Resulta difícil generalizar sobre el cine de ciencia ficción de comienzos de los setenta, aunque parece razonable afirmar que si se caracterizó por algo fue por la influencia que sobre él tuvieron las preocupaciones sociales y culturales del momento. A priori esto no es decir mucho, claro. Gran parte de la ficción (ciencia ficción incluida) encuentra su inspiración o refleja de algún modo la situación política, cultural o social de su época. Pero en los setenta, pareció que los cineastas quisieron hacer más explícito su mensaje, tomar postura y advertir de la deriva que estaba tomando el mundo real. Películas como La amenaza de Andrómeda (1971), Naves misteriosas (1971), Cuando el destino nos alcance (1973) o La fuga de Logan (1976) presentan futuros bastante negros a base de agigantar y proyectar hacia el futuro determinados problemas.
La naranja mecánica fue otro de esos films que pueden encuadrarse en dicha corriente distópica. Fue la última y más corrosiva película de la trilogía de ciencia ficción firmada por Stanley Kubrick, en la que avisaba acerca de los peligros de la tecnología en sus diferentes formas. En muchos sentidos, es una película difícil de defender. El autor de la novela original, Anthony Burgess, la odiaba tanto que cuando realizó una adaptación teatral de su obra, hizo que uno de los personajes que resultan brutalmente apaleados se pareciera a Stanley Kubrick. La venganza de éste, si es que deseara o necesitara una, fue muy sencilla: consiguió que su versión cinematográfica fuera la definitiva.
Pero incluso Kubrick debió tener ciertos reparos respecto a ella, porque decidió retirarla de los cines, teóricamente a raíz de la comisión de algunos crímenes sospechosamente parecidos a los mostrados en el film, aunque nunca llegó a explicar claramente sus auténticas razones.
Sus detractores tachan a La naranja mecánica de moralmente reprensible, pretencioso ejercicio de estilo o, simplemente, demasiado extravagante. Todos tienen su parte de razón, pero también es cierto que ofrece una experiencia cinematográfica abrumadora y uno de los más conseguidos ejemplos de cómo plasmar en imágenes una historia narrada desde un punto de vista subjetivo.
Kubrick había leído el libro de Burgess durante el rodaje de ¿Teléfono rojo?: Volamos hacia Móscú (se lo había regalado el escritor y periodista Terry Southern, quien había firmado el guión de esa película), pero inicialmente descartó la posibilidad de adaptarlo al cine por considerar que el particular lenguaje en el que se expresaba el narrador y protagonista dificultaría la comprensión de la historia.
Pasaron los años y tras 2001: Una Odisea del Espacio (1968), Kubrick se embarcó en un proyecto tan grandilocuente como su protagonista: rodar una película sobre Napoleón… hasta que alguien le hizo darse cuenta del coste que iba a suponer (alrededor del doble del film más caro jamás rodado hasta la fecha) y se vio obligado a aparcarlo.
Volvió entonces su atención a la novela de Burgess. Ésta tocaba un tema harto escabroso y contenía escenas de extrema dureza. Pero Kubrick se dio cuenta de que público y crítica habían ampliado su tolerancia a tenor de los nuevos tiempos. Películas de contenido tan espinoso como Cowboy de medianoche (1969) o Perros de paja (1971), a pesar de haber recibido la calificación “X” en su exhibición comercial, no sólo habían disfrutado de unos buenos resultados económicos sino que incluso habían ganado Oscars. Ese nuevo clima fue lo que animó a Kubrick a retomar La naranja mecánica, escribiendo el guión (la primera vez que asumía ese papel en solitario) y rodándola durante el invierno de 1970-1971.
Lo que causa inquietud al espectador es que de todas las distopias que el cine ha ido ofreciendo a lo largo de su historia, la de La naranja mecánica es la más realista y verosímil. El futuro que se plantea en la película, aunque no se especifique su localización temporal, está claramente muy próximo a nosotros, mientras que el personaje principal, Alex DeLarge se ajusta a los violentos comportamientos de los adolescentes del siglo XX. Es el líder de una banda juvenil que viste uniformes compuestos de sueters blancos y sombreros de bombín; su música favorita es Beethoven y no ve sentido alguno en pensar en el mañana cuando su salvaje estilo de vida le proporciona tanta satisfacción hoy.
