Teniendo en cuenta que en su emisión televisiva original de los sesenta (1966-1969), Star Trek registró unas cifras de audiencia mediocres, resulta notable que el paso del tiempo la haya convertido en una de las franquicias más populares y lucrativas de la historia.
Sólo el merchandising es más rentable que los ingresos procedentes de las series de televisión o las películas. Convenciones, páginas web, novelizaciones, cómics, videojuegos, fan fictions… han contribuido a hacer de Star Trek una parte importante de la cultura popular contemporánea. Glosar las referencias que se hacen a ella en múltiples medios y obras sería una tarea interminable.
Por supuesto, semejante repercusión y la importancia que ha pasado a tener para tanta gente constituye una magnífica ocasión para reírse de ello. Pero hacerlo bien, no es fácil, como lo demuestra la mediocre La loca historia de las galaxias (Spaceballs, 1987), de Mel Brooks, una sucesión mal hilada de gags irregulares y toscos. Y es que si hay algo más difícil de hacer que una buena película de ciencia ficción, es una buena comedia de ciencia-ficción. Sin embargo, Héroes fuera de órbita (horrible título en español que no respeta el encanto y el sentido paródico del original, Galaxy Quest, que será el que utilice en adelante en este artículo), demostró que no sólo era posible encontrar humor en la ciencia ficción sino hacerlo sin caer en el mal gusto, el cinismo o la condescendencia y, además, insertarlo en un buen argumento, narrado con ritmo firme, personajes bien perfilados y una clara comprensión de cómo la ciencia-ficción ha tratado diversos temas e ideas.
El fenómeno social de Star Trek fue objeto a finales de los noventa de una extraña atención por parte del cine. Primero se produjo el estreno del documental Trekkies (1997), en el que se mostraban las excentricidades propias de los rendidos seguidores de la saga; después se pudo ver Free Enterprise (1998), sobre dos fans metidos a cineastas que intentan reclutar a William Shatner para su película. Galaxy Quest fue la siguiente de esa lista, pero desde luego la más ingeniosa. El que ganara el premio Hugo aquel año en la Convención Mundial de Ciencia Ficción, desplazando al mismísimo Matrix, nos da una pista de lo mucho que cautivó el corazón de los aficionados (que, recordemos, son los que votan esos galardones).
En el argumento de la película, obra de Robert Gordon y David Howard, Galaxy Quest fue una serie televisiva de ciencia ficción que narraba las aventuras galácticas de la nave Protector y su tripulación. Fue cancelada en 1982, pero los actores, una vez quemadas sus carreras profesionales debido a su encasillamiento en un producto de baja calidad, sólo pueden ganarse la vida asistiendo a convenciones organizadas por sus leales fans, e inaugurando centros comerciales vestidos como los personajes a los que interpretaban, y viéndose obligados a sonreír y repetir las frases que hicieron famosas entre los aficionados. La amargura impregna también la relación entre ellos; de forma particular, ninguno soporta a Jason Nesmith (Tim Allen), el insufrible egomaníaco que interpretaba en el programa al Capitán Taggart. Buena parte de ese odio proviene del reconocimiento de su dependencia de él, ya que es su carisma el que sigue atrayendo más seguidores.
Nesmith es contactado por un grupo de alienígenas termianos, a los que toma por fans disfrazados. El hogar de éstos es la nebulosa de Klaatu –un claro homenaje al clásico Ultimátum a la Tierra (1951) y su benevolente extraterrestre, y que además ofrece una pista sobre la naturaleza pacífica de estos seres‒, donde llevan años captando las emisiones de televisión lanzadas al espacio desde nuestro planeta. Desconocedores del concepto de ficción, han tomaron los episodios de Galaxy Quest como auténticos archivos históricos. No sólo eso, sino que han modelado toda su cultura y tecnología de acuerdo a aquéllos, haciendo que ésta funcione de forma efectiva. Su misión en la Tierra tiene como fin reclutar la ayuda de Nesmith para luchar contra otra especie alienígena que les amenaza y cuyo líder es el belicoso Sarris (Robin Sachs). El resto del reparto, incrédulo, accede a acompañar a Nesmith creyendo que se trata de algún montaje ideado por fans, encontrándose de repente transportados a una réplica exacta del Protector y obligados a participar en primera línea en un conflicto estelar para el que no están preparados. Al fin y al cabo, sólo son actores, ¿no?.
