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«A.I. Inteligencia Artificial» (2001), de Steven Spielberg

Las películas de ciencia ficción pueden, muy de vez en cuando, recibir alguna nominación a los Oscar, pero éstas suelen ser a los efectos especiales, el maquillaje, sonido o algún otro apartado técnico. Habría que retroceder al Oscar al mejor actor que se le otorgó merecidamente a Fredric March en 1932 por El Doctor Jekyll y Mr. Hyde (1931) para encontrar una excepción a la regla (y eso aun cuando muchos no la consideren adscrita al género, clasificándola, como la novela original de Robert Louis Stevenson, como “terror”).

Ni siquiera el premiadísimo director Steven Spielberg llegó más allá de la nominación en sus incursiones en la ciencia ficción (por Encuentros en la tercera fase y E.T.), ganando por fin su Oscar por La lista de Schindler, una de sus cintas “serias” centrada, además, en un tema bastante apreciado por los estudios de Hollywood: el Holocausto judío. Con la excepción de Minority Report, el resto de sus películas incluyen de forma más o menos protagónica la aventura de un niño. Este es el caso de I.A. Inteligencia Artificial, si bien aquí el niño no es exactamente un niño y la aventura discurre por senderos bastante tortuosos y en absoluto infantiles.

En el futuro, la humanidad ha tenido que retirarse al interior de los continentes al quedar los antiguos litorales anegados por la fusión de los casquetes polares. Ante esta nueva situación, los gobiernos han instituido estrictas leyes de control de natalidad. Como resultado, el uso de androides o “mecas” para todo tipo de tareas se ha convertido en algo cotidiano al ser ingenios que gastan poco en relación a su versatilidad y durabilidad. El profesor Hobby (William Hurt), genio al mando de la compañía Cybertronics de Nueva Jersey, propone a sus científicos la creación de algo totalmente nuevo: un niño artificial programado para amar incondicional y eternamente, un meca con verdadera vida emocional. Dos de sus empleados, Henry y Monica Swinton (Sam Robards y Frances O’Connor), que viven en una continua angustia al tener a su único hijo, Martin, sumido desde hace años en un coma, acceden a acoger a ese prototipo y probarlo.

Monica pronto establece lazos afectivos con el niño androide, David (Haley Joel Osment), hasta el punto de llegar a amarlo de verdad. Pero entonces, Martin emerge inesperadamente de su coma y regresa al hogar familiar. Celoso de David, conspira para hacerle aparecer como una máquina impredecible y peligrosa ante sus padres con el objeto de que éstos lo devuelvan a la fábrica para su despiece, la única salida para el androide una vez activado su protocolo emocional. Pero Mónica se siente incapaz de hacerlo y opta por abandonarlo en el bosque, junto a su oso de juguete robótico, Teddy.

Tratando de volver a casa y al amor de su “madre”, David, totalmente ignorante del mundo y sus peligros, es capturado por la Feria de la Carne, un circo ambulante cuyo espectáculo consiste en la destrucción brutal de robots para entretenimiento de las masas fanáticas. Logra escapar en compañía del meca sexual Gigolo Joe (Jude Law) y comienza entonces una desesperada búsqueda de el Hada Azul, un personaje del cuento de Pinocho (que él cree verídico) para que lo transforme en un niño de verdad y pueda así ganarse el amor de su madre.

En términos de su aproximación a la ciencia ficción, es difícil encontrar a dos directores más dispares que Steven Spielberg y Stanley Kubrick. El primero, en su vertiente de realizador de cine espectáculo, transmite el espíritu de un Peter Pan descubriendo Nunca Jamás, un lugar –sus películas‒ en el que puede jugar y volar recuperando la inocencia y el sentido de lo maravilloso (una noción que constituye la espina dorsal del argumento de su película Hook, 1991). Por otra parte, Kubrick era un cínico desapegado de la humanidad: o bien la gente le resultaba indiferente o bien creaba historias como ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1963) y La naranja mecánica (1971), que no eran sino grandes y siniestras bromas en las que trataba a sus personajes –y espectadores‒ como moscas con las que jugar arrancándoles las alas.

