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«El pueblo de los malditos» (1995), de John Carpenter

El pueblo de los malditos (1960), basada en la novela de John Wyndham Los cuclillos de Midwich (1957), fue una película británica sobre invasiones alienígenas que bebía del auge norteamericano de ese subgénero pero que tenía un agradable sabor europeo. Su director, Wolf Rila, supo impregnarla de una atmósfera y suspense serenos que evocaba la pretendida ansiedad psicológica mucho mejor que sus equivalentes norteamericanos de la época.

A mediados de los noventa, John Carpenter, director de culto especializado en cine fantacientífico, decide hacer un remake de esa cinta, algo que ya había intentado con éxito –no comercial en su momento, aunque sí universalmente reconocido con el paso del tiempo‒ con La cosa (1982).

Toda la población de Midwich, un pequeño pueblo del sur de California, se sume en un letargo simultáneo durante seis horas. Al término de ese periodo, se despiertan y no mucho tiempo después todas las mujeres del lugar en edad fértil descubren que están embarazadas. Todos los niños nacen con un pelo rubio platino y con el paso de los años van demostrando una inteligencia inusual. Además, desarrollan la capacidad de actuar con una mente colectiva, leer los pensamientos ajenos y controlar la voluntad de sus vecinos. Cualquiera que se oponga a ellos, acaba suicidándose. Finalmente, revelan su objetivo: apoderarse del pueblo primero y diseminarse por el mundo después, con el fin de reproducirse y conquistar el planeta.

El pueblo de los malditos es uno de los films más mediocres de la por otra parte muy interesante carrera de John Carpenter y en ningún momento llega a igualar las virtudes de su predecesor en blanco y negro. Lo cual no deja de suponer una decepción por cuanto, como apunté al principio, el realizador había conseguido años atrás con La cosa redefinir con brillantez y mejorar el film original, El enigma de otro mundo (1951). En este caso, por el contrario, fracasa a la hora construir la atmósfera que hizo de la película inglesa una obra clásica.

Carpenter sí consigue cierto impacto en el espectador –era ya entonces un director demasiado experimentado como para hacerlo todo mal‒, especialmente en lo que se refiere a retratar a los niños como seres extraños y amenazadores. El líder de las criaturas, Lindsay Haun, hace un buen papel aun cuando no llega a igualar al niño Martin Stephens de la cinta original. Por ejemplo, el breve instante en el que sonríe sardónicamente y llama “papá” a Christopher Reeve está muy logrado. Sin embargo, el desasosiego que causan los niños queda hasta cierto punto diluido por la desafortunada elección de las pelucas que llevan y que les hacen parecer refugiados de la Beatlemania.

Pero sobre todo, esta versión moderna de El pueblo de los malditos nunca llega a transmitir esa sensación de extrañeza y claustrofobia que sí conseguía el original. En lugar de hacer hincapié en la atmósfera y la tensión psicológica, Carpenter las sustituye en buena medida por un encadenamiento de grotescas muertes cada pocos minutos: Mark Hamill levantándose la tapa de los sesos con un rifle, George Flower saltando del tejado, Michael Paré estrellándose con su camioneta, etc…La única muerte orquestada con cierta imaginación es la de Kirstie Alley, obligada por los niños a hacerse a sí misma una operación quirúrgica sin anestesia. Para cuando se produce un masivo tiroteo entre policías, con coches y helicópteros involucrados, el remake ha perdido completamente el rumbo y el tono.

John Carpenter contaba con un buen reparto sobre el que apoyarse y que incluía a Christopher Reeve un mes antes de sufrir el accidente que le dejó paralizado; y la eficaz Kirstie Alley, que interpreta con cierto sarcasmo su papel de científica del gobierno con pocos escrúpulos.

El resto de actores está en un segundo plano e incluso alguien como Michael Paré, que aparecía acreditado en lugar destacado, muere al poco de empezar la película. Tampoco Carpenter ofrece una banda sonora destacable, como suele ser habitual compuesta por él mismo. Los efectos especiales son algo limitados pero el director consigue crear algunos momentos bastante impresionantes, utilizando simplemente la cámara y algunos trucos tradicionales que han envejecido bastante mejor de lo que lo hubiera hecho cualquier inserto digital de la época.

El guión de David Himmelstein se esfuerza por actualizar la historia original a los nuevos tiempos. Los bandos están quizá un poco menos definidos porque hay un niño que por una serie de circunstancias descubre el mundo de las emociones humanas y cuya vida es al final perdonada. También se invierte más tiempo en explorar la fría superioridad de los niños, otorgándoles varias oportunidades para que defiendan las teorías del darwinismo social.

El resultado, sin embargo, es que los niños parecen aquí mucho más calculadores y perversos que en el film original, donde sólo eran impasibles alienígenas. Varias de las muertes que provocan significan tan poco en términos de lo que ellos quieren conseguir –como varios de los suicidios o cuando la esposa del doctor se abrasa la mano‒ que los niños acaban pareciendo auténticos sádicos.

Uno de los aspectos más interesantes de la película es cómo esta refleja los cambios sociales registrados desde los años sesenta. Ya recordé en su respectiva entrada cómo la producción de El pueblo de los malditos sufrió retrasos que se dilataron años hasta que se tomó la decisión de trasladar el rodaje a Gran Bretaña, entre otras cosas por las protestas de la norteamericana Liga Católica de la Decencia acerca de la mención blasfema a la Inmaculada Concepción. De hecho, aquella primera película no mostraba ninguna mujer embarazada. Pero en los noventa ya no hay inconvenientes en hablar de abortos, mostrar partos y bebés recién nacidos sin temor a levantar controversias.

