy se da cuenta de que accidentalmente ha dejado su comunicador en el planeta, abriendo la puerta a especulaciones sobre lo que los iotianos, con su capacidad de imitación, podrán conseguir a partir de esa avanzada tecnología.
En “Pan y circo” (1968), una suerte de complemento al episodio “Arena”, los oficiales de la Enterprise son hechos prisioneros en el planeta 892-IV y obligados a luchar como gladiadores en una especie de coliseo romano. Los combates son televisados para que sirvan de espectáculo a una gran audiencia. El paralelismo con prácticas culturales propias del pasado de la Tierra parece ser un caso de desarrollo paralelo, una noción recurrente en el universo de Star Trek. Pero, a la postre, resulta haber también una interferencia externa en la forma de una visita que realizó la nave de la Federación SS Beagle, cuyo capitán, Merik, ejerce de Primer Ciudadano del Imperio.
El resto de la tripulación, sin embargo, murió hace tiempo en la arena de combate y el auténtico poder sobre ese mundo está en manos del procónsul Claudio Marco, que manipula sin escrúpulos a Merik (y amaña los combates de gladiadores) en su propio beneficio.
Teletransportados a la superficie, Kirk, Spock y McCoy contactan con un grupo clandestino de“adoradores del Sol” que se oponen al dictatorial gobierno. Consiguen escapar otra vez, aunque Merik, recuperando un destello de sus pretéritos honor y valentía como antiguo capitán de la Flota, se sacrifica por ellos. Los acontecimientos iniciados por la visita de la Enterprise dan esperanzas y energía a los adoradores del Sol, cuya rebelión parece ahora destinada a triunfar. Ya de vuelta en la Enterprise, Uhura señala a Kirk y Spock que los “adoradores del sol” (sun worshippers en inglés) son en realidad “adoradores del hijo” (son worshippers) y que su religión de fraternidad y amor recrea el proceso histórico mediante el cual el Cristianismo sucedió al Imperio Romano como principal poder político y cultural en Europa.
La presentación positiva del cristianismo en “Pan y circo” constituye una desviación respecto a la línea general de Star Trek, cuya visión del futuro es abiertamente secular. La tripulación de la Enterprise no parece ser practicante de ninguna religión y cuando en el curso de sus viajes encuentran alguna fe entre los alienígenas de otros mundos ésta se interpreta como un producto de la ignorancia y la superstición que hay que superar para alcanzar el verdadero progreso.
También la ciencia se critica en ocasiones. Khan, del que hablamos antes, es, después de todo, un producto de la ingeniería genética y varios capítulos presentan científicos que se ajustan más o menos al arquetipo del sabio loco, como el doctor Roger Korby (Michael Strong), que intenta tomar el control de la Enterprise en “¿De qué están hechas las niñas pequeñas?” (1966) con la ayuda de sus androides.
Pero en general, Star Trek ofrece una visión positiva de la ciencia como llave a la solución de todos los problemas económicos y sociales –en contraste con las continuas advertencias acerca de los peligros de la ciencia que caracterizaron series anteriores, como La Dimensión Desconocida. En este sentido, la creación de Gene Roddenberry bebe del optimismo propio de la Ilustración del siglo XVIII, cuando la ciencia era contemplada como la herramienta perfecta para alcanzar un mundo utópico. De hecho, el futuro de Star Trek es básicamente la culminación de ese proyecto ilustrado de construir una sociedad ideal basada en el conocimiento, la racionalidad y la ciencia.
Tampoco es que Star Trek sea víctima de la ingenuidad más absoluta. Reconoce los peligros inherentes a un avance científico excesivamente rápido. Según su filosofía, la ciencia y la tecnología pueden utilizarse de forma positiva sólo en sociedades en las que el desarrollo social y ético acompañen a la ampliación de las fronteras del conocimiento. Como resultado, todas las misiones de la Flota Estelar en mundos poco avanzados tienen estrictamente prohibido compartir tecnología o saber científico que pudiera contribuir a un desarrollo anormalmente rápido de esa civilización. Esta política de no interferencia es crucial en la ética de la Federación y la serie se toma muchas molestias para retratar a esa organización multiplanetaria como una entidad benevolente cuyos intereses distan del imperialismo o el colonialismo al estilo de las potencias europeas del siglo XIX.
De esta forma, todas las misiones de la Flota han de respetar la conocida como “Primera Directiva”, de la que ya hablamos anteriormente y que prohíbe la interferencia en sociedades que no hayan alcanzado al menos la misma sofisticación tecnológica y social que la propia Federación medida en términos del motor de curvatura y el viaje interestelar. La utilización de esta vara de medir tecnológica no se expresaría claramente hasta muchos años después en la serie Star Trek: Voyager, pero es ciertamente consistente con la tendencia de toda la franquicia a considerar los avances científicos y tecnológicos como la medida del avance general de una sociedad.
Esta política de no interferencia no es compartida por las otras dos grandes civilizaciones de la galaxia, los klingon y los romulanos. Ambas exploran nuevos mundos con un claro objetivo de expansión imperial. Claro que, como dijimos, los representantes de la Federación a bordo de la Enterprise se las arreglan, cuando les interesa, para burlar la “Primera Directiva” e intervenir en ciertos mundos por mucho que se justifiquen diciendo que su intención es restaurar la evolución “natural” de las sociedades involucradas, como en el caso de las ya mencionadas “La tajada” o “Pan y circo”.
Además de las exploraciones de mundos extraños y el contacto con especies alienígenas, otro de los marcos narrativos clásicos utilizados en Star Trek es el viaje en el tiempo. De hecho, aparentemente es la tripulación de la Enterprise la que descubre el desplazamiento temporal (al menos en lo que a la Federación se refiere), cuando la nave es transportada hacia atrás en el tiempo tras alcanzar enormes velocidades en el episodio “Horas desesperadas” (1966).
