En ruta hacia un congreso de astronáutica al que han sido invitados, Tintín, Milú, Haddock y Tornasol hacen escala en Yakarta, donde se reencuentran con un antiguo amigo y compañero de aventuras, el piloto Szut, que ahora trabaja para el peculiar millonario Laszlo Carreidas, el hombre que nunca ríe. Éste les invita a completar el viaje a bordo de su flamante jet privado, un prototipo cuyos mandos maneja Szut. Pero ya en el aire se descubre que la tripulación –con excepción del leal Szut– y el secretario personal de Carreidas, Spalding, forman parte de una conspiración orquestada por Rastapopoulos para desviar al avión de su curso, hacerlo aterrizar en una isla desierta y obligar al millonario a revelar los datos de sus cuentas bancarias.
La primera parte del plan transcurre según lo previsto pero, como era de esperar y tratándose de Tintín y Haddock, las cosas no acaban saliendo a gusto del villano. Porque lo que ninguno de ellos sabe es que las entrañas volcánicas de la isla esconden un secreto asombroso: la evidencia de la visita a nuestro planeta de una inteligencia extraterrestre.
Tras el interludio que había supuesto Las joyas de la Castafiore, con este álbum, Hergé realiza un doble regreso. Por un lado, a la aventura más clásica, si bien el enfoque adoptado evidencia ya cierto cansancio, incluso cinismo. Así, la frontera entre los buenos y los malos no está tan clara en esta ocasión. En particular, Carreidas (para cuyo aspecto y actitud Hergé se inspiró en el industrial francés Marcel Dassault) se aleja del estereotipo puesto que no es exactamente un criminal o un gangster al uso. Se trata de un hombre de negocios sin escrúpulos y mezquino y aunque es víctima del secuestro y su vida corre peligro, también es un individuo tramposo y avariento que confiesa haber cometido tropelías para amasar su fortuna.
Por otra parte, Rastapopoulos, genio criminal en álbumes anteriores, queda reducido aquí a un vulgar ladrón rodeado de incompetentes y ataviado con un ridículo traje de cowboy. Ambos son, en el fondo, personajes patéticos, infelices y dignos de compasión que en lugar de inspirar en el lector sensación de amenaza le llevan a sonreír en escenas como la de Carreidas haciendo trampas a Haddock en algo tan inocente como un juego de mesa; o aquella en la que Carreidas y Rastapopoulos, víctimas del suero de la verdad, se confiesan el uno al otro sus maldades en una absurda competición por superar al otro. La desmitificación alcanza al capitán Allan, viejo villano segundón de la serie al servicio de Rastapopoulos, que aquí aparece retratado, rayando lo grotesco, como una especie de niño grande, cruel, inseguro y servil.
Este tratamiento de los villanos responde a la lógica evolución que Hergé había iniciado casi diez años atrás. Ni en Tintín en el Tíbet ni en Las joyas de la Castafiore había presentado criminales de ningún tipo y parece que ahora Hergé, más viejo y quizá más sabio, ya no es capaz de someterse al espejismo que separa nítidamente el bien y el mal.
El segundo regreso al que hacía referencia es el de la ciencia ficción, un campo que Hergé había ya tocado en La estrella misteriosa, Con destino a la Luna, Aterrizaje en la Luna y, en menor medida, El asunto Tornasol. Vuelo 714 para Sídney es de todos ellos el álbum que más se interna en el género, con referencias a civilizaciones perdidas, visitas alienígenas, telepatía y ovnis. Aparece incluso un trasunto de intermediario entre los extraterrestres –cuyo origen y propósito nunca llega a revelarse– y los humanos: Mik Ezdanitoff y que estaba basado en un charlatán auténtico, Jacques Bergier, novelesco personaje cuyas teorías sobre la influencia del ocultismo y lo paranormal en la Historia fueron muy populares en la década de los sesenta.
Sin embargo, todo el último tercio del álbum me parece insatisfactorio tanto en fondo como en forma. El dibujo sigue siendo magnífico, pero Hergé convierte a los alienígenas en una suerte de deus ex machina con los que resolver la trama de un plumazo y sin aclarar realmente nada. Además, el final de la historia se antoja en exceso apresurado; y esto no es un espejismo, sino un error del propio Hergé, que calculó mal la extensión de la historia en relación a las páginas disponibles, y se vio obligado a condensar la conclusión.
Merece mención aparte el Carreidas 160, el jet trimotor de ala variable que diseñó espléndidamente Roger Leloup, por entonces miembro del Estudio Hergé y particularmente dotado para proyectar y dibujar todo lo relacionado con vehículos y maquinaria, real o imaginaria. Poco tiempo después, Leloup se independizaría y crearía un personaje propio para la editorial Dupuis: Yoko Tsuno. Sus aventuras, que alternaban la ciencia-ficción con la aventura y el misterio, le dieron oportunidad de demostrar su maestría a la hora tanto de imaginar todo tipo de naves alienígenas como de recrear entornos reales de nuestro planeta.
Como curiosidad, podemos indicar que este álbum es el primero desde su presentación en Los cigarros del faraón (1934) en el que no aparecen Hernández y Fernández.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.