A principios de la década de los ochenta del pasado siglo, John Carpenter figuraba ya entre los realizadores más destacados dentro del género fantástico y de ciencia ficción gracias a éxitos como Estrella oscura (1974), La noche de Halloween (1978), 1997: Rescate en Nueva York (1981) o La cosa (1982). Pero en la segunda mitad de esa misma década, su estrella empezó a declinar tras una cadena de films con peor acogida: Christine (1983), Golpe en la Pequeña China (1986) o El Príncipe de la Oscuridad (1987). Obligado a regresar al cine de bajo presupuesto, Carpenter pensó en mezclar ciencia ficción y crítica social en su siguiente film, Están vivos.
John Nada (Roddy Piper) es un desempleado que vagabundea en busca de un trabajo hasta acabar en una barriada de chabolas de las afueras de Los Ángeles, un lugar destartalado en el que se apiñan los desheredados de la sociedad. Allí descubre la existencia de un grupo revolucionario que opera desde una iglesia cercana.
Después de que la policía haga una redada en el templo, Nada registra el lugar y se hace con unas gafas con cristales de polarización especial. Al ponérselas, descubre que el mundo que le rodea pasa al blanco y negro y que los letreros publicitarios y las señales de tráfico exhiben en realidad señales y eslóganes que condicionan subliminalmente a la población para obedecer sumisamente a unos alienígenas invasores –a los que sólo se puede detectar con las gafas en cuestión‒ que se han convertido en la élite económica de nuestra sociedad y que impelen a los humanos a trabajar sin descanso y consumir compulsivamente, lo que en último término enriquecerá a los extraterrestres. Nada recluta a un compañero de la obra donde ha venido trabajando, Frank (Keith David), se arman hasta los dientes y se marcan como objetivo revelar al resto del mundo la gran mentira en la que vive inmerso.
Están vivos es en realidad una sátira, vertiente de Carpenter que no había vuelto a aflorar desde Estrella oscura y que debiera haber explotado con más asiduidad. El propio director escribió el guión (bajo el seudónimo de Frank Armitage, personaje de un relato de H.P. Lovecraft) a partir de un comic publicado por Eclipse en 1986 que, a su vez, era una adaptación de un cuento, “Eight O’Clock in the Morning”, escrito en 1968 por Ray Nelson (quien, por cierto, además de ser también dibujante y profesor de técnica literaria de Anne Rice en los setenta, fue buen amigo de Philip K. Dick). Carpenter amplió y transformó esa corta historia en una corrosiva sátira a la política económica de Ronald Reagan, y en general, de la nueva derecha norteamericana de los ochenta. Así, apoyándose en un guión muy esquemático y unos personajes mayormente huecos y sin interés, Carpenter introduce un comentario social acerca del desencanto de las clases más humildes con la creciente brecha, cada vez más insalvable, que los alienaba de los sectores más adinerados.
Desde este punto de vista, Están vivos puede contemplarse como adscrito a esa corriente cinematográfica que, a mediados de los ochenta, abordó estos temas y en los que se incluyen títulos como Country (1984), Cuando el río crece (1984) o la divertida Roger y yo (1989) de Michael Moore.
Al comienzo de la película, hay una secuencia muy significativa en la que el protagonista recorre las barriadas más pobres y los paisajes urbanos más desoladores en busca de trabajo, tras haberse marchado de un Denver azotado por la crisis económica. Esas tristes imágenes y el rasgueo melancólico de la guitarra de Carpenter que suena de fondo remiten a aquellas películas clásicas que, como Las uvas de la ira (1940), transcurrían entre los derelictos humanos dejados atrás por la Gran Depresión de los años treinta. Cuando Nada afirma con tanta ingenuidad como convicción: “Creo en América”, lo hace contemplando el ocaso desde una barriada miserable en la que, a lo lejos, se vislumbran las brillantes torres de cristal del centro de la ciudad.
No es que la idea de que los ricos exploten a los pobres sea precisamente nueva, pero transformar a los yuppies ochenteros –a los en la película vemos reunidos discutiendo sobre los beneficios que obtienen en la Tierra o charlando sobre técnicas preparto‒ en agentes de una invasión alienígena encubierta de carácter económico sí es bastante divertido, como también que la auténtica realidad sea en blanco y negro, mientras que lo que percibimos como vivos colores no es más que una forma de enmascarar aquélla. Los alienígenas, organizados en una especie de secreto orden mundial, representan aquí todo lo peor de nuestra civilización moderna, desde la explotación del Tercer Mundo a la censura reaccionaria (en una escena, uno de ellos aparece en televisión despotricando contra “las películas de terror de George Romero y John Carpenter”).
La mejor secuencia, tanto por lo sorprendente e inesperado que resulta desde el punto de vista formal como por su apelación a la inteligencia y el espíritu de rebeldía del espectador, llega cuando Nada contempla por primera vez el mundo tal y como es: los letreros publicitarios se convierten en mensajes directos e intimidantes; una mujer en bikini es reemplazada, gracias a los cristales de las gafas, por la contundente frase “Cásate y reprodúcete”; las revistas en los quioscos exhiben eslóganes como “Consume” u “Obedece”; los billetes llevan impreso la frase “Este es tu Dios”…
Sin necesidad de diálogos o voces en off, y disfrazado tras el envoltorio de ciencia ficción, Carpenter lanza sobre el espectador un mensaje con el que anima a reflexionar sobre la sociedad y la cultura contemporáneas y el estilo de vida que ciertos intereses económicos tratan de imponer a través de la publicidad y los medios de comunicación.