Galaxy Quest no se refiere a Star Trek directamente por su nombre, pero en todo lo demás, la analogía es transparente, no sólo en cuanto a la serie propiamente dicha, sino a algunas facetas de la personalidad de los actores que participaron en aquélla y la dinámica entre los mismos en la vida real. La nave, Protector, recuerda indudablemente a la Enterprise tanto en su diseño exterior como interior. Los trajes de los tripulantes y la mayoría de la tecnología que se utiliza –pistolas de rayos, teletransportadores, extrañas máquinas que sirven sólo como herramientas para hacer avanzar la trama‒ también se asemejan tanto a los de Star Trek que permite utilizar ese parecido para parodiarla: por ejemplo, como sucedía con los cristales de dilitium, las esferas de berilium que impulsan al Protector resultan ser incapaces de soportar la violencia del combate.
Los personajes son asimismo transposiciones de los actores que participaron en la Star Trek original, y la visión que se ofrece de los mismos es particularmente devastadora. El egocentrismo de Jason Nesmith, que en la ficticia serie interpretaba al Capitán Taggart, remite al que los fans suelen atribuir a William Shatner. Sus compañeros de reparto comentan con sorna su exhibicionista costumbre de acabar sin camisa en muchos episodios y se le retrata como un Don Juan en decadencia, semialcoholizado y odiado por todos los que han trabajado con él. Alexander Dane (Alan Rickman) interpretaba en la pantalla al alienígena Doctor Lázarus, muy parecido al vulcaniano Spock (aunque sus interminables quejas sobre su desperdiciada carrera como actor shakespeariano tienen más que ver con el Patrick Stewart de Star Trek: La nueva generación).
Gwen De Marco (Sigourney Weaver) también se queja con frecuencia de que su personaje, Tawny Madison, nunca hacía nada más que repetir al capitán lo que decía la computadora, impidiendo que nadie se la tomara en serio. Era una reclamación que bien podría haber suscrito la actriz Nichelle Nichols, que en Star Trek interpretaba a la teniente Uhura o, ya en La nueva generación, Marina Sirtis como la consejera Deanna Troi.
El personaje de Guy (Sam Rockwell) –cuyo apellido nunca se revela, porque no le importa a nadie‒ también es una parodia. Había interpretado en un episodio de Galaxy Quest a un anónimo miembro de la tripulación que moría en un planeta (algo que sucedía continuamente en la Star Trek original, especialmente a aquellos que iban vestidos de rojo y no se llamaban Scotty). Su temor durante toda la película consiste en acabar como su propio personaje de ficción: anónimo, olvidado y muerto por las inexorables fuerzas de la trama. Cuando se encuentran con unos pequeños y monísimos alienígenas con aspecto infantil en mitad de un planeta desértico, Guy da por sentado que las criaturas van a convertirse en monstruos en cualquier momento. “Por Dios”, les dice a sus compañeros desesperado, “¿Es que ninguno de vosotros veía la serie?”.
Por su parte, Tommy Webber (Daryl Mitchell) interpretaba en la serie al teniente Laredo, el equivalente al adolescente Wesley Crusher (Will Wheaton) de La nueva generación.
Galaxy Quest, en resumen, nos ofrece un retrato nada amable de los actores de Star Trek paródico, sí, pero claramente apoyado en la realidad en tanto en cuanto figuras que viven continuamente ancladas en el pasado, que no han sido capaces de construir una carrera sólida y reconocida fuera de su participación en la serie y que continúan ordeñando la vaca de los fans esclavos. A diferencia de la vida real, sin embargo, la película deja que los actores se rediman y puedan convertirse en auténticos héroes, evitando los aspectos más luctuosos de estos personajes, que cobran 10.000 dólares por aparecer en una convención, firman con su nombre libros escritos por autores fantasma o se aventuran en proyectos infumables, como la incursión de William Shatner en el mundo de la música.
