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«Otra vida» («Another Life», 2019), de Aaron Martin

La ciencia ficción televisiva lleva ya años viviendo una época dorada. Desde que a finales de los ochenta, Star Trek: La nueva generación (1987-1994) resucitara el interés del medio por este género, se han producido muchísimos programas, algunos con más éxito y otros con menos. El nacimiento y permanencia de un canal dedicado exclusivamente a esta temática, Syfy, demostró que la ciencia ficción contaba con público suficiente como para ser rentable y el impacto de algunas producciones cinematográficas en los últimos años no ha hecho sino confirmar que estudios, guionistas, directores y aficionados, han dejado de considerarlo un género menor.

La aparición de las plataformas de streaming hace ya algunos años y volvió a dar un impulso a la ciencia ficción. Por una parte, necesitaban producciones propias y, por otra, las querían especializadas en diferentes géneros para cubrir todo el rango de gustos del público. Y así, han ido estrenándose con regularidad un buen número de películas y series distribuidas exclusivamente en streaming. Ello ha enriquecido la oferta pero no necesariamente la calidad. Un buen ejemplo de ello es Otra vida, creada por Aaron Martin para Netflix, un pastiche que mezcla los temas del primer contacto y exploración espacial utilizando como pegamento pedacitos de otros clásicos del cine.

En un futuro no muy lejano, Niko Breckinridge (Katee Sackhoff) es una astronauta que todavía está asimilando el trauma de haberse visto obligada a sacrificar parte de la tripulación de su última misión cuando es elegida para una nueva y peligrosa tarea. Una nave alienígena aparentemente automática y con forma de ouróboros ha aterrizado en una zona rural de Estados Unidos (cerca de la casa de Niko, primera de las muchas e implausibles casualidades de la serie) y se ha transformado en una gran estructura cristalina, inerte e impenetrable a los esfuerzos de los científicos, dirigidos por Erik (Justin Chatwin), esposo de Niko, por establecer comunicación.

La misión de Niko, abandonando durante varios meses a Erik y la hija de ambos, Jana (Lina Renna), será la de liderar la nave interestelar Salvare hasta un planeta del sistema Canis Majoris, de donde parece provenir el artefacto a tenor de las transmisiones que está realizando. El objetivo es “devolver” la visita a los alienígenas y averiguar si sus intenciones son amistosas u hostiles. En este futuro, las naves poseen motores hiperlumínicos y tecnología para hibernar a los astronautas pero, por supuesto, los problemas empezarán no mucho después de comenzar el viaje. La inteligencia artificial con proyección holográfica humanoide que controla todos los sistemas de la nave, William (Samuel Anderson), despierta al equipo titular de la tripulación para que se enfrente al primero de lo que va a ser un larguísimo encadenamiento de desastres.

Desastres agravados por la incomprensible selección de personal efectuada por los organizadores de esta misión llamada a cambiar el destino de la Humanidad. En primer lugar, sustituyen al comandante inicialmente designado, Ian Yerxa (Tyler Hoechlin), rebajándolo a segundo al mando de Niko, pero dejando en sus puestos al resto de los astronautas leales a él y no a ella. Y en segundo lugar, éstos, un conjunto variopinto cuyos miembros han sido cuidadosamente seleccionados por Netflix para tener representadas todas las razas, géneros (includo un médico andrógino inteprretado por JayR Tinaco) y orientaciones sexuales, son un puñado de niñatos caprichosos, poco profesionales, desobedientes, asustadizos y con problemas para soportar el estrés.

Más allá de la inexplicable gravedad que se genera en la nave, la velocidad hiperlumínica o la inteligencia artificial con sentimientos, lo más inverosímil de Otra vida es que alguien hubiera elegido como mensajeros y representantes de la Humanidad a esta banda de cretinos, auténticas bombas emocionales.