En “El mañana es ayer” (1967) una “estrella negra” impulsa a la Enterprise a una brecha temporal que la deja orbitando la Tierra de finales de los sesenta –el momento en el que se emitía la serie-. Este episodio es el primero en el que se explora lo que tradicionalmente había sido una de las preocupaciones centrales de este tipo de narraciones: la interferencia con el pasado puede provocar resultados potencialmente catastróficos en el futuro/presente que conocemos.
En “Misión: la Tierra” (1968), la Enterprise vuelve a retroceder en el tiempo al momento contemporáneo al que se emitían los episodios. Esta vez, sin embargo, lo hacen a propósito para reunir datos sobre la Guerra Fría, tratando de determinar cómo la Tierra logró evitar la destrucción nuclear. En el curso de la misión, casi provocan ellos mismos el holocausto al interferir en los esfuerzos de un agente alienígena, Gary Seven (Robert Lansing), por neutralizar la carrera de armamento. Seven (un terrestre educado y adiestrado por alienígenas) ha regresado a nuestro planeta para impedir que los Estados Unidos lancen una bomba orbital que llevaría a una escalada en la tensión con la Unión Soviética. El eficiente Seven (a quien se pensó en convertir en protagonista de una serie spin-off titulada Assignment: Earth, que nunca se materializó), consigue salir airoso de su misión a pesar de la interferencia de la Enterprise y el desastre es conjurado.
Otra aventura temporal, “La ciudad al fin de la eternidad” (1967) es uno de los episodios más queridos y conocidos de la serie original. En este caso, McCoy viaja accidentalmente al pasado de la Tierra cruzando un portal alienígena (un curioso predecesor del que años más tarde pudo verse en Stargate) y cambia la historia de tal forma que la Enterprise deja de existir. Por suerte, Kirk y Spock son capaces de seguirle utilizando el mismo procedimiento y se materializan en el Chicago de los años de la Gran Depresión. La aparición de McCoy hizo que una trabajadora social, Edith Keeler (Joan Collins) no muriera en el accidente que estaba predestinado y viva para fundar un movimiento pacifista con tanta influencia que logra aplazar la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial el tiempo suficiente como para que la Alemania nazi desarrolle armas nucleares y conquiste el mundo entero. Kirk, que se ha enamorado de Edith, se ve obligado a permitir que muera atropellada, revirtiendo de esta forma la historia para que el futuro tal y como lo conocen quede restaurado.
“La ciudad al fin de la eternidad” ha sido calificada en todos los rankings como uno de los mejores episodios de la serie, pero todas las alabanzas y elogios que ha recibido no han servido para satisfacer a su autor, Harlan Ellison, escritor de ciencia ficción tan famoso por sus libros como por su hábito de cargar a diestro y siniestro contra todo aquel que toque su trabajo. En 1996 se publicó el guión original firmado por él, y en su introducción aprovechó para ventilar todo su resentimiento al respecto. Esa versión ganó un Premio del Sindicato de Guionistas con ocasión de su emisión en 1967, pero como bien saben los seguidores de Star Trek, el texto de Ellison fue reescrito varias veces antes de su rodaje definitivo, primero por él y luego por varios de los guionistas de plantilla de la serie.
Gene Roddenberry criticó en muchas ocasiones a Ellison afirmando que el guión era imposible de llevar a la pantalla con el presupuesto disponible y, aún más extraño, que esa versión mostraba al personaje de Scotty vendiendo drogas a bordo de la Enterprise. Esta última afirmación, tal y como se pudo ver treinta años después con ocasión de la publicación del guión original, era totalmente falsa y Ellison no tuvo reparos en ensañarse con Roddenberry (que había fallecido en 1991) con la virulencia que le es característica. Más recientemente, Ellison demandó a Paramount reclamando royalties sobre el merchandising derivado de La ciudad al fin de la eternidad, así como por la trilogía Crucible de novelas de Star Trek y un adorno para árbol de navidad con la forma del “Guardián de la Eternidad”. La cuestión se resolvió en un acuerdo privado y confidencial.
Las razones de la popularidad entre los fans de este episodio en particular son varias. En primer lugar, su trama principal narra un caso clásico de Historia Alternativa, un subgénero de la ciencia ficción que siempre ha gozado del interés de muchos aficionados. Por ejemplo, una de las novelas más respetadas y conocidas del legendario Philip K. Dick, El hombre en el castillo (1962) trata precisamente de un mundo en el que los nazis ganaron la guerra, tal y como plantea Ellison en el guión del episodio. Tampoco debería menospreciarse la atracción del trágico romance entre Kirk y Edith Keeler, que apelaba directamente al lado más emocional de los aficionados. Y es que éstos siempre han estado más dispuestos a reaccionar ante las peripecias de los personajes que al sustrato intelectual de los argumentos.
De hecho, mientras que el tratamiento que la serie realiza de temas como el racismo, el sexismo y la guerra fría pueden ser de interés desde un punto de vista intelectual, cultural o histórico, lo cierto es que los lazos que unen a la serie con sus seguidores han sido siempre más emocionales que cerebrales. Gran parte de ese atractivo sentimental reside en los personajes, con los que los fans fueron estableciendo unos fuertes vínculos de identificación a lo largo de los años.
Las relaciones entre los personajes son importantes y buena parte del optimismo que destila Star Trek deriva de su capacidad para proyectar una imagen genuina de espíritu familiar: los diferentes miembros de la tripulación demuestran su apego y respeto unos por los otros y refuerzan sus vínculos mediante las experiencias compartidas a bordo de la Enterprise.
De los tres personajes principales, Kirk y McCoy son claramente apasionados y emocionales, incluso demasiado si tenemos en cuenta los cargos que ocupan, aunque Kirk logra mantener sus sentimientos lo suficientemente a raya como para que no interfieran con la misión en curso. Por su parte, el brusco McCoy tiende a esconder sus auténticas emociones tras una apariencia de tipo gruñón y siempre descontento.