Comparemos, por ejemplo, dos grandes trabajos de cada director, 2001: Una Odisea del Espacio (1968) de Stanley Kubrick, y Encuentros en la tercera fase (1977) de Spielberg. Ambos son films sobre un hombre que pasa por una ordalía hasta llegar a un encuentro climático con lo alienígena, tras lo cual es llevado lejos a bordo de un gran espectáculo luminoso. Para Spielberg, el universo estaba lleno de maravillas por descubrir, era un lugar en el que el hombre podía redescubrir al niño que llevaba dentro tan sólo sacudiéndose las telarañas de lo rutinario y lo mediocre. En cambio, para Kubrick el futuro, como el espacio, son lugares fríos en los que la humanidad queda eclipsada por su propia tecnología. Sólo evolucionando más allá de esa misma humanidad, física y mentalmente, podremos ser libres.

Aunque ambos cineastas se guardaban un gran respeto y mantenían frecuentes y larguísimas conversaciones telefónicas sobre lo que fuera en lo que estuvieran trabajando en ese momento, no sólo sus técnicas cinematográficas sino sus mismas personalidades eran radicalmente opuestas. Spielberg es extrovertido e inquieto. Ha creado su propio estudio, produce los proyectos de otros colegas, ha participado de una forma u otra en numerosas series de televisión tanto de imagen real como animadas…. Mientras que Kubrick era un recluso introvertido que trataba de controlar obsesivamente sus obras hasta el punto de que en su última etapa, pasaba años –incluso, en algunos casos, décadas‒ perfeccionando un solo proyecto. No en vano ostenta el record tanto del rodaje más largo para un film ‒15 meses para Eyes Wide Shut (1999)‒ como para el mayor número de tomas de una sola escena ‒160 en El resplandor (1980) ‒. Esa diferencia entre ambos genios del cine se hace patente en I.A. Inteligencia Artificial. Kubrick trabajó en su guión durante quince años y murió en 1999, antes de poder rodarla. A partir de ese momento, Spielberg recogió el testigo y en sólo dos años, la reescribió, rodó y preparó para su exhibición.

Pero la colaboración de ambos directores para este proyecto fue algo que vino de antes y que atrajo la atención de industria y espectadores, que se preguntaban hacia qué lado se decantaría el resultado final habida cuenta de lo dispares que eran los dos. De hecho, Kubrick llevaba preparando la película desde comienzos de los setenta. Conoció a Spielberg en 1979, cuando coincidieron en Londres mientras rodaban El resplandor y En busca del arca perdida respectivamente. Mantuvieron un contacto regular y en 1985 llegaron a un acuerdo para que Spielberg, ya entonces en la cresta de la ola, asumiera el papel de productor de esa película de ciencia ficción, cuyo desarrollo estaba convirtiéndose en una interminable carrera de obstáculos. De hecho, se empantanó interminablemente debido a los caprichos y rarezas del director. Durante años fue contratando y despidiendo escritores para que trabajaran en el guión, se distrajo con otros proyectos, lo abandonó frustrado porque los efectos especiales no estaban a la altura de sus exigencias y, por fin, en 1994, a la vista de lo que Spielberg había conseguido “resucitando” digitalmente a los dinosaurios en Parque Jurásico (1993), el film entró en preproducción.

La cosa pareció salir adelante durante algún tiempo, pero Kubrick seguía mostrándose disconforme con las previsualizaciones y pruebas que le iban presentando. En 1995, quizá ya cansado, le entregó el guión a Spielberg diciéndole que, al fin y al cabo, era una historia más cercana a sus sensibilidades. Éste, no obstante, declinó la oferta y lo convenció para que permaneciera como director. Kubrick lo aparcó todo para concentrarse durante varios años en Eyes Wide Shut, estrenada en 1999. Cuando murió aquel mismo año sin haber podido siquiera asistir al estreno, la viuda de Kubrick y su hermano, el productor Jan Harlan, contactaron con Spielberg para que se hiciera cargo de I.A. Inteligencia Artificial y la llevara a buen término.

Aunque llevó la película a su terreno, Spielberg trató de preservar la esencia de su respetado Kubrick, no sólo en el respeto a las líneas generales del guión, sino en la atención por el detalle, la cuidada puesta en escena y el secretismo con el que se llevó a cabo el rodaje: no se filtró detalle alguno sobre el argumento hasta el momento mismo del estreno, llegando incluso a lanzar algunas pistas falsas a la prensa.