Y, efectivamente, al poco de empezar la misión, Ian desautoriza a Niko, se enfrenta a ella abiertamente, organiza un motín, la obliga a entrar en hibernación y luego y bajo su mando, a punto está de estrellar la nave contra una estrella. A partir de ahí, se producirá un intento de asesinato, una muerte, peleas y trifulcas, aireamiento de viejos fantasmas, rencillas e inicio de varias relaciones sentimentales y sexuales (con la correspondiente cuota gay e incluso un trío bisexual) que harán de la Salvare una auténtica olla a presión. En fin, nada que ver con otras películas de astronautas –o, ya puestos, la vida real– en las que, al margen de la camaradería o diferencias personales, el equipo es capaz de trabajar unido como una maquinaria bien engrasada y arrostrando las dificultades con cabeza fría y sensatez.

Para colmo, salvo Niko y Sasha, ninguno supera los treinta años, tienen todos un físico de gimnasio (salvo el obeso biólogo Bernie) y en vez de vestir con los esperables pero prácticos monos de tarea, deambulan por camarotes y corredores ataviados con tops, shorts, ropas de deporte y modelitos varios, como si fueran maniquíes puestos ahí para deleitar la vista del público juvenil. Incluida la propia Katee Sackhoff, que aguanta bien el tipo respecto a sus más jóvenes compañeros de reparto, con su pelo impecablemente moldeado con fijador y un cuerpo perfectamente tonificado.

Así que, en buena medida, la estructura de la serie es tan episódica como el Star Trek clásico, saltando de idea en idea de forma un tanto anárquica. En el curso del viaje de varios meses, en cada capítulo o par de capítulos, la tripulación de la Salvare habrá de irse enfrentando, además de a las animadversiones y el mal ambiente creado a bordo por ellos mismos, a anomalías astronómicas inesperadas, infecciones de parásitos alienígenas, pérdida de oxígeno, invasión de una presencia extraterrestre hostil, averías de la inteligencia artificial, desastres mecánicos y tecnológicos… hasta la llegada, con unos cuantros tripulantes menos, al mundo de destino en el último capítulo.

Esta estructura funciona solo regular. En primer lugar, la acumulación de desgracias no resulta verosímil y muchas parecen más distracciones y desvíos forzados para explotar ciertos tópicos de las películas espaciales que etapas del viaje con sentido narrativo. Y, en segundo lugar, ese salto de idea en idea, de catástrofe en catástrofe, se consigue sacrificando el trabajo de caracterización, porque todo el mundo a bordo de la Salvare está demasiado ocupado peleando por sobrevivir…o entre ellos mismos. Algunos tienen la pesonalidad perfilada pero de forma o bien insuficiente o bien incoherente.

Y en cualquier caso y excepto Niko y William, todos parecen un grupo de odiosos millennials que se han equivocado de plató de rodaje. Michelle (Jessica Camacho), la experta en comunicaciones, es una sociópata amargada que sólo se dedica a gritar, jurar y malmeter; Sasha (Jake Abel), el político que está a bordo sólo por las conexiones de su influyente padre Secretario de Defensa, es un inútil oportunista; Bernie (A.J. Rivera), biólogo, es un insensato cuyas reiteradas desobediencias a punto están de acabar con la misión; el ayudante de ingeniería Oliver (Alex Ozerov), es un ruso tan inseguro de sí mismo que cuesta imaginar cómo alguien lo pudo elegir para esta misión… No puede extrañar que el espectador no sienta demasiado las muertes de algunos de ellos ya en los primeros episodios. Pérdidas, por otra parte, tampoco demasiado dramáticas porque muy convenientemente la Salvare lleva reemplazos hibernados para todos ellos.

Esta falta de caracterización de los miembros de la tripulación coloca una gran responsabilidad sobre los hombros de Sackhoff, que es la encargada de soportar el peso emocional de la serie. Sobre ella volveré más tarde, pero baste decir ahora que en general, sale victoriosa aunque no pueda evitar de vez en cuando caer víctima de la torpeza del guion de ciertos episodios. Resulta creíble tanto como amante esposa y madre como líder fuerte y decidida que, en la intimidad de su camarote, busca el consuelo de William o se conmueve hablando con su marido y su hija por holocomunicación.