Otro cambio interesante es la forma en que se retrata al gobierno. En la primera película, sus representantes eran los defensores de nuestro mundo; en el remake, en cambio, se han convertido en unos conspiradores intrigantes, manipuladores y amantes de los secretos, un tópico de la ciencia ficción moderna y signo de los tiempos.

Pero lo que llama la atención sobre todo es lo que no consigue el remake. Sólo con un pequeño giro en la dirección adecuada, podría haberse convertido en una sátira devastadora y eficaz de la América del momento, tal y como el propio Carpenter intentaría –consiguiéndolo sólo a medias‒ en su siguiente film, 2013: Rescate en L.A. (1996). La forma en que parte de los americanos han pasado a reverenciar la institución familiar sobre cualquier otra cosa y esconderse tras la excusa de proteger la inocencia infantil para justificar cualquier tipo de censura y actitudes reaccionarias, es verdaderamente inquietante. Esta película podría haber servido de instrumento perfecto para denunciar esa tendencia como sólo la ciencia ficción sabe hacerlo: enmascarándolo tras una historia “ligera” de invasiones alienígenas. Pero Carpenter y Himmelstein no supieron o no quisieron hacerlo y perdieron la oportunidad de hacer algo relevante que pudiera ser recordado en el futuro.

Otro tema controvertido que el guionista podría haber abordado aprovechando la actualización de la historia de Wyndham era el de los derechos de la mujer y de los no nacidos. Al fin y al cabo, lo que tenemos aquí son un gran grupo de mujeres embarazadas a la fuerza durante una “violación” alienígena. De aquí se hubieran derivado cuestiones interesantes como, ¿cuándo, cómo y por qué una sociedad considera que la mujer tiene derecho a poner fin a su embarazo? ¿Es toda vida sagrada independientemente de su origen?

O saltando a otro campo y estando recientes todavía los casos de Rodney King en 1991 y los disturbios raciales de Los Ángeles en 1992, la película podría haber expuesto mejor el tema del conflicto entre sociedades o formas de vivir y entender el mundo cuando una de ellas se siente superior o lucha por sobrevivir estando en minoría. Así, en la historia los humanos quieren proteger lo que consideran suyo, su estilo de vida, su planeta. Quieren que las cosas sigan siendo como siempre. Por el contrario, los niños, pertenecientes a otra especie, libran la misma batalla no en términos de odio (aun cuando, como he dicho, muchas escenas parecen reflejar precisamente eso) como de “imperativo biológico”: defienden su propia “cultura” ante el peligro de quedar asimilada por una más amplia y asentada.

El personaje de Chafee habla de competición frente a cooperación y de la superioridad de las emociones humanas, pero incluso él es cautivo de sus propios prejuicios. Mara, la líder de los niños, le llama “prisionero de sus valores”, apelando en el fondo a que acepte una nueva situación fuera de lo que tradicionalmente se da por supuesto. El problema es que las sutilezas de ese debate se pierden en escenas efectistas que sitúan a los niños claramente en el campo de los villanos, matando a gente inocente y comportándose de forma violenta y perversa.

Hay otros aspectos de esta película que tampoco terminan de funcionar tan bien como debieran, algunos de los cuales derivan de la decisión de trasplantar la historia de un pueblecito inglés aislado y homogéneo en los años sesenta a la América moderna y diversificada de los noventa. Así, aunque en la cinta británica resultaba verosímil que todos los vecinos atendieran a la misma iglesia y profesaran la misma fe, no ocurre lo mismo con una sociedad tan heterogénea como la del sur de California. Y, sin embargo, parece que a todos los niños los bautizan en el mismo ritual colectivo de confesión baptista.

Esa homogeneización forzada se extiende a otros aspectos. En la película de los sesenta, los niños vestían atuendos relativamente austeros adecuados a la vida rural inglesa de la época. Hoy los vemos grises simplemente porque la película fue rodada en blanco y negro. Pero en la película de Carpenter, los niños de Midwich, procedentes todos de familias diferentes, vuelven a vestir de gris aun cuando el color es omnipresente en todo lo demás, una decisión creativa deliberada que no tiene demasiado sentido o, si lo tiene, no se explica su razón de ser. El espectador también tiene que asumir que todos esos niños, de unos siete años de edad cuando llega el grueso de la narración, no tengan hermanos mayores o menores. Ni que el pueblo cuente con vecinos de otras razas que no sean la caucásica. O que todas las mujeres todavía residan en el pueblo siete años después de su embarazo (en el libro este último fenómeno sí se explica). O que no se muestre indicación alguna del paso de ese largo periodo hasta que los niños crecen, ya sea en los modelos de coche, el envejecimiento de los personajes, la moda o el estilo de peinados….

El pueblo de los malditos no es, después de todo, un absoluto desastre y, de hecho y a pesar de su austeridad, ciertos problemas de ritmo y agujeros de guión poco justificables, puede ofrecer un entretenimiento decente dentro de la gama de serie B. El problema es que el toque de Carpenter que uno podría esperar no está presente en la medida deseable, y mientras que otras de sus películas, como Christine o La cosa, pueden verse una y otra vez con el paso de los años, El pueblo de los malditos pierde todo su interés tras uno o dos visionados.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".