Galaxy Quest es una película deliciosa para cualquiera relacionado con el fandom de Star Trek o esté familiarizado con su dinámica narrativa. Incluye guiños y sátiras de sus más conocidos clichés, como la escena de acción en la que Nesmith corre agazapándose de roca en roca mientras los demás caminan tranquilamente; o cuando se enfrenta a un monstruo de piedra y los demás, escondidos, le gritan consejos estúpidos, ambos tópicos de los episodios en los que los personajes debían sobrevivir en un planeta hostil. O el momento en el que deben atravesar un corredor de la nave lleno de pistones móviles que pueden aplastarlos. “¿Por qué pondría nadie semejante maquinaria estúpida justo aquí?” “Era un episodio con mal guión, por eso”.
Pero Galaxy Quest no sería una película tan buena si se hubiera limitado a la parodia. Nesmith es un símbolo del egocentrismo de los actores en general tanto como de uno en concreto, pero evoluciona, cambia y se convierte en un héroe al final. Mucho más que otras comedias de CF de gran presupuesto (como, por ejemplo, las dos primeras entregas de Men in Black, 1997 y 2002), Galaxy Quest es una película con corazón y mensaje moral. Buena parte de los chistes son variaciones sobre un puñado de temas e ideas centrales que funcionan tanto como gags como homenajes al género, pero que no sólo están perfectamente insertados en la lógica interna de la historia sino también en una, digamos, lógica filosófica.
Capturado por Sarris para que entregue el secreto de la misteriosa arma Omega 13, Nesmith acaba confesando que no es más que un actor para intentar que no torturen a Gwen. Entonces, Sarris se marcha dejando a humanos y termianos abandonados a su inevitable muerte. Sólo consiguen salvarse reconociendo primero la verdad, que son sólo actores, para luego asumir su papel heroico, una parte de ellos mismos que anidaba en su interior más allá de los papeles que interpretaban. Pero también en su faceta de actores encuentran recursos para derrotar la amenaza, ya que los guiones de la serie de TV que tanto odiaban les proporcionan soluciones a los problemas que van encontrando en su peripecia.
Sin embargo, ello no hubiera sido suficiente. Y aquí entran los fans. Al principio, Nesmith se había burlado de un grupo de obsesivos aficionados que le habían preguntado sobre detalles técnicos de la Protector. Cuando se ve inmerso en plena batalla, ha de recurrir a ellos para que, como auténticos expertos en la materia que son, le guíen por el laberinto de corredores, pasadizos y trampas de la nave y así llegar a tiempo para desactivar el mecanismo de autodestrucción. Sin los fans, los protagonistas no habrían tenido éxito ni se habrían convertido en héroes, lo cual no sólo tiene una interpretación paródica, sino que constituye todo un ejercicio de metalenguaje sobre el género.
La idea de alienígenas que imiten o se apropien de algún aspecto de la cultura humana fue muy popular en los cuarenta y cincuenta, contando también con su lado oscuro, derivado en parte de actitudes racistas según las cuales otras culturas adoptan costumbres occidentales sólo para pervertirlas. Esta, por ejemplo, era una acusación esgrimida a menudo en Estados Unidos contra los japoneses en los años previos a la Segunda Guerra Mundial; fue también parte de la propaganda antisemita ya presente en el ensayo de Richard Wagner El judaísmo en la música (1850). En el ámbito de la ciencia ficción, fue una de las diversas ideas sobre la interacción humano-alienígena asociadas con autores que se agruparon alrededor de la revista Astounding Science Fiction, dirigida por John W. Campbell. Para éste, un hombre de firmes convicciones, era necesario que los extraterrestres siempre aparecieran retratados como intrínsecamente inferiores a los seres humanos.