Cuanto más sufre su personaje, más física se torna su interpretación, algo también aplicable al resto de los actores que la acompañan en la nave y que, merced a continuos giros de guion, se ven sometidos a un carrusel emocional que les lleva a la ira, el autocastigo, la violencia, la enajenación o el terror.

Por su parte, William, la I.A., es una combinación de terapeuta, superego y dios todopoderoso que parece sacado de Her (2013) o Blade Runner 2049 (2017). Pero aunque la interpretación de Samuel Anderson es correcta y la relación que establece con Niko transmite afecto e intimidad, tampoco aporta nada nuevo respecto a otras historias de ciencia ficción que tienen más que decir acerca de la conexión entre los hombres y la tecnología destinada a mejorarnos.

Es precisamente la tecnología de holocomunicación lo que, durante los primeros episodios, mantiene unidos no sólo a Niko y Erik sino a las dos subtramas de la serie. Pero conforme la Salvare se aleja de la Tierra y a raíz de un inoportuno accidente, se pierde el contacto entre una y la otra. A partir de ese momento, lo que ocurre a bordo y en la Tierra transcurre de forma totalmente independiente (hasta el final de temporada). La serie se esfuerza, no siempre con éxito, en mantener la claridad y una apariencia de profundidad en una trama bifurcada (reminiscente de Interstellar) entre el drama en la Tierra y en la nave espacial.

Erik, por su parte, va haciendo avances en su propósito de obtener una reacción por parte del artefacto alienígena. El ritmo y el suspense de la serie se derrumban cada vez que la trama regresa a nuestro planeta para seguir los desvelos, fracasos y éxitos del científico para descifrar el lenguaje extraterrestre, la preocupación por el destino de su mujer y las interferencias tanto de los militares como de una chismosa youtuber–periodista, Harper Glass (interpretada por Selma Blair con una molesta tendencia a la sobreactuación), que quiere la exclusiva sobre cualquier noticia referente a los alienígenas sin importar consideraciones éticas de ningún tipo. Es como si todo esto conformara una serie diferente. El personaje de Erik está pobremente escrito y todo lo que se le permite hacer es hablar delante de pantallas de ordenador, consolar a su hija y tratar de conservar su puesto. Más allá de su amor por Niko y Jana y la pasión por su trabajo, poco se puede decir de él. En resumen, hasta el último par de episodios de la temporada, todo este segmento carece de auténtico interés y todos los supuestos conflictos que aborda son planos e insustanciales.

Se diría que Otra vida trata de romper el record de acumulación de tópicos de ciencia ficción, como si hubiera sido el producto de una reunión de ejecutivos con la orden de crear un pastiche del género. Al fin y al cabo, Stranger Things, el mayor éxito de Netflix, es un híbrido nostálgico de películas y libros de los ochenta del pasado siglo. Asi que alguien debió pensar, ¿por qué no intentar lo mismo con la ciencia ficción? Si a la gente le encanta Alien (1979), La llegada (2016), Horizonte final (1997), Solaris (1972), Abyss (1989), Encuentros en la tercera fase (1975), Perdidos en el espacio (1965-1968), Insterstellar (2014) y Battlestar Galactica (2004-2009), ¿cómo no va a disfrutar con una mezcla de todo ello? Error.

No pongo en duda que el creador de la serie, Aaron Martin, sea un gran fan de la ciencia ficción, pero ese amor no se traslada a Otra vida de forma coherente y ordenada. Ciertamente, Stranger Things toma elementos, conceptos, situaciones e ideas de otras obras, pero al menos las integra en algo nuevo o, como mínimo, con entidad propia. Otra vida, por el contrario, los encaja uno tras otro: primer contacto, contagio de virus alienígena, amenaza extraterrestre a bordo al estilo de La invasión de los ultracuerpos (1978) –pasada por el filtro de Battlestar Galactica–, catástrofes tecnológicas y astronómicas diversas, invasiones extraterrestres, inteligencias artificiales que funcionan mal… De hecho, hay algunas escenas que llegan al borde del plagio, como esa salida del parásito alienígena del cuerpo de una astronauta directamente sacada de Alien; o la comunicación con el artefacto mediante música y colores, “inspirada” en Encuentros en la tercera fase.

