Cualia.es

La Trilogía de la Fundación (1951-1953), de Isaac Asimov

Nacido en Rusia en 1920 pero residente en Estados Unidos desde los tres años de edad, Isaac Asimov ha sido uno de los autores más influyentes de la historia de la ciencia ficción. Sus méritos son muchos, pero valga decir aquí que su enfoque y desarrollo de la figura del robot sirvió de inspiración para incontables ficciones en las décadas siguientes y hasta hoy; y que la space opera descrita en la saga de la Fundación, con su retrato de un imperio galáctico en decadencia, ha estado considerada desde su publicación original como una de las obras más queridas por los fans y molde para muchos otros autores a la hora de imaginar sus aventuras intergalácticas.

En buena parte gracias a él, las antiguas historias pulp sobre exploración y conquista espaciales fueron sustituidas por otras que daban por sentado que la especie humana se acabaría extendiendo ineludiblemente por el espacio hasta ocupar la mayoría de los planetas habitables de la galaxia, edificando un imperio galáctico.

Asimov dejó su huella en el género durante lo que se ha dado en llamar la Edad de Oro de la ciencia ficción, un periodo que abarca aproximadamente desde 1938 a 1950 y que coincide con el preeminencia de la revista pulp Astounding Science Fiction, dirigida con mano firme desde 1937 por John W.Campbell, Jr. Fue en esa cabecera donde aparecieron muchos de los relatos que hicieron famoso a Asimov… y que, a su vez, consolidaron el puesto de esa revista en la historia de la ciencia ficción.

Asimov fue un escritor precoz que sentía una mezcla de admiración muda y temor reverencial por Campbell, aquella mente directora responsable de los muchos relatos que habían iluminado su adolescencia. Siendo un muchacho acudió a verle, escuchó sus consejos, le envió relatos y soportó los rechazos. Pero Campbell supo ver su valía y lo mantuvo cerca, publicando y pagando bien algunos de sus cuentos.

A diferencia de, por ejemplo, L. Ron Hubbard, su colega en Astounding Science Fiction y por el que también sentía una gran admiración y envidia sana, no todo iba siempre sobre ruedas para Asimov, un genio precoz cuyos humildes orígenes, origen judío e inseguridad emocional le causaron más de un quebradero de cabeza.

A finales de 1939 y contando 19 años, sufrió una depresión por la confluencia de diversas circunstancias adversas. En primer lugar, Campbell rechazó la publicación de varios de sus relatos; en segundo lugar, el estallido de la Segunda Guerra Mundial en Europa y las consecuencias que ello iba a tener sobre los judíos residentes allí; y, por último, que la Universidad de Columbia no aceptó su solicitud para entrar en el programa de graduados en Química dado que carecía de un curso obligatorio. Cuando de todas formas trató de matricularse, el director del departamento, el premio Nobel Harold Urey, casi lo echó a la fuerza del edificio. Asimov acabó encontrando un agujero en el sistema que le permitió matricularse no sólo allí sino también en varias facultades de Medicina aun cuando tenía dudas de sí en realidad quería llegar a ser médico.

En diciembre de ese año pareció recuperar la buena racha creativa con una premisa en la que la Tierra, tras desarrollar el vuelo espacial, aspiraba a entrar en la Federación Galáctica sólo para verse rechazada (una trasposición de lo que recientemente le había ocurrido en la vida real en la universidad).

Inesperadamente, a Campbell le encantó. El editor creía que las razas europeas eran superiores y esto halló reflejo en su aceptación de historias en las que los humanos eran superiores a los alienígenas, así que la propuesta de Asimov le encajaba perfectamente. Y así, en enero de 1940, vendió aquel relato bajo el título “Homo Sol”, pero cuando apareció publicado en Astounding en septiembre de aquel año, se encontró, para su disgusto, que Campbell había insertado un discurso y un final diferentes. Además y bajo exigencia del editor, tuvo que añadir un pasaje en el que se ponían en contraste las diferentes reacciones de africanos, asiáticos y europeos, reflejando el interés de Campbell en la psicología de masas.

Era un tema este que aparecería con frecuencia en los relatos de Astounding, como por ejemplo en el cuento “Si esto continúa…”, escrito por Heinlein para  su cronología de Historia del futuro y serializado en la revista a comienzos de 1940. En una nota para ese relato, Campbell escribía: “Robert Heinlein presenta una civilización en la que la psicología de masas y la propaganda se han convertido en ciencias. Sin embargo, no lo son todavía. La Psicología no es una ciencia dado que un buen psicólogo dirá –debe hacerlo– que “no hay forma de saber cómo un individuo concreto reaccionará a un estímulo dado”. Adecuadamente desarrollada, la psicología podría determinar tal cosa”.

Campbell, que sufría ataques de pánico y acudía a un psicológico para tratarse, estaba ansioso por explorar más profundamente ese tema. Los avances en energía atómica habían hecho inviable seguir especulando sobre lo que el poder nuclear podría o no hacer y se necesitaba otro motor narrativo, algo que encontró en la mente humana y la dinámica social. Los lectores se dieron cuenta de ese giro.

En el número de noviembre de 1940, una lectora llamada Lynn Bridges escribía a la revista una carta que resultaría ser profética y en la que decía: “La Astounding Science Fiction del pasado año ha traído a la palestra un nuevo tipo de historia, que puede describirse quizás como “ciencia ficción sociológica” (…) Tanto Asimov (en “Homo Sol”) como Heinlein presentan la psicología como una ciencia exacta, representable en fórmulas y certera en sus resultados. Me siento obligada a protestar. Por su propia naturaleza, la psicología no puede alcanzar la exactitud de las matemáticas”.