Spielberg contó, para comenzar a trabajar, un tratamiento de guión de 90 páginas y varios centenares de dibujos conceptuales de Chris Baker. A partir de ahí, escribió personalmente el guión definitivo de I.A. –la primera vez que asumía esa labor desde Encuentros en la tercera fase‒. Éste se apoyaba en un relato corto, «Los superjuguetes duran todo el verano” (1969), escrito por Brian Aldiss, uno de los grandes autores clásicos del género y responsable de algunas de sus novelas más famosas.

El tratamiento para la pantalla, no obstante, estuvo a cargo de Ian Watson, uno de los más peculiares, difíciles e infravalorados escritores de ciencia ficción. Tanto sus novelas como sus relatos cortos son auténticos desafíos al intelecto del lector, escaparates de ideas provocativas y audaces. Por ejemplo, el convertir en gigoló al meca interpretado por Jude Law fue idea suya. (Aunque no acreditados, también parece que intervinieron, no se sabe muy bien hasta qué punto, los escritores de ciencia ficción Bob Shaw y Arthur C. Clarke, así como Sara Maitland).

Todos esos nombres de enorme peso en sus diferentes ámbitos (Spielberg, Kubrick, Aldiss, Watson) se unen a otros habituales en las películas de Spielberg (el compositor John Williams, el director de fotografía Janusz Kaminski, los efectos especiales de Stan Winston y la ILM, el diseñador de producción Rick Carter) para realizar una película de la que es difícil formarse una opinión antes de comenzar a verla. Incluso una vez que ha comenzado, no hay forma de saber por dónde va a discurrir el guión tras cada segmento.

La historia tiene elementos que recuerdan a 2001: Una Odisea del Espacio. Por ejemplo, la parte final, pero también por su división en varios “actos”, todos ellos diferentes en tono y solapados el uno con el siguiente. El primero sería el más “Spielberg” de la cinta (y el único que se ajusta al relato original de Aldiss): la historia de un niño androide que es aceptado en el seno de una familia humana y en el interior de la cual crece su amor. Es algo así como lo que debería haber conseguido El hombre del bicentenario (1999) en lugar de fracasar miserablemente en la tarea. Pero aún tiene más similitudes –si bien en un tono adulto‒ con la serie de anime Astro Boy (1963-1966), en la que un niño androide construido por un científico para reemplazar a su hijo, es expulsado y trata de encontrar un nuevo hogar. Aunque el referente último de la narración es, claro está, el Pinocho de Carlo Collodi, sobre cuyo argumento sobra explicación alguna.

La secuencia está fotografiada en tonos apagados, y transcurre de forma muy pausada. De hecho, I.A. es uno de los films más lentos que Spielberg ha dirigido. Encontramos sus característicos toques emocionales, incluso sensibleros, pero en el trasfondo acecha siempre, sin desaparecer nunca del todo, la frialdad descarnada de Kubrick. Uno puede imaginarse dirigidos por éste momentos como aquel en el que David comienza a reírse de repente en la cena sin motivo alguno, provocando una incómoda repulsión a sus padres; o los crueles juegos en los que le involucra su “hermano” Martin. De haber sido Kubrick el responsable, la violencia psicológica de esas escenas habría probablemente estado al nivel del segmento del campo de adiestramiento de marines en La chaqueta metálica (1987)

La segunda parte de la película, el comienzo de la odisea en solitario de David y la secuencia de la Feria de la Carne, es la que tiene un esquema más tradicional y resulta, por tanto, menos interesante. Al menos, ofrece una ingeniosa interpretación de Jude Law como el androide sexual Gigolo Joe (aunque resulte raro, es la primera vez que la sexualidad se muestra de forma explícita en una película de Spielberg). Haley Joel Osment hace un buen trabajo, aunque, sin duda, la estrella de esas escenas es el pequeño oso parlante Teddy –cuyo papel equivale al del Pepito Grillo de Pinocho‒. En general, todo lo que ocurre en este segmento resulta demasiado trillado: el androide abandona el hogar, debe vivir y comprender el mundo humano, se topa con el prejuicio de los fanáticos, su vida peligra, encuentra un protector-compañero…