Alex es un joven violento (aunque no estúpido) que hace lo que le viene en gana sin importarle las consecuencias. Él y sus amigos recorren las calles de Londres cometiendo todo tipo de desmanes, desde palizas a mendigos hasta robos o violaciones. En una de esas incursiones, Alex es traicionado por sus compañeros, arrestado y sentenciado a catorce años de prisión por asesinato. Tras dos años de condena, a cambio de su libertad, accede a someterse al Tratamiento Ludovico, un procedimiento experimental de condicionamiento psicológico –o lavado de cerebro, como se quiera denominarlo– que suprime las tendencias violentas.
Cada vez que Alex siente el deseo de perpetrar un acto de violencia o sexual, se dispara un mecanismo que le enferma físicamente hasta la incapacitación. Considerándolo curado, el gobierno le pone en libertad.
El problema es que en el mundo violento en el que vive, Alex se ve incapaz de defenderse cuando más lo necesita. Sus padres se desentienden de él, unos ancianos le apalean y sus antiguos compinches, ahora convertidos en policías, le propinan una paliza antes de que una de sus antiguas víctimas, Frank Alexander (Patrick Magee) lo encuentre y le ofrezca refugio en su casa. Pero Alexander lo reconoce como el verdugo de su mujer y decide vengarse induciéndolo al suicidio. Sin embargo, Alex no muere y, de hecho, se convierte en el centro de un debate público contra el Tratamiento Ludovico que desemboca en la reversión de su condicionamiento y su puesta en libertad para que se apague el escándalo y él siga siendo lo que era: un peligroso psicópata.
La naranja mecánica fue una elección muy extraña a la hora de pensar en una traslación cinematográfica, ya que se trata más de una novela de ideas y lenguaje que de trama o imágenes. De hecho, uno de sus elementos definitorios era el peculiar dialecto inventado por Burgess en el que se articulaba la narración en primera persona. La narrativa estaba pensada para ser interpretada más en forma literaria que literal: su inverosímil cadena de coincidencias servía en realidad para subrayar el mensaje filosófico que el autor quería articular en la novela. Y dado que uno de los principales temas del libro era la forma en que la perspectiva individual sobre uno mismo y el mundo que le rodea va evolucionando con la edad, aquél estaba dividido en 21 capítulos, tres por cada una de las siete edades del hombre.
Y es ahí precisamente donde radica la principal diferencia entre el libro y la película. Kubrick escribió el guión a partir de la edición norteamericana de la novela del mismo título escrita en 1962, como he dicho, por el inglés Anthony Burgess. En ésta faltaba un capítulo final –sí incluido en la versión original inglesa– que daba un giro radical a la historia y al personaje de Alex: éste empezaba a sentir que no le satisfacía la violencia de antaño, encontrando más atractiva una vida basada en la construcción y no en la destrucción.
Burgess siempre se declaró molesto por el final del film, puesto que ofrecía una visión nihilista de la naturaleza humana y su propensión a la violencia que no se correspondía con lo que él tenía en mente. La omisión de ese capítulo final convirtió a la película en una burla de la novela del católico Burgess, quien otorgaba un gran valor al perdón y a la capacidad del hombre para cambiar y mejorar por sí mismo. Para más detalles, recomiendo la lectura en este mismo espacio de la reseña de esa novela.
El final de Kubrick convirtió por tanto a La naranja mecánica en una obra con un mensaje propio y diferenciado del de la novela: la condición humana es un laberinto y da igual lo que hagamos, no encontraremos la salida. Alex es tanto objeto como sujeto de la violencia social, la imparte a título individual y la padece de parte de las instituciones colectivas (familia, gobierno, policía). Nunca llega a escapar del ciclo de agresiones en el que se halla atrapado. Mediante el Tratamiento Ludovico –que consiste en el visionado, bajo el efecto de drogas, de películas hiperviolentas cuyo color parece más real que la vida misma– es obligado a interiorizar que la violencia y el sexo no son aceptables, de tal forma que sus instintos básicos son transformados en un reflejo de disgusto físico.