Es frustrante también la falta de ambición en lo que se refiere a mostrar la escala del evento. Un artefacto alienígena, la primera evidencia de vida extraterrestre, llega a la Tierra y se aposenta en la superficie. Y la única reacción que vemos (aparte de algunas caras asombradas de ciudadanos aleatorios al comienzo) es un grupo escuálido de científicos y militares rodeando al ingenio. ¿Qué pasa con el resto del planeta? ¿Cómo afectaría semejante descubrimiento a la vida de la gente? No es sorprendente que, siendo una serie americana, la nave aterrice en ese país, ¿pero qué consecuencias tendría ello en su relación con otras naciones interesadas en participar en la investigación?

En favor de la serie hay que apuntar que no esté artificialmente alargada. No tenemos aquí esos episodios iniciales de relleno tan habituales en las plataformas de streaming y que denotan que la cadena no tenía, en el fondo, historia suficiente para conformar una temporada entera. En su primera remesa, Otra vida consta de sólo diez episodios y discurre con rapidez de una aventura a la siguiente sin dejar que el espectador coja aire suficiente como para reflexionar demasiado sobre lo incoherentes, implausibles y torpes que son muchas de las cosas que se cuentan. Prueba de esa celeridad son las antes mencionadas muertes de personajes en los primeros episodios, un recurso que otras series hubieran reservado para el final.

Por desgracia, Otra vida tiene demasiados problemas como para poder disimularlos con un ritmo frenético. Mejora algo conforme avanza la temporada, pero eso es sólo porque el episodio piloto es una incómoda amalgama de eventos y personajes. Ya he comentado lo absurdo de la selección de astronautas para una misión de tal envergadura; y el giro en el que el segundo de abordo se amotina apoyado por parte de la tripulación es tan injustificado y brusco que hace descarrilar todo el episodio, necesitando luego varias entregas para poder recobrar la coherencia.

Además, toda esa primera temporada está salpicada de graves ataques a la lógica y la ciencia. El artefacto alienígena en la Tierra está tan mal custodiado que Erik y Jana pueden dar paseos nocturnos en sus proximidades; después de varias conversaciones muy serias acerca de la naturaleza secreta de su misión, Erik decide revelarle a Harper Glass los entresijos de su trabajo…¡en un trivial electrónico de un bar!; cuando la Salvare pasa junto a un astronauta a la deriva, se añaden efectos de sonido de un motor rugiendo, ignorando que en el vacío no se oye nada.

La supina estupidez de los astronautas se pone de manifiesto en esa escena –“inspirada” quizá en otra de Prometheus (2012)– en la que dos de ellos, en contra de cualquier noción de sentido común y prudencia, deciden quitarse los cascos en una luna para comprobar si el aire es respirable. Incluso después de recibir una reprimenda al respecto, uno de ellos vuelve a hacerlo varios episodios después en otro planeta. Cualquier aficionado a la ciencia ficción comprende que es necesario cierto grado de suspensión de la incredulidad, pero este tipo de ocurrencias son pedir demasiado. Añádase a todo ello la dislocación entre el tono de culebrón que se gastan los astronautas y la trascendental misión en la que se hallan embarcados, y tenemos un resultado que no puede calificarse de inteligente.

Así que lo que puede salvar su visionado –al menos para ciertos espectadores– es, de nuevo, Katee Sackhoff, una actriz más sólida de lo que podrían hacer pensar las películas en las que ha participado y la principal razón para continuar viendo la serie. Tiene talento y presencia como para coger un material y elevar su calidad independientemente del desastre que sea el conjunto (ahí está como ejemplo el efímero reboot de La mujer biónica, 2007). Su carrera tuvo un antes y un después con Battlestar Galactica, en la que interpretó a la carismática e intensa teniente Kara Thrace “Starbuck” en lo que sigue siendo su mejor trabajo. Tanta huella dejó con su personaje que era cuestión de tiempo que alguien le volviera a ofrecer participar en una space opera espacial. Quizá fueron los famosos algoritmos de Netflix los responsables de que contrataran a Sackhoff para Otra vida, donde vuelve a encarnar a una mujer fuerte a bordo de una astronave.

