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«El regreso de los muertos vivientes» («The Return of the Living Dead», 1985)

Cómo se mide la importancia de un cineasta: eso es lo primero que uno se pregunta tras ver esta película. Si usamos la escala habitual, Dan O’Bannon (1946-2009) sería casi un desconocido. Todo lo más, un autor de culto, a quien se le dio la oportunidad de lucirse en esta semiolvidada comedia de terror. Pero que un realizador sea menos famoso no significa que su influencia sea inferior.

De hecho, O’Bannon es un artista imprescindible, aunque castigado por la mala suerte y con otra doble mortificación: tuvo graves problemas de salud, y en los momentos inoportunos, se dejaba llevar por el mal carácter. Estos dos últimos detalles ‒la enfermedad de Crohn y su falta de diplomacia‒ minaron una trayectoria que nunca fraguó como es debido. Y eso que sus aciertos fueron tan extraordinarios como sus fracasos.

O’Bannon conoció a John Carpenter en la Universidad del Sur de California (USC). Juntos rodaron Estrella oscura (1974), y todo indica que compartieron la idea original de 1997: Rescate en Nueva York (1981). Otra cinta estudiantil en la que O’Bannon intervino, Foster’s Release (1971), de Terence Winkless, fue el antecedente inmediato de Halloween (1978).

Gracias a la buena acogida de Estrella oscura, Alejandro Jodorowsky le contrató para rodar su versión de la novela Dune. Durante la preproducción, Dan O’Bannon conoció a Moebius, y escribió junto a él un cómic, The Long Tomorrow (1976), que influiría poderosamente en películas como Blade Runner y en todo el movimiento ciberpunk. Dune pasó a otras manos y O’Bannon quedó en la ruina más absoluta. De rescatarlo se encargo su amigo Ronald Shusett, junto al que escribió los guiones de Alien (1979), Muertos y enterrados (1981), Desafío total (1990) y Hemoglobina (Bleeders, 1997).

En 1981, O’Bannon se incorporó al equipo que completó la cinta de animación Heavy Metal. Poco después, se ocupó del guión de El Trueno Azul (1983), a partir de un borrador de su viejo amigo Don Jakoby. Juntos escribieron Lifeforce (1985) e Invasores de Marte (1986), ambas dirigidas por Tobe Hooper.

Desesperado por los constantes cambios a que eran sometidos sus guiones, y furioso tras la penosa experiencia que vivió con El Trueno Azul, O’Bannon llegó a la conclusión de que solo podría ser un verdadero autor si tomaba los mandos. «Hollywood es solo una máquina ‒diría años después‒. Allí siguen un proceso. Los productores y los estudios suponen que ningún guión es bueno. Cada guión que compren o hayan escrito debe ser reescrito por varios otros autores antes de filmarlo. El problema es que la mayoría de los productores no tiene criterio. Por lo tanto, si un borrador o un guión es excelente y filmable, nunca lo dirán, o no harán el esfuerzo mental para decidir que es así. Lo reescriben de forma automática. Y dado que la mayoría de los guiones en Hollywood son lamentables, este proceso tiene un efecto homogeneizador y supondrá una mejora. Pero si un guión es realmente bueno, ese mismo proceso reducirá su calidad».

Su debut como director le llevó hacia un género que conocía bien: el terror. Junto a otras obsesiones de O’Bannon ‒el erotismo, las armas…‒, las historias de miedo siempre habían dominado su imaginación. En este ámbito, hay tres cosas que siempre le entusiasmaron: los tebeos de EC Comics, sobre todo Tales from the Crypt (1950-1955), las cintas de horror de bajo presupuesto y los libros de Lovecraft.

No es difícil rastrear ese eco lovecraftiano en los guiones de Alien (Ridley Scott, 1979) y Bleeders (Peter Svatek, 1997). Al fin y al cabo, esta última película partía del relato «El miedo que acecha» (1922), y su segunda película como director, Resucitado (The Resurrected, 1991), se inspiró en El caso de Charles Dexter Ward (1927). Tampoco olvidemos que uno de los proyectos fallidos de O’Bannon fue llevar al cine El Necronomicón, una obra ficticia que le fascinó desde que, en París, descubrió una tesis doctoral sobre esta invención de Lovecraft.

A diferencia de Resucitado, que fue remontada en una versión lamentable y luego comercializada en vídeo, la otra película dirigida por O’Bannon, El regreso de los muertos vivientes tuvo una razonable carrera comercial, y de hecho, fue el origen de una franquicia bastante rentable.

El tema central del film ‒la zombificación‒ ya era familiar para Dan O’Bannon. Lo había tratado en Muertos y enterrados y en uno de los episodios de Heavy Metal: aquel en el que un bombardero de la Segunda Guerra Mundial se convierte en territorio zombi (Aclaremos que el primer libreto de O’Bannon no incluía muertos vivientes, sino unos perversos duendes aéreos. Es decir, gremlins).

Incluso admitiendo que sus ambiciones no eran extraordinarias, es innegable que El regreso de los muertos vivientes fue una cinta innovadora en su género. Para empezar, aprovechaba el potencial de los zombis en el marco de una comedia desvergonzada. En general, sus protagonistas son de una ilimitada estupidez, y pagan por ello. ¿Y qué ocurre con los cadáveres ambulantes? Pues ahí viene lo bueno: pueden correr, razonar e incluso hablar, lo cual convierte a O’Bannon en un pionero a la hora de explorar este subgénero.