La delicada sátira de todo esto reside en que ese procedimiento no es sólo un lavado de cerebro propio de un estado totalitario que trata de producir ciudadanos obedientes y leales, sino que simboliza el propio proceso civilizador: la sublimación de todo lo que de caótico y destructor tiene nuestra libido. Tras la caída de Alex por la ventana al intentar suicidarse, vuelve a encontrarse en el punto de partida: se le considera reformado porque ha recuperado su antiguo yo. A sus ojos vuelve la expresión penetrante y la mirada asesina con la que se abre la película. La represión se torna expresión y, una vez más, Alex encuentra una “pantalla” adecuada (en el interior de su mente) sobre la que proyectar su perversa imaginación en forma de celebración pública del sexo y la violencia.
Kubrick es un director dominado por el pesimismo antropológico y político, tanto en su mensaje como en su perfección de frío estilismo. Es, en otras palabras, un humanista radical e irónico, para el que la naturaleza humana, en último término, triunfa porque es inherentemente corruptible, porque no puede ser rehabilitada, porque no tiene cura. El enfoque que hace Kubrick del género distópico es radicalmente opuesto al de muchos otros autores liberales: incluso más peligroso que una sociedad deshumanizada y un gobierno totalitario es un individuo tan “humano” que pueda perseguir con total libertad y sin cortapisas la satisfacción de sus instintos más básicos. Así, para Kubrick, el noble salvaje que imaginó Rousseau no es más que un libertino amoral. Aunque hubiera llegado a leer el capítulo final de la novela de Burgess, probablemente no lo habría utilizado.
En La naranja mecánica Kubrick da rienda suelta a su particular y sardónico humor. Dirige la película como si fuera una farsa estridente (como demuestra perfectamente la escena sexual de Alex con dos chicas, pasada a alta velocidad como si fuera una antigua cinta cómica), se regodea en los tópicos y los detalles grotescos (como esa fijación infantil por los órganos sexuales, especialmente los senos), lo irreverente e inapropiado (la colocación de una serie de estatuillas de porcelana de Jesucristo en formación de baile) o la puesta en escena excesiva utilizando el estilo de decoración pop-art con un deliberado mal gusto.
Todo el reparto realiza sus interpretaciones forzando la voz, algo que potencia el impacto de la violencia. Kubrick lanza sus envenenados dardos contra todo aquello que se le pone por delante. “No toques eso, es una obra de arte de valor incalculable”, exclama una mujer refiriéndose a la escultura de un gran pene poco antes de que sea asesinada a golpes con ella. Mientras está en prisión, Alex se sirve de la Biblia para solazarse mentalmente con todo tipo de imágenes violentas, mientras finge ante las autoridades carcelarias que ha abrazado la religión. La profesión psiquiátrica tampoco se libra de la parodia: cuando durante el Tratamiento Ludovico Alex grita sinceramente que está curado, pero los doctores se empeñan en continuar con la tortura insistiendo en que es por su propio bien.
Lo que hace Kubrick en La naranja mecánica no es sino gastarle una gran y siniestra broma a los espectadores. Invierte la mitad de la película en dejarlos estupefactos y horrorizados a la vista de los actos de su protagonista para, a continuación, convertirlo en una figura digna de compasión. Es una transición que al principio no parece evidente, pero que, conforme se desarrolla la secuencia de la prisión y el lavado de cerebro, cobra sentido.
Malcolm McDowell ofrece una soberbia interpretación mediante la que consigue despertar simpatía hacia su personaje por los maltratos a los que es sometido.
Y entonces, cuando Kubrick ha logrado convertir al psicópata Alex en víctima, remata la cinta devolviéndolo de nuevo a su antigua condición, con un plano final centrado en su rostro, tras el cual su mente ya está maquinando nuevas atrocidades.