Paradójicamente, la clave del atractivo emocional de la serie residía en el semivulcaniano Spock, quien insistía machaconamente en recordar su completa devoción a la lógica y la supresión de todo sentimiento. Naturalmente, Spock es también medio humano, por lo que, aunque trata de ocultarlo, no le resulta fácil compatibilizar ambas naturalezas y gradualmente desarrolla fuertes vínculos tanto con Kirk como con McCoy a pesar de su reticencia a expresar su cariño por ellos. Así, cuando en la película Star Trek II: La ira de Khan, Spock sacrifica su vida para salvar a sus amigos, afirma que no lo hace por amor, sino que se trata de una decisión totalmente basada en la lógica: “las necesidades de muchos sobrepasan a las de unos pocos, o la de uno solo”.
Naturalmente, la calculadora actitud de Spock no es compartida por sus compañeros, que en la siguiente entrega, Star Trek III: En busca de Spock, arriesgarán sus vidas y sus carreras robando una obsoleta Enterprise para llevar a cabo la aparentemente ilógica misión de rescatar a su resucitado amigo. Si esto parece una contradicción, era una que ya existía en el planteamiento original del personaje. Aunque él rechace lo ilógico de un individualismo que ponga en peligro la vida de muchos para salvar a uno solo, gran parte del atractivo popular de Spock reside en el hecho de que él era, precisamente, un individualista, el único vulcaniano de la Enterprise (o, para el caso, de toda la Flota Estelar). No puede extrañar que tantos adolescentes alienados e incluso adultos que se sintiera incomprendidos y solos, pudieran identificarse con Spock. De hecho, ha sido el personaje más famoso y querido de toda la franquicia, y no a pesar de su naturaleza alienígena, sino porque su condición híbrida apelaba a un sentimiento fundamental en la vida de muchos de los seguidores de la serie.
Que Spock fuera un devoto amante del conocimiento y la ciencia sin duda resultaba muy atractivo para un sector de la audiencia, pero lo cierto es que sus mejores momentos fueron aquellos en los que ‒de forma excepcional‒ se veía obligado a exteriorizar sus emociones. Por ejemplo, las enloquecidas hormonas que le llevan al borde de la locura sexual en La época de Amok (1967, escrito por Theodore Sturgeon), tocaron también la fibra sensible de los espectadores adolescentes. En este episodio clásico, Spock empieza a mostrar un comportamiento cada vez más aberrante, que resulta ser las primeras manifestaciones del “pon farr”, un periodo de celo que todo vulcaniano adulto atraviesa cada siete años. El “pon farr” obliga a todos los varones vulcanianos a volver a su planeta para aparearse y el impulso que sienten es tan intenso que su habitual temperamento frío y lógico queda completamente anulado por el desequilibrio químico de su cerebro. Spock llega a intentar secuestrar la Enterprise para dirigirla hacia Vulcano, donde ha de casarse con su prometida T´Pring (Arlene Martel).
Finalmente, Kirk averigua las motivaciones de Spock y, anteponiendo la lealtad por su amigo a sus obligaciones como oficial de la Flota, accede a poner rumbo a Vulcano. Kirk y McCoy acompañan a su amigo a la superficie del planeta para servir como testigos a la ceremonia nupcial que va a ser oficiada por T´Paul (Celia Lovsky), miembro legendario del Alto Consejo Vulcaniano, un personaje que apunta a la privilegiada condición que la familia de Spock ostenta en la sociedad de su planeta. Por desgracia, se enteran de que T´Pring, separada de Spock durante muchos años, se ha acabado decidiendo por otro compañero, Stonn (Lawrence Montaigne). Stonn es un vulcaniano de pura sangre, aunque T´Pring deja claro que la condición mestiza de Spock no ha jugado ningún papel en su decisión. Todo lo contrario, se siente incapaz de verlo como un compañero porque sus aventuras como miembro destacado de la Flota Estelar le han convertido en una figura legendaria en Vulcano.
T´Pring ejerce su derecho tradicional a exigir que los dos aspirantes a su mano combatan a muerte por ella. Sin embargo, en lugar de elegir a Stonn para que se enfrente a Spock, nombra a Kirk como su campeón siguiendo el lógico razonamiento de que ni Spock ni Kirk querrán quedarse con ella tras haber matado a su mejor amigo en la arena, dejándola así libre para desposarse con Stonn. Y sus fríos cálculos (alabados por Spock) demuestran ser correctos. Spock aparentemente mata a Kirk en la lucha cuerpo a cuerpo, pero debido al conflicto de emociones que se desata en su interior, se disipa el “pon farr”. Libera a T´Pring de su compromiso con él y regresa a la Enterprise para someterse a juicio por el asesinato de un superior. Entonces, de vuelta en la nave, se entera de que Kirk sólo simuló estar muerto gracias a una droga administrada por McCoy. El capitán se recupera, todo se olvida y la Enterprise prosigue su misión con un Spock de nuevo investido de su carácter lógico y distante.
Spock también demuestra emoción (y libido) en “Esa cara del paraíso” (1967), en el que la Enterprise viaja hasta el planeta Omicron Ceti III, donde esperan encontrar muertos a los colonos establecidos allá años atrás debido a los efectos de una radiación letal que está bombardeando el planeta. Pero los hallan a todos sanos y salvos; de hecho, gozan de una salud tan perfecta que resulta antinatural. El entorno ecológico es un paraíso utópico de paz y abundancia. Spock se reencuentra allí con la botánica Leila Kalomi (Jill Ireland), una joven con la que había trabajado tiempo atrás y que había sentido alguna atracción hacia él, aunque a la postre no pudo superar el frío temperamento del vulcaniano.