“Homo Sol” fue un ejemplo temprano de la inclinación de Campbell a introducir de forma gratuita elementos psicológicos en las historias que le presentaban sus autores y Asimov supo detectarlo y aprovecharse de ello. Pero tampoco le gustaron unas líneas que el editor añadió para subrayar la capacidad bélica de la Tierra, lo que le daba al relato un tono que Asimov pensó era poco oportuno ante la situación mundial. La experiencia en general le dejó un mal sabor de boca y en adelante decidió no volver a introducir alienígenas en sus historias, algo que tendría importantes consecuencias en su carrera como escritor de ciencia ficción.

Más tarde, en aquel verano de 1940, Asimov hizo dos cosas importantes: ir por primera vez a la playa y vender su novena historia –la decimocuarta que escribía–, en esta ocasión a su amigo Frederik Pohl, que la publicó en “Super Science Stories” en septiembre. Y fue un hito porque se trató de “Robbie”, su primera historia de robots, que había sido rechazada por Campbell. Fue, además, uno de sus cuentos favoritos de todos los tiempos, quizá porque se dio cuenta de que escribiendo sobre robots podía escapar de las trampas de superioridad racial inherentes a enfrentar a humanos y alienígenas. Sobre el ciclo de los Robots de Asimov ya escribí abundantemente en otra serie de artículos y a ella me remito.

El 1 de agosto de 1941, Asimov viajaba en tren con destino a su visita mensual a la oficina de Campbell cuando decidió proponer una nueva idea. Abrió al azar el libro que llevaba, una recopilación de letras de canciones de Gilbert y Sullivan, y vio la ilustración de una ópera cómica, Iolanthe (1882).

Descartó al personaje del Hada que da título a la obra por considerarla demasiado femenina, pero se fijó en la del granadero Willis. Empezó a imaginar una épica con soldados e imperios y para cuando llegó al despacho de Campbell, le dijo que quería escribir una Historia del Futuro al estilo de la de Heinlein, pero narrando el colapso de un Imperio Galáctico, en la línea del famoso ensayo de Edward Gibbon Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776).

Al editor le encantó la idea e inmediatamente la utilizó para engarzar en ella su interés por la psicología. De la misma forma que Asimov había inventado una nueva ciencia para sus historias de robots, la robopsicología, ahora creó la psicohistoria, una síntesis y simplificación de las versiones norteamericanas del psicoanálisis y el materialismo histórico que flotaban en el ambiente intelectual del Nueva York de los años treinta y cuarenta. Trabajando juntos, Campbell y Asimov idearon sobre la marcha la premisa de una fundación de psicohistoriadores que habían convertido el estudio del comportamiento humano en una ciencia que podía predecir con exactitud el destino de una civilización en el futuro lejano. Campbell quería incluir también la lógica simbólica, cuyo desarrollo creía que revelaría los misterios de la mente humana hasta el punto de hacer predecible nuestra forma de actuar.

El editor ya llevaba algún tiempo dándole vueltas a temas similares. Había publicado un artículo de Sprague de Camp sobre las diferentes teorías de la Historia, desde Spengler a Toynbee, que había cobrado una nueva relevancia a la luz de lo que en ese momento estaba sucediendo en Europa. Y, además, era ésta una preocupación que estaba en el aire y que compartían muchos intelectuales y creadores. No es casualidad que, en abril de 1941, Jack Williamson le escribiera una carta en la que decía: “Estoy interesado en las teorías sobre el auge y declive de las culturas (…) Sería interesante, en mi opinión, mostrar la culminación lógica de ese proceso en el marco de una civilización interestelar”.

De hecho, cuando Asimov hizo su propuesta a Campbell, ya hacía dos semanas que Astounding había publicado “Contragolpe”, firmada por Williamson. En ella aparecía una “Shangri-La científica destinada a ser el faro de la cultura durante las eras oscuras que se avecinaban”. Una historia posterior, “Descomposición”, hablaba de “teorías politicotécnicas” que podían “reducir las leyes del ascenso y caída de las culturas humanas a una ciencia  exacta”. Si Campbell decidió retomar el mismo concepto de una forma más amplia y agresiva con otro escritor, fue sobre todo porque Asimov era más joven, obediente y disponible.

El caso es que el editor le dijo a Asimov: “Este tema es demasiado grande para un cuento”. “Había pensado en una novela corta”, respondió el joven escritor. “Ni para una novela corta. Tendrá que ser una serie abierta de historias”. Asimov no se esperaba eso. Campbell continuó: “Sí, cuentos, novelas cortas, seriales… todas incluidas en una historia del futuro y que narren la caída del Primer Imperio Galáctico, el periodo de feudalismo que sigue al mismo, y el auge de un Segundo Imperio”.

Esa es la razón por la que la saga de la Fundación está compuesta, en su inicio y corazón, por una serie de novelas cortas.

En aquellos años la ciencia ficción en Estados Unidos –salvo las reimpresiones de autores consagrados como Verne o Wells u obras que muchas veces no eran clasificadas como pertenecientes al género– se publicaba en revistas pulp, como Astounding Science Fiction, la más importante en su género a comienzos de los años cuarenta del pasado siglo.

Este formato se nutría tanto de cuentos como de relatos algo más largos que se serializaban, pero sin extenderse mucho para no aburrir al lector. No fue hasta los años cincuenta que algunos editores empezaron a atreverse a publicar obras nuevas directamente en libro o a seleccionar aquellas aparecidas en revista y que habían tenido una buena acogida. En este último caso, era frecuente que se pidiera al autor que escribiera material adicional que conectara coherentemente lo que originalmente habían sido relatos cortos para conformar una ilusión de novela. Es lo que se dio en llamar fix-up. Y el primer ciclo de la Fundación es un buen ejemplo de ello, ya que está compuesta de ocho historias cortas publicadas en Astounding entre mayo de 1942 y enero de 1950.

