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Los orígenes del antisemitismo moderno

En la década de 1960, el historiador británico Norman Cohn fue el primer erudito que se tomó en serio estudiar los orígenes del mito de una conspiración judía internacional, con el que se ha justificado el odio a los judíos a lo largo de los siglos XIX y XX. El resultado de su estudio, El mito de la conspiración judía mundial, apareció por vez primera en 1967.

La idea de una conspiración judía mundial nació en los años inmediatamente posteriores a la Revolución Francesa, y aún se mantiene viva: existe un gobierno secreto del mundo, formado por judíos, que controla la economía internacional y buena parte de los gobiernos, de la prensa y de los bancos más poderosos del planeta, con el objetivo último de establecer un único orden global en el que los judíos dominarán el mundo.

La leyenda es la sucesora en el mundo laico de la corriente antisemita que, desde los primeros siglos del cristianismo, orientó la vida de una cultura para la que los judíos eran los responsables de la muerte de Cristo y, por tanto, la mano ejecutora de los planes del Maligno.

El éxito del antisemitismo moderno fue adaptar ese odio a las nuevas circunstancias y convertir a la comunidad judía en el chivo expiatorio de los problemas sociales y políticos posteriores a la caída del Antiguo Régimen.

Entre 1797 y 1799, el jesuita Augustin Barruel expuso, en los diferentes tomos de su Memoria para servir a la historia del Jacobinismo, que la Revolución Francesa fue el resultado de una conspiración de sociedades secretas laicas que querían acabar con las monarquías y la Iglesia, en la culminación de una venganza que se remontaba casi cinco siglos atrás, cuando el rey de Francia, en connivencia con el Papa, desmanteló la Orden de los Templarios, de la cual tales sociedades eran herederas.

Por los mismos años en que escribía Barruel, el masón John Robison acusó a los suyos de haber participado en la misma conspiración, al haberse infiltrado en la masonería una fuerza corrupta: los illuminati de Baviera.

No sería hasta poco antes de su muerte, en 1820, cuando Barruel identificó a los masones con los judíos, satisfaciendo así los deseos de un oficial italiano llamado J. B. Simonini quien, en una carta escrita en 1806, le había sugerido que la masonería había sido fundada por judíos y que, más allá, éstos habían logrado hacerse pasar por cristianos y ocupar puestos importantes en el Vaticano, hasta el punto de que pronto habría un Papa judío. Según lo cuenta Cohn: «Igualmente amenazadoras eran sus estratagemas políticas y económicas. Algunos países ya habían concedido todos los derechos civiles a los judíos, y faltaba poco para que los países restantes, hostigados por las conspiraciones y seducidos por el dinero, hicieran lo mismo. Una vez logrado esto, los judíos comprarían todas las tierras y todas las casas hasta que los cristianos se quedaran sin nada. Y entonces se realizaría la última fase de la conspiración: los judíos «se prometían a sí mismos que en menos de un siglo serían los amos del mundo, que abolirían todas las demás sectas y establecerían el imperio de la suya, que convertirían todas las iglesias cristianas en sinagogas y reducirían a los cristianos restantes a un estado de total esclavitud». No quedaba más que un obstáculo serio: la Casa de Borbón, que era la peor enemiga de los judíos, y los judíos la aniquilarían.»

El mito de la conspiración judeomasónica se hizo fuerte en Centroeuropa tras las primeras revoluciones liberales de 1848, y permitió a los nostálgicos del Antiguo Régimen explicar el derrumbe de un sistema que se consideraba establecido por Dios. Si era posible que se viniera abajo, no podía ser sino por obra del Demonio. Y los judíos eran, como se sabía, los siervos de Satanás.

En 1868, aparece la novela Biarritz, de Sir John Retcliffe, seudónimo de Hermann Goedsche; en uno de sus capítulos,“En el cementerio de Praga”, un grupo de trece líderes judíos se reúne en torno a una tumba para dar cuentas al Maligno de las acciones que cada uno está realizando para acabar con la cristiandad.

El texto fue tan bien recibido que el capítulo empezó a distribuirse en panfletos independientes de la novela: «En 1872 se publicó en San Petersburgo el capítulo pertinente en forma de folleto, con el siniestro comentario de que, si bien el relato era de ficción, tenía una base real. En 1876 apareció un folleto parecido en Moscú con el título de En el cementerio judío de la Praga checa (los judíos soberanos del mundo). […] Unos años después se publicó el relato en Francia, en el número de julio de 1881 de Le Contemporain. Ahora ya no se presentaba como ficción. Todos los diversos discursos pronunciados por los judíos ficticios de Praga se veían refundidos en uno solo, que se decía había pronunciado un gran rabino ante una reunión secreta de judíos.»