Escritores como Christopher Anvil, colaborador regular de Astounding, firmó historias en las que invasores alienígenas burocratizados eran humillados y derrotados por insurgentes humanos. Los aliens nunca llegaban a comprender la cultura de los –blancos y anglosajones‒ humanos cuyo territorio pretendían ocupar, eran incapaces de entender el humor y eran vistos como criaturas tan amenazadoras como patéticas. Tanto en los cuentos de Anvil como en los de otros autores como Eric Frank Russell –especialmente en el relato “Next of Kin” (1959)‒ los extraterrestres eran analogías de los alemanes o soviéticos contemporáneos: enemigos, sí, pero caricaturizados en función de la propaganda vigente en el momento.
La versión más clásica de la idea de “alien imitando lo humano”, sin embargo, la encontramos en una serie de historias que Campbell no publicó aun cuando venían firmadas por dos de sus colaboradores más renombrados. Se trata de los relatos de los hoka, que Poul Anderson y Gordon Dickson fueron escribiendo a lo largo de muchos años. Se trata de una especia alienígena parecida a ositos de peluche –algo así como los ewoks de George Lucas‒, carentes por completo de cinismo o capacidad de discernir entre la ficción y la realidad. Aunque no están exentas de cierta condescendencia, las historias de los hoka son muy divertidas y hacen gala de una calidez ausente en la escuela de Campbell.
Anderson conocía lo suficiente el pensamiento de Rudyard Kipling como para atemperar su sentido de superioridad de la raza humana con la certeza de que todo es efímero. En su trabajo, a diferencia de las obras supervisadas por Campbell, la idea de la apropiación cultural funciona en ambas direcciones. Los embrutecidos ingleses medievales de su novela La gran cruzada (1960) vencen a los representantes de una civilización galáctica que llega a la Tierra gracias a que éstos han cometido el error de pensar que el primitivismo tecnológico equivale a la estupidez o el retraso intelectual.
Por el contrario, en Galaxy Quest los alienígenas termianos sobreestiman de forma cómica la capacidad tecnológica de la Tierra y la competencia del reparto de actores en particular. Su genocida enemigo Sarris, dominado por su cínico egocentrismo, también juzga mal a sus nuevos enemigos pero en sentido contrario: cree que al provenir de un mundo atrasado no representan una amenaza para él. Los termianos recuerdan a los hoka en su incapacidad para comprender el concepto de “ficción”. Sólo han conocido las mentiras y traiciones de su enemigo Sarris, por lo que cuando Nesmith confiesa la verdad –que no es ningún capitán estelar, sino un simple actor‒ creen que no es más que una treta para derrotar a aquél y se ríen ante la afirmación de Nesmith de que el Protector original no era más que una pequeña maqueta.
Una de las razones por las que los termianos resultan cómicos, es que sus actos y reflexiones son predecibles. Parte del encanto de la película reside en que esa predictibilidad funciona en retrospectiva. Por ejemplo, cuando se les pregunta por algún otro “archivo histórico” captado desde las emisiones de la Tierra, mencionan La isla de Gilligan, expresando su pesar por esos pobres náufragos. Víctimas de la guerra genocida emprendida por Sarris, no sólo creen que los protagonistas de esa serie son reales, sino que empatizan con ellos. Es una broma, claro, pero no exenta de amargura.
Otro de los temas presentes en la película es el de que un buen actor es aquel que nunca olvida lo que es y, aún así, es consiente en ser “poseído” por el personaje que encarna. Al aceptar su propia falibilidad y defectos, su interpretación de un héroe puede convertirle precisamente en uno auténtico. Esta es una idea moderna que se opone a gran parte del pensamiento dominante en occidente durante siglos respecto al trabajo de actor.