Es más: estos zombis comen cerebros para mitigar el dolor que les produce su estado. ¿Un dolor «existencial»? Quizá, quizá… Por cierto, esto último ya se intuía en alguna escena de Muertos y enterrados, pero no de una forma tan clara.

Los protagonistas del film, como ya apunté, son un atajo de cretinos, y además, no paran de meter la pata. Por un lado, tenemos a un grupo de jóvenes juerguistas, ataviados como si pertenecieran a distintas tribus urbanas, y por otro, al equipo que trabaja en un centro de suministros médicos: el veterano Burt (James Karen), su nuevo empleado, Freddy (Thom Mathews), y el jefe de ambos, Frank (Clu Gulager).

Tratando de asustar a Freddy, Burt le enseña unos recipientes herméticos, diseñados por el ejército, en cuyo interior reposan auténticos muertos vivientes. Inesperadamente, se produce una fuga de gas en uno de los receptáculos, y acto seguido, esa substancia, la trioxina, hace que revivan los cadáveres del almacén. Cuando Frank pide ayuda a su amigo Ernie (Don Calfa), encargado de la funeraria local, este quema las pruebas en su horno crematorio, pero eso genera una nube tóxica que se derrama sobre el cementerio cercano. Justo el lugar que ha elegido el grupo de chavales para hacer locuras.

En buena medida, la película de O’Bannon es puro punk ‒hay caos, salvajadas, desnudos gratuitos y humor irreverente‒, solo que viene en el envoltorio de una cinta de horror. En este sentido, la película capta el espíritu de cierto cine de los ochenta, empeñado ‒como decía Saul Rubinek en Dulce libertad (1986)‒ en «destruir edificios, desafíar a la autoridad y mostrar a gente sin ropa». Pero por supuesto, aquí hay algo más.

Retrocedamos unos cuantos años. En 1968, John Russo y su amigo George A. Romero dieron con la idea que este último plasmó en La noche de los muertos vivientes. Pasada la resaca de aquel éxito, ambos llegaron al acuerdo de que Russo tendría derecho a utilizar las palabras «Living Dead» en sus creaciones, y por su parte, Romero podría rodar secuelas, empezando por Zombi. En 1978, Russo publicó una novela, Return of the Living Dead, donde revivía en apocalípsis zombi con buenas dosis de sexo y violencia. El productor Tom Fox vio en ese libro una oportunidad comercial, y planteó a Russo la opción de filmar una versión en 3D, dirigida por Tobe Hooper. A este último no le pareció mal, pero optó por dedicarse a un nuevo proyecto, Lifeforce, cuyo guión, como ya vimos, era de Dan O’Bannon.

Cuando le dieron a este último la posibilidad de sustituir a Hooper al frente de El regreso de los muertos vivientes, aceptó encantado, con una condición: emplear el título de la novela de Russo para contar algo nuevo, muy alejado de la cinta de 1968.

Esto es importante: dejando atrás el dramatismo, el comentario político y la desesperación de Romero, O’Bannon optó por la irreverencia, la obscenidad, la energía y el humor, atornillando un mínimo gesto de ternura aquí y allá.

Para que los fans no se confundieran, en la charla inicial entre Freddy y Frank, este último aludía a La noche de los muertos vivientes como una ficción «inspirada en sucesos reales». En este caso, un experimento militar que salió endiabladamente mal.

Por fortuna, la película contó con profesionales jóvenes y llenos de inventiva. El ilustrador William Stout, artista conceptual en films como Conan el bárbaro (1982), Acorralado (1982) y House, una casa alucinante (1985), se hizo cargo del diseño de producción. Por su parte, Tony Gardner, pupilo de Rick Baker, debutó en el campo de los efectos con un inolvidable zombi animatrónico: el torso de una mujer a quien interrogan en la morgue. Poco después, Gardner pasaría a formar parte del equipo de Stan Winston en Aliens (1986).

Otro acierto del film fue su banda sonora, llena de canciones punk, synthpop y psychobilly, por parte de grupos como los Cramps, SSQ, Flesh Eaters y 45 Grave. El tema central, obra de Dominik Hauser, recurría a los sintetizadores y la guitarra eléctrica para subrayar el tono trepidante que marcó O’Bannon en la realización.

El regreso de los muertos vivientes demuestra, entre otras cosas, lo mucho que puede innovarse en un género aparentemente trillado. Es triste pensar que su director no supo, o quizá no pudo aprovechar este éxito comercial. En Hollywood suele acogerse con los brazos abiertos a quien sabe ganar dinero, pero O’Bannon, por una cuestión de temperamento, nunca simpatizó con quienes manejan los hilos de la industria. Tuvo buenos amigos (Jodorowsky, Shusett, Jakoby), pero también fue hábil a la hora de ganarse enemigos. Acabó ninguneado. En el fondo, era como si estuviese en guerra con quienes podían mejorar su posición. Se le echa de menos, esa es la verdad.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.