Resulta que la extraordinaria salud de los colonos se debe a los efectos de unas extrañas plantas que crecen en el planeta y que rocían a sus pobladores con esporas que les otorgan tanto una salud perfecta como armonía mental. Incluso Spock se ve afectado por esas esporas, relajando su fachada lógica y entregándose a una vida de éxtasis romántico con Leila. De hecho, toda la tripulación de la Enterprise (con la excepción de Kirk) acaba sometida a la influencia de las esporas, abandonando la nave y uniéndose a los colonos en una vida idílica en el planeta.
Cuando incluso Kirk empieza a sucumbir, se da cuenta de que la violenta reacción emocional a la idea de marcharse para siempre de la Enterprise anula el efecto de las esporas. Rápidamente, utiliza ese descubrimiento para manipular a Spock, despertar en él sentimientos de rabia y hacerle recobrar su antiguo ser. A continuación, construyen un artefacto que anula los efectos de las plantas mediante ondas subsónicas. La tripulación regresa a la nave y los colonos acceden a mudarse a otro planeta en el que puedan retomar su lucha por construir un mundo mejor en vez de limitarse a vivir en una tranquilidad totalmente pasiva.
Este episodio ejemplifica la desconfianza hacia los ideales utópicos que subyace en el espíritu de Star Trek y que, en cambio, tiende a valorar la lucha contra la adversidad como elemento fundamental en la naturaleza y desarrollo del ser humano. Tal y como Kirk reflexiona al final del capítulo: “Quizá no podamos pasear con la música de una flauta. Debemos marchar al son de los tambores”. Por otra parte, Spock, que bastante a menudo difiere de la opinión de sus compañeros, no lo tiene tan claro. Rechazando el discurso de Kirk como mera “poesía”, Spock señala que la vida en Omicron Ceti III no era tan mala: “Por primera vez en mi vida –admite‒ fui feliz”.
Spock juega un papel similar en otro episodio sobre utopías, “El retorno de los arcontes” (1967). En este capítulo, la Enterprise visita el planeta Beta III para investigar la desaparición, cien años atrás, de una nave de la Federación. Descubren una cultura que parece vivir en paz, aunque esa situación es, una vez más, interpretada de forma negativa al sugerir que se ha conseguido mediante la supresión del individualismo y la creatividad. Sin embargo, cuando Kirk, Spock y otros miembros de la tripulación se transportan al planeta, rápidamente descubren que ese aire generalizado de serenidad y cordialidad se mantiene en parte mediante la celebración periódica de “La hora roja”, una especie de carnaval desaforado durante el cual los habitantes son presa de una locura destructora y asesina. Esa válvula de escape es lo que les permite mantener sus tendencias violentas bajo control.
Los habitantes de Beta III están gobernados por un grupo de “legisladores” conocidos como “El Cuerpo”, que en realidad se limitan a transmitir las directrices recibidas de una misteriosa y omnisciente entidad conocida como Landru. El equipo de la Enterprise que llega al planeta pronto se alía con un movimiento clandestino dedicado a socavar el poder de Landru y El Cuerpo y acaban descubriendo que aquél es en realidad una potente supercomputadora construida seis mil años antes por un científico que quiso rectificar la tendencia progresivamente más violenta de su sociedad. Es un homenaje y a la vez una crítica a la idea sugerida en la clásica película Ultimátum a la Tierra (1951), en la que se sugería que una fuerza policial intergaláctica de superrobots podría ser necesaria para mantener la paz en la Tierra. Mientras que el film constituía un aviso contra la violencia, el capítulo de Star Trek es principalmente una advertencia sobre lo que podría pasar si se instaura un sistema de supresión forzada de la violencia. Kirk utiliza una de sus “bombas lógicas” para que la computadora se destruya a sí misma, liberando de esta forma a los betanos para que dirijan ellos mismos su evolución libres ya de interferencias computerizadas.
Pero no libres de la interferencia de la Federación, claro. Mientras la Enterprise se prepara para abandonar la órbita del planeta nos enteramos de que han dejado atrás a un sociólogo, Lindstrom (Christopher Held), y un “equipo de expertos” para “ayudar a restaurar la cultura del planeta a una dimensión humana”. Naturalmente, esto significa una cultura que se ajuste a los valores de la Federación y la Tierra del siglo XXIII. Una vez más, Star Trek se convierte en la culminación de la filosofía ilustrada, concretamente su tendencia a considerar los valores de la civilización europea como superiores, absolutos y universales. ¿Y qué hay de la “Primera Directiva”, que prohíbe la interferencia en el desarrollo de civilizaciones menos desarrolladas? De hecho, Spock señala que destruir a la computadora Landru constituiría una violación de tal Directiva. Kirk, cuya interpretación de la norma parece ser bastante flexible (mucho más que, por ejemplo, la de su sucesor Jean-Luc Picard en La nueva generación), hace caso omiso de las preocupaciones de Spock arguyendo que la Primera Directiva no se aplica aquí porque no se trata de una “cultura viva y en expansión”. Aparentemente, para Kirk su órdenes de no interferir sólo se aplican a planetas que estén siguiendo la evolución que a él le parece adecuada.
Al terminar el episodio, Lindstrom informa de que la sociedad de Beta III ya se está humanizando: sin la intervención de Landru han estallado varias peleas y asaltos. Tal y como Lindstrom lo ve: “Puede que no sea el paraíso, pero es ciertamente humano”. Una vez más, Spock es el único miembro de la tripulación que se cuestiona la bondad de tales acciones y se pregunta si puede aceptarse como una mejora el que los betanos logren su individualidad a costa de reinstaurar la violencia y perjudicar al prójimo. Después de todo, en el curso de esa aventura se ha dejado claro que con Landru a cargo del gobierno no habían existido guerras, enfermedades ni crimen y que la computadora estaba programada para proporcionar “tranquilidad, paz para todos y el bien universal”. Spock, de hecho, afirma que Landru es un maravilloso prodigio de la ingeniería, desprecia la queja de Kirk de que la computadora carecía de “alma” y recuerda “cuán a menudo la humanidad ha soñado con un mundo tan pacífico y seguro como el que Landru ofrecía”. Kirk, sin embargo, tiene la última palabra: “Sí, y nunca lo conseguimos. Suerte, supongo”.
