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«Tarántula» (1955), de Jack Arnold

El éxito cosechado por Warner Bros con La humanidad en peligro (1955) no podía pasar inadvertido para el resto de compañías, y dieciocho meses después Universal presentaba su propia versión de película con criatura gigante: Tarántula, eligiendo con mayor acierto un animalito por el que la gente siente una mayor repulsión instintiva que por las hormigas.

En el desierto que rodea Desert Rock, una pequeña ciudad de Arizona, la policía descubre el cuerpo deformado del científico Eric Jacobs. El médico local, Matthew Hastings (John Agar), se halla perplejo por lo que parece ser la causa de la muerte: un caso extremo de acromegalia, un crecimiento descontrolado de los huesos. Hastings se pregunta cómo es posible que esa enfermedad, que habitualmente es de muy lenta evolución, se desarrollara en la víctima hasta un grado tan acusado en solo cuestión de días.

El socio de Jacobs, el hermético doctor Deemer (Leo G.Carroll), afirma que todo es lo que parece y se opone a seguir investigando mediante una autopsia.

Hastings conoce entonces a la recién llegada Stephanie Clayton (Mara Corday), la nueva ayudante de laboratorio del doctor Deemer Ambos, Hastings y Clayton, descubren que el científico está tratando de sintetizar un compuesto que permite crecer a los animales muy rápidamente y a tamaños descomunales con el fin de presentar una solución a la escasez de alimento que se prevé como consecuencia de la superpoblación. Deemer acaba sufriendo las consecuencias de su propio invento: la misma acromegalia que mató a su colega Jacobs.

Mientras tanto, una tarántula que había sido inyectada con la fórmula, escapa del laboratorio y empieza a crecer descontroladamente hasta alcanzar unas dimensiones colosales. La inmensidad del desierto la hace pasar desapercibida por un tiempo hasta que, empujada por el hambre, comienza a atacar ganado y personas.

Tarántula fue uno de los films clásicos de ciencia-ficción estrenados en la década de los cincuenta por el director Jack Arnold, quizá el mejor realizador del género de aquella época. Debutó en el mismo con Llegó del más allá (1953) y firmó otros clásicos como La mujer y el monstruo (1954), La venganza del hombre monstruo (1955), El increíble hombre menguante (1957, donde también aparecía una araña) y las más prescindibles Monster on the Campus (1958) y The Space Children (1958). En varias de ellas, incluida la que nos ocupa, formó equipo con el productor William Alland, que había sido actor en la compañía teatral de Orson Welles (encarnó al periodista que buscaba a Rosebud en Ciudadano Kane ) pero que en los cincuenta había abandonado la interpretación para centrarse en la producción.

Para Tarántula, Arnold recuperó la idea con la que ya había trabajado meses atrás en un episodio de la serie televisiva Science Fiction Theater, «No Food For Thought». Los guionistas Robert Fresco y Martin Berkeley repitieron la misma estructura que había triunfado en La humanidad en peligro: plantear un comienzo que bebe claramente del cine policíaco y en el que se trata de averiguar el misterio tras el hallazgo de un cadáver; la resolución del misterio desemboca en el subargumento del monstruo y su destrucción, con predominio de la acción y el terror.

Pero igual que se pueden hallar similitudes entre Tarántula y la cinta que la inspiró, La humanidad en peligro, también puede subrayarse una importante diferencia, tan importante de hecho que la destaca por encima de la inmensa mayoría de imitadoras de ese periodo. Y es que Tarántula no se resigna a utilizar el comodín de la radiación para explicar el origen de las aberrantes mutaciones. En su lugar, recurrió a los estereotipos del científico loco de los años treinta y cuarenta. Deemer no está exactamente loco ni alberga ansias de poder. Al contrario, sus intenciones son altruistas, pero sí es huraño, introvertido, obsesivo y tendente al secretismo. Además, experimenta con cosas que no entiende del todo bien y sobre cuyas consecuencias no ha reflexionado suficientemente. Todo ello acaba provocando su desgracia y la de otros inocentes. La moraleja –muy propia de este tipo de películas de serie B– era clara: tratar de manipular la Naturaleza acarrea graves consecuencias.