Mientras tanto, en 1948, Martin Greenberg y David A. Kyle fundan la editorial Gnome Press. Ambos eran grandes aficionados a la ciencia ficción y habían formado parte del Hydra Club neoyorquino, una asociación de profesionales y aficionados al género fundada, entre otros, por Judith Merrill y Frederik Pohl en 1947 (Kyle era, además, uno de los Futurianos, mítico y pionero club de fans de la ciencia ficción). La nueva editorial se concentró en autores que por aquellos años estaban en la cima de su popularidad y que, sobre todo, publicaban en Astounding: Poul Anderson, Arthur C. Clarke, L. Sprague de Camp, Clifford Simak, Robert Heinlein, A.E. Van Vogt… pero también rescató de la oscuridad del limbo pulp a escritores como Robert E. Howard, publicando sus cuentos y novelas de Conan el Bárbaro; o se atrevió a ser la primera en lanzar antologías de relatos unidos por un tema común. Sus ediciones estaban muy cuidadas y contenían portadas e ilustraciones de artistas de la altura de Ed Emshwiller, Frank Kelly Freas, Chesley Bonestell o Wally Wood, por nombrar sólo unos pocos.

Pues bien, fue Gnome Press quien publicó por primera vez en 1951 tanto el ciclo de Robots de Asimov como sus historias de la Fundación. Las cuatro primeras junto a un nuevo relato introductorio se compilaron como Fundación (Foundation, 1951) y las siguientes se agruparon por parejas en los volúmenes Fundación e Imperio (Foundation and Empire, 1952) y Segunda Fundación (Second Foundation, 1953), conformando globalmente lo que hoy se conoce como Trilogía de la Fundación.

Pero volviendo a aquella histórica entrevista entre Asimov y Campbell, éste le aconsejó a su pupilo que creara además otra Fundación, esta secreta, en la otra punta de la galaxia. “Puedes necesitarla más adelante”, le sugirió con acierto. Y terminó con una orden: “Quiero que escribas un esquema de esa historia del futuro. Vete a casa y hazlo”.

Y efectivamente, Asimov trató de hacer lo que su mentor le había indicado, pero cuando se sentó a trazar lo que debía ser la línea cronológica general, se atascó. Así que rompió sus esquemas y se puso a trabajar en lo que debía ser la primera historia de la saga, Fundación, que transcurriría en una galaxia habitada enteramente por humanos, evitando el choque, contraste o comparativa entre especies que gustaba a Campbell pero que a él le incomodaba. Éste le compró la historia pero, a diferencia de lo que sí había hecho con Anochecer (1941), no se la premió con un bonus al considerar que no estaba a la altura de la premisa y que la psicohistoria solo se trataba de pasada. Aquella primera entrega (que fue lo que hoy es el capítulo “Los enciclopedistas” y que se serializó entre los números de mayo y junio de la revista) terminaba con las palabras: “La solución de aquella primera crisis era evidente. ¡Tan evidente como el infierno!”. Pero en realidad no era así. Asimov no tenía ni idea de cómo continuar ese cliffhanger y, para colmo, tenía poco tiempo para entregar la secuela.

En su reunión con Campbell del 27 de octubre de 1942, éste le reclamó la siguiente historia de la Fundación y tal requerimiento bastó para paralizarlo. Desesperado, Asimov se fue a dar un paseo por el puente de Brooklyn con su amigo Frederik Pohl, que le hizo algunas sugerencias gracias a las cuales pudo continuar con la saga y por las que siempre le estaría agradecido.

Mientras tanto, la Segunda Guerra Mundial hacía estragos en Europa y tras el bombardeo de Pearl Harbor en diciembre de 1941, Estados Unidos entró de lleno en el conflicto. Asimov se registró para el reclutamiento pero como todavía estaba estudiando, se le prorrogó la llamada a filas. En los meses siguientes, conoció en una cita a ciegas y luego se casó con Gertrude Blugerman, una canadiense de origen ucraniano y tres años mayor que él. Y ya durante la guerra, su cualificación científica le permitió ocupar un puesto en los astilleros de la Marina junto a otros dos colegas escritores igualmente cualificados, Robert Heinlein (que era ingeniero) y L. Sprague de Camp (ingeniero aeronáutico).

Pero ni Campbell ni él se habían olvidado de las historias de la Fundación. El ejército no parecía tener ninguna salida para él, ni siquiera permaneciendo como personal científico. Un comandante gustaba de hacer insidiosos comentarios sobre sus orígenes rusos y Asimov sabía que vetaría cualquier aspiración de promocionarse que pudiera albergar. Por cierto, que Heinlein, discreta e indirectamente, puso al oficial en su lugar recordándole que el joven Asimov ganaba más dinero escribiendo para los pulps que como genio de la química para la Armada. Y, efectivamente, para Asimov la escritura ya se había convertido en una considerable fuente no sólo de ingresos sino también de orgullo personal.

Entre tanto, Campbell quería más historias de la Fundación y Asimov estaba dispuesto a dárselas aprovechando el aumento en las tarifas por palabra. Se habría contentado con continuar la fórmula ya ensayada con éxito pero entonces Campbell, inesperadamente, le pidió que pusiera el Plan Sheldon patas arriba. Asimov estaba horrorizado, pero tampoco quería rechazar el dinero que ello significaría. Y el resultado fue “El Mulo” (que hoy se puede encontrar en Fundación e Imperio), quizá su mejor trabajo hasta la fecha. Aquel relato tenía uno de los giros más sorprendentes que habían podido verse en la revista y presentaba un nuevo antagonista, un mutante telépata apodado como en el título, que introducía un bienvenido elemento de azar en una serie a menudo constreñida por la propia psicohistoria y el determinismo que esa ciencia implicaba.