Paradójicamente, a pesar de la desconfianza que los guionistas parecían sentir por las utopías en otros planetas, Star Trek no tenía ningún problema en sugerir que la Tierra había alcanzado tal estadio o al menos algo muy parecido. La tripulación de la misma Enterprise formaba una comunidad utópica. Aunque en la serie original se ofrecen pocos detalles al respecto, diálogos dispersos entre los personajes dan a entender que la mayoría de las injusticias sociales en la Tierra, especialmente aquellas que tienen que ver con la raza y el género, han sido erradicadas. Que la serie repita con frecuencia estereotipos propios de los años sesenta sobre la raza y, especialmente, el género, sirve de recordatorio del momento en el que nació, cuando la sociedad norteamericana empezaba a ser plenamente consciente del problema y luchaba por superarlo. Roddenberry y sus guionistas imaginaron lo que ellos interpretaban como un futuro mejor aun cuando su visión era claramente occidental y no supieran siempre ver más allá de su propio contexto.
También el hambre y la miseria parecen haber desaparecido en el futuro en el que transcurre Star Trek, aunque estos temas se explorarían más extensamente en posteriores encarnaciones de la serie. Supuestamente, la eliminación de las desigualdades económicas ha sido posible gracias a la productividad alcanzada mediante la tecnología, la misma que permite que la tripulación de la Enterprise “fabrique” mediante unos artefactos llamados “replicadores” diversos objetos, especialmente comida, partiendo aparentemente del aire. Dichos “replicadores” (basados en la misma tecnología que los famosos transportadores) pueden por tanto ser utilizados como sustitutos de los tradicionales procedimientos agrícolas y fabriles en la Tierra; pero dado que se limitan a reordenar las moléculas de materia, necesitan de ésta para funcionar y nunca se deja claro de dónde la obtienen.
Puede que esa necesidad de materia prima sea la razón por la que los únicos obreros que aparecen en Star Trek sean los mineros, aunque éstos no están retratados como una clase trabajadora oprimida, sino como grupos de individuos endurecidos que se trasladan a lejanos planetas para trabajar por su cuenta y vender lo que obtengan a la Federación. A menudo, los minerales que extraen (como los cristales de dilitium, cruciales para los motores de la Enterprise) son extraordinariamente raros y valiosos, lo que hace de su minería una actividad muy lucrativa.
Es más, como los mineros no están a sueldo de ninguna gran corporación, se quedan con la mayor parte de los beneficios. Así, los mineros de dilitium que aparecen en Mudd´s Women (1966) pueden no tener un aspecto muy presentable, pero sin duda son tremendamente ricos. También los mineros de pergium de “El demonio en la oscuridad” (1967) parecen gozar de una saludable economía una vez que Kirk y sus hombres solucionan el problema que tenían con una criatura que moraba en las galerías. De hecho, son incluso capaces de llegar a un acuerdo para que aquélla les haga la mayor parte del trabajo de la excavación; todo lo que tendrán que hacer será recoger el pergium… y los beneficios.
El único episodio en el que los mineros son presentados como víctimas de la explotación es “Los guardianes de la nube” (1969), en el que la Enterprise viaja al planeta Ardana, cuya sociedad está dividida en estrictas clases sociales al estilo de las que una vez existieron en la Tierra. Su principal industria es la extracción de un escaso mineral llamado zienita que la nave de Kirk necesita para detener una plaga mortífera en otro mundo, Merak II. Por desgracia, los conflictos laborales han paralizado las minas. Los mineros (conocidos como troglytes, término claramente derivado de “trogloditas”) viven en las galerías bajo la superficie y se han rebelado contra los gobernantes, que residen en la ciudad flotante de Stratos.
Stratos, tal y como subraya Spock con aprobación, es una “sociedad totalmente intelectual” en la que “todas las formas de violencia han sido eliminadas”. Es, de hecho, famosa por los logros de sus habitantes que, mantenidos por los ingresos que generan las minas de zienita, no necesitan trabajar y se hallan libres para alcanzar todo su potencial intelectual y cultural. Pero claro, alguien tiene que hacer el trabajo sucio y éstos son los troglytes.
Al principio, el contraste entre los refinados habitantes de Stratos y los embrutecidos mineros recuerda el de los civilizados eloi y los caníbales morlocks que imaginó H.G. Wells para La máquina del tiempo. Los mineros parecen por tanto encarnar el papel de villanos, especialmente porque su motín amenaza las vidas de los habitantes de Merak II. Sin embargo, pronto se hace evidente que los mineros están siendo explotados por sus gobernantes, quienes defienden la injusticia en base a estereotipos raciales que encasillan a los troglytas como pertenecientes a una raza inferior sin capacidad para el desarrollo cultural. Resulta, sin embargo, que unos y otros son en realidad miembros de la misma raza. Han sido los efectos de los gases tóxicos inhalados por los mineros los que han menguado sus capacidades intelectuales.
Esa situación, por supuesto, es equivalente a la que ha generado el capitalismo en la Tierra durante siglos, justificando la explotación de trabajadores e incluso la de pueblos enteros en base a una supuesta inferioridad intelectual. Spock, como de costumbre, emplea su lógica para incidir en el corazón del problema. Droxine (Diana Ewing), la hija de Plasus (Jeff Corey), gobernante de Stratos, explica al vulcaniano (con quien comparte algunos momentos casi románticos) que los troglytes no necesitan cultura o educación porque son simples trabajadores. Spock responde con su calma habitual: “En otras palabras, ellos realizan todo el esfuerzo físico necesario para mantener a Stratos”. Droxine, aparentemente incapaz de entender el argumento, se limita a asentir: “Esa es su función en nuestra sociedad”; pero el alegato anticapitalista y anticlasista ya se ha expuesto.