Esa conclusión, amoral y pesimista, dejó al publico de la época escandalizado, lo cual no puede extrañarnos. Kubrick había manipulado a los espectadores hasta el punto de hacerles desear que, efectivamente, Alex se recuperara del condicionamiento psíquico y fuera dejado libre para seguir provocando el caos. Como decía antes, una siniestra broma que Kubrick gastó a su público. Los críticos que calificaron La naranja mecánica como irresponsable, manipuladora y peligrosa bien podrían estar describiendo al propio Alex; película y personaje son uno solo.
El film formula una pregunta espinosa y todavía muy vigente hoy, cuarenta años después de su estreno: ¿el precio de la libertad es tener a gentuza como Alex merodeando por ahí, lista para agredir salvajemente a inocentes cada noche? ¿El precio del orden social es el aplastamiento del libre albedrío? Kubrick no pone las cosas fáciles al espectador, quien, en último término, deberá ser quien decida cuál de los dos males es el menor: un mundo pacífico carente de libertad, o un mundo libre violento y peligroso.
Narrativa y estéticamente, la película es intachable, si bien hay que tener en cuenta que el particular estilo de Kubrick no es del gusto de todo el mundo. El director nos ofrece un banquete visual, abarrotado de iconografía cinematográfica que forma un conjunto sólido y perdurable. Podrían eliminarse todos los diálogos y sustituirlos por las cartelas propias del cine mudo y el film seguiría siendo perfectamente comprensible. El director sugiere la naturaleza distópica del futuro escogiendo como escenarios edificios de arquitectura monumental de Londres y recurre, como ya hemos dicho, al pop art para decorar el bar Korova, punto de reunión de Alex y sus drogos, o los apartamentos de sus víctimas. El rodaje cámara en mano simboliza la desorientación y caótica energía del amoral Alex…
Es ineludible resaltar la malintencionada utilización de la música, por ejemplo, con la obsesión de Alex con la obra de Beethoven (que también estaba presente en la novela), algo chocante tratándose de un bruto de clase obrera con inclinaciones criminales. Corona el trabajo la vanguardista música de sintetizadores de Wendy Carlos. Pero lo que molestó a todo el mundo cuando se estrenó el film fue la coreografía y estilización con que Kubrick revistió a la violencia. En 2001: Una Odisea del Espacio, Kubrick había creado un auténtico baile entre naves espaciales al ritmo de la música clásica con resultados de verdadera poesía visual. En la primera mitad de La naranja mecánica hace algo parecido, pero utilizando «La urraca ladrona” (1817), de Rossini, como fondo para coreografiar una brutal pelea entre bandas. Al ritmo de “Cantando bajo la lluvia”, Alex y sus drogos propinan una brutal paliza y letal violación a un matrimonio (una idea de McDowell que obligó a Kubrick a desembolsar diez mil dólares en concepto de derechos de autor). Ciertamente, son escenas muy desagradables no aptas para cualquier sensibilidad o estado de ánimo y, especialmente en los años setenta, supuso un movimiento muy arriesgado por parte del realizador.
Otro de los puntos fuertes de la novela es el particular idioma que Burgess creó para su protagonista y al que bautizó como Nadsat, una mezcla de ruso y argot inglés articulado en forma de prosa isabelina que sobrevive –aunque descafeinado en aras de la comprensibilidad– en la película. El Nadsat impregna la película de extrañeza y tensión, especialmente por el contraste que aporta respecto tanto al habla aburridamente funcional de otros personajes como a la banda sonora. Tal y como lo verbaliza McDowell (y esta es una película que hay que ver ineludiblemente en versión original), el Nadsat es también una actitud, una celebración del sonido en sí mismo y como expresión oral de una mente que funciona de una forma muy distinta a la nuestra. Es un lenguaje que suena casi alienígena, con expresiones como “rassoodock”, “tolchocking”, “peeting vino”, “horrorshow”, “debochka”… Esta original utilización del lenguaje es otra de las cosas que hace de La naranja mecánica algo único en la ciencia ficción cinematográfica.