En La República, Platón aconsejaba la supresión de la poesía dramática argumentando que aquellos que la leían o atendían a una representación en la que apareciera muy bien retratada la villanía, serían más proclives a la caer en la corrupción. El Imperio Romano, los estados medievales que le sucedieron y las iglesias cristianas, han mantenido históricamente la misma actitud de sospecha hacia los actores, a los que consideraban vagabundos incapaces de practicar la virtud porque, precisamente, su trabajo consiste en engañar y fingir. En Francia a los actores se les negaron tanto los derechos civiles como los sacramentos religiosos hasta la época de Molière; el teatro fue prohibido en Gran Bretaña durante el puritanismo de Cromwell. Al mismo tiempo, tanto el Estado como la Iglesia se veían enfrentados a una paradoja respecto a las representaciones teatrales porque éstas también podían promocionar comportamientos virtuosos. Por otra parte, la Iglesia denunciaba explícitamente la hipocresía…
El creciente respeto que se les dispensó a los actores durante el siglo XVIII y principios del XIX estuvo relacionado con un estilo de interpretación “heroico”; los hombres y mujeres que encarnaban los grandes papeles de las obras de Shakespeare, por ejemplo, eran vistos de algún modo como partícipes de la virtud que tan apasionadamente representaban. Surgió la idea de que la profesión teatral podría gozar de una comprensión especial de lo que constituía la verdadera nobleza, algo que puede intuirse en los retratos que en la época se pintaron de los actores más célebres. A finales del siglo XIX surgió la idea de que actuar y fingir encerraba su propia verdad, que las máscaras eran los auténticos rostros de las personas que las portaban.
El pequeño cuerpo de obras de ciencia–ficción que se ha ocupado del arte interpretativo y los actores bebe en buena medida de todas esas ideas; especialmente, el héroe protagonista de Estrella doble (1956), de Robert A. Heinlein: el Gran Lorenzo, un profesional de talento, pero también soberbio y caprichoso, que es contratado para sustituir a un importante político víctima de un atentado. Poco a poco, empezará a entrar tanto en su papel que se convertirá él mismo en aquel a quien sólo debía imitar. The Darfsteller (1955), novela corta ganadora del premio Hugo escrita por Walter M. Miller, nos cuenta que la capacidad para asumir completamente el papel de un personaje es una faceta de la interpretación que no puede ser reemplazada por un robot.
Todos estos aspectos reciben su parte de parodia en Galaxy Quest. Cuando a Nesmith le persigue un monstruo de piedra, le pide consejo a Dane: “Bueno, tienes que imaginarte lo que quiere…¿Cuál es su motivación?” “¡¡Es un maldito monstruo de piedra!! ¡No tiene ninguna motivación!”; a lo que Dane responde: “Ese es tu problema. Nunca te tomaste en serio el arte…(cerrando sus ojos). “Soy una roca… Sólo quiero ser una roca… Inmóvil. Pacífica. Tranquila”..”Oh, pero ¿qué es esto? Algo está haciendo ruido…No, ruido no… movimiento, vibraciones. ¡Haced que las vibraciones se detengan, me atraviesan como un cuchillo!… Debo aplastar lo que provoca esas vibraciones…”. Dane regaña a Nesmith por su falta de compromiso con el “método” actoral y lo utiliza para imaginar una táctica que, momentáneamente, funciona.
El desprecio que Dane siente hacia su compañero de reparto está basado en su falta de profesionalismo –llega tarde a las citas, es arrogante y egocéntrico‒ y, sin embargo, se detecta un vestigio de la vieja camaradería que una vez existió entre ambos: cuando el propio Dane amenaza con abandonar la aparición que tenían contratada en una convención, es Nesmith quien le recuerda que el “el espectáculo debe continuar”. En el clímax final, cuando fingen discutir y pelear para distraer a los verdugos de Sarris, apoyan su enfrentamiento en los defectos mutuos de ambos como actores –sobreactuación, robo de escenas‒ en una rutina que funciona porque ambos la han practicado antes en un episodio concreto de la serie y porque sienten como auténticas las acusaciones que se lanzan el uno al otro.