Kirk consigue demostrar que, efectivamente, son los gases los que convierten a los troglytes en seres violentos, prisioneros de una forma de vida embrutecedora, de la misma forma que las duras condiciones de trabajo que se han dado en la Tierra han interferido con el desarrollo intelectual y social de ciertos colectivos. Plasus, tomando conciencia de la situación, promete trabajar para rectificar la situación; a cambio, los mineros reanudan el suministro de zienita y la Enterprise llega a tiempo para salvar a los contagiados de Merak II. Naturalmente, en el proceso Kirk y su tripulación han vuelto a violar la Primera Directiva, en este caso ayudando a superar una situación de explotación que en tiempos fue común en la Tierra pero que, supuestamente, ha sido totalmente abolida en el siglo XXIII.
Esa confiada asunción de que los problemas sociales y económicos de nuestro presente se resolverán a lo largo de los próximos siglos es el ejemplo más claro del famoso optimismo que destila Star Trek; a pesar, claro, de la falta de detalles y explicaciones sobre cómo se alcanzan las soluciones necesarias. Este optimismo distingue a la serie de otros programas televisivos de los sesenta, que tendían a plantear siniestras invasiones alienígenas o situaciones en las que la tecnología afectaba de forma negativa al ser humano. Es más, a pesar de la importancia histórica de Star Trek en la ciencia ficción televisiva, parece que su influencia en este sentido fue más bien escasa. La mayoría de las series que se produjeron en los años posteriores continuaron haciendo hincapié más en los problemas que en las soluciones (seguramente porque los problemas generan drama y facilitan narraciones más intensas y atractivas). De hecho, tras Star Trek, la siguiente serie de importancia que volvió a imaginar un futuro optimista para la humanidad fue… Star Trek, pero esta vez en su segunda encarnación televisiva como La nueva generación.
A pesar de su impacto en el mundo de la ciencia ficción, Star Trek tuvo desde el principio una acogida que fue de discreta a pobre. Nunca llegó a entrar en la lista de los cincuenta programas más vistos de la televisión. Una campaña de correspondencia masiva organizada por los fans salvaron a la serie de la cancelación al final de la segunda temporada. Pero en la tercera, los presupuestos por episodio se vieron recortados un 10% y aunque aún registró destellos de brillantez, la calidad visual y argumental de la temporada descendió notablemente. El apoyo de la NBC, que nunca se había sentido particularmente entusiasmada por el programa, se esfumó. No habría cuarto año para Star Trek. En un movimiento sin precedentes en la historia de la televisión, los decepcionados fans reaccionaron inundando la cadena de cartas pidiendo la reactivación de su serie favorita. Sin embargo, esta vez la estrategia no dio resultado y en 1969, tras 78 episodios, la serie fue finalmente retirada de la parrilla de programación.
Pero la creación de Gene Roddenberry distaba de estar muerta. De hecho, su resurrección alcanzó proporciones épicas. Inicialmente, ésta tomó la forma de dibujos animados, también bajo el nombre Star Trek (1973-1974) y con las voces del reparto original (excepto Walter Koenig). Funcionó razonablemente bien a pesar de que hoy apenas aguanta el visionado. Entonces, a finales de los setenta, la popularidad de Star Trek en las emisoras sindicadas no sólo eclipsó al éxito que había tenido cuando se emitió originalmente, sino al de otros programas con mucha más repercusión en su día, como Perdidos en el espacio. De hecho, esas reposiciones se convirtieron en todo un fenómeno en la historia de la televisión americana, haciendo de Star Trek uno de los programas más influyentes de todos los tiempos y demostrando lo certero de la visión de Roddenberry al crear algo capaz de resistir el paso del tiempo mucho mejor que cualquier otra serie de ciencia ficción antes que ella –y que muchas después‒.
Un segundo y más espectacular renacimiento tuvo lugar gracias al inaudito éxito cosechado por Star Wars en 1977. Todos los estudios se lanzaron a sus archivos en busca de guiones de ciencia ficción con los que poder emular la repercusión del universo de George Lucas. Roddenberry llevaba años tratando de resucitar la serie y había conseguido que Paramount autorizase la producción de un nuevo programa –conocido ahora como Fase II‒. El estudio decidió reconvertir aquel proyecto y transformarla en una superproducción dirigida por el prestigioso Robert Wise, Star Trek: la película, que se estrenó en 1979. Fue la primera de una serie de varias cintas protagonizadas por el reparto original y que en conjunto obtuvieron un sobresaliente éxito comercial (el artístico es otra cuestión. En este mismo blog se pueden encontrar comentarios extensos de todas ellas).
Sin embargo, la participación de Roddenberry en el devenir de la franquicia en su vertiente cinematográfica fue todo menos armoniosa. Sus desacuerdos con los guionistas y director de la primera película contribuyeron a complicar un rodaje ya de por sí trufado de problemas y ya para la segunda entrega hubo de conformarse con el puesto de productor ejecutivo, cargo que le dejaba en la práctica marginado de cualquier decisión creativa. De hecho, ni siquiera sus ideas para el argumento de la segunda parte (un viaje en el tiempo para evitar el asesinato de JFK) fueron tenidas en cuenta.
Pero la imaginación y energía de Roddenberry estaba lejos de agotarse. Apartado de la línea de películas, sacó adelante una nueva serie de televisión en la que se introducirían nuevos personajes y cuya acción transcurriría después de que la tripulación original de la Enterprise se retirara. Star Trek: La nueva generación (1987-94) tuvo un comienzo inseguro, pero el acierto en la elección del plantel de personajes y los actores para encarnarlos acabaron convirtiéndola en un éxito. El actor de trasfondo clásico Patrick Stewart aportó gravedad y sabiduría al capitán Picard, mientras que la chispa emocional del trío Kirk-Spock-Bones de la serie original se trasladaba al primer oficial Riker (Jonathan Frakes), el frío androide Data (Brent Spiner) y el emocional oficial klingon Worf (Michael Dorn); todo ello se complicaba con la intervención de varios personajes femeninos, como la telépata Troi (Marina Sirtis), vértice de un triángulo amoroso con Riker y Worf. La calidad de la serie aumentaría considerablemente a la altura de la tercera temporada, cuando el capitán Picard es atrapado por los borg y transformado en un enemigo de la Federación.