En 1946, ya licenciado del ejército y de vuelta a sus estudios en la Universidad de Columbia, Asimov siguió escribiendo y mejorando como escritor de plantilla para Astounding. En 1947, en la World Science Fiction Convention que se celebró en verano en Filadelfia, Asimov ya fue recibido como una celebridad por los doscientos asistentes que se registraron. No mucho después, Campbell le pagó quinientos dólares por “Ahora lo Ves”, la siguiente historia de la Fundación, que apareció en Astounding en enero de 1948 y que, en su edición en libro, como primera parte de Segunda Fundación, se retituló como “La búsqueda del Mulo”.

En junio de 1948, Asimov empezó sus investigaciones de postdoctorado y a finales de ese año, mientras visitaba las nuevas oficinas de Astounding en Elizabeth, New Jersey, Campbell le pidió otra historia de la Fundación. Pero Asimov ya estaba cansado de la serie y dijo que esta sería la última. El editor accedió, pero le solicitó que, a cambio, fuera más larga que las anteriores. Le pagaría por ella mil dólares, el cheque más sustancioso que Asimov había recibido nunca. La novela corta se serializaría en la revista entre noviembre de 1949 y enero de 1950 con el título “Y ahora no lo ves”. En la edición en libro de Gnome Press, fue la segunda parte de Segunda Fundación y se retituló “La búsqueda de la Fundación”.

Después del largo preámbulo situando la Fundación en el contexto de la vida y carrera de Asimov ha llegado el momento de examinar algo más de cerca la obra misma.

Tras más de doce mil años y a pesar de su aparente prosperidad, el Imperio Galáctico, que comprende decenas de millones de planetas, se encuentra al borde de la desintegración víctima la indolencia y la autoindulgencia. Sin embargo, nadie es todavía consciente de ello… con una excepción. En el planeta capital de ese imperio, Trantor (ya nadie recuerda la Tierra, su localización y el origen de la expansión humana por el espacio), el reputado matemático Hari Seldon ha desarrollado una rama nueva de la ciencia, la Psicohistoria, que combina la historia, la psicología y la estadística para predecir con precisión la evolución que siguen grandes masas de población a lo largo de largos periodos del tiempo. No es una disciplina que permita hacer lo mismo para individuos concretos dado que éstos sí están sometidos a demasiadas y azarosas variables sino una especie de traslación de la dinámica de fluidos a la social: no se puede, por ejemplo, predecir la trayectoria precisa de una molécula concreta de un gas, pero sí el movimiento general de una masa del mismo.

El caso es que Seldon tiene la seguridad matemática de que, inevitablemente y se haga lo que se haga, el Imperio irá derrumbándose y perdiendo poder hasta su desaparición, la cual tendrá lugar en cinco siglos. A ello seguirá una era de oscuridad, guerras y barbarismo. Pero sus teorías y advertencias molestan y asustan a las autoridades imperiales, que creen que el científico puede convertirse en un peligroso elemento desestabilizador. De hecho, lo someten a juicio por sedición, pero reacios a convertirlo en un mártir, le ofrecen una salida en la forma de exilio de sus seguidores en el lejano planeta Términus. Habiendo previsto tal desenlace, Seldon ha preparado ya el establecimiento de una colonia de científicos y técnicos, la Fundación, cuya misión oficial será la de compilar y conservar todo el conocimiento humano en un entorno relativamente seguro en los confines del Imperio y lejos de las turbulencias que se esperan en su centro político y administrativo. Estos nuevos Enciclopedistas, sin embargo, tienen otra función desconocida incluso para ellos: servir de guía y faro científico en los tiempos oscuros por venir para reducir su duración de treinta mil años a “solo” un milenio, tras el cual se formará un Segundo Imperio. Es lo que se llamó el Plan Seldon.

La Fundación deberá enfrentarse a diversas amenazas, tanto internas como externas, en el curso de los dos siglos que abarca la trilogía: la pérdida de peso de la comunidad científica de Términus frente a la civil y el traspaso del poder a los políticos y comerciantes; el peligro que supone la desintegración de la autoridad imperial en los márgenes de la galaxia, con el surgimiento de señores de la guerra que quieren apoderarse del conocimiento científico que se ha preservado en ese planeta; o los coletazos postreros del imperio encarnados en militares más competentes de lo conveniente para la Fundación (en concreto, el general Belriose, trasunto del histórico y excepcional Belisario, brazo armado del emperador bizantino Justiniano en el siglo VI de nuestra era).

Las armas de la Fundación no serán la riqueza o recursos de su planeta (de hecho, Términus es un lugar poco generoso desde el punto de vista natural) ni tampoco el poder bélico dado que no pueden permitírselo habida cuenta de su economía y reducida población, sino el conocimiento científico y técnico y la habilidad de sus comerciantes, que llegan a convertirse en un brazo del poder político de la Fundación a nivel interplanetario (tal y como sucedió, en nuestra propia Historia, con las ciudades–estado italianas de los siglos XIV y XV y, especialmente, Venecia). Pero, sobre todo y de forma más íntima, su fuerza reside en la convicción absoluta de sus gentes de que están protegidos por el Plan Seldon y la profetizada inevitabilidad de la supervivencia de la Fundación. De hecho, esa fe ha acabado permeando a los nuevos líderes “bárbaros” que han ido surgiendo en los sistemas adyacentes y que han aprendido a respetar a los habitantes de Términus.

Entonces, aparece el Mulo, una anomalía que el hasta ese momento infalible Plan Seldon no ha predicho. Se trata de un mutante al que nadie parece conocer en persona pero que tiene el poder de subyugar las mentes ajenas y lo ha utilizado para reunir un ejército enorme y establecerse como una especie de emperador de su región de la galaxia. Siendo una amenaza de envergadura inaudita para las predicciones de Seldon y ante el peligro de que la galaxia quede sometida a décadas de esclavitud, forzará a la Segunda Fundación a manifestarse.