Por desgracia, a partir de ese punto Carpenter pierde los papeles. Desde el momento en que John Nada (su nombre, por cierto, nunca se menciona en la película y sólo aparece en los créditos) entra en el banco soltando bravuconadas al estilo Schwarzenegger, el director parece olvidarse de su enfoque satírico para encajonar la historia en los parámetros más tópicos del cine de persecuciones y disparos.
Probablemente, no sabía hacia dónde llevar la idea inicial y opta por lo más fácil: convertir la trama en una sucesión de tiroteos y huidas sin demasiado atractivo hasta que Nada y Frank consiguen destapar el gran engaño. El héroe y su peripecia, por cierto, tampoco se diferencian demasiado de lo que podemos ver en otras películas del realizador. Además de John Nada, muchos de sus protagonistas, como Serpiente Plissken en las películas de Rescate… o Desolation Williams en Fantasmas de Marte (2001) son varones de la clase trabajadora, solitarios, desengañados y cínicos que viven al margen de la sociedad o en voluntario desafío al sistema. Sus hazañas, tanto aquí como en el caso de Plissken, consisten en enfrentarse al establishment corrupto y provocar su derrumbamiento.
Otro factor que quizá contribuyó a desinflar la película fue que Carpenter se dejara llevar por su entusiasmo por el wrestling, disciplina deportiva (¿o simple espectáculo?) de la que es fan incondicional desde su infancia. Tanto es así que ello condicionó su elección del actor para el papel principal. Inicialmente, el personaje de John Nada había sido pensado para Kurt Russell, con quien el director había trabajado ya en tres películas (1997: Rescate en Nueva York, La cosa y Golpe en la Pequeña China). Pero en algún momento, el director decidió que para su siguiente proyecto era aconsejable encontrar una cara nueva, y no se le ocurrió mejor idea que escoger a Roddy Piper.
Piper, de hecho, no era en realidad un actor sino un popular luchador de wrestling al que Carpenter había visto un año antes en su debut cinematográfico en la televisiva Wrestlemania III (donde compartía cartel con Hulk Hogan o André el Gigante).
Por entonces, Piper quería probar suerte en el mundo del cine y Carpenter –del que Piper, demostrando una supina ignorancia del mundo fílmico, no había oído hablar jamás‒ le brindó la oportunidad. En Están vivos, Piper demuestra contar sólo con dos registros: el de introspectivo y melancólico vagabundo, y el de furiosa máquina de matar.
Aún peor es que Carpenter detenga la película y derrumbe el ritmo al insertar una injustificada y desproporcionadamente larga pelea a puñetazos entre Piper y Keith David, que originalmente sólo debía durar veinte segundos. Movido por su amor al wrestling y deseoso de premiar los esfuerzos de los actores (que habían ensayado durante semanas), alargó la escena nada menos que cinco minutos más, lo que provoca un inevitable hartazgo en casi cualquier espectador no particularmente interesado en la brutalidad per se. Carpenter dijo haberse inspirado en la memorable pelea entre John Wayne y Victor McLaglen en El hombre tranquilo (1952), pero ni de lejos consiguió igualar el dinamismo y diversión que destila esa larga secuencia orquestada por John Ford.
El aspecto visual y de diseño, aparte del acierto a la hora de diferenciar el mundo real y el ilusorio, tampoco ofrece demasiadas satisfacciones. Están vivos fue una producción modesta para la que Carpenter sólo contó con 4,8 millones de dólares, y esas limitaciones se dejan sentir. Se recicló atrezzo de otras películas como Golpe en la Pequeña China (las gafas de sol) o los parquímetros (Los cazafantasmas). Fue un solo especialista, Jeff Imada, el que dio vida a todos los alienígenas, masculinos y femeninos, que se ven en pantalla; y los carteles subliminales son en realidad pinturas mate y no auténticos letreros modificados. De hecho, la escena más cara fue la del supermercado, por la sencilla razón de que no pudo rodarse en un establecimiento auténtico, habiendo de construir una réplica en estudio para así permitir el trucaje que permitía ver los mensajes ocultos en las etiquetas de los productos.
A pesar de no estar elaborado con demasiados medios, el maquillaje de los alienígenas sí es un acierto. Carpenter no quería que se asemejaran a criaturas ya vistas en otros films de ciencia ficción y decidió que, puesto que esos seres estaban corrompiendo a la sociedad, deberían asemejarse a cadáveres putrefactos de seres humanos.
Ahora bien, hay que decir que los fallos de ritmo y casting y la limitación de medios técnicos no arruinan completamente la película. Sin salir de la serie B, Están vivos resulta un producto efectivo como mero entretenimiento, al que no hay que buscar demasiadas vueltas más allá de esa sátira y comentario social que a mitad de trama son arrinconados.
Están vivos llegó, la semana de su estreno, al número uno en recaudación en Estados Unidos. Pero esa expectación, sin duda generada por el nombre del director, pronto se diluyó. Carpenter no traicionó tampoco esta vez su fama de realizador rentable (los ingresos triplicaron el coste de la cinta), pero ni los críticos ni los espectadores se mostraron particularmente entusiasmados y no tardó en ser retirada de las salas.
En lo sucesivo, la trayectoria de Carpenter no repuntó sino todo lo contrario. De haber gozado de la consideración de maestro del género, fue descendiendo rápidamente escalones, hasta aguantar a duras penas en la segunda división durante los años noventa. Su filmografía fue cada vez más esporádica y aunque sus películas siempre tienen alguna idea o concepto interesante, el público no le dio su aprobación (con alguna excepción, como la terrorífica En la boca del miedo, 1994). Desde 1998, año en el que rodó Vampiros, tan solo ha dirigido dos largometrajes, Fantasmas de Marte (2001) y Encerrada (2010), ninguno de los cuales destaca por su calidad.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.