«La mayor dificultad de todas las películas de monstruos ‒escribe Jason Zinoman en Sesión sangrienta‒ es conseguir que el aspecto del monstruo esté a la altura de las expectativas. Es lo que todo el mundo espera. Si no enseñas a la mujer de cincuenta pies, a la masa o a la mosca humana, el público saldrá defraudado. Por otro lado, la rata gigante devorahombres que está debajo de la cama siempre dará más miedo que la que tenemos delante de nuestras narices. (….) Ahí estaba el problema crítico de las películas de terror. Llamémosle el Problema del Monstruo».
A comienzos de los setenta, dos cineastas, que además eran amigos, discutieron interminablemente sobre esta cuestión. Dan O’Bannon y John Carpenter coincidieron en las aulas de la Universidad del Sur de California (USC), y pronto descubrieron que tenían gustos muy afines. Ampliando un proyecto para la universidad, rodaron juntos Estrella oscura (1974) con esa rabia contracultural que era tan propia de aquellos años.
Las ideas de O’Bannon ‒un tipo volcánico, inestable, creativo pero muy difícil de tratar‒ inspiraron a Carpenter y a otros colegas. Probablemente, fue suyo el concepto original de 1997: Rescate en Nueva York (1981), y está claro que un cortometraje en el que O’Bannon participó, Foster’s Release (1971), de Terence Winkless, guarda sospechosas semejanzas con Halloween (1978). Por razones que nunca se aclararán del todo, Carpenter rompió esa amistad, y su compañero acabó involucrado en un proyecto megalomaníaco e inviable: la versión de Dune ideada por Alejandro Jodorowsky.
Jodorowsky reunió a un equipo extraordinario, que pronto comenzó a relacionarse, fraguando nuevos proyectos. Por ejemplo, Dan O’Bannon y Moebius escribieron el cómic The Long Tomorrow (1976), indispensable para entender la estética de Blade Runner.
Fascinado por estas fechas con la literatura de Philip K. Dick, O’Bannon se dedicó a releer sus obras: Planetas morales (1956), ¿Sueñan los androides con ovejas electricas? (1968), Ubik (1969)… En ellas descubrió intuiciones morales y estereotipos que le conmovieron: el mundo como realidad y como representación, la posibilidad de crear humanos artificiales, la dificultad de una percepción objetiva de los hechos, y principalmente, la existencia de universos alternativos.
Cuando fracasó el proyecto de Dune, O’Bannon recibió la ayuda providencial de un viejo amigo, Ronald Shusett. Varios de los guiones que escribieron juntos contienen, de forma más o menos sutil, detalles tomados de Lovecraft. Sin embargo, su principal referente seguía siendo Philip K. Dick. Así, la paranoia y el juego de apariencias propios de Dick están presentes en Alien (1979), en Muertos y enterrados (1981) y en Desafío total (1990). Esta última, de hecho, es la adaptación de un relato de Dick comprado por Shusett: «We Can Remember It for You Wholesale» («Podemos recordarlo por usted al por mayor», The Magazine of Fantasy & Science Fiction, abril de 1966).
Aunque Shusett y O’Bannon lo escribieron poco después de estrenar con éxito Alien, aquel guión, como tantas otras cosas en la vida de O’Bannon, acabó dando tumbos. Al final, Dino De Laurentiis tuvo que vendérselo a Carolco Pictures, y Arnold Schwarzenegger se hizo con el papel principal.
Aunque O’Bannon debutó como director con El regreso de los muertos vivientes, nunca abandonó del todo la ciencia ficción. Metido de lleno en la fantaciencia, escribió dos de los episodios de la cinta animada Heavy Metal, y también aparece su firma en la película que motiva estas líneas: Asesinos cibernéticos (Screamers), una modesta coproducción entre Estados Unidos y Canadá.
En realidad, Screamers era otro guión antiguo, en concreto de 1981, inspirado en el relato de Dick «La segunda variedad» («Second Variety», Space Station Fiction, 1953).
«La segunda variedad» es un cuento futurista, ambientado tras la guerra nuclear entre las Naciones Unidas y lo que entendemos que sería la URSS. Su principal originalidad es que aparecen máquinas autorreplicantes, capaces de adoptar una apariencia humana. Salvando las distancias, un antecedente de Terminator (1984), de James Cameron.
Hay un segundo borrador, fechado en 1984 y firmado por O’Bannon junto a Michael Campus. El caso es que, al cabo de diez años, aquel guión cayó en manos de Miguel Tejada-Flores, quien lo actualizó con toques tecnofuturistas, modificando muchos de los diálogos.
