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«Los lenguajes de Pao» (1958), de Jack Vance

A lo largo de su extensa carrera, Jack Vance escribió más de setenta novelas y compilaciones de relatos cortos, tocando no solo la ciencia ficción sino la fantasía y el misterio. Su obra no está exenta de imperfecciones –sobre todo y de acuerdo a la sensibilidad moderna, la casi total ausencia de personajes femeninos de peso– pero ya en su etapa madura destacó por su exquisito uso del lenguaje, el desarrollo de ideas y conceptos muy atractivos y la creación de mundos exóticos.

En tres de sus libros en particular, Los lenguajes de Pao (1958), Hombres y dragones (1962) y El último castillo (1966), imaginó civilizaciones muy interesantes descritas con concisión y eficiencia. Otros autores habrían exprimido esos mundos utilizándolos como marco de infladas sagas multivolumen, pero Vance no tiene problemas en crear cada sociedad, sus personajes y la trama correspondiente para luego, en su siguiente libro, imaginar otros nuevos. Pocos escritores de ciencia ficción han sido capaces de construir tantos y tan variados mundos y culturas extraterrestres con, aparentemente, tan poco esfuerzo.

Los lenguajes de Pao se abre con un rápido y condensado capítulo de dos páginas que presenta rápidamente a los lectores el planeta del título. Se trata de un mundo muy antiguo, eminentemente rural con una cultura milenaria pero homogénea que ha acabado estancándose bajo el gobierno de una monarquía hereditaria. Y en esta dinámica ha jugado un papel importante el lenguaje… o bien la evolución histórica ha terminado por modificar aquélla. El caso es que, tal y como se nos dice en ese capítulo introductorio, los paoneses no usan verbos, adjetivos ni comparativos porque “la frase paonesa, más que describir un acto, ofrecía la imagen de una situación”. Es un lenguaje que se corresponde con la mentalidad pasiva del paonés medio, el cual se veía a sí mismo como “un corcho flotando en un océano de millones de olas, alzado, hundido y empujado por fuerzas incomprensibles… suponiendo que considerara distinta su personalidad. Apoyaba a su soberano con reverente temor, le rendía obediencia incondicional y a cambio sólo exigía continuidad dinástica, ya que en Pao nada debía variar, nada debía cambiar”.

El joven Beran Panasper es el heredero del Panarca o rey de Pao. Los paoneses, ya lo he sugerido arriba, son un pueblo pacífico, conservador y sumiso a su gobernante. Las guerras o enfrentamientos civiles son casi desconocidos, aunque a veces se han producido huelgas si se consideraba que tal o cual ley era demasiado dura. Al principio de la historia, Beran es un adolescente introvertido y de carácter débil al que su padre ignora. Su tío y consejero real, Bustamonte, pasa bastante tiempo con él adoptando el papel de mentor.

Debido a la naturaleza pacífica y la riqueza natural de Pao, otros mundos próximos y más agresivos deciden que está maduro para la conquista. Consciente de ello, el Panarca traza planes para contratar a científicos, conocidos como “brujos”, miembros del famoso y temido Instituto de Rotura, en el planeta del mismo nombre, para que ayuden a desarrollar un sistema de defensa contra los potenciales invasores, especialmente el clan Brumbo, del planeta Murcielagal.

Sin embargo, durante una audiencia en la que está presente Lord Palafox, el brujo más poderoso de Rotura, Bustamonte utiliza el control mental sobre Beran para que, involuntariamente, asesine a su propio padre. A continuación, el consejero intenta asesinar también a Beran y proclamarse a continuación gobernante, pero Lord Palafox rescata al heredero por sus propios motivos y se lo lleva a Rotura para adiestrarlo.

Si bien la pasividad de los paoneses había garantizado siglos de paz, ahora se convierte en un obstáculo para Beran a la hora de reclamar sus derechos sobre el trono. Y es que Bustamonte, para asegurarse el éxito de la conspiración, ha pactado con el ya mencionado clan bárbaro Brumbo para que invadan Pao y le apoyen en su gobierno a cambio de pagarles elevados impuestos periódicamente. El nulo espíritu combativo de los paoneses hace que los invasores no tengan que hacer frente a conato alguno de rebelión a favor del legítimo monarca, Beran. Tanto es así, que solo hacen falta 10.000 bárbaros para sojuzgar a los 15.000 millones de paoneses.

