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«Cuando el destino nos alcance» («Soylent Green», 1973), de Richard Fleischer

¿Necesitas que te diga de qué está hecho el Soylent Green? ¿Sí? Entonces aún te falta para considerarte a ti mismo un iniciado en el mundo del cine de ciencia ficción. Porque todo aquel que haya visto la última película de la clásica trilogía de este género que Charlton Heston protagonizó entre 1968 y 1973 (las otras dos fueron El Planeta de los Simios y El último hombre… vivo) quizá opine que esté algo trasnochada, que sea violentamente pesimista y no totalmente consistente desde el punto de vista lógico; pero igualmente convendrá en que las sólidas interpretaciones de Heston y un ya muy enfermo Edward G.Robinson y el memorable e inquietante final sostienen todo el argumento.

Cuando el destino nos alcance es una de las películas más deprimentes de cuantas la ciencia ficción generó en los años setenta. Transcurre en el año 2022, en una ciudad de Nueva York incapaz de sostener a su población de 40 millones de personas. La gente se ve obligada a dormir al raso, apiñada en cualquier espacio disponible. Ya no existe la comida fresca, sino que las masas se alimentan a base de una sustancia similar a la galleta llamada Soylent, presentada en diferentes colores y para cuya obtención se forman largas colas en las calles.

Heston interpreta a Frank Thorn, un policía sobrecargado de trabajo, desengañado y cínico pero honesto, que investiga el asesinato de un miembro de la élite política y empresarial, William Simonson (al que da vida brevemente un desaprovechado Joseph Cotten). Éste gozaba de todos los privilegios de la clase dirigente, incluida la compañía de Shirl (Leigh Taylor-Young), una chica cuyos servicios sexuales estaban incluidos en el alquiler del lujoso inmueble en el que vivía.

Inesperadamente, los superiores de Thorn le presionan para que cierre el caso. Pero éste, en un último arrebato de dignidad, se obstina en perseverar en las pesquisas. No tarda en averiguar que lo que a simple vista parece un homicidio consecuencia de un robo frustrado, es en realidad una siniestra conspiración que trata de tapar el horrible secreto que se esconde tras el Soylent.

Cuando el destino nos alcance (que en inglés tenía el título indudablemente más atractivo de Soylent Green) fue una de las pocas películas de ciencia ficción que consiguió atraer a una gran y variada audiencia antes del boom del género a mediados de los setenta. Resultó ser una de las películas con más éxito del momento a pesar de que el proyecto jamás había gozado del favor de los ejecutivos de los estudios de Hollywood. Charlton Heston había comprado los derechos de la novela de Harry Harrison Hagan sitio, hagan sitio (1966) y durante años luchó sin éxito por conseguir la financiación necesaria para sacar adelante la película.

Las películas de ciencia ficción de finales de la década de los sesenta y comienzos de los setenta comenzaron a diluir el miedo nuclear para sustituirlo por una creciente preocupación por otros asuntos igualmente terrenales: los gobiernos totalitarios y controladores, la degradación ecológica, la escasez de comida y la superpoblación. Esta última había saltado a la palestra a raíz de un ensayo de Paul EhrlichThe Bomb of Population (1968, posterior, sea dicho de paso, a la novela de Harrison). En él se exponían los graves peligros que para el desarrollo y la propia supervivencia de la especie albergaba el desmedido crecimiento poblacional. El escenario resultante de tal fenómeno había sido explorado en películas como ZPG(1971) o El último niño (1971), y volvería a retomarse en La fuga de Logan (1976).

El ambiente parecía pues propicio para un film de mayor entidad que versara sobre el asunto. Así que, finalmente, sin tenerlas aún todas consigo, la Metro-Goldwyn-Mayer cedió a la insistencia de Heston y su productor, Walter Seltzer, y les ofreció cuatro millones de dólares. El correr del tiempo dictaminó el acierto de tal decisión, porque Cuando el destino nos alcance resultó ser uno de los films de ciencia ficción más taquilleros anteriores a Star Wars (1977). Para la dirección se contrató a un veterano, Richard Fleischer, ya curtido en el género en películas como 20.000 Leguas de Viaje Submarino (1954) y Viaje alucinante (1966).

El problema es que el libro de Harrison no era fácilmente adaptable sin someterlo a importantes cambios. Sencillamente, la narración carecía a priori de la garra necesaria para convencer a un estudio de Hollywood en busca de un producto comercial. Para empezar, en la novela no hay conspiraciones de ningún tipo. Thorn se da cuenta enseguida de que el asesino de Williamson no es más que un joven yonqui sin más intenciones que el robo y son sus superiores los que insisten en que continúe la investigación, temerosos de que el homicidio esconda más de lo que aparenta. De hecho, el asesinato en sí no juega un papel demasiado relevante en la novela, sirviendo de mera excusa para contarnos un pasaje de la vida de algunos de los personajes involucrados en el suceso sobre el telón de fondo de una Nueva York agobiante y decadente.