Ya mediada la mitad del metraje, I.A. no ha aportado nada que sea verdaderamente especial. La idea de partida es intrigante, pero la trama que la desarrolla es quizá demasiado tradicional, previsible, siendo su auténtica virtud la de venir punteada ocasionalmente por imágenes de gran belleza, como aquella que trata de remedar aquella icónica bicicleta con la luna de fondo en E.T..; o ese catálogo de androides medio despedazados a la busca de repuestos entre la basura, especialmente la mujer cuya cara no está rodeada de ninguna cabeza… Hay momentos en exceso sensibleros y la narración pasa con demasiada rapidez por escenarios de ese mundo futuro que parecen más dignos de exploración que las vicisitudes de David, como “Rouge City”, una mezcla de Las Vegas y Blade Runner; o el peligroso trabajo de Gigolo Joe, que remite a la serie negra clásica.

Entonces, Spielberg empieza a mover la película en otra dirección. En lugar de querer regresar a casa, David se embarca en la búsqueda del Hada Azul para que lo convierta en un niño humano. Durante un rato, uno se pregunta hasta dónde puede llevar Spielberg esta idea tan potencialmente absurda –un niño androide en una narración realista, buscando un personaje inexistente de un cuento infantil‒ y si no estará acercándose peligrosamente al tipo de historias que tanto frecuenta Disney. Pero no, toda esa trama –que también contiene momentos visuales sobresalientes, como el vuelo a través de la inundada Manhattan‒ desemboca en una imagen de extraordinaria y mágica belleza: David encontrando su Hada Azul entre las ruinas inundadas de Coney Island, sentado en su submarino mientras desea intensamente, una y otra vez, convertirse en un niño de verdad, esperando que sus baterías se agoten y los océanos se congelen. La emotividad de esta escena es incuestionable.

Ese dramático momento es también el foco de una de las muchas discusiones que suscita esta película. Para muchos, la historia debería haber terminado aquí y no tratar de llevarla más allá para darle una especie de forzado final feliz. A diferencia de otras películas de robots en las que éstos exceden sus limitaciones, en I.A. los mecas se definen por las barreras que los humanos les han impuesto en su fabricación. David siempre será un niño; Gigolo Joe siempre será un sexbot. Se trata de una narración acerca de la crueldad inherente a crear un ser que existe para desempeñar una sola función y al que no se permite ir más allá. Al darle a David lo que desea en la coda final, se diluye la tragedia que supone ser quien (o que) es. Según este punto de vista, la mejor opción hubiera sido dejarlo en el fondo del océano, atrapado en un emotivo bucle, tratando por siempre de superar los límites de su propia naturaleza sin conseguirlo jamás. David –y los espectadores‒ se quedarían por siempre esperando que pueda convertirse en un auténtico niño sabiendo que nunca podrá lograrlo.

No fue ésa la única crítica que recibió el final. Hubo quien argumentó que se parecía demasiado al de 2001: Una Odisea del Espacio, que la voz en off de Ben Kingsley narrando lo que pasaba y cómo se sentía David era redundante y menospreciaba la inteligencia del público, que era un desenlace lento y aburrido…

Desde luego, esto es una cuestión de gustos y sensibilidades y esas críticas no están exentas de peso. A mí personalmente también me parece muy interesante el tremendo salto conceptual que Spielberg y Kubrick dan en esa última parte de la película, trasladándonos mil años al futuro. Es una transición casi tan abrupta y atrevida como la que Kubrick ofreció al pasar del hueso prehistórico en el aire a la nave espacial en órbita en 2001: Una Odisea del Espacio.

Sí, desde luego que el final tiene una tremenda carga emocional –sentimentalismo bochornoso, según otros‒, pero creo que pertenece más a Kubrick que a Spielberg en su imaginería visual y metafórica. Así, la secuencia final es una inversión de la inicial: el niño creado como compañía artificial se convierte en el portador de los últimos recuerdos de la humanidad. Monica, que añoraba tanto a su hijo que aceptaba un sustituto robótico, acaba convirtiéndose en el futuro en un simulacro para David, tanto era lo que él la echaba de menos. En los últimos momentos de David y Monica juntos, el pasado se convierte en algo irreal y el presente en lo real, aun cuando no sea más que una ilusión artificial. Esas imágenes e ideas son mucho más sagaces que nada que se pueda encontrar en los anteriores filmes de Spielberg. El final es sin duda uno de los momentos más tristes de toda su filmografía, un instante en el que las dispares sensibilidades de Spielberg y Kubrick se fusionan de forma armónica.