Y es que, efectivamente, se descubre que, sin conocimiento ni de Términus ni de las autoridades imperiales, el genial matemático de Trantor había establecido una Segunda Fundación en una localización secreta. Si la primera estudiaba las ciencias físicas y avanzaba tanto en su conocimiento como en las tecnologías aplicadas, la segunda hacía lo propio con las psíquicas y psicológicas, teniendo además la tarea de acometer las medidas necesarias para, siempre discretamente y desde las sombras, salvaguardar el Plan Seldon. Sus agentes infiltrados en puestos clave vigilan y, si es preciso, intervienen en los acontecimientos para evitar desvíos importantes del Plan que pudieran retrasar el fin de los años de descomposición política en la galaxia.

Dada la escala de la historia que se quería narrar, resultaba imposible hacerlo con un formato tradicional de novela. Lo que pretendían Asimov y Campbell era mostrar cómo actuaban las fuerzas de la Historia en un marco galáctico y un periodo de siglos. Así que el autor hizo de la propia galaxia la protagonista, combinando, por una parte, la descripción de tendencias de fondo a lo largo de dilatados periodos de tiempo con un énfasis en la vertiente social e histórica por encima de la tecnológica (enfoque que ya había propuesto el británico Olaf Stapledon en La última y la primera humanidad (1930); y, por otra, una serie de narrativas relativamente autocontenidas que van avanzando en ese eje temporal y están protagonizadas por distintos personajes atrapados por esas fuerzas históricas.

Dado que las historias iban publicándose con intervalos de varios meses o incluso años, al leerlas todas juntas se detecta un inevitable factor de repetición en los diálogos de los personajes, ya que era necesario ir recordando al lector lo sucedido hasta ese momento. Aunque puede resultar algo molesto, sirve para construir una continuidad y aportar la perspectiva del paso del tiempo. Los personajes de las primeras historias acaban, siglos después, dando su nombre a naves; la gente tiene hijos y nietos; los planetas urbanos decaen hasta convertirse en mundos agrícolas; las corrientes de la Historia afectan a los individuos….

Tengamos en cuenta a la hora de valorar los méritos y defectos de Asimov, que la otra gran Historia del Futuro de la Edad de Oro (porque para la aparición de Los Señores de la Instrumentalidad de Cordwainer Smith aún quedaban varios años) era la de Heinlein, pero ésta no se hallaba entonces completa (casi la mitad de sus cuentos los escribiría el autor después de 1947). Además –y esto es muy relevante–, Heinlein era un autor ya de edad madura, con una extensa y rica trayectoria vital que podía trasladar a sus cuentos. Por el contrario y en el momento de publicar la primera historia de Fundación, Asimov era un muchacho de 22 años, que no había salido nunca de Nueva York, que aún estaba estudiando y cuya vida social era muy reducida. Y esto, inevitablemente, se traduce en el tono, calidad y estilo literario de la Trilogía.

Así, el cariño que profesan tantísimos fans a la saga de la Fundación no debe hacer olvidar sus muchos defectos, como por ejemplo su tono seco y funcional, incluso frío; su vocabulario escaso y su igualmente justa calidad literaria. Asimov compartía con sus colegas de la Edad de Oro el hábito de no dejar absolutamente ningún espacio a la ambigüedad o la duda. En tanto en cuanto acepte su línea de razonamiento, hay poca oportunidad para que el lector rellene huecos o interprete pasajes. Lo más que puede hacer es estar en desacuerdo con sus premisas, pero nada más.

Pese a las llamativas portadas que suelen adornar las ediciones de la Trilogía de la Fundación, mostrando espectaculares naves en el espacio o paisajes del mundo–ciudad de Trántor, lo cierto es que casi todas las historias se apoyan de manera casi exclusiva en diálogos, a menudo expositivos o explicativos. Las escasas escenas que no los contienen están resueltas con prisas y poco lustre. No hay apenas descripciones que ayuden a insuflar vida a esa multiplicidad de mundos galácticos por lo que su capacidad para evocar imágenes es escasa o nula. La acción está ambientada en un futuro que, aparte de algunos detalles, no se diferencia demasiado psicológica, cultural y políticamente del nuestro. Aunque transcurren un par de siglos desde el comienzo de la trilogía hasta el final, no se perciben cambios notables en ningún aspecto. Tampoco hay apenas extrapolaciones tecnológicas o sociales sino que todo está basado en el pasado, lo conocido (pautas que conservaría para sus relatos y novelas de robots). Asimov asumía pocos riesgos. Aunque también puede argumentarse, y esto depende del gusto de cada cual, que la dependencia de los diálogos y las escasas descripciones han permitido envejecer a la Fundación mucho más dignamente que otras obras contemporáneas.

Tanto en los cuentos de robots como en la Fundación, Asimov seguía una fórmula repetitiva y reconocible aunque siempre efectiva: la de los relatos básicos de detectives. Ésta consistía en plantear un enigma aparentemente insoluble para luego descubrir la clave que lo explicaba. En las historias de robots, se trataba de una aparente violación de las Tres Leyes de la Robótica que a la postre resultaba no ser tal; en las de la Fundación, ésta se veía sumida en una crisis de la que no parecía haber salida pero que se salvaba gracias a la astucia del personaje de turno –y de la inevitabilidad del Plan Seldon–. Esa dinámica se rompe hasta cierto punto con la introducción del Mulo (no totalmente, ya que entonces se introducen los misterios de la identidad del mutante primero y de la localización de la Segunda Fundación después). Quizá hubiera sido más interesante que la Segunda Fundación hubiera desarrollado sus propia agenda y metas para el futuro y que ello la convirtiera en un antagonista más sólido e intrigante que la aristocracia espacial, imperial o bárbara, inclinada a utilizar la fuerza bruta.