Era necesario introducir una intriga que convenciera al estudio de que la película podía enganchar al público. Así que en la adaptación que entregó el guionista Stanley R. Greenberg se daba la vuelta a la historia: no sólo es el policía quien cree firmemente en la conspiración, sino que ésta realmente existe. Las investigaciones de Thorn conducen a un final morboso y sorprendente que ayudó a decantar al estudio en favor de la producción.

Pero los cambios respecto a la novela son aún más extensos y profundos y empiezan por el mismo título. En el libro, Soylent Green era una palabra inventada por el autor que hacía referencia a un concentrado de soja y lentejas (soy y lentils) mencionado de pasada; en la película, el término pasa a ser el motor de toda la trama y el símbolo del misterio a desentrañar. La narración, como hemos dicho, se centra en los aspectos puramente detectivescos, pasando por alto las inconsistencias científicas inherentes a los planteamientos que asume el guión: si los océanos se hubieran secado y el plancton desaparecido, tal catástrofe medioambiental no sólo haría imposible la supervivencia humana, sino que la solución final de la empresa Soylent no resultaría tan escandalosa, sino lógica e inevitable. Tampoco acaba de encajar la relación entre Thorn y Shirl, desarrollada con acierto, profundidad y calidez en la novela pero que en la película aparece como algo forzado, frío y prescindible.

La habilidad del director, demostrada en numerosas ocasiones a lo largo de su carrera, no se luce aquí. Por ejemplo, el infierno que cada día deben enfrentar sus personajes –bien descrito en el libro de Harrison–, nunca llega a plasmarse de forma convincente; hay poca sensación de caos, peligro, polución ambiental o deterioro de la capa de ozono. Las masas de desesperados se muestran demasiado dóciles y rígidamente coreografiadas: ni siquiera tratan de apartarse de los volquetes que la policía envía para controlar los disturbios que estallan cuando se terminan las existencias de Soylent Green. Por otra parte, la única pista que se nos da sobre la agobiante densidad humana de la ciudad son las hordas de vagabundos que se apiñan en los pasillos y escaleras del edificio de Thorn o en la iglesia en la que termina la historia. Las calles, en cambio, están vacías. La sensación de opresión y asfixia que transmitía, por ejemplo, Blade Runner, era mucho más patente y lograda.

Quizá sea injusto cargar toda la culpa sobre el director. Como ocurre a menudo en el cine de ciencia ficción, a menudo las ideas que el papel aguanta bien se hunden al visualizarlas en pantalla debido a un presupuesto insuficiente o una dirección artística poco inspirada. Sin embargo, esa escasez de medios o talento queda hasta cierto punto redimida al desprenderse de ella –quien sabe si por mera casualidad– un efecto bastante eficaz. No hay aquí referencias visuales identificables, aerocoches, armas sofisticadas ni llamativos artefactos domésticos de última tecnología. Todo lo contrario, la fotografía y el diseño de producción hacen lo posible por cubrir todo de una pátina de herrumbre, polvo y abandono que remiten a un país subdesarrollado y no a la gran y avanzada ciudad de Nueva York. Puede que ello obedeciera a la necesidad de ajustarse al magro presupuesto, pero el efecto conseguido es el de transmitir la sensación al espectador de que el desagradable panorama no tiene lugar en un mañana aún lejano, sino esperando a la vuelta de la esquina.

Por otra parte, tal y como aparece representada la ciudad de Nueva York, el énfasis se sitúa sobre su dimensión horizontal más que vertical. La altura de los rascacielos y la sensación de progreso y riqueza que transmiten habitualmente estos edificios ya no juega papel alguno. No es una ciudad monumental, sino que se asemeja más a un gran campo de concentración consumido por la dejadez y la entropía. Es el reflejo de una época en la que la ciudad se consideraba un lugar exento de valores positivos que aseguraran su continuidad. Así, las películas del momento solían mostrar la ruina de la civilización urbana (de El Planeta de los Simios a La fuga de Logan), en la que los restos de las antiguas glorias arquitectónicas acaban esparcidas por el desolado paisaje de un planeta que ha sufrido alteraciones radicales.

Si no nos hallamos ante una fiel adaptación del clásico libro y existen inconsistencias narrativas y artísticas, ¿por qué incluir Cuando el destino nos alcance en una lista de clásicos del género y no en la de películas de serie B de relativo interés? Bueno, a pesar del guión un tanto torpe de Stanley R. Greenberg, todavía quedan suficientes cosas de interés en la película como para hacerla merecedora de un visionado.

