En nuestra imaginación, las estepas euroasiáticas del siglo IX a. C. son un territorio de un esplendor bárbaro. Hubo muchos pueblos que recorrían esas fértiles llanuras, pero los escitas destacaron en ese mundo sometido por el fuego y la violencia.
En un libro admirable e innovador, El Imperio Escita, Christopher I. Beckwith deja claro que estos jinetes nómadas, cuya imagen quedó inmortalizada en fabulosas piezas de orfebrería, no solo fueron magníficos arqueros. También desarrollaron una cultura sofisticada, que ejerció una clara influencia en las innovaciones estructurales y militares de imperios a los que se enfrentaron, como el persa.
«Los escitas resultaron ser más fascinantes ‒nos dice Beckwith