Desde el momento de su estreno y hasta hoy, las opiniones sobre la película han estado profundamente divididas. Quizá parte del problema resida en las expectativas del espectador. Quienes acudieron a verla animados por el nombre de Spielberg, se encontraron con una cinta alejada en muchos aspectos del cine que de él habían visto hasta entonces: más lento, más profundo, menos optimista y, puntualmente, bastante violento. En cambio, aquellos que esperaban ver una prolongación póstuma del cine de Kubrick, renegaron del protagonista infantil y su osito de peluche y de las escenas demasiado sentimentales para su gusto.

En realidad, la película es una extraña mezcla de ambas sensibilidades. Sí, es verdad que contiene ese sentimentalismo de Spielberg, pero con un toque oscuro e inquietante. Tomemos, por ejemplo, a Monica, la “mami” de David. Es un personaje patético porque su vida carece de opciones: su único papel y contacto social es su marido, y, dado que su hijo está en coma, no puede ni criarlo ni llorar su muerte para seguir adelante. A medida que su relación con David avanza y crece, uno empieza a sentir la implacable y opresiva exigencia emocional de David. Un aura de obsesión y desesperación engulle a la familia y la insistencia de David en conseguir el amor de Mónica parece más el comportamiento de un niño caprichoso que algo enternecedor. Al final de la película –que uno no sabe si calificar de feliz o no‒ el clon de Mónica es un ser tan carente de opciones como al principio. No tiene conexión con el exterior de la casa en la que ha sido creada, ni relación mental y emocional con el pasado o el futuro. Su única función es la de amar a David y dejarse amar por él, exactamente igual que al principio.

A menudo se le ha criticado a Spielberg su sentimental retrato del mundo infantil. Algo de eso hay, puesto que la utilización de niños para suscitar emociones es un recurso demasiado fácil, además de un terreno resbaladizo.

I.A. Inteligencia Artificial es una película de personajes y emociones más que de acción; pero también es algo más que una simple fábula para adultos empapada de sentimentalismo barato. Es una historia que no podía contarse desde la lógica y fría teatralidad con las que Kubrick abordaba sus películas. En cambio, Spielberg ya había demostrado que era muy capaz de transmitir la visión que del mundo adulto tendría un niño (E.T. El extraterrestre es el mejor ejemplo), que es precisamente de lo que se trataba en I.A. Inteligencia Artificial. En este sentido, Spielberg refleja perfectamente la sensación de confusión, desamparo y miedo que siente David al verse abandonado en un mundo ruidoso, violento y desconcertante del que no sabe nada. Y, por primera vez en su filmografía, también nos muestra a través del personaje de Martin Swinton lo inmensamente crueles y maquiavélicos que pueden ser los niños

Por otra parte, y aunque parezca sorprendente, las partes y elementos más sentimentales de la película no provienen de Spielberg, sino de Kubrick: todo el lacrimógeno final, la primera parte con la entrada y posterior desahucio de David de la familia, e incluso el personaje de Teddy. Quizá fuera por eso que Kubrick le ofreciera la producción primero, y la dirección después, a Spielberg: sabía que él sería capaz de alcanzar, narrativa y visualmente, el tono emocional requerido.

Hay otros temas en los que la película se interna con resultados desiguales. Por ejemplo, el concepto del androide que busca convertirse en humano responde a ese viejo sentimiento antropocéntrico en virtud del cual no hay mejor forma de vida que la nuestra. ¿A qué mejor ideal podría aspirar un robot si no es a ser igual que sus creadores? No es un concepto nueva, ni mucho menos. La ciencia ficción literaria ha jugado con ella desde hace cien años y en lo que respecta al medio audiovisual, es una aproximación que han abordado multitud de obras de la ciencia ficción (Star Trek: La nueva generación (1987-1994), Robocop (1987), Automatic (1995), Solo, el Destructor (1996), Almost Human (2013-2014), etc), contraponiéndose a esa otra en la que las máquinas acaban considerándose superiores al hombre (Matrix o Terminator). En el contexto de esta historia no tendría sentido alguno, pero creo que es más interesante el concepto de una inteligencia artificial que ni nos odie ni aspire a emularnos, sino que tenga su propia individualidad, objetivos y visión del universo. En cualquier caso, poner a un niño en el foco, y hacerlo artificialmente esclavo de sus sentimientos, es una idea intrigante que merece reconocimiento, así como que esos sentimientos sean filiales y no románticos, como solía ser más habitual en el subgénero de robots.