Y, claro está, hay que destacar la maravillosa interpretación de Malcolm McDowell, un actor que nunca volvería a alcanzar la brillantez de este papel. El de Alex no era en absoluto un personaje fácil de encarnar. Se precisaba alguien que con su sola presencia reflejara cierto atractivo satánico (Kubrick contempló la posibilidad de recurrir a Mick Jagger para el papel. Éste, por cierto, fue el propietario de los derechos durante un tiempo y llegó a pensar en protagonizar la película con el resto de los Stones encarnando los compinches de Alex). McDowell lo consigue a la perfección aun cuando para entonces su edad (27 años) se distanciaba bastante de la del protagonista de la novela (15). Su “Alex” irradia un extraño magnetismo aun cuando se trata de un violador y asesino. Combina el necesario carisma para ejercer de líder de una banda, la ingenuidad que le impide darse cuenta de que sus compañeros no le van a seguir para siempre y la inteligencia para disimular sus tendencias en prisión. Su implicación en el rodaje le costó una herida en la córnea y una aversión para toda la vida hacia los colirios (algo que se comprende perfectamente viendo la escena en la que sufre el Tratamiento Ludovico).
A pesar de la controversia que la acompañó durante su recorrido comercial, La naranja mecánica fue uno de los pocos films de ciencia ficción (y uno de los dos clasificados X) en contar con una nominación a los Oscar a la Mejor Película, Mejor Director y Mejor Guión adaptado (los perdería aquel año frente a French Connection). Estuvo también nominada a mejor película en los premios BAFTA y los Globos de Oro. Todo un logro que demuestra su valor cinematográfico al margen del mensaje que transmita. En el ámbito de la ciencia ficción, ganó el Hugo a la Mejor Presentación Dramática.
A comienzos de los años setenta, Stanley Kubrick estaba ya entonces considerado uno de los directores más originales y de mayor talento del mundo, pero ello no le libró –o quizá fue precisamente por ello– de causar una enorme polémica con esta película. En realidad, Kubrick no era ni mucho menos novato en lo que se refiere a controversias. Su adaptación de Lolita (1962), la fantástica novela de Vladimir Nabokov, le había hecho merecedor de no pocos ataques debido al tema que en ella se trataba: un hombre maduro e intelectual que se sentía irresistiblemente atraído por una jovencita.
También levantó polvareda ¿Teléfono Rojo?: Volamos hacia Moscú (1964), en la que abordaba el tema del holocausto nuclear con un corrosivo y muy negro humor que ningún otro director –al menos en aquellos años- habría sido capaz de ofrecer. Incluso 2001: Una Odisea del Espacio (1968) había sido objeto de discusiones y desencuentros debido no sólo a su estilo formal, sino a su inquietante visión de una humanidad tragada por su propia tecnología.
Sin embargo, para muchos, Kubrick fue esta vez demasiado lejos al convertir la vívida prosa de Burgess en imágenes. Dejando aparte la diferencia en los finales de ambas obras, la aproximación de Kubrick a la historia que se narra en la novela se antoja más sensacionalista que la de Burgess, en parte porque la original prosa inventada por escritor ayudaba a enmascarar la violencia de algunas escenas; en el cine, en cambio, no hay forma de hacerlo. Poco después del estreno de la película (que llevó la calificación “X” en Estados Unidos y Reino Unido), se produjeron en Inglaterra un puñado de ataques contra mendigos, violaciones y actos de vandalismo cuyos perpetradores afirmaron haber sido inspirados por la cinta.
Kubrick fue puesto en la picota por la prensa, acusándole de incitar a la violencia juvenil y llegando incluso a recibir amenazas de muerte y soportar piquetes en la entrada de su casa. Los periodistas no habían entendido nada: la película, aunque sí mostraba escenas muy duras, no trataba sobre la violencia, sino sobre la represión estatal, la manipulación política y el libre albedrío.
Es cierto que al obviar el último y moralizante capítulo final de la novela y hacer que los crímenes pasados y futuros de Alex quedaran sin castigo, la película confundiera y disgustara la sensibilidad de mucha gente, pero resulta difícil de creer que ello bastara para empujar a la juventud inglesa al crimen y la delincuencia. El problema más bien parece el típico de los medios de comunicación, amplificando y relacionando incorrectamente dos hechos diferentes, mezclado con la preocupación existente desde hacía tiempo en la sociedad inglesa por el auge de las subculturas juveniles y los choques entre ellas. Con todo y con eso, es más que probable que Kubrick hubiera sido incapaz de sacar su proyecto adelante en la actualidad, cuando los estudios parecen mucho más cautelosos con los contenidos de sus producciones.