Beran pasa una década en Rotura, convirtiéndose en adulto bajo la tutela de Palafox y estudiando en el Instituto de los Brujos. El muchacho descubre que éstos, considerados sobrehumanos por los habitantes de otros mundos gracias a su inteligencia y capacidades físicas, son en realidad hombres normales pero con amplios conocimientos y cuyos cuerpos han sido mejorados con implantes cibernéticos. Pasan los años y Beran no abandona sus planes de regresar a Pao, pero mientras tanto su planeta está cambiando, quizás irremisiblemente.

Palafox, en realidad un megalomaniaco que solo actúa en base a su propio interés, tiene un ambicioso plan para devolver el trono a Beran. Éste pasa por cambiar la naturaleza conformista de los paoneses. ¿Y cómo hacer tal cosa? Palafox sostiene la tesis de que el pensamiento no puede ir más allá de los límites que le impone el lenguaje. Éste, por tanto, nos hace ser quienes somos y si queremos experimentar, individual o colectivamente, una transformación, debemos cambiarlo. Tal y como explica el Brujo:

“Las palabras son herramientas. El idioma es una norma y define cómo se usan esas herramientas (…) El paonés es un lenguaje pasivo, desapasionado. Describe el mundo en dos dimensiones, sin tensiones, ni contrastes. Un pueblo que habla paonés debe ser, en teoría, dócil, pasivo, carente de un desarrollo notable de la personalidad… De hecho, así son los paoneses. El nuevo idioma se basará en el contraste y la comparación de la fuerza, con una gramática sencilla y directa. Por ejemplo, considere la frase, «El leñador tala un árbol». En el nuevo idioma la frase sería ésta: «El leñador supera la inercia del hacha, el hacha hace añicos la resistencia del árbol». O tal vez: «El leñador vence al árbol mediante el arma blanca que es el hacha»”.

Y eso es lo que hace Palafox: crea tres nuevos idiomas cuidadosamente diseñados para diferenciar social, cultural y económicamente a los paoneses, dotándoles de un espíritu propio en función de su actividad. Uno de ellos convertirá a sus hablantes en soldados; otro incrementará las capacidades intelectuales y el tercero propiciará en sus usuarios un aumento de su talento comercial. Una vez que diferentes segmentos de la población paonesa –segregados, además, geográficamente– hayan adoptado como suyos esas lenguas, la diversidad cultural resultante les permitirá repeler a los invasores.

Para los soldados, por ejemplo: “El silabario será rico en sonidos guturales que requieren esfuerzo y vocales fuertes. Diversas ideas clave serán sinónimas, como por ejemplo placer y resistirse, sosiego y vergüenza, extranjero y rival. Hasta los clanes de Murcielagal parecerán moderados cuando se les compare con el futuro ejército paonés.»

En el caso de los industriales “la gramática sería muy complicada pero totalmente apropiada y lógica. Los vocablos serían inconexos, aunque quedarían unidos mediante complejas reglas de concordancia. ¿Cuál será el resultado? Cuando un grupo de personas, saturado de estos estímulos, encuentren materiales e instalaciones, el desarrollo industrial será inevitable.

»Y si ustedes planearan buscar mercados extraplanetarios, sería aconsejable disponer de un conjunto de vendedores y comerciantes. El idioma de este grupo sería simétrico, con una acentuada posibilidad de análisis gramatical de números, tratamientos honoríficos complejos para inculcar hipocresía, un vocabulario rico en palabras homófonas para facilitar la ambigüedad, una sintaxis de reflexión, soporte y alternancia para subrayar la permuta análoga de asuntos humanos.

»Todos estos lenguajes dispondrán de sostén semántico. Para la fracción militar, un “hombre de éxito” será sinónimo de “vencedor en una contienda feroz”. Para los industriales significará “fabricante eficiente”. Para los comerciantes equivaldrá a “persona irresistiblemente persuasiva”. Influencias de este tipo se introducirán en todos los idiomas. Como es lógico, no actuarán igual en todos los individuos, pero la acción de la masa debe ser decisiva.”