De todas formas, adoptando un punto de vista estrictamente científico, construir robots con forma humana se antoja bastante inútil. La biomecánica que a nosotros nos viene tan bien es algo difícil de replicar y carente de sentido desde el punto de vista de la ingeniería. Si se desea una máquina que levante pesos, cocine, construya otras máquinas o trabaje en lugares peligrosos, lo lógico es fabricarlas con una forma lo más idónea posible para la tarea que deban realizar. Pero ¿y si su función es hacer compañía… o incluso amar?

Tendemos a olvidar que, en el fondo, a la gente no le gustan los robots con forma humana. Cuando algo artificial se asemeja demasiado a lo humano, sentimos repulsión, una reacción que podemos ver en Mónica cuando le presentan a David por primera vez y durante el periodo inicial en el que el androide deambula por la casa algo desconcertado, escrutando a sus “padres” con una intensidad inquietante. Haley Joel Osment transmite muy bien esa incómoda sensación al espectador cuando actúa como un robot que se esfuerza por parecer humano, oscilando entre la mirada ausente de una máquina y el brillo maravillado de los ojos de un niño. Monica lo resume bien cuando, entre lágrimas, dice: “es tan real… pero no lo es”.

Pero quizá el principal problema de la historia, al menos desde el punto de vista de la ciencia y la tecnología, es que plantea un mundo en el que Internet parece que nunca existió. En la actualidad, Internet es posiblemente la herramienta más importante para desarrollar programas inteligentes, desde el algoritmo buscador de Google al de Facebook, que nos muestran más de lo que nos gusta y menos de lo que no. El nuestro probablemente no será un mundo de máquinas que caminen junto a los humanos, sino de programas que no necesitarán tener forma física.

Evidentemente, la película no aborda ese tipo de inteligencia artificial porque de lo que trata es de robots. En una escena, David y el excéntrico Gigolo Joe viajan a Rouge City para preguntarle al Doctor Know, un programa de ordenador basado en un entorno fijo y concreto, algunas cuestiones bastante sencillas. ¿En qué futuro posible podemos imaginar que alguien viaje a otra ciudad para preguntarle algo a un ordenador? La información ha de extenderse, no confinarse.

En la primera escena, Spielberg reflexiona sobre la cuestión de la inteligencia artificial y la responsabilidad moral que conlleva. Hay quien ha criticado que Spielberg no resuelva la cuestión de si las emociones que un androide puede expresar son reales o, por el contrario, simples respuestas simuladas. Creo que es un reproche injusto. En primer lugar, habría que definir lo que son las auténticas emociones y preguntarse si las del ser humano no son también respuestas condicionadas por nuestra “programación” biológica. Es cierto que no hay en la película un diálogo, un discurso que explique la auténtica naturaleza de las emociones de David. Sin embargo, creo que los actos del personaje aclaran la cuestión. Su decisión de encontrar al Hada Azul para convertirse en humano y ver así correspondido su amor por Mónica, el miedo a morir y el terror que experimenta al ver la destrucción de otros robots en la Feria de la Carne, el ataque de ira y desesperación que sufre al descubrir a sus “gemelos” en la sede de Cybertronics, su intento de suicidio… son pruebas de una individualidad y capacidad emocional que supera con mucho a la de los otros mecas que aparecen en la película.

Las emociones que siente David, en definitiva, sí son reales y, por tanto, el discurso inicial del profesor Hobby sobre la responsabilidad que el hombre debe tener sobre sus creaciones cobra todo el sentido, al menos en el caso de David.

Por otra parte, el profesor Hobby nos informa cómo el cerebro de David se ha fabricado para emular la función neural, que es la clave del aprendizaje y el concepto sobre el cual están trabajando actualmente los científicos que quieren crear inteligencia artificial. David es único en ese sentido y esa es la razón por la que, durante la película, evoluciona desde una tabula rasa a una persona formada, a diferencia de Gigolo Joe, que está programado para comportarse y pensar de una forma determinada para siempre jamás. La personalidad de David se ha formado a través del aprendizaje y la experiencia, mientras que la de Joe viene de fábrica. Visualmente, esto se refleja muy acertadamente por el contraste entre el acartonamiento del rostro de Joe, limitado a una serie de expresiones prefijadas sobre un rostro de textura plastificada, frente a la rica expresividad de David, cuya cara sí se asemeja en todo a la de un niño.