El propio Kubrick trató de defenderse de los ataques: “Intentar atribuir responsabilidades al arte como motor de la vida me parece dar la vuelta al problema. El arte consiste en remodelar la vida, pero no la crea ni la provoca. Además, atribuir cualidades sugestivas de tal poder a una película contradice los postulados de la ciencia, según los cuales es imposible obligar a las personas a realizar actos que contradigan su naturaleza incluso aunque, tras una hipnosis profunda, se encuentren en estado posthipnótico”.
Sea como fuere, los argumentos esgrimidos por Kubrick en su defensa no pudieron vencer al sensacionalismo de la prensa. Enfadado y profundamente decepcionado por la situación, en 1974 retiró La naranja mecánica del circuito de exhibición en Inglaterra –país donde residía– y se negó a volver a proyectarla allí hasta después de su muerte en 1999.
De la misma forma, durante años no quiso autorizar una edición en vídeo, lo que ayudó a convertir la película en una obra de culto, con proyecciones clandestinas y copias que pasaban de mano en mano (en el resto de Europa y Estados Unidos no tuvo esos problemas). Lo que parece un suicidio comercial, acabó siendo una muy inteligente maniobra por parte de Kubrick. Su contrato con Warner Brothers estipulaba el cobro de dos millones de dólares por la película y el 40% de los beneficios generados por la misma. Con su minuciosidad característica, examinó con atención el perfil de ingresos de cada sala de cine, escogiendo para la proyección sólo aquellas que habían demostrado ser más rentables con el tipo de películas experimentales con las que se podía equiparar La naranja mecánica. ¿Resultado? La cinta obtuvo nada menos que 40 millones de dólares de beneficio sobre una inversión de 2 millones.
Como visión del futuro, La naranja mecánica no podría ser más diferente que la presentada en 2001: Una Odisea del Espacio: una especie de distopia pop-art rodada con dos millones de dólares en un puñado de escenarios, cámara en mano y sin efectos especiales. Además, y a diferencia del complejo desarrollo de guión y rodaje de 2001, Kubrick fue escribiendo el guión de La naranja mecánica conforme rodaba, algo sorprendente dado su temperamento obsesivamente perfeccionista y controlador. Sin embargo, ambas obras abordan (junto a ¿Teléfono Rojo?: Volamos hacia Moscú el mismo tema: los peligros de la tecnología, en este caso el Tratamiento Ludovico, por el que una persona es transformada en una especie de máquina.
Curiosamente, años más tarde, Kubrick exploraría la posibilidad inversa: una máquina que busca convertirse en humano. Ese film, A.I. Inteligencia Artificial acabaría siendo heredado y finalizado por Steven Spielberg tras la muerte de Kubrick en 1999. Para entonces, la línea entre lo artificial y lo humano en la cultura popular se había difuminado todavía más, como ejemplifica el robot asesino con ciertos rasgos humanos de Terminator 2.
Hoy, La naranja mecánica es un clásico no sólo de la ciencia ficción, sino de la historia del cine. No obstante, y no puede extrañarnos, sigue despertando polémica. Es una película que exige de cierta actitud a la hora de visionarla y no es apta para todas las sensibilidades. La manera que tiene de combinar el humor negro con la violencia explícita –aun cuando no se vean vísceras ni demasiada sangre–, la forma en que Alex trata a las mujeres, su claro afán provocador, su perfecta pero fría puesta en escena… siguen siendo argumentos esgrimidos por sus detractores. Más de cuatro décadas después de su estreno, todavía suscita discusiones y opiniones encontradas y sólo eso ya nos da una pista de su fuerza y perdurabilidad.
Puede que Burgess odiara el film, pero está claro que se hallaba en franca minoría.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.