Por la misma época, apareció en Francia Le juif, le judaïsme et la judaïsation des peuples chrétiens, de Gougenot des Mousseaux, donde se afirmaba que el mundo estaba cayendo en las garras de un grupo de adoradores de Satanás, “los judíos de la cábala”, quienes estaban preparando la llegada del Anticristo.

Este antisemitismo de instintos básicos no fue apoyado abiertamente por la Iglesia, aunque los jesuitas, que estaban en guerra declarada con la masonería, no dudaron en asociar a ésta con el complot judío mundial para extender el odio creciente y así acabar con los dos pájaros de un solo tiro.

Mientras en Europa se extendía el mito entre el pueblo, en Rusia era una cuestión de Estado.

«La visión rusa del mundo seguía siendo en gran medida la de un país medieval, en el que los judíos estaban tradicionalmente expuestos al mismo tipo de odio por motivos religiosos que habían debido soportar en la Europa medieval. Rusia era, además, la última monarquía absoluta de Europa, y en consecuencia el mayor baluarte de la oposición a las tendencias liberalizantes y democratizantes, relacionadas con la Revolución Francesa. Y daba la casualidad de que Rusia era, además, el país con mayor población judía, tanto en términos absolutos como relativo.»

Alejandro III y su hijo Nicolás II, el último zar, dificultaron las posibilidades de vida de los judíos en los dominios del Imperio, provocando migraciones masivas que llegaron a un ritmo de cien mil personas por año, quienes huían, sobre todo, a Estados Unidos. La policía secreta rusa, y en especial su oficial destinado en Francia, Pyotr Rachkovsky, emprendieron una campaña de difamación que duraría tres décadas, que comenzó con la propagación de panfletos falsos atribuidos a judíos y a grupos liberales que luchaban contra el régimen zarista, y que culminó con los pogromos, los linchamientos multitudinarios animados por las Centurias Negras, un movimiento antisemita organizado y apoyado por la Iglesia rusa y el Estado que actuó entre 1905 y 1917 y que fue el antecedente de, y el ejemplo para, los fascistas europeos de la década de 1920.

Cohn atribuye a Rachkovsky la creación de los Protocolos de los sabios de Sión, un libelo ideado en París a finales del siglo XIX y distribuido en San Petersburgo en 1902, y que es el documento clave para entender el mito de la conspiración judía mundial tal y como ha llegado a nuestros días.

Los Protocolos plagian un panfleto satírico contra Napoleón III publicado en 1864 por Maurice Joly, y el contenido antisemita se basa en el capítulo de Goedsche, “El cementerio de Praga”: los discursos de los trece judíos se resumen aquí en una sola declaración que describe cómo el gobierno judío mundial acabará con los sistemas establecidos e impondrá su nuevo orden mundial. Además de las revoluciones liberales, se promueve la subversión en el arte y la denigración de la cultura, el apoyo de la corrupción para desestabilizar el sistema, el control de la prensa para manipular al pueblo, o el sufragio universal para que la masa sin pensamiento crítico elija a los gobernantes que los Sabios previamente hayan impuesto.

Pero, como dice Cohn, independientemente de su origen: «lo que es de verdad importante de los Protocolos es la gran influencia que han tenido –increíble, pero indiscutiblemente—en la historia del siglo XX.»

Fue tras el impacto que causó la muerte de la familia imperial, en 1918, cuando los Protocolos adquirieron una verdadera fama mundial. Al mismo tiempo, una versión simplificada del panfleto fue distribuida entre los soldados zaristas para elevar su odio guerrero en los dos últimos años de combates, cuando todo parecía perdido.

Mientras tanto, los bolcheviques comenzaban su particular persecución de judíos: «Casi todos ellos eran pequeños tenderos y artesanos empleados por cuenta propia. Como tales, y pese a que casi todos eran miserablemente pobres, eran enemigos de clase desde el punto de vista leninista. Aunque aquella gente era inevitablemente enemiga del régimen zarista que la perseguía, era cualquier cosa menos comunista. […] Bajo el régimen soviético sufrieron todavía más que los demás rusos: en el decenio de 1920 más de una tercera parte de la población judía carecía de derechos civiles, en comparación con un 5 o 6 por 100 de la población rusa.»

En Alemania, la derrota del Káiser y la revolución interna que sucedió a la Gran Guerra permitió adoptar al pie de la letra la justificación rusa en torno al complot judío internacional para desestabilizar los gobiernos de Europa: «Ya en enero de 1918 la revista mensual derechista Renovación Alemana había publicado una variación sobre el Discurso del rabino, adaptada a las necesidades del momento. En 1913, decía, se había reunido en París un grupo internacional de banqueros judíos que habían decidido que había llegado el momento de que las altas finanzas expulsaran a los reyes y los emperadores y establecieran abiertamente su dominación sobre el mundo entero; lo que hasta entonces había sido un control secreto debía convertirse ya en una dictadura declarada. Esos eran quienes habían lanzado al mundo a la guerra.»

En un discurso ante la cámara alta de la Dieta Prusiana, el príncipe Otto zu Salm-Horstman no dudó en exponer la conspiración: «Explicaba que Alemania estaba perdiendo la guerra porque el pensamiento democrático estaba socavando el pensamiento aristocrático, que era natural de los alemanes, y aquel pensamiento democrático hallaba su mayor apoyo en la raza judía internacional, que actuaba por conducto de las logias masónicas. Por añadidura, añadía que Lenin era judío y pertenecía a una logia masónica de París, de la cual también era miembro Trotsky

Según la información que se propagó en Alemania, los judíos y los ingleses habían promovido la guerra desde la City de Londres con el fin de arruinar a los Estados nacionales y preparar el terreno para un inminente gobierno mundial bajo el mandato del “rey judío” Jorge V.

En 1920, la venta de los Protocolos en Alemania llegó a los 120.000 ejemplares, y la extrema derecha organizaba mítines en los que el tema principal era, en esencia, el contenido de aquel panfleto.

En junio de 1922, un puñado de fanáticos asesinó a Walter Rathenau, el ministro de Relaciones Exteriores de Alemania, convencidos de que era uno de los Sabios de Sión y de que la República de Weimar era su títere. En 1909, Rathenau había publicado un artículo que se reeditó en su libro Una crítica de nuestros tiempos, en 1922. En él decía que trescientos hombres “orientan los destinos económicos del Continente y buscan sus sucesores entre sus seguidores”.

Rathenau criticaba el hecho de que las finanzas y la industria de la época estuvieran en manos de una oligarquía hereditaria, pero rápidamente el ambiente asoció los trescientos hombres con el gobierno secreto judío. Y, si Rathenau sabía cuántos eran los Sabios, entonces Rathenau era uno de ellos.

Cohn recoge en su libro parte de la declaración de uno de los asesinos del ministro, Ernst Techow, quien cuenta cómo Erwin  Kern, su mentor, le instó a participar: «Kern dijo que se proponía asesinar al ministro Rathenau. Y que yo debía comprometerme a ayudarlo,  tanto si quería como si no. De lo contrario, estaba dispuesto a hacer el trabajo él solo. Y le daba igual cuáles fueran las consecuen­cias. Al mismo tiempo, dio varias razones que a su entender eran decisivas, aunque yo no opinaba lo mismo. Dijo… que Rathenau tenía relaciones muy estrechas e íntimas con la Rusia bolchevique, hasta el punto de que había hecho que su hermana se casara con el comunista Radek. Para terminar, dijo que el propio Rathenau había confe­sado que era, y presumido de ser, uno de los 300 Sabios de Sión, cuyo objetivo y propósito era hacer que todo el mundo cayera bajo la influencia judía, como ya demostraba el ejem­plo de Rusia, donde primero se hizo que todas las fábricas, etc., fueran de propiedad pública, y después, por sugerencia y orden del judío Lenin, se trajo capital judío del extranjero para volver a poner en marcha las fábricas, y así fue cómo ahora toda la propiedad nacional de Rusia está en manos de los judíos…

El presidente del Tribunal: Dice usted que Rathenau tenía relaciones estrechas con el bolchevique Radek, de manera que incluso hizo que su hermana se casara con él.

Techow: Eso es lo que dicen. Yo no lo sé.

El presidente: Que yo sepa, Rathenau no tiene más que una hermana, y está casada en Berlín con el Dr. Andreae.

Techow: No lo sé.

El presidente: ¿Cómo podía un gran industrial tener esas relaciones con el refugiado ruso y comunista Radek? ¿Le parece a usted probable?

Techow: No; no era más que una conjetura que Kern citó como si fuera un hecho. Por eso tenía que suponer que era verdad.

El presidente: Continuemos: Se dice que Rathenau había confesado que era uno de los 300 Sabios de  Sión. Los 300 Sabios de Sión son cosa de un folleto. ¿Lo ha leído usted?

Techow: Sí.»

Un año después del asesinato, el 8 de noviembre de 1923, miembros del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, dirigidos por Adolf Hitler y Rudolf Heiss, fallaron en su intento de golpe de Estado en Münich, donde ocuparon los cuarteles del ejército de una República a la que acusaban de defender intereses contrarios a los alemanes.

A pesar de lo grotesco del asunto, ésta ya estaba herida de muerte. Y el antisemitismo apenas acaba de renacer gracias a una nueva familia que lo alimentaría con otro mito esencial en la historia del siglo XX: la supremacía aria.

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.