El suyo es el personaje que más atención recibe por parte del guion, aquél que conforma el núcleo emocional de la serie. Por un lado, por el sentimiento de culpa que la atormenta a tenor de la decisión que tomó en la anterior expedición y a consecuencia de la cual murieron varios compañeros. Fue aclamada como heroína por haber salvado al resto y a la nave, pero lejos de suponerle un consuelo, siente que no merece tal reconocimiento. Por otra parte, están los remordimientos de haber abandonado en la Tierra a su marido e hija, no tanto llevada por el sentido del deber sino por el convencimiento de ser la más indicada para comandar la misión y la seguridad de que, si renuncia a hacerlo y algo sale mal en el curso de la misma, no podría soportarlo. Aunque el desastre acontecido en la nave hace años sí se explora algo más en la segunda mitad de la temporada, el guion no nos muestra lo suficiente de la vida de Niko con su familia en la Tierra como para poder sentir la intensidad de su pérdida. En cualquier caso, siempre que Sackhoff aparece en pantalla, el mediocre guion se hace instantáneamente más plausible gracias a su capacidad para hacer que lo ridículo lo parezca menos y transmitir la épica y dramatismo de las situaciones en las que se ve envuelta.

Los presupuestos que maneja Netflix para efectos especiales son presumiblemente más generosos que los de Syfy, así que aunque el guion y la dirección pertenecen claramente al ámbito de la serie B, Otra vida sí ofrece al menos una factura visual moderadamente atractiva. Los planos de estrellas, el espacio, la nave y su equipamiento, el artefacto alienígena… aportan una apropiada sensación de escala y sentido de lo maravilloso. Los problemas de la tripulación con desagradables parásitos o una I.A. desquiciada están resueltos con eficacia. No está a la altura de otras series de ciencia ficción de Netflix, como Lost in Space, Black Mirror o Stranger Things y al principio se llevó algunas críticas negativas no del todo carentes de razón (hay, por ejemplo, un episodio que transcurre en un planetoide y que fue claramente grabado en un estudio; o momentos CGI no muy elaborados) pero no son los ocasionales tropiezos en el apartado técnico el principal lastre de la primera temporada de la serie.

Otra vida es, por tanto, una propuesta que –al menos en esa primera temporada, que es la única disponible en el momento de escribir este artículo– no consigue cuajar en algo original o diferenciado. Es como un menú de sushi compuesto de trocitos extraídos de otras películas y series, para más inri harto conocidas, lo que le impide definirse bien por un enfoque valiente y riguroso, bien por el abiertamente pulp. Eso sí, es una serie directa, sencilla, rápida, que prefiere dar respuestas sin haber formulado antes las preguntas y que está protagonizada por gente irrealmente atractiva.

Dado que según Netflix es una de sus diez series de ciencia ficción más apreciadas por los suscriptores, quizá sea este despues de todo el tipo de fantaciencia preferida por los fans actuales (En octubre de 2019, se anunció que en 2021 comenzaría a emitirse la segunda temporada).

Puedo entender perfectamente por qué muchos espectadores abandonarán la serie en sus primeros capítulos. Otra vida empieza con mal pie en sus dos o tres primeras entregas. Sin embargo, si se consigue pasar del quinto episodio y disculpar algunos de los problemas de giuon que he mencionado, se percibe una cierta mejora. Las historias de la segunda mitad de la temporada son más interesantes, la trama empieza a centrarse en las intenciones de los alienígenas, buena parte de los tripulantes más enojosos mueren y Katee Sackhoff toma las riendas de su personaje.

Con todos sus inconvenientes, Otra vida es un producto de serie B moderadamente entretenido para espectadores no muy exigentes. No es demasiado original en ningún sentido, pero al fin y al cabo una temporada de diez episodios tampoco supone una gran inversión de tiempo.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".