(Permítaseme una pequeña digresión referente al objetivo del experimento del doctor Deemer: de acuerdo con sus angustiosas previsiones, el planeta pasaría de los 2.000 millones de seres humanos del año 1955, a los 3.600 millones en el año 2000, una cifra a la que sería imposible alimentar. Como suele ocurrir en la ciencia–ficción, el futuro acabó siendo muy diferente al que se había anticipado. En el año 2000 el mundo contaba con 6.000 millones de personas).

Por otra parte, no hay aquí ninguna referencia a la Guerra Fría o al poder atómico. La araña gigante no es una personificación de la amenaza nuclear, sólo una aberración producto de la ceguera de los científicos y a la que sólo los militares pueden detener.

En este sentido, Tarántula constituye una suerte de divisoria entre dos épocas: por una parte, se adscribe claramente a las monster movies de los cincuenta protagonizadas por grandes bestias de anormal tamaño y gusto por la carne humana campando a sus anchas. Pero por otra, se aleja del típico escenario planteado por aquéllas, en las que los militares suelen ser torpes y responsables últimos de los experimentos atómicos mientras que los científicos son quienes salvan la situación gracias a sus conocimientos. Al contrario, en Tarántula se acusa a éstos de aventurarse en campos del conocimiento que deberían estar vedados, y los militares son los únicos capaces, gracias a su moderno armamento, de destruir la amenaza.

Teniendo en cuenta el gran número de películas de monstruos que se estrenaron en esos años, Tarántula es razonablemente buena. Y en parte se debe a los magníficos efectos especiales, que la hicieron única en su momento. Y es que a excepción de unos pocos primeros planos realizados con un modelo mecánico, la araña era un animal auténtico. El especialista en fotografía Clifford Stine rodó una tarántula de verdad en una serie de decorados en miniatura, dirigiendo sus movimientos mediante chorros de aire. Estos planos se combinaron ópticamente con aquellos en los que aparecían los actores, consiguiendo un nivel de verosimilitud superior incluso a la animación stop-motion, algo inédito en una época muy anterior a los efectos digitales.

Gracias a esta técnica, el director consiguió momentos de gran fuerza visual, como cuando la araña aparece por primera vez, o cuando ataca a la casa del profesor Deemer. El arácnido era, con diferencia, mucho más terrorífico que las hormigas mecánicas de La humanidad en peligro . Para el incendiario final, el piloto (interpretado por un jovencísimo Clint Eastwood en su cuarta película) dispara cohetes de napalm contra la araña y la incinera. En esa escena se utilizó un modelo creado por Wah Chang, quien no tardaría en convertirse en una estrella de los efectos especiales cinematográficos y televisivos participando en títulos de la fama de El tiempo en sus manos, Star Trek o El Planeta de los Simios.

Esa fuerza visual compensa la ocasional caída de ritmo –sobre todo en la parte central: la araña tarda casi cincuenta minutos en hacer acto de presencia–, el insulso subargumento romántico y el precipitado y anticlimático final. Dejando aparte a Leo G. Carroll (un profesional muy sólido y de gran presencia en pantalla), el apartado interpretativo tampoco merece mayor atención. Mara Corday aporta su belleza pero poco más. Se supone que es una cualificada licenciada en biología y, de hecho, la vemos manipulando con pericia el instrumental. Pero a diferencia de la científica que aparecía en La humanidad en peligro, su personaje no juega aquí ningún papel relevante en la solución a la amenaza de la criatura. Por su parte, uno se pregunta la razón por la que John Agar siempre sonríe al decir sus líneas, se ajuste ello o no al tono de la escena. Es como si no pudiera meterse en el personaje y se encontrara incómodo como parte del reparto de una película de monstruos.

Tarántula es un film eficaz como entretenimiento, pero carece de la sutileza y poesía que adornaban otras películas del director, como El increíble hombre menguante. Pero hay elementos comunes a todas ellas. Arnold solía contar sus historias desde la perspectiva de un hombre empequeñecido por un entorno que se ha convertido en algo extraño y peligroso para él. Y, ciertamente, el realizador consigue extraer un cierto lirismo descarnado del paisaje desértico, como ya había hecho en Llegó del más allá. Hay un sentimiento de alienación en la inmensidad del paisaje y su geología que tiene mucho en común con otras películas de ciencia-ficción de la época. Abundemos un poco más sobre esto.