Tampoco acaba de resolverse del todo satisfactoriamente la intervención de la Segunda Fundación en auxilio de la primera. Que el Mulo tenga poderes telepáticos puede admitirse como una anomalía extraordinaria. Pero se suponía que la Segunda Fundación eran los expertos absolutos en psicohistoria y psicología y hubiera sido más interesante verles derrotar al Mulo con esas habilidades que con las manipulaciones mentales producto de sus propios poderes telepáticos, un recurso que parece facilón y tramposo.

Igualmente, la caracterización de los personajes es muy rudimentaria. Hari Seldon es ‒irónicamente, dado que apenas aparece en la trilogía original‒ uno de los personajes más memorables de Asimov; pero no tanto porque sea alguien carismático o muy bien construido sino por su genial inteligencia y el halo de seguridad y autoconfianza que ello le otorga. De alguna manera, es el Salvador de la Humanidad… al que se opone el Mulo (modelado a partir de personajes históricos como Atila, Tamerlán y Carlomagno), que para muchos y especialmente aquellos a los que la idea del determinismo les resulta repugnante, es quizá el auténtico héroe de la saga, un individuo de férrea voluntad y temperamento animoso pese a su grotesco aspecto, capaz de hacer frente a las corrientes de la Historia y de oponer su feroz individualidad a la arrogancia y complaciente autoconfianza de los miembros de la Fundación.

Otros personajes con cierto empaque en la serie son, a mi gusto y parecer, Salvor Hardin, que arrebata el poder a los intelectuales de Términus y se convierte en el primero de los Alcaldes destacando por su astucia y visión política; el general Belriose, figura trágica por cuanto su brillantez militar y su lealtad al imperio no le sirven sino para ser considerado una potencial amenaza al mismo y morir ejecutado por orden del propio emperador; y, sobre todo, la valiente y avispada adolescente Arcadia Darell, que arriesga su vida para descubrir la localización de la Segunda Fundación. Tanto ella como su madre son mujeres más modernas y simpáticas que las que Asimov creó para el Ciclo de los Robots.

Pero todos ellos, hombres o mujeres, no tienen demasiada vida interior y se definen más por sus acciones –o, más bien, diálogos– que por su fuerte personalidad o su sofisticación. No se les da un contexto vital o un sustrato emocional y, en el caso de los varones y aunque cambian de historia a historia, todos hablan de la misma forma y actúan de forma parecida.

Por otra parte, la propia escala temporal de la historia impide mantener a un solo elenco de personajes y obliga a Asimov a crear un héroe tras otro –o heroínas, como en el caso de Bayta y Arcadia Darell–, no siendo todos igualmente interesantes dado que no disponen del recorrido suficiente como para desarrollarse y evolucionar. Por ejemplo, el primero de ellos que se presenta en el relato de apertura es Gaal Dornick, un personaje soso que enseguida queda eclipsado por Hari Seldon. Pero para cuando la Fundación se pone en marcha en el segundo relato, ambos ya han muerto y ha de introducirse un nuevo líder carismático, Salvor Hardin. Y así sucesivamente hasta el final de Segunda Fundación, el último volumen.

Entonces, si la Trilogía de la Fundación adolece de todas estas carencias estilísticas y literarias ¿por qué tantos aficionados la tienen en tan alta estima? ¿Por qué sigue figurando década tras década entre las obras más leídas y queridas de la ciencia ficción?

En parte ello se debe a que Asimov tiene la osadía de, en un marco de amplitud épica que abarca toda la galaxia y un periodo de varios siglos, adentrarse en temas de enorme calado: la lógica interna que determina el curso de la Historia; la posibilidad de que la ciencia pueda adivinar el futuro; qué papel juegan los individuos en las grandes corrientes históricas; el determinismo o no de la Historia y cómo ciertos sujetos pueden cambiar una cierta tendencia de la misma… Son todos estos aspectos relevantes y Asimov sabe abordarlos con inteligencia y suscitar la reflexión en el lector.

Asimov era lo que solemos denominar una “enciclopedia viviente”, un auténtico genio que llegó a ser vicepresidente del club Mensa de superdotados (si bien consideraba a muchos de sus miembros individuos arrogantes y agresivos). Asimov, más incluso que un escritor de ciencia ficción, era un científico y un historiador. Desde finales de los años cincuenta se concentró en la divulgación tanto de las Ciencias como de la Historia, publicando sin cesar libros en los que igual explicaba los misterios de la astronomía y de la bioquímica que la caída del imperio bizantino o la ubicación del Edén bíblico.

Ello no le libraba de estar condicionado por una visión de la Historia acorde con los tiempos que le tocó vivir y su propia formación: la del Positivismo filosófico, que postulaba la ahora ya vieja quimera de que el único conocimiento auténtico es el científico y que éste solo puede extraerse como producto del método científico. El dominio de la naturaleza, por tanto, se podrá alcanzar mediante las ciencias físicas y la tecnología. Como derivada, conforme avance el desarrollo científico y tecnológico, la sociedad mejorará y se abrirá la puerta a un futuro utópico.

Una visión que quedó en su mayor parte jubilada con el desarrollo de la Teoría del Caos en la década de los ochenta, que aportaba una visión distinta de la evolución histórica no como un progreso determinista vinculado al avance tecnológico sino como sistema caótico compuesto de acontecimientos conectados de forma sutil y ambigua y sin un punto de destino claro (el Efecto Mariposa). Evidentemente, no podemos exigir a Asimov que hubiera predicho la Teoría del Caos. Pero algunos años después, en 1965, apareció otra obra, Dune, en la que su autor, Frank Herbert, ya intuyó que la Historia estaba gobernada por leyes irracionales. El resultado es que Dune ha envejecido mejor que la fe ciega en la ciencia sobre la que se apoya la Fundación (y que, dicho sea de paso, era común a la mayoría de los escritores de la Edad de Oro de la ciencia ficción norteamericana).