Es al utilizar esas rutinas, líneas de diálogo y poses que tan bien conoce gracias a su larga permanencia en la serie televisiva, cuando Nesmith pasa a ser un héroe. En uno de los varios clímax con los que cuenta la película, mientras dirige su nave en rumbo de colisión con la de Sarris, éste se burla de él por ser actor, a lo que Nesmith responde: “No tienes que ser un buen actor para reconocer a uno malo”. En ese crítico momento, no insulta a Sarris llamándole carnicero genocida o matón traicionero, sino en términos que él mismo conoce muy bien.
Nesmith, en su papel televisivo de capitán Taggart, repetía frecuentemente una frase, “Nunca abandonar, nunca rendirse”, que, a medida que transcurre la película y se convierte en el héroe que antes sólo pretendía ser, pasa de ser una mera baladronada a una característica definitoria de su nuevo yo. Se humilla frente a Sarris para salvar a Gwen y al líder termiano, Mathasar; engaña a sus verdugos, impide la autodestrucción del Protector; utiliza un campo de minas para aniquilar la nave de Sarris, usa el Omega 13 cuando todo parecía perdido… Efectivamente, demuestra que nunca se va a rendir.
Dane, por su parte, ha acabado detestando hasta la náusea su propia frase característica de la serie: “Por el Martillo de Grabthar, serás vengado”. Amenaza con no pronunciarla en público, fulmina con la mirada la pantalla de la convención que proyecta una escena del programa donde aparece diciéndola, se muestra irritable con los fans que disfrazados como él exclaman las odiadas palabras… Cuando su discípulo y admirador termiano Quellek dice la frase, aún se enoja más. Pero cuando Quellek muere junto a él a manos de uno de los asesinos de Sarris y le dice que siempre le había considerado un padre, Dane, cariñosamente y sin muestra de su histrionismo shakesperiano, repite la frase sobre el cadáver del alienígena, sintiendo, ahora sí, el significado de cada una de las palabras. De forma harto significativa y nada casual, el maquillaje del personaje se hace más y más perfecto conforme asume su papel de Lazarus en la aventura, hasta el punto de resultar imposible determinar dónde empieza su verdadero rostro y dónde las prótesis. Sólo cuando Sarris ha sido derrotado, el maquillaje retoma su aspecto “casero”.
Otro de los hilos cómicos de la película consiste en que Dane sea percibido, maquillaje y prótesis cutres incluidas, como más alienígena que los propios termianos, cuyas verdaderas formas no son las humanoides que adoptan para asemejarse a la ficticia tripulación de la Protector, sino parecidas a unos pulpos gigantes. Alimentan a Dane con una dieta adecuada para su supuesta especie consistente en insectos vivos y un sospechoso consomé y, en una de las escenas editadas de la versión estrenada, le muestran sus aposentos, que incluyen una cama de pinchos y un aseo totalmente indescifrable. Quellek, el devoto seguidor del Mak´tar, la disciplina mental que define al personaje de Lazarus, afirma haber conseguido acostumbrarse a la cama, aunque todavía tiene problemas con el baño.
En resumen, tenemos una escena en la que un alien pretendiendo ser humano aspira a dominar los aspectos religiosos y sanitarios de un alienígena de una especie diferente que, en realidad, es un humano. Las cómicas aspiraciones de Quellek lo convierten en un ser noble y sincero cuya muerte resulta verdaderamente trágica. De los tres termianos que más presencia tienen en la película, Quellek (Patrick Breen) nunca muestra desilusión con los humanos, Mathasar (Enrico Colantoni) la racionaliza y Laliari parece comprender la verdad desde el principio, sin que ello le importe demasiado.
Una de las cosas más emotivas del film es la relación entre la casi muda Laliari (Missi Pyle) y el despreocupado y pragmático Fred Kwan (Tony Shalhoub), quien en la serie televisiva interpretaba al sargento ingeniero Chen. En la escena en la que no está seguro de poder manejar el teleportador de la nave para salvar a Nesmith del monstruo de piedra –un primer intento con otra criatura había acabado con la explosión de la misma‒, son las anhelantes miradas de Laliari las que le inspiran para conseguirlo. El de Laliari es un personaje que apenas habla, parodiando el habitual papel que las mujeres desempeñan en el subgénero de la space opera.