Pero lo más interesante de la historia son las ramificaciones culturales y los conflictos que surgen por la interacción entre lo humano y lo artificial. La primera parte de la película, en la que David sigue constantemente a Mónica, inseguro de cómo hacer las cosas e incapaz de otra cosa que no sea responder a una acción humana, enfatiza cómo las Inteligencias Artificiales están inextricablemente unidas a los hombres. No pueden hacer cosas por su cuenta, espontáneamente, incluso siendo lo suficientemente inteligentes como para ser conscientes de su existencia como entes individuales. Al final, Gigolo Joe no ha aprendido nada; lo único que sabe es cómo complacer a las mujeres y nada más. Un robot diseñado para facilitar el desfogue sexual –y ese modelo sí que seguramente lo acabemos viendo en la realidad‒ no puede diseñar edificios o enseñar física de partículas.

Quizá haya una razón para temer el logro de una verdadera inteligencia artificial, pero probablemente tenga menos que ver con una rebelión liderada por Skynet que con la forma en que los humanos explotemos y abusemos de la misma buscando el beneficio personal. Gente con opiniones tan dignas de tener en cuenta como Stephen Hawking o Bill Gates han expresado su preocupación al respecto y la necesidad de que la investigación y utilización de la inteligencia artificial se realice con exquisito cuidado. Por el contrario, empresarios tan ambiciosos como Elon Musk quieren democratizar ese descubrimiento, dando vía libre a que una tecnología tan poderosa se utilice para satisfacer los más oscuros deseos.

El niño-androide David es un ejemplo de ello: concebido por Hobby como un prodigio tecnológico, un prototipo único que exorcice el trauma personal que le atormenta, su destino es acabar siendo tan sólo el primero de millones de unidades destinadas a cubrir la demanda de padres frustrados por las leyes de natalidad y necesitados de alguien –o algo, como en este caso- sobre quien proyectar su amor.

Se trata, en definitiva, de la banalización y utilización de una tecnología muy controvertida (¿acaso no está creando en realidad una nueva forma de vida esclava?) para la consecución de un objetivo económico, el de Cybertronics. Al considerarlo como un objeto, no nos sentimos responsables de su destino, que es lo que ocurre cuando a David, como si fuera un juguete viejo o un perro del que se ha cansado la familia, lo envían a la fábrica para que lo destruyan sin pararse a pensar que pueda tener genuinos sentimientos.

Por eso es una lástima que semejante dilema científico-ético se trate en la película de una forma tan burda y superficial. El guión carga las tintas en la Feria de la Carne mostrando de forma explícita el deplorable trato que los humanos dispensan a los mecas. En ella, una multitud de humanos fanatizados, histéricos y deseosos de dar salida a sus peores instintos, reivindican el papel central de la humanidad en un acto de destrucción de robots. El problema es que ese discurso es tan torpe como el de examinar el fenómeno deportivo concentrándose sólo en el comportamiento de los hinchas más violentos. Esa defensa de los valores “humanos” a que supuestamente responde la Feria de la Carne, esconde tras sus iracundos discursos y violentas escenificaciones algo bastante primario y comprensible: el miedo. Miedo a ser reemplazados, a dejar de ser necesarios.

Y no les falta razón, aunque la manera que tienen de transmitirnos su mensaje sea odioso: en un momento dado de la película, Gigolo Joe le dice a David: “Nos hicieron demasiado listos, demasiado rápidos y demasiado numerosos”. Joe sabe –y la película le da la razón al final‒ que los robots aún seguirán en el mundo cuando los humanos desaparezcan. (Espóiler: Contrariamente a lo que mucha gente cree, los seres sin rasgos y vagamente humanoides que aparecen al final no son extraterrestres sino la evolución última de los robots, que buscan aprender sobre sus orígenes y sus creadores, los humanos, viendo en David la clave que puede desentrañar un enigma enterrado por el tiempo y el hielo de las glaciaciones. (Fin del espóiler).