La fascinación por el desierto fue una constante en las películas de ciencia-ficción de los cincuenta. Por supuesto, hubo en ello razones puramente económicas: se trataba de un entorno situado a pocos kilómetros de Hollywood en el que resultaba fácil y barato rodar (no había que pagar extras, detener el tráfico, alquilar estudios…). Pero esa elección económica tuvo a su vez importantes implicaciones estéticas y conceptuales.

Como oposición a los mundos imaginarios creados en el controlado y artificial ambiente de un estudio, o los rodajes en entornos urbanos poblados de símbolos de nuestra civilización moderna, el desierto funcionó como territorio hostil en el que se ocultaban cosas que amenazaban con destruirnos. En un proceso inverso al de esas películas optimistas que reducían la infinitud e incertidumbre del cosmos a una idealizada vista tomada desde un vehículo intergaláctico, los films que nos muestran lo alienígena del mundo en el que vivimos convierten la imagen de un coche recorriendo la larga y estrecha franja de carretera que atraviesa el desierto en un viaje al vacío infinito y hostil. Cuando la tierra de la que procedemos nos amenaza, nos sentimos realmente perdidos en el «espacio».

Lo que nos sugieren films como Tarántula, Llegó del más allá (1953), La mujer y el monstruo (1954), The Beast with a Million Eyes (1955), La invasión de los ladrones de cuerpos (1956), The Monolith Monsters (1957), The Space Children (1958) o El hombre más peligroso del mundo (1961) es que la Tierra no es parte de nosotros, ni siquiera nos reconoce como sus hijos. Estos films nos alejan de nuestras construcciones artificiales, las ciudades y los rascacielos que normalmente rompen la inquietante extensión del horizonte. Nuestra civilización y su aparato tecnológico quedan reducidos a una pequeña ciudad o un pueblo situado justo al borde de un abismo desértico. Al ver esas películas, con sus abundantes planos generales en los que las figuras humanas parecen moverse como insectos y su insistencia en mostrar un paisaje inabarcable, el espectador se ve obligado a adoptar una visión pesimista del progreso tecnológico como herramienta para controlar el destino del hombre.

En Tarántula, la araña está perfectamente integrada en el paisaje desértico. La casa aislada donde trabaja el científico parece, desde la primera vez que se muestra en pantalla, condenada a la destrucción. Cuando John Agar y Mara Corday detienen su coche para descansar junto a una formación rocosa de formas irregulares que se recorta contra el inmenso cielo de mediodía, aquél dice con cierta incomodidad refiriéndose al paisaje: «Sereno, tranquilo, y aún así extrañamente malvado, como si estuviera escondiendo algún secreto al hombre». Algo después añade: «No puedes terminar de conocer al desierto. Rocas que permanecen quietas durante mil años se mueven de repente. No se puede entender».

Una relación exhaustiva de las monster movies de la década ocuparía toda el espacio de este artículo y no serviría más que para complacer a los obsesos del completismo, puesto que la calidad general nunca pasó de lo mediocre. El boom llegó a su cénit en 1957 y el torrente de ejemplos de este subgénero continuó en 1958, en su mayoría ligeras variaciones sobre el mismo tema. La repetición de unos esquemas en exceso rígidos llevó a una pronta e inevitable decadencia. Se realizaron más películas de monstruos entre 1959 y 1962 que en el periodo 1951-1958, pero casi sin excepción eran productos de calidad tan baja como su presupuesto, dirigidos al mercado adolescente de autocines.

Tarántula fue, por tanto, una de las últimas monster movies clásicas en merecer la atención del aficionado de hoy, una película de la gama más alta de la serie B y de las pocas que, aun estando muy anclada en su tiempo, sigue aguantando razonablemente bien su visionado. Quienes sientan un pánico primigenio por las arañas seguirán pasándolo hoy tan mal como los espectadores de entonces.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".