Es un plan cuya implementación, obviamente, lleva tiempo –al menos una generación– y mientras tanto Beran regresa a su planeta viajando por las distintas regiones –que poco a poco van asumiendo lenguajes diferentes– y sembrando las semillas de una transformación cultural que cambiará el mundo y le devolverá el poder. Aunque hay mucho más que decir sobre la frágil y ambigua alianza de Beran con Palafox y cómo descubre que su plan quizá esté cambiando Pao para mal, no desvelaré nada más para evitar arruinar el desenlace a quien todavía no lo haya leído.

Parece claro que Jack Vance creó la premisa del libro a partir de una teoría entonces todavía no refutada del todo, la hipótesis Sapir-Whorf, una versión dura del relativismo lingüístico cuyas raíces se hunden en el siglo XIX y que básicamente postula que la lengua puede dar forma al pensamiento y que las estructuras gramaticales y el léxico de un idioma determina la visión del mundo que tienen sus hablantes y condiciona sus capacidades cognitivas. Vance opta en la novela por la aplicación “dura” de esta teoría: efectivamente, los paoneses, al adoptar nuevos idiomas, cambian su forma de pensar y comportarse hacia pautas más agresivas.

En 1940, la antropóloga Margaret Mead escribió un ensayo titulado “Warfare is Only an Invention-Not a Biological Necessity” («La guerra es sólo una invención, no una necesidad biológica”), en el que aportaba como defensa de su hipótesis la aparente ausencia de la palabra “guerra” en el vocabulario de dos etnias, los Lepcha del Himalaya y los esquimales. Y en efecto, se trata de dos pueblos que no guerrean. Naturalmente, Vance tomó el camino opuesto, introduciendo vocabulario bélico en los nuevos lenguajes paoenses para inclinar a sus habitantes a la guerra. Otro ejemplo interesante de palabra con diferentes acepciones reflejo de una determinada cultura es la alemana “schuld”, que puede ser traducida como “deuda”, “culpa”, “responsabilidad” o incluso “pecado”.

No estoy en posición para juzgar la validez de la hipótesis con la que juega Vance (aunque parece que los expertos en lingüística la dejaron de lado ya en el pasado siglo) pero desde el punto de vista narrativo funciona perfectamente y el escritor sabe utilizarla para dar vida y plausibilidad al mundo y las gentes de Pao. Por otra parte, la utilización del lenguaje para cambiar la percepción del mundo es capital también en otras obras anteriores y posteriores, como 1984 (1949) de George Orwell; Babel-17 (1966) de Samuel R. Delany; Empotrados (1973), de Ian Watson; o La historia de tu vida (1998), de Ted Chiang –llevada a la pantalla como La llegada, en 2016–. La aproximación de Vance, no obstante, es la más ligera de todas éstas gracias a las intrigas interplanetarias y esos toques de imperialismo cuasirenacentista sobre los que se desarrolla una trama muy dinámica.

La novela tiene sus puntos débiles. Las diferentes subtramas no acaban de estar bien integradas en la principal ni desarrolladas con energía. Los esfuerzos de Palafox por segregar a los paoneses, la relación de Beren con una mujer de Pao poco después de llegar a Rotura y las caracterizaciones acartonadas dejan literariamente a esta obra en el terreno del pulp. Aunque no se trata de una de las mejores novelas de Vance, hay que entenderla como una obra de transición en la que ensaya el estilo y la estructura que luego perfeccionará en Hombres y dragones, El último castillo o La mariposa lunar (1961).

En Los lenguajes de Pao encontramos elementos característicos de la space opera que beben de Las Mil y Una Noches, Shakespeare o las tragedias operísticas y que se prolongan hasta Star Wars, como la muerte, el peligro, la traición o la venganza. Vance mantiene la trama en movimiento pero no parece tan interesado en ésta –que es bastante genérica– como en la construcción del decorado.