Kubrick había tratado ya el tema de la deshumanización del hombre en 2001: Una Odisea del Espacio. En esa película, de una forma sutil pero elegante y efectiva, se mostraba cómo el entorno higienizado e hipertecnológico había acabado influyendo en las relaciones humanas. Los hombres eran tan fríos como máquinas mientras que éstas, representadas por HAL, se comportaban como antes lo habían hecho los humanos. La de nuestra dependencia de las máquinas y cómo la tecnología ya está afectando a nuestro comportamiento individual y colectivo es una preocupación real y legítima. En la película, por ejemplo, vemos cómo los androides han sustituido a los humanos en tareas como la prostitución. El que una mujer prefiera a Gigolo Joe antes que a un hombre auténtico, ya es motivo de reflexión y parece razonable que existiera algún tipo de movimiento organizado de resistencia a ese tipo de “sumisión” a la tecnología, una especie de nuevos luditas. Sin embargo, Spielberg opta, como hemos dicho, por retratarlo como un grupo de paletos embrutecidos que lo único que transmiten es rechazo y no la necesidad de una reflexión sobre sus reclamaciones. Ni siquiera es una escena bien resuelta: el que un público tan entregado a la violencia contra las máquinas sienta una súbita compasión por un robot, por mucho que tenga forma de niño, no resulta verosímil.

En cuanto a los actores, tengo que decir –y esto es algo totalmente subjetivo‒, que Haley Joel Osment me resulta algo cargante y no puedo evitar sentir cierto rechazo hacia él. Pero ello no me impide reconocer que hace un buen trabajo en I.A., oscilando su interpretación entre lo extraño y lo natural, lo robótico y lo humano. Realiza muy bien la transición desde su presentación inicial, cuando parece una criatura inhumana e incluso siniestra, al momento posterior a su activación emocional por parte de Monica, cuando da comienzo su auténtica vida, una transformación que puede verse en sus ojos y expresión. Seguramente, parte del mérito puede atribuírsele a Spielberg, que siempre ha tenido buena mano dirigiendo a niños.

Entre los actores adultos, cabe destacar a Frances O’Connor como madre perpetuamente al borde de un ataque de nervios, sin duda uno de los dos papeles más complicados de la película; y un desconcertantemente robótico Jude Law como meca programado para proporcionar placer a las mujeres, cínico y dulce a la vez, que emite música romántica inclinando la cabeza y que tiene una frase preparada para cada situación. William Hurt es un actor de mucha presencia y aunque su intervención como profesor Hobby sea breve, resulta convincente como científico brillante, algo excéntrico y custodio de sus propios traumas secretos.

Especialmente reseñables son los efectos especiales, tanto en su concepción como en su ejecución. Están pensados para dar forma a un mundo futurista, pero no demasiado, que va trasladándose gradualmente de lo familiar (la casa de Monica y Henry, los coches) para pasar a lo extraño pero verosímil (Rouge City) y terminar en lo extraordinario (los mecas en sus diferentes versiones, los vehículos voladores, Manhattan sumergida y el futuro glacial habitado por extraños seres). Spielberg vuelve a demostrar su maestría a la hora de utilizar los efectos visuales no como cebo chirriante para impactar a las sensibilidades intelectualmente menos exigentes, sino como herramientas para contar una historia, ambientarla y dotarla de texturas.

I.A. Inteligencia Artificial es una película mestiza, extraña. Visualmente es sobresaliente: tiene algunos efectos que seducen sin tomar el protagonismo. La historia aborda temas dignos de reflexión mediante un protagonista que es mitad Pinocho y mitad Frankenstein, dos caras tan diferentes como las de sus padres creativos.

La emotividad de Spielberg queda atenuada por una vena oscura, melancólica y racional heredada de Kubrick. Sospecho que ninguno de los dos trabajando por su cuenta habría sido capaz de crear I.A. Inteligencia Artificial tal y como la vemos hoy, pero juntos produjeron un clásico que flirtea con la grandeza aunque nunca llegue a alcanzarla. Se la ha criticado mucho y muy duramente; desde luego, no se cuenta entre lo mejor de la filmografía de Spielberg, pero me sigue pareciendo una cinta inteligente, con momentos de gran belleza y de recomendable visionado.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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