De hecho, esas utopías soñadas por aquellos escritores no tardaron en diluirse conforme el siglo XX avanzaba. La sucesión de desgracias, calamidades y brutalidades cometidas por gobiernos y ejércitos no dejaba mucho espacio para soñar en un futuro brillante. La Primera Guerra Mundial, las crisis económicas, el ascenso de regímenes totalitarios, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, Corea y Vietnam, desigualdades, superpoblación, agotamiento de recursos…. Hasta la ciencia parecía haberse pervertido engendrando el poder destructor de las bombas nucleares.

Con la excepción de Star Trek (1966), los autores de ciencia ficción tendieron a partir de mediados de los cincuenta a imaginar futuros bastante más pesimistas, con o sin conquista del espacio. A la vista del resultado que habían tenido las sociedades modeladas a la fuerza por determinados gobiernos ideológicamente motivados, los autores no pudieron sino sentirse escépticos acerca de las utopías, las intervenciones de los políticos en la vida social o siquiera de las mejoras absolutas en ciencia, tecnología o cultura. De los futuros postapocalípticos o arruinados por la radiación, la superpoblación o la polución de los sesenta y setenta se pasó al ciberpunk y sus sociedades asfixiadas por las corporaciones y la tecnología.

El propio Asimov reconocería tiempo después que la Psicohistoria fue, hasta cierto punto, una forma de apuntalarse emocionalmente a sí mismo. Porque, aunque la idea básica fuera la de una ciencia que pudiera predecir el curso general de la historia con un horizonte futuro de siglos o milenios, estaba alimentada por el deseo urgente del autor de saber lo que iba a ocurrir inmediatamente en la guerra que se libraba en ese momento en el mundo; un deseo perfectamente comprensible en tiempos tan inciertos como aquellos.

El 1 de agosto de 1941, el día en que Asimov se dirigía a las oficinas de Campbell para proponerle la idea de un Imperio futuro que acababa de tener en el vagón de metro, las legiones nazis de Alemania avanzaban por Rusia y llegaban a Smolensko, a menos de cien kilómetros al norte de la aldea en la que él había nacido. “Hitler seguía acumulando victorias”, recordaría el autor, “y la única forma que pude encontrar para sobrellevarlo entonces fue convencerme a mí mismo de que, sin importar lo que hiciera aquél, al final estaba destinado a perder”. Si la Historia obedeciera en sus líneas generales a leyes tan rigurosas como las que determinan los fluidos o la gravitación, ello implicaba alguna posibilidad de control sobre los acontecimientos –que es lo que Hari Seldon pretendía con la Fundación–. Además, recordar que por muy alto y lejos que llegó el Imperio Romano acabó desintegrándose comido por su propio éxito, le resultó reconfortante. ¿Por qué no trasladarlo a un escenario galáctico?

Aunque la Psicohistoria sea todavía hoy algo imaginario e incluso implausible, su aspiración sigue tan viva como entonces. ¿O acaso la obsesión por utilizar los sofisticados modelos predictivos por ordenador, las encuestas masivas y los big data para vaticinar desde las pautas climáticas a los resultados deportivos o electorales, por ejemplo, no son una mezcla de la estadística, las matemáticas, la psicología y la sociología? Y aunque, ciertamente, uno de los puntos débiles de la saga desde su mismo planteamiento había sido el de no contemplar lo que en economía hoy se denominan “cisnes negros”, acontecimientos inesperados de gran impacto, Campbell supo detectarlo y orientar a Asimov a que introdujera uno de ellos en la forma de El Mulo, un individuo megalomaniaco, con complejo de inferioridad y una profunda psicopatía paranoide. ¿No fue eso mismo lo que ocurrió con la aparición de Donald Trump en la campaña presidencial norteamericana de 2016 y su victoria en las mismas, trastocando todo lo que los expertos habían predicho?

Llama también la atención la total ausencia de la religión en el mundo futuro imaginado por Asimov. La caída del Imperio Romano y la entrada en la Edad Media estuvieron fuertemente marcadas por el ascenso del cristianismo, tanto en el poder político que acumuló como en su papel de custodio del conocimiento clásico que de otra forma se hubiera perdido en la descomposición urbana y cultural que se produjo en Europa. Asimov, por el contrario, prescinde por completo del hecho religioso y propone una alternativa seglar al fortalecimiento del cristianismo.

En este sentido, esa ceguera forzada hacia el hecho religioso inherente al ser humano (no tanto doctrinal como metafísico en tanto a nuestra tendencia a interrogarnos sobre nuestro origen y propósito últimos –y el del universo– así como nuestro deseo de trascendencia más allá de la muerte), hace de la secuencia expuesta por Asimov algo no enteramente convincente, si bien ello no es óbice para que su lectura sea muy entretenida.  (De nuevo volviendo a Dune, Herbert no obvió el fenómeno religioso como motor de cambio social, aun cuando también lo interpretaba negativamente, como la forma en que las Bene Gesserit hacían pasar por milagros lo que no era más que ciencia o el fanatismo que podía impregnar a los Fremen).

Asimov, a través de Hari Seldon, nos asegura que la salvación de la humanidad y el acortamiento de las desgracias que provocará la descomposición de la civilización y la entrada en un periodo oscuro, no pasa por unas comunidades religiosas que, sustentadas por su fe y filantropía, conserven el conocimiento (algo que sí propuso Walter M. Miller en Cántico por Leibowitz, 1960), sino por un grupo de científicos que, en el nuevo y hostil entorno, se apoyarán para sobrevivir en la preservación y desarrollo de las ciencias físicas por una parte, y en el conocimiento de la psicología de masas y las dinámicas sociales e históricas por otra. Esa fe ciega en las Ciencias y Humanidades se convierte por tanto y a la postre en una especie de nueva religión.