Por supuesto que el género de ciencia ficción ya tenía una larga experiencia imaginando lugares fuera de la Tierra, desde Barsoom a Términus pasando por Laputa, pero en la mayoría de los casos éstos existían solo como mero apoyo al argumento o para facilitar el contraste que necesitaba el autor para lanzar una sátira a las sociedades terrestres contemporáneas. Pero en Los lenguajes de Pao, Vance describe el contexto social y cultural de la historia con mayor complejidad de lo que exigía ésta y aporta detalles evocadores que definen las cualidades distintivas de Pao, como sus extraños títulos aristocráticos y cargos burocráticos, el protocolo político, el currículo académico, las estructuras dinásticas, las líneas genealógicas o el lenguaje. Vance no demuestra interés por las sátiras al estilo de Jonathan Swift o los comentarios morales de H.G. Wells, sino que su impulso parece ser principalmente poético: a través de sus exóticos nombres quiere sumergir al lector en una realidad alienígena, aunque venga envuelta en las convenciones de la ficción pulp.

Como he indicado al comienzo, Vance tenía un buen oído para el lenguaje y acabaría desarrollando una prosa austeramente elegante. En Los lenguajes de Pao aún estaba madurando como escritor pero sí había empezado a trabajar sus textos más de lo que lo hacían sus colegas escritores de ciencia ficción de mediados del siglo XX (con la excepción del ilustre Ray Bradbury). Nadie lee la ciencia ficción por la calidad de su prosa, pero en el caso de las mejores obras de Vance, bien podría ser esa una razón para abordarlas.

Los lenguajes de Pao aún no exhibe lo que será la característica melancolía de Vance y por eso carece del suficiente peso emocional. Hay muchas descripciones y detalles sobre el planeta pero no tanta atmósfera como sería deseable. El tono narrativo es frío y distante y los diferentes conflictos planteados se resuelven de forma expeditiva –aunque no sin mucha intriga, varios asesinatos, una guerra y unas gotas de romance–. La melancolía no tiene buen acomodo en un género como la space opera, dominada por la vitalidad y el optimismo; y quizá ello sea la razón por la que Vance nunca sobresaliera particularmente en este tipo de historias.

Silenciosa y discretamente, Vance hizo de Los lenguajes de Pao una obra más experimental de lo que los lectores pensaron a primera vista. A Vance no le interesan demasiado los aprietos en los que mete a los personajes. Lo que verdaderamente le fascina es el proceso de creación de un mundo imaginario. Es cierto que la novela carece de la sofisticación cultural y penetración sociológica que más tarde veríamos en las obras de, por ejemplo, Ursula K. Le Guin, que tenía la ventaja de haber sido educada por un padre antropólogo. Pero Vance debió haberse dado cuenta de algún modo de que había hallado algo interesante. En 1958, la construcción detallada de entornos imaginarios era una idea muy original en la ciencia ficción, pero por desgracia su desarrollo estaba más allá del formato de novela corta. Tal y como J.R.R.Tolkien había demostrado en el campo de la fantasía, tal iniciativa requería mayor espacio y reflexión. Nuestra cultura popular actual da por sentada la profunda elaboración de los mundos de fantasía que aparece no sólo en literatura sino en soportes como la televisión, el cine, el cómic o los videojuegos… Los lenguajes de Pao fue un primer paso en ese sentido, quizá no totalmente satisfactorio pero sí de lectura entretenida y fundamental para la historia futura del género.

Los lenguajes de Pao no es un clásico imprescindible de la ciencia ficción y ha quedado algo anclado en el estilo de la Edad de Oro norteamericana. Ni siquiera se cuenta entre las obras más memorables de Vance. Pero a pesar de que no tiene toda la acción que sería deseable, que la premisa lingüística hubiera necesitado de una mayor profundidad y que su personaje es uno de los más pasivos que imaginó Vance en toda su carrera, la novela garantiza una lectura rápida y agradable. Son menos de doscientas páginas y sólo hay tres personajes de cierto peso, algo desde luego refrescante en estos tiempos que vivimos en los que muchos autores no son capaces de contar algo consistente en menos de cuatro o cinco gruesos volúmenes.

Desprendiendo un claro aroma adolescente en la premisa y desarrollo de la trama y el periplo que ha de atravesar su joven protagonista, no es de ninguna manera un libro que insulte la inteligencia del adulto y, además de evitar los tópicos más ingenuos de los relatos de príncipes desterrados y malvados usurpadores, plantea sobre el marco de un mundo bien construido interesantes cuestiones sobre la ingeniería social y la relación entre el lenguaje, la cultura y la política.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".