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«La estrella misteriosa» (1941), de Hergé

La estrella misteriosa, serializada en blanco y negro entre 1941 y 1942 en la revista Le Soir y luego publicada como álbum directamente en color en ese último año, fue un producto de las circunstancias políticas.

En la Bélgica ocupada por los nazis, Hergé ya no era libre para utilizar a su personaje como herramienta de denuncia de determinados regímenes políticos o injusticias en el ámbito internacional, tal y como había hecho en, por ejemplo, El loto azul, La oreja rota o El cetro de Ottokar. Los nuevos amos no se mostrarían indiferentes a cualquier ataque, aunque fuera velado, a su línea política así que Hergé se adaptó ofreciendo historias mucho más volcadas hacia la aventura pura y dura.

Unas temperaturas anormalmente altas coinciden con el avistamiento por parte de Tintín de una brillante estrella en el firmamento nocturno. Sus indagaciones le llevan hasta el observatorio astronómico local, donde le informan que un meteorito de grandes dimensiones se está aproximando a la Tierra y que su impacto supondrá el fin del mundo. Los cálculos, sin embargo, resultan estar errados y el cuerpo celeste pasa de largo, aunque un fragmento se desprende de él y cae en el Océano Ártico. Uno de los científicos afirma que contiene un extraño y potencialmente valioso metal, desatando una carrera por llegar en primer lugar hasta él. Tintín, Milú y el capitán Haddock se unirán a una de las expediciones, a bordo del navío Aurora que competirá con otra pagada por un financiero sin escrúpulos, navegando en el Peary.

Puede que fuera simple casualidad, pero el argumento de La estrella misteriosa tiene muchos puntos en común con una de las últimas novelas de Julio Verne, La caza del meteoro (1908), en el que dos astrónomos enemistados descubren un meteorito compuesto de oro que cae en el Ártico y por el que se inicia una desenfrenada carrera entre las diferentes potencias.

Por otra parte, puede que Hergé no quisiera llamar la atención de los censores nacionalsocialistas. Así, todos los científicos a bordo del Aurora pertenecen –con la excepción de Bélgica y Alemania– a países neutrales: Suecia, Portugal, España y Suiza. Pero tampoco parece que hiciera ascos a conseguir el beneplácito de las nuevas autoridades ajustándose a la línea editorial del periódico Le Soir, porque aunque no se menciona directamente, sus competidores son norteamericanos financiados por un banquero judío de Nueva York, Blumenstein, con rasgos acordes a las caricaturas racistas que circulaban entonces: gran nariz ganchuda, labios gruesos, cigarro puro, un clavel en el ojal….

En 1954, años después de la liberación, el álbum sería alterado, eliminando un chiste racista al comienzo de la historia y sustituyendo a los estadounidenses por ciudadanos de un país imaginario, Sao Rico, aunque se mantendrían ciertos detalles que desvelan su primitivo origen, como los nombres de los barcos involucrados (Peary, Kentucky Star) y alguna bandera ondeando en ellos que pasó desapercibida en el momento de redibujarse el álbum. El banquero judío pasó a llamarse Bohlwinkel, que en bruselense significa tienda de caramelos (aunque, y Hergé no lo supo hasta tiempo después, también existe como apellido israelita).

Es destacable asimismo la incursión hacia la fantasía que la historia introduce en su final, con imágenes que parecen sacadas de una pesadilla: las setas propias de un delirium tremens, la gran araña –que fracasa estrepitosamente a la hora de transmitir terror, poniendo de manifiesto que el dibujo de Hergé no era ni de lejos el adecuado para ese género–, las manzanas de dimensiones colosales… Son secuencias que, dado que no reciben explicación científica coherente, rayan en lo onírico.

Por otra parte, los personajes que intervienen en esta aventura carecen de carisma alguno. Aparte de Haddock –al que se le dedican un buen número de gags relacionados con su inclinación alcohólica–, los científicos participantes en la expedición no son más que nombres sin entidad, los villanos –los «americanos» a bordo del Peary– no salen del anonimato y su jefe, el banquero judío, tampoco participa de forma verdaderamente activa en la trama. Ni siquiera el hábil piloto del hidroavión, que tan importantes secuencias protagoniza junto a Tintín, tiene el peso que le correspondería.

La estrella misteriosa muestra a un Hergé más depurado narrativamente, que plantea una trama bien definida que discurre con ritmo y de la que apenas se desvía. Tiene aventura, humor y emoción, pero también fue, en cierto modo, un paso atrás, un regreso a los orígenes más infantiles de la serie. Fue, en definitiva, un álbum de transición que, además, fue el primero en publicarse en color. Las restricciones de papel durante la guerra obligaron a Casterman a reducir los álbumes de Tintín a 62 páginas, ofreciendo a los lectores a cambio de tal recorte el dibujo a color.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".