Y es que Asimov era ateo y racionalista. Sus padres sí eran judíos ortodoxos (aunque su emigración a Estados Unidos atenuó su observancia a los ritos respecto a la aldea bielorrusa de donde procedían), pero no impusieron sus creencias a su hijo. Éste creció viendo la Torah hebrea como una mitología equivalente a la griega o la nórdica y no tenía reparos a la hora de bromear sobre tópicos religiosos. Tampoco le supuso ningún inconveniente a la hora de, ya consagrado como autor y dedicado a la divulgación científica e histórica, escribir varios libros que ayudaban a interpretar desde el punto de vista estrictamente histórico tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento cristianos. Y ya desde muy joven, aunque no atacaba la fe de otras personas, sí lo hacía cuando las creencias defendían supersticiones o tesis pseudocientíficas.

Hay otros aspectos que, si se examinan con detalle, hacen del escenario expuesto en la Fundación algo implausible. Difícilmente puede creerse que billones de personas en millones de mundos correrían la misma suerte (esto es, la pérdida de conocimiento tecnológico) en caso de la desaparición de sus lazos políticos o comerciales; o que siquiera pudiera construirse una entidad política funcional y coherente a partir de la unión o conquista de todos ellos. Que la mayoría de las historias de la trilogía dependan en último término de la acción individual de personas muy concretas –Salvor Hardin, Hober Mallow y otros– parece contradecir la propia teoría psicohistórica. Las apariciones periódicas de Hari Seldon en la cámara del tiempo de Términus coincidiendo siempre con momentos de crisis, parecen más increíbles coincidencias que rigurosa planificación científica.

Tampoco parece muy consistente que los enemigos de la Fundación pudieran mantener la tecnología de viaje espacial habiendo olvidado al mismo tiempo la capacidad de producir energía atómica. O que el Imperio fuera una institución completamente deseable para el universo y que su caída tuviera que constituir necesariamente una tragedia. Aunque Asimov presenta a Seldon como una fuente de sabiduría, a la hora de la verdad y pese a todo su poder predictivo, demostraba ser políticamente cegato o, como mínimo, ingenuo ya que la única salida que se le ocurre a la decadencia es sustituir el corrupto Imperio por otro nuevo sin considerar otro tipo alternativo de institución; o asumir sin vacilaciones que cuando la gente es dejada a sus propios medios revierte automáticamente al barbarismo.

Con todos estos apuntes en los que señalo defectos o inconsistencias no pretendo ni mucho menos menospreciar la importancia de Asimov en la ciencia ficción y la cultura popular del siglo XX que, por otra parte, no se limita a la Fundación sino que se extiende, ya lo he dicho, a su Ciclo de los Robots. Recordemos que entonces Asimov era un joven e inexperto escritor que se veía limitado en cuanto a la extensión de sus historias y que nadie le pidió nunca, habida cuenta de que se trataba de literatura pulp, mayor sofisticación. Y además da igual. Porque consiguió mantener en pie ese frágil castillo de naipes y montar sobre él una intriga galáctica que, gracias a su argumento sencillo y habilidad para solucionar misterios y situaciones aparentemente sin salida, ha entretenido a generaciones de lectores.

Su fe en la capacidad predictiva de las ciencias sociales llevó tanto a Asimov como a otros escritores a considerar seriamente que aquéllas podían cambiar la sociedad y ello dio origen a un enriquecimiento de la ciencia ficción, una mayor sofisticación del género en relación a las historias de supercientíficos y superguerreros de un par de décadas antes.

Además, supuso un distanciamiento muy importante respecto a la violencia y tono belicista que imperaban en las space operas hasta ese momento. Los héroes de éstas eran tipos varoniles, fuertes y arrojados, que tenían a su disposición un armamento hipertecnológico fenomenal y que solucionaban los conflictos imponiéndose por la fuerza a sus adversarios, alienígenas o no. Por el contrario, el personaje de Salvor Hardin en Fundación afirmaba que “la violencia es el último refugio de los incompetentes”. Y, efectivamente, Asimov hizo que sus héroes se enfrentaran a las amenazas utilizando el ingenio (de hecho, cuando la Fundación recurría a la fuerza de su Flota, como en el caso del Mulo, no tenía garantías de salir bien parada). Los personajes de Asimov hablaban, hablaban mucho, a diferencia de los héroes de las aventuras pulp de no hacía tanto tiempo.

La Fundación fue el gran éxito editorial de Asimov, la obra que lo consagró para el resto de su vida como uno de los grandes de la ciencia ficción. En ella, reinterpretó el pasado de nuestra propia historia en clave futurista y seglar y aunque es una obra irregular en sus personajes, de trama poco sólida y un tanto lenta en su ritmo, sus ideas centrales (el ascenso y caída de las civilizaciones y la noción de que el futuro pueda ser predicho, y por tanto, manipulado) siguen siendo tan fascinantes hoy como entonces y es precisamente su sabor añejo, su toque “campbelliano”, lo que atrae a tantos lectores. Que casi ochenta años después de su primera aparición en Astounding, continúe figurando en cualquier canon de la ciencia ficción que se precie, dice mucho acerca de la capacidad de supervivencia de los ideales tecnocráticos, de la confianza en el determinismo tecnológico y de la indiferencia de muchos lectores hacia el estilismo literario.

Tiempo después, y como veremos en los siguientes artículos, la serie de la Fundación se expandió más allá de la trilogía original, y dio lugar a cinco nuevos títulos: Los límites de la Fundación (1982), Robots e Imperio (1985), Fundación y Tierra (1986), Preludio a la Fundación (1988) y Hacia la Fundación (1993).

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".