Ciertamente, aunque el film no es tan explícito como el libro de Harrison en su defensa de la contracepción, la descripción del problema de la superpoblación y los responsables del mismo, algo de todo ese espíritu crítico sí queda. Oculto bajo el argumento de un thriller policiaco, subyace un mensaje moral, una advertencia sobre lo que nos podría esperar si no tomamos las medidas adecuadas para limitar la población, detener el deterioro medioambiental y, más sutilmente, contrarrestar la cultura del consumo y el declive de la educación y denunciar los corruptas idilios entre grandes corporaciones y políticos.

Asimismo, algunas de las imágenes resultan impactantes por el choque cultural que suponen respeto a nuestra mentalidad de ciudadanos de clase media del mundo occidental : familias durmiendo agolpadas como animales en los portales y pasillos, la idea de que un tarro de mermelada cueste 150 dólares, la genial reacción de Heston al disfrutar de una ducha caliente y tomar entre sus manos una pastilla de jabón, la degradación moral que supone el considerar a las mujeres hermosas como meros muebles al servicio del varón, la deliciosa sensación de comer auténticos alimentos o la emoción que transmite Edward G. Robinson cuando decide someterse a la eutanasia antes que seguir viviendo atormentado por el peso del secreto que descubre… todos ellos son momentos de excelente ciencia ficción, aquella que no se centra tanto en la tecnología y la ciencia como en la reacción humana a circunstancias que hoy nos son hoy extrañas. Fueron quizá esos momentos (además, claro está, de la revelación final –aunque sea algo absurda y melodramática– y el grito angustioso de Heston levantando su brazo) lo que hicieron que la película ganara el Premio Nébula a la Mejor Presentación Dramática y que figure entre los inmortales del cine de ciencia ficción.

La interpretación de los dos actores principales merece asimismo una mención. Charlton Heston construye un policía de aspecto y maneras rudas y desagradables que, con todo, transmite sensación de honestidad. Es el centro moral de la película, el símbolo del individuo que lucha contra las fuerzas anónimas del gobierno y las grandes empresas. Y, sin embargo y al mismo tiempo, a Shirl nunca deja de tratarla como poco más que un objeto sexual. Porque la relación que verdaderamente valora es la que mantiene con Sol Roth, su anciano compañero de cuarto.

Sol es capaz de leer –habilidad cada vez más escasa en ese futuro distópico–, lo que le da acceso a los viejos archivos y registros oficiales y le convierte en un valioso socio en el trabajo policial de Thorn. Es una entrañable reliquia de otros tiempos que aburre a Thorn con historias de su juventud, cuando abundaban la fruta y las verduras y existían grandes espacios verdes. Son sus recuerdos y su gruñón hastío lo que lo convierte en el personaje con el que el espectador mejor puede identificarse.

Sol Roth estuvo magistralmente interpretado por Edward G.Robinson. El veterano actor estaba ya muy enfermo y sabía que le quedaba poco tiempo de vida. Cuando el destino nos alcance sería su última película y la escena en la que su personaje muere –eligiendo la eutanasia, que las autoridades aplican en grandes y asépticos centros–, contemplando imágenes de arroyuelos fluyendo, cielos azules, verdes prados y animales salvajes, fue la última que rodó de toda su larga carrera. Murió menos de dos semanas después, sin ver la película estrenada.

Cuando el destino nos alcance es una película sólo parcialmente exitosa en su vertiente artística. Pero las preguntas que plantea sí nos siguen acosando en un mundo en el que los problemas de hace cuarenta años no hacen más que agravarse: el deterioro medioambiental; la superpoblación; el aumento de los precios de los alimentos; la progresiva desaparición de la comida natural sustituida por compuestos ultraprocesados; las megalópolis del Tercer Mundo incapaces de atender a las necesidades de sus ciudadanos; la connivencia entre gobiernos cada vez más inoperantes y unas grandes corporaciones empresariales con mayor poder que aquéllos… todos estos son elementos que ya pertenecen a nuestro presente.

Puede que todavía nadie haya planteado seriamente abrir una franquicia de clínicas que administren una eutanasia relajada –una idea muy antigua que ya aparecía en obras como Nueva Atlántida (1627), El periodo fijado (1882), Cuando el durmiente despierta (1899) o Un mundo feliz (1932)– pero ¿quién puede asegurar que no llegará un punto en el que una muerte digna se convierta en una opción razonable para quien haya quedado irremisiblemente condenado a malvivir entre la pobreza, la enfermedad, la ausencia de espacio vital, el hambre y un planeta cada vez más hostil?

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".