A finales de los ochenta, Star Trek: La nueva generación era ya la serie de CF más vista de la televisión americana y uno de los programas más populares de todo el país. A caballo de ese éxito, Paramount invirtió en otras series ambientadas en el mismo universo: Espacio Profundo Nueve (1993-99), que transcurría en una estación espacial de la Federación; Star Trek: Voyager (1995-2001), protagonizada por la tripulación de una nave capitaneada por una mujer y perdida en los confines de la galaxia; y una precuela de la serie original titulada simplemente Enterprise (2001-2005). En 2017 se estrenó Star Trek: Discovery otra precuela, ambientada una década antes de las aventuras del primer Enterprise.
De hecho, la icónica astronave, diseñada no como un cohete sino con la forma de una especie de mantis coronada por un platillo volante, ha sido una de las creaciones más famosas de toda la franquicia. No sólo la NASA bautizó con su nombre uno de sus prototipos del transbordador espacial, sino que los proyectos actualmente en curso para poner en marcha los vuelos comerciales al espacio cuentan también con naves que ostentan la misma denominación. No fue la única referencia que tomaron los científicos de la serie. Martin Cooper, el inventor del teléfono móvil tal y como lo conocemos hoy, basó su diseño en los comunicadores que utilizaban los tripulantes del Enterprise.
Quizá más importante que la creciente multitud de obras televisivas y cinematográficas relacionadas con el universo de Star Trek, es el papel que en esta franquicia han jugado los aficionados, un verdadero grupo de presión que se extiende por todo el mundo y al que productores y guionistas escuchan atentamente. El fenómeno fan ha sido el origen, pero también la consecuencia, de un cambio sustancial en la creación de universos narrativos dentro de la ciencia ficción.
El asombroso y prolongado éxito de series como Doctor Who o Star Trek dice mucho no sólo del cada vez más preponderante papel de la televisión como medio cultural (hoy, con miles de millones de espectadores en todo el mundo, disfruta de una popularidad e influencia que supera a la de cualquier otro medio de comunicación o forma artística), sino también del desarrollo y penetración de la CF. Esto es sintómatico del peso que en el género tiene hoy su vertiente visual (cine, televisión) en detrimento del literario, pero también de las transformaciones en el formato televisivo.
Hasta cierto punto, el formato de serial –un conjunto de obras individuales subordinadas a una premisa o universo definido‒ se ha convertido en el modelo para buena parte de toda la ciencia ficción, sea cual sea el medio en que se exprese. En lugar de producir obras unitarias y autoconclusivas, los escritores y creadores de ciencia ficción han ido deslizándose hacia lo que podemos llamar mega-textos, secuencias interconectadas de historias que a menudo se extienden por diversos formatos y medios. Una novela en principio autocontenida como Dune (1965), de Frank Herbert, se ha convertido con el paso de las décadas en una franquicia que comprende decenas de novelas, películas, series de televisión, videojuegos, comics, juegos de rol…
Lo mismo puede decirse de muchos de los trabajos más significativos del género en los últimos cincuenta años. La única diferencia es que, en lugar de ir añadiendo obra tras obra a un trabajo inicial, ahora ya se plantean desde el principio como franquicias. Dune o El Planeta de los Simios pertenecen a la primera generación de estas franquicias sobrevenidas. Star Wars (1977) sentó las bases del fenómeno tal y como se entiende hoy, generando ya desde su inicio todo un universo desarrollado en múltiples formatos (novelas, tiras de comic en los periódicos, comic-books…) e incrementado todavía más en años más recientes a través de videojuegos, revistas, webs, figuras, ficción escrita por los fans… Matrix (1999) fue planificada desde su misma concepción como una franquicia multimedia en cuyo núcleo se situarían tres películas de acción “real”, pero para cuya total comprensión era necesario ver también The Animatrix, una compilación de cortos de animación ambientados en el mismo universo. Es una concepción de la ciencia ficción como combinación de creatividad con comercialidad, aunque desgraciadamente ésta suele pesar más que aquélla. Pero el comienzo de todo este fenómeno estuvo, como mencionamos al principio, en el Doctor Who y Star Trek.
Los numerosísimos seguidores de Star Trek –espectadores de las reposiciones, asistentes y organizadores de convenciones, miembros de clubs de fans y consumidores masivos de todo tipo de productos relacionados con la serie‒ fueron pioneros en el fenómeno fan de muchas de las franquicias multimedia que vendrían después, desde Star Wars a Harry Potter.
Mientras tanto, en su larga trayectoria de casi medio siglo, Star Trek ha generado lo que con seguridad es el volumen más extenso e impresionante de guías, fanzines, revistas, manuales y enciclopedias de la historia de la televisión. Se han publicado cientos de novelas de Star Trek. Algunas no son más que adaptaciones de guiones, pero la mayoría son ficciones originales ambientadas en el universo creado por Roddenberry. A pesar de que los críticos suelen despreciar (o sencillamente ignorar) el fenómeno de la literatura derivada de películas o series, algunos de los libros de Star Trek tienen una calidad considerable. Autores tan reputados como James Blish, Greg Bear o Joe Haldeman han escrito novelas cuya accion tiene lugar en el universo Star Trek; y la excelente El mundo de Spock (1988), de Diane Duan, fue quizá la mejor novela de ciencia ficción de aquel año.
Revistas, cómics, novelas gráficas, videojuegos, websites, blogs y un número incalculable de ficciones y estudios críticos escritos por fans han ido construyendo a lo largo de los años un fondo cultural casi inabarcable. Un neófito en el universo Star Trek, dedicado exclusivamente a ello, tardaría más de una década en leer y ver todo el material relacionado con esa franquicia. Incluso para un género tan inmerso ya en el fenómeno multimedia como es el de la ciencia ficción, el grado de meticulosidad y detallismo al que han llegado los trekkies es ciertamente inusual. No sólo han creado toda una lengua (diccionarios y gramática incluidos) del idioma klingon, sino que incluso se han dedicado a traducir a la misma amplios pasajes de la Biblia o de obras de Shakespeare. Este ingente volumen de esfuerzo e ingenuidad vertido en una tarea a priori tan irrelevante puede interpretarse también como una señal de las posibilidades que Star Trek abrió a un amplísimo número de fans de la franquicia, no profesionales (dibujantes, ilustradores, cineastas, escritores, aficionados al maquillaje…), que pudieron gracias a ella mantener viva su llama creativa.
Una señal del éxito de un programa de televisión es cuando ciertos aspectos del mismo impregnan la cultura y el habla populares hasta el punto de convertirse en clichés. Star Trek –en todas sus encarnaciones pero especialmente la serie original‒ es un notable ejemplo de ello. Fue el entusiasmo de los fans el que acabó introduciendo parte del vocabulario y frases recurrentes de Star Trek en el habla cotidiana de los norteamericanos. La expresión “Warp Speed” (Velocidad de Curvatura, en español) ha sido usada por los pilotos de líneas comerciales, padres al volante de su coche familiar y chicos en sus bicicletas. “Beam me up” (“Súbeme”, la orden que daba Kirk a Scotty para operar los transportadores desde la Enterprise) ha sido parodiada incontables veces en comedias televisivas y películas. Hay pegatinas para coches y camisetas con la leyenda “Beam me up, Scotty, there´s no intelligent life on this planet”. Cualquier grupo de gente violenta –ya sea en los negocios o en las bandas callejeras‒ ha sido llamado “Klingons” en alguna ocasión.
(Por cierto, uno de los malentendidos más comunes relacionados con la serie tiene que ver con estas expresiones. Para cuando Star Trek comenzó a emitirse hubo también un pediatra “mediático” muy popular, el doctor Benjamin Spock. Y desde entonces, el vulcaniano de orejas puntiagudas ha sido incorrectamente llamado en incontables ocasiones “Doctor Spock” en lugar de “Señor Spock”)
Star Trek fue algo nuevo para la televisión norteamericana. Aunque la constante moralina puede resultar hoy algo cargante y la estructura argumental de muchos episodios es repetitiva (la Enterprise encuentra una especie alienígena, la derrota o negocia con ella y luego pasa a otra cosa como si nada hubiera sucedido), constituyó un producto refrescante: una space opera que se tomaba a sí misma en serio y que pretendía resultar verosímil (que no es lo mismo que realista). Con todos sus clichés y su aire camp, Star Trek consiguió utilizar los lugares comunes del género de aventuras espaciales para insertar comentarios sociales y políticos bastante inusuales para la época y que, como hemos visto, los guionistas sólo pudieron abordar disfrazándolos de ciencia ficción.
La interacción del trío protagonista, la presentación de múltiples alienígenas y mundos y el inteligente tratamiento de los temas propios de la ciencia ficción consiguieron atraer a un fiel núcleo de seguidores, entre ellos, inusualmente para la época, muchas mujeres. Incluso hay quien ha sugerido que Star Trek es más responsable que ninguna otra obra de ciencia fición del incremento del interés femenino en el género. Aunque hace ya un cuarto de siglo que Roddenberry murió, la mayoría de los spin-offs televisivos y cinematográficos de Star Trek se han seguido inspirando en su trabajo o se han basado en argumentos y guiones que dejó tras él en el momento de su muerte.
Las imágenes genéricas que conforman el universo de Star Trek han pasado a formar parte de la mitología popular occidental al tiempo que sus ingenios tecnológicos–motores de curvatura, campos de fuerza, láseres, comunicadores, transportadores o replicadores‒ se han convertido en referentes a la hora de imaginar cómo será la tecnología del futuro. Varias de las ideas e imágenes centrales de la serie original evolucionarían y cambiarían en los posteriores films y series, pero la idílica visión del futuro permanecería básicamente inalterada en toda la historia de la franquicia. Esta atractiva y esperanzadora imagen del porvenir de la raza humana es, con toda seguridad, una de las razones de su constante popularidad.
Roddenberry supo ofrecer una visión luminosa, optimista e inspiradora del siglo XXIII. Hoynos puede parecer camp e inocente, pero aquella creencia en que la Humanidad podía mejorar, que nuestro destino estaba en el espacio y que podría alcanzarse una utopía, era no sólo genuina sino propia del ímpetu tecnológico y social que había dominado Occidente en los últimos siglos. A partir de finales de los sesenta, sin embargo, una parte importante de la ciencia ficción, tanto literaria como cinematográfica, cayó en un pesimismo del que todavía no se ha recuperado: distopias, desastres medioambientales, invasiones alienígenas, futuros opresivos dominados por las corporaciones y, en general, una visión cínica y desesperanzada de la especie humana. A pesar de todo ello, como si de un universo aparte se tratara dentro de la propia ciencia ficción, Star Trek sigue más viva que nunca, atrayendo a nuevas generaciones de aficionados y manteniendo en alto la antorcha del progreso benigno, las maravillas de la exploración espacial y la buena voluntad entre los pueblos.
Sea o no considerada ya un cliché, Star Trek cambió la ciencia ficción para siempre. Le dio una mayor respetabilidad, inició un movimiento de fans que serviría de modelo para otros fenómenos mediáticos y abrió el camino para que George Lucas lanzara con éxito Star Wars. ¡Larga vida y prosperidad!
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.