Por otra parte, la relación entre Fred y Laliari guarda un punto de enfermiza lascivia muy poco frecuente en la ciencia ficción, ni siquiera en la literaria. Fred llega a la estación espacial de los termianos unos minutos más tarde que sus compañeros, por lo que nunca llega a averiguar la verdadera forma de pulpo de aquéllos. En un momento determinado, Fred y Laliari empiezan a besarse y acariciarse, Guy trata de avisar a su compañero, pero se sorprende al ver que, cuando Laliari empieza a tocar a Fred con sus miembros “extra”, a éste no le importa en absoluto. Lo que podría haberse limitado a ser un gag ligeramente chabacano sobre alienígenas disfrazados, se convierte en algo más dulce y subversivo que, además, es perfectamente coherente con el otro tema del film: la relación entre lo fingido y lo auténtico. Fred quiere ver en Laliari la seductora y cariñosa mujer que siempre ha soñado, ya sea en realidad una muchacha humana o un pulpo gigante. Es, al fin y al cabo y como he dicho antes, un pragmático. Cuando los otros termianos se marchen, Laliari irá a la Tierra con Fred y la vemos por última vez como ayudante de él –en su papel de sargento Chen‒ en el tráiler de la nueva serie de Galaxy Quest. Ha adoptado el nombre humano de Jane Doe (“Juana Nadie”) y se interpreta a sí misma, perpetuamente serena y silenciosa.
La otra historia de amor de la película juega con la ambigüedad entre la ficción de la teleserie y las auténticas vidas de los actores. Queda claro desde el principio que los fans discuten sobre sí existía tal relación entre el capitán Taggart y la teniente Madison. Los actores, Nesmith y Gwen, sugieren a través de sus diálogos que al menos entre ellos sí existió algún tipo de relación sentimental.
Obviamente, Star Trek no es la única obra de CF a la que se hace referencia en Galaxy Quest, pero sí la más obvia y principal. El personaje de Gwen De Marco, Tawny Madison, puede interpretarse, además de cómo “clon” de la teniente Uhura de Star Trek, como figura opuesta y paródica del otro personaje icónico de ciencia-ficción encarnado por Sigourney Weaver, la teniente Ellen Ripley de la saga Alien. Mientras que Ripley es musculosa y andrógina, Madison es exuberantemente femenina; Ripley es tenaz y crítica con la autoridad en tanto que el único papel de Madison es el de servir de inútil interlocutor entre el capitán Taggart y la computadora. Elegir a Sigourney Weaver para el papel fue, sin duda, una deliberada broma metatextual.
El argumento, además, distingue muy bien entre la infeliz e irritable Gwen DeMarco y la siempre sonriente Tawny Madison. Curiosamente, en una escena eliminada en la versión estrenada de la película, DeMarco recurre a las “virtudes” de su personaje cuando las necesita: justo antes de que Nesmith y ella aprieten el botón que salvará al Protector, han de enfrentarse a dos de los matones de Sarris que les han perseguido por los túneles. Gwen flirtea con ellos, les muestra su escote y los coloca en una posición en la que, dirigiéndose a la computadora de la forma característica de Tawny, pueda eliminarlos. Las connotaciones sexuales y políticamente poco correctas de la escena fueron probablemente lo que llevaron a su exclusión, tanto como el hecho de que quizá alargara en exceso un momento de suspense. La reacción de Gwen es tan brutal como la que hubiera tenido Ripley, aunque su estilo no es en absoluto el mismo.
Hay otras parodias dignas de reseñar en este argumento muy bien hilado donde, a diferencia de muchos programas de ciencia-ficción, no hay cabos sueltos. Por ejemplo, los dos McGuffins de la película, el botón azul que detendrá la cuenta atrás para la autodestrucción, y el artefacto Omega 13, son, de forma bastante literal, botones de reinicio. Quizá sea necesario explicar para quienes no sean seguidores del tipo de estructura narrativa habitual en Star Trek que al final de cada episodio, todo regresaba al statu quo inicial: nada había cambiado y nada se había aprendido. Una de las razones por las que Star Trek: Espacio Profundo Nueve goza de la predilección de tantos fans respecto a otras series de la franquicia es porque la acción se localiza siempre en un lugar concreto y ofrece una sólida continuidad en la que se evita caer en ese perpetuo “volver a empezar”.