En lugar de recurrir a la guerra fría de forma explícita, la película que llegó a las pantallas se ubica en el año 2078. La acción comienza en un megabúnker del planeta Sirius 6B. Allí resiste un equipo de la Alianza (una federación de mineros y científicos), al mando del oficial Joe Hendricksson (Peter Weller). Desengañado, Hendricksson pasa las horas revisando su colección de monedas antiguas, leyendo y escuchando ópera. Un día, de manera inesperada, llega a sus manos un mensaje del enemigo (el GEN, partidario de la extracción de un mineral radiactivo, el berinio). En dicho mensaje, se propone un acuerdo de paz. Poco antes, el portador de la misiva ha pagado su esfuerzo con una muerte espantosa.
Hendricksson y el tirador «Ace» Jefferson (Andrew Lauer) atraviesan la tierra baldía de Sirius para reunirse con sus adversarios. Su mayor amenaza, en todo caso, son unas máquinas cibernéticas, las «espadas»: armas invencibles, diseñadas por la Alianza, que prosperan bajo tierra y persiguen a sus víctimas con sangrienta eficacia.
Cuando Hendricksson se encuentra con tres supervivientes del bando enemigo ‒Becker (Roy Dupuis), Ross (Charles Powell) y Jessica (Jennifer Rubin)‒, ya es consciente de que no puede confiar en nadie. Parece claro que la Alianza miente, pero lo peor es que los robots asesinos han evolucionado de forma prodigiosa, hasta el punto de hacerse pasar por humanos de diversas edades.
Como ven, el argumento es prometedor, y en un mundo perfecto, Screamers hubiera servido para reivindicar el talento de O’Bannon. Por desgracia, este último se enteró de que habían rodado la película después del estreno, gracias a su agente. Su implicación personal en el proyecto fue nula, y es una lástima, porque en líneas generales el proyecto es fiel al relato de Dick.
Aunque no termine de funcionar, al film no le faltan méritos. Weller y Jennifer Rubin se mueven a gusto en sus papeles, el diseño de producción es humilde pero convincente, y la trama de Dick–O’Bannon fluye con soltura y sin altibajos.
Lástima que a la carencia de medios se sume un director rutinario, con pocos recursos artísticos: Christian Duguay, experto en producciones televisivas de lujo.
Con todo, la película se sostiene en la colisión de esas dos formas de vida: la que representa Hendricksson ‒basada en la cultura, las emociones y la voluntad‒ y la que encarnan los androides, que son la cristalización fría y perfecta de los replicantes de Dick. Como verán, ni siquiera falta algún que otro guiño a Blade Runner.
Les decía al principio que, a principios de los setenta, Carpenter y O’Bannon dieron muchas vueltas al Problema del Monstruo. O’Bannon pronto descubrió que los monstruos podían ser reales. Recordemos la enfermedad de Crohn, su alien personal, ya le estaba devorando las entrañas.
Carpenter, con una severidad que podemos llegar a entender, dejó claro en 1974 que ya no eran amigos y que los méritos de Estrella oscura solo le correspondían a él. Eso agitó los fantasmas internos de O’Bannon y le generó nuevas inseguridades con relación a sus colegas de profesión. Finalmente, Carpenter, a quien había visto como una figura casi paterna, se convirtió en el villano de la película. En definitiva, un monstruo más.
«Me quedé de piedra ‒le explicó O’Bannon a Jason Zinoman‒. John me había enseñado muchas cosas sobre la naturaleza humana. Las personas se hacen cosas horribles las unas a las otras para quedarse con todo el botín. Hasta entonces, yo pensaba, ingenuo de mí, que cuando hay una amistad real, siempre habrá lealtad. Pero lo pensaba sin mucho fundamento. John me enseñó que eso no es verdad. Algunas personas son capaces de cortarte la cabeza, echar a correr y no mirar atrás. (…) Carpenter me llamaba y parece que le gustaba restregarme que me había dejado plantado y lo bien que le iba ahora a él. Era pura crueldad».
Ambos tipos de monstruo ‒el invisible que nos acecha, dispuesto a destrozarnos, y el visible que nos traiciona, a base de golpes bajos y juego sucio‒ aparecen con claridad en Asesinos cibernéticos. Quiero pensar que O’Bannon trataba de conjurarlos al adaptar este relato de Philip K. Dick. En casos como este, escribir también significa otra cosa: dejar pistas de tu propia vida.
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