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«Star Trek: La película» (1979), de Robert Wise

Más de treinta años después de su estreno, es difícil pasar por alto la influencia de Star Wars en el cine de ciencia ficción. Su masivo éxito popular y espectaculares imágenes pusieron punto y final a la larga lista de deprimentes filmes que el género había ofrecido en los años anteriores y directores y productores de todo el mundo se lanzaron a capitalizar la exigencia de los espectadores de una ciencia ficción escapista.

Después de Star Wars, incluso las películas de ciencia ficción más lúgubres debían contar con escenas de acción y ser visualmente hermosas. Y, por si todo esto fuera poco, borró de la mente de los dueños de los estudios cinematográficos la idea de que el género era carne de serie B. Ahora se convertía en una estrella rutilante.

No hace falta decir que esta ansia de efectos especiales llevó también unos cuantos batacazos. Quizá el más significativo fue una película que todo el mundo creyó que debiera haber sido mejor: la traslación cinematográfica de una popular serie televisiva de los sesenta: Star Trek. El film tenía un diseño visual realmente atractivo (no en vano en él colaboraron algunos de los técnicos de Star Wars), pero poca gente aparte de los fans más acérrimos afirmarán con rotundidad que el film es no sólo bueno, sino al menos entretenido.

Es difícil determinar la razón precisa del fenómeno Star Trek. La serie original se emitió de 1966 a 1969 totalizando 79 episodios. Fue un programa diferente al de sus predecesoras dentro del campo de la ciencia ficción televisiva. Quizá su mayor acierto fue el despegarse del tópico de alienígenas invasores que había dominado el medio desde los años cincuenta, proponiendo a cambio un tipo de historias en las que los personajes resolvían los desafíos recurriendo a su inteligencia, conocimientos científicos, valores morales y diplomacia más que a su destreza combativa.

La humanidad en Star Trek ya no estaba en una permanente Guerra Fría contra la amenaza extraterrestre. Es más, se demostraba que a menudo eran los prejuicios los que nublaban nuestro juicio al enfrentarnos a un alienígena. Los monstruos amenazadores a veces no eran tales, sino niños perdidos o madres protegiendo sus huevos. Además, la tripulación de la nave Enterprise estaba compuesta por hombres y mujeres –punto este importante– de todas las razas conviviendo en armonía.

Eso sí, en sus peores momentos, Star Trek se convertía en una variación galáctica del Destino Manifiesto, esa doctrina mesiánica que defiende la bondad del modelo de vida norteamericano y justifica su expansión más allá de sus fronteras. El capitán Kirk, con su encanto y suaves maneras, se las arreglaba para liquidar en nombre de la democracia las sociedades alienígenas que iba encontrando, un esquema que se repetiría en otras series televisivas a partir de entonces (La fuga de LoganEl planeta de los simiosStarlost…).

El cerebro tras Star Trek se llamaba Gene Roddenberry. Su mérito residía no tanto en su talento literario –escribió media docena de episodios y no precisamente los mejores, como aquel en el que resucitan a Abraham Lincoln para que pelee en un planeta alienígena– como en su capacidad para atraer a su órbita a algunos de los más reputados escritores de ciencia ficción del momento, como Norman SpinradTheodore SturgeonHarlan EllisonRay Bradbury o Robert Bloch.

Sin embargo, la auténtica influencia de Star Trek tiene menos que ver con su filosofía que con sus fans. Cuando la NBC amenazó con cancelar la serie al final de la segunda temporada, los aficionados iniciaron una campaña de apoyo que inundó la cadena con un millón de cartas. Tras el cierre definitivo de las aventuras de la Enterprise en 1969, empezaron a celebrarse convenciones de trekkies, un movimiento asociativo que no sólo no ha disminuido, sino que no ha hecho sino aumentar. La primera de ellas, en 1972, esperaba una concurrencia de 500 personas. Llegaron 3.000, convirtiéndose en la convención de ciencia ficción más numerosa de la historia. A mediados de los noventa, más de 400.000 personas atendían anualmente a convenciones de Star Trek.

El fandom de Star Trek, más que basar su existencia en una apreciación cariñosa de la serie original, recuerda más a un culto a la personalidad centrado en la trinidad principal de personajes: el sabio capitán Kirk, el gruñón doctor McCoy y especialmente el estoico mestizo humano-vulcaniano Mr.Spock. Desde los años setenta, Star Trek se convirtió en una poderosa industria que, poco a poco, ha ido creciendo hasta alcanzar proporciones ridículas, apoyada por unos incondicionales aficionados que conceden al objeto de su pasión más importancia de la que realmente tiene.

Precisamente, los fans fueron un factor nada despreciable en la génesis de la película que ahora nos ocupa. Gene Roddenberry habló por primera vez de su intención de llevar su universo de ficción a la gran pantalla en el curso de una convención de ciencia ficción celebrada en 1968, cuando la serie de televisión se hallaba en su tercera temporada. En ella, dijo, se contaría cómo se conocieron Kirk y Spock en la Academia Espacial. Sin embargo, un año después el programa se canceló y sus ilusiones se quedaron en eso, en sueños.

Y aquí entraron de nuevo los aficionados. La serie pasó al circuito sindicado y sus reemisiones obtuvieron una inesperada acogida. Los fans aumentaron aún más y su continua presión animó a Paramount a producir una serie de animación de dos temporadas en 1972, en la que los personajes contaban con las voces de la mayoría del reparto original. No fue suficiente. Los dedicados seguidores exigían más y durante años se discutió si hacer una película o resucitar la serie bajo un nuevo formato.

En 1975, Paramount y Roddenberry retomaron la idea y encargaron la realización de un guión. Ray BradburyHarlan EllisonTheodore SturgeonChris Bryant y Allan Scott trabajaron en borradores que no convencieron al estudio. Decididos a detener lo que parecía un proceso caro e infructuoso, los ejecutivos decidieron canalizar los esfuerzos hacia una nueva serie televisiva que se titularía Star Trek: Fase II y sobre la que comenzaron a trabajar un equipo de guionistas.

Y entonces llegó Star Wars. Su fenomenal éxito cogió a todo el mundo por sorpresa. De repente, la ciencia ficción estaba de moda otra vez y todos los estudios comenzaron a rebuscar por los cajones guiones desechados meses e incluso años atrás susceptibles de convertirse rápidamente en una película con las que aprovechar la ola. Por supuesto, Paramount tenía Star Trek. Pero ni así se decidió a dar luz verde a la producción de una película de gran presupuesto. Durante dos años el estudio dudó mientras el ambiente se iba caldeando entre los fans (animados por el continuo flujo de noticias y actualizaciones que la secretaria de Roddenberry vertía en su columna mensual en la revista Starlog).

Por fin, Paramount decidió abandonar todo el proyecto de la serie de televisión y reconvertir el piloto de la misma en una película de gran presupuesto. Durante una de las ruedas de prensa más multitudinarias que se hubieran celebrado en Hollywood, se anunció que al frente del film estaría Robert Wise (uno de los grandes, ganador de un Oscar y responsable de sonados éxitos en los más diversos géneros, desde West Side Story o Sonrisas y lágrimas hasta Ultimátum a la Tierra o La amenaza de Andrómeda) y que el presupuesto a su disposición ascendería a 47,5 millones de dólares. Los fans estuvieron encantados.

Y así, Star Trek: La película entró en fase de preproducción. El problema es que, después de todos esos años, escrituras y reescrituras, aún no había guión definitivo. Era necesario trabajar mucho y contra reloj. La historia original, ideada en términos menos épicos y trascendentes, se resolvía en 45 minutos. Ahora había que dilatarla hasta las dos horas de metraje y acentuar los aspectos más grandiosos e impactantes. Harold Livingston fue el encargado de resolver el problema, pero se encontró rivalizando continuamente con Gene Roddenberry. Ambos debían trabajar juntos, pero en realidad resolvían las escenas cada uno por su lado y de forma completamente diferente, confundiendo al director y a los actores, que de un día para otro veían variar sus papeles. Para complicarlo aún más, las cláusulas de sus respectivos contratos otorgaban a William Shatner y Leonard Nimoy el derecho a dar el visto bueno a esas escenas.

Rodada con prisas por un Robert Wise incapaz de realizar la película que quería y sin un guión sólido en que apoyarse, el resultado decepcionó tanto a los fans de la serie como a los críticos, que se burlaban calificándola como Star Trek: The Motionless Picture («Star Trek: La película sin movimiento”) o Spockalypse Now.

En la historia se reúne a la tripulación original de la Enterprise con la misión de enfrentarse a una misteriosa entidad alienígena que amenaza con destruir la Tierra. Se nos revela que ese ser fue originalmente la sonda espacial Voyager lanzada por la NASA en los comienzos de la carrera espacial y que, habiendo desarrollado autoconciencia, se dirigía a nuestro planeta a la búsqueda de su creador, sin saber que éste no eran sino las para él insignificantes “unidades de carbono” que lo pueblan. Kirk y sus hombres deben tratar de conjurar el inminente desastre. El clímax se alcanza de una forma tradicional en la serie: evitando la confrontación directa y haciendo que la entidad alcance un estado de trascendencia a través de la fusión (de una forma pseudo–sexual) con un ser humano.

La película cuenta con todos los elementos de la serie televisiva original (el capitán Kirk y su tripulación recorriendo el universo en la Enterprise para salvar a la Tierra de una amenaza extraterrestre, la supremacía de los valores humanos), y un envoltorio de lujo en la forma de carísimos efectos especiales firmados por Douglas Trumbull (2001: Una Odisea del EspacioNaves silenciosasBlade Runner) y John Dykstra (Star Wars).

Por desgracia, la historia resultó ser un auténtico rollo. Principalmente porque también replicaba los peores aspectos de la serie: un guión predecible, un villano aburrido, un ritmo lento (casi toda la “acción” tiene lugar sin salir del puente de la Enterprise, con los personajes mirando asombrados las pantallas) y una pésima interpretación.

Los defectos, como acabamos de mencionar, se encontraban en la misma gestación de la película y en la elaboración de su guión. Harlan Ellison cuenta la divertida historia de cómo, a propuesta de Paramount, envió un guión en el que el Enterprise salía del continuo espacio-tiempo y contemplaba el ojo de Dios. Le dijeron que querían algo “más grande”, lo que demuestra el absoluto despiste de los ejecutivos.

En un intento nada disimulado de emular a 2001: Una Odisea del Espacio (1968), la idea básica de Star Trek: La película era interesante en cuanto a las preguntas que planteaba sobre la necesidad de evolucionar de los seres inteligentes o los límites mismo de esa inteligencia. Por desgracia, la forma de desarrollar esas cuestiones carece de interés y la ausencia de acción deja indiferentes a todos aquellos que no sean auténticos fans de la serie original.

El clímax final se antoja un pastiche de diversos episodios de las series televisivas –concretamente, “El cambiante”, sobre una máquina que buscaba a su creador, y el episodio de la serie animada “Uno de nuestros planetas se ha perdido”, en la que la nave viajaba al interior de un organismo gaseoso inteligente–. Por desgracia, el que una vieja sonda de la NASA sea tan poderosa que pueda crear androides con microprocesadores moleculares y al tiempo sea incapaz de rascar la porquería de su unidad central y leer su propio nombre (Voyager) parece tan absurdo que anula cualquier intento de considerar seriamente la lógica del argumento y lo deja al nivel de un episodio televisivo poco afortunado.

Star Trek: La película acabó siendo un monumento tan épico como vacío a la fiebre que desató Star Wars, un fracaso autoindulgente. Se pagaron seis millones de dólares a Robert Abel y Asociados para que desarrollaran nuevos efectos especiales sin que entregaran ni un solo plano válido. Igualmente onerosa fue la creación de alienígenas que centraron buena parte de la campaña publicitaria pero que luego apenas aparecieron de fondo en la película en un puñado de escenas sueltas. Dado que el 90% de la película transcurre en el puente de la Enterprise, es difícil saber dónde fueron a parar los millones destinados a diseño y efectos especiales.

Es más, ni siquiera podemos decir que la cinta encarne con fidelidad el espíritu de la serie original. Lo que parecía agradable y acogedor en la pequeña pantalla resulta empequeñecido hasta el ridículo por los grandiosos planos de la nave diseñados por Trumbull y Dykstra. Los únicos personajes que consiguen salvar hasta cierto punto la cara son Kirk y el doctor McCoy que, como siempre, se llevan las mejores líneas de diálogo, recuperando algo de la chispa que tenían en la televisión. Leonard Nimoy parece aburrido y ausente.

Aunque el trío de actores presionó para obtener un mayor grado de caracterización de sus personajes, no se les hizo caso y el espíritu de camaradería o la relación de Kirk con su tripulación se sacrifican a favor de la trama aventurera. Por eso, no se entiende que sin dedicar tiempo a desarrollar los personajes principales se presentaran otros nuevos. Stephen Collins no hace mal papel como capitán depuesto de la Enterprise, pero su intervención se queda corta hasta las escenas finales. La actriz india Persis Khambatta resulta muy sexy con su cabeza afeitada y sus minifaldas, pero su plana interpretación no consigue diferenciar a los dos personajes que encarna, el frío androide y la cálida jovencita. El resto de la tripulación televisiva no pasa de ser meros comparsas de los anteriores.

Pero no quiero ser completamente inmisericorde con esta película. Hay cosas que, aunque no puedan redimirla completamente, sí merece la pena destacar. El viaje de la Enterprise al interior de la nube alienígena, aunque excesivamente largo y lento, sí consigue despertar ese sentido de lo extraño, de lo maravilloso, de lo inmenso, que tan básico es en la ciencia ficción. En este sentido resultan fundamentales los hermosos efectos visuales: el mencionado viaje de la nave, teñido por colores de un frío azul y rodeado por maquinaria de tamaño inaprensible; o su magnífico aspecto mientras aún está atracada en los astilleros a la espera de su misión.

En realidad, Star Trek: La película fue la única de la serie inicial de films que consiguió transmitir ese sentido de aventura en contraste con la crepuscular reunión de cada vez más achacosos amigos que planteaban las diferentes y numerosas secuelas, ya controladas creativamente por los actores. Digamos también que la cinta sirvió para presentar la vieja serie a una nueva generación de aficionados.

Puede que la película tenga sus defensores y que funcionara bien en taquilla (fue un fracaso creativo, aunque en absoluto ruinoso), pero no aportó nada al género. Lo mismo puede decirse de sus diversas secuelas, que no dejaron de ser episodios televisivos engordados.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".