Galaxy Quest es una película sobre una antaño popular serie de televisión que es recuperada para una nueva generación de fans (remedando lo que había ocurrido con la propia Star Trek: La nueva generación a finales de los ochenta) y resulta interesante la forma en que, de una forma paródica y utilizando los mismos estereotipos, sirve para promocionar su contrapartida televisiva y subrayar la importancia del género para los modernos aficionados a la CF. Éstos, aparentemente, tampoco salen bien parados en el film. Sólo aparentemente. Al comienzo de la historia, cuando en la convención se presenta la ficticia serie, los actores y los aficionados, el tono es mordaz, casi sangrante. El programa es cutre, los actores están quemados y los fans se recrean en oscuras bromas y comportamientos obsesivos. Ahí tenemos a los obesos disfrazados con uniformes que les sientan fatal, los ansiosos capaces de cualquier cosa por conseguir una firma de su héroe favorito, los frikis que se han aprendido hasta el último vocablo de tecnocháchara de cada episodio…. Es evidente que los guionistas no sólo eran fans de Star Trek, sino que conocían muy bien el tipo de fauna que asistía a sus convenciones.
Pero a medida que la trama progresa, el film pone en duda ese cinismo inicial. Los termianos no son sarcásticos ni albergan dudas respecto a la valía de la serie o sus protagonistas; es en el momento en el que los actores dejan de autocompadecerse cuando se convierten en héroes; y los fans, cuyo minucioso conocimiento de la serie logra salvar vidas, aparecen finalmente como individuos aptos integrados culturalmente en un grupo solidario. Esto era algo que contrastaba con el estereotipo al que recurren habitualmente los medios de comunicación, en virtud del cual el aficionado, el friki y especialmente el de ciencia-ficción, es presentado como un sujeto con graves carencias emocionales y sociales. Y es que al mismo tiempo que las series del género seguían siendo muy populares entre las principales cadenas generalistas y por cable, la forma en que se representa al fandom al principio de la película revela cómo éste es percibido en realidad por Hollywood.
Otra de las fortalezas del film es que sabe cuándo atenuar el tono humorístico. En un par de ocasiones –la visión de Nesmith de un gigante gaseoso con anillos y su entendimiento definitivo de que está verdaderamente en el espacio; el encuentro de Nesmith y Gwen con el Omega 13 mientras se mueven por los conductos de la nave…‒ se nos presentan momentos de auténtica maravilla construidos tanto con el uso de unos efectos digitales algo chillones –a cargo de la Industrial Light & Magic‒ y la expresión de las caras de los actores. Estos breves pero cruciales momentos nos recuerdan por qué nos encanta la CF.
Galaxy Quest es una comedia inteligente que no hiriente, que sabe capturar a la perfección el espíritu y mitología de Star Trek, sus actores y sus fans, para ofrecer una parodia metalinguística al tiempo que un afectuoso homenaje a la memoria de Gene Roddenberry y las tripulaciones de tantas naves televisivas que han surcado el espacio a partir de entonces, desde Andrómeda a Farscape, de Firefly a Babylon 5. Consigue equilibrar muchos elementos sin que se le caiga ninguno: reírse de la space opera y al mismo tiempo narrar una; hacer un film para los fans de Star Trek que sea también disfrutable por el público en general; tener un héroe desagradable e histriónico que consigue sobreponerse a su decadencia y egocentrismo para ganarse el favor del espectacor.
Pese a los años que han pasado desde su estreno, Galaxy Quest continúa siendo no sólo un film perfectamente válido como comedia y como estudio de las dinámicas y estereotipos de todo un subgénero, sino una de las mejores películas de toda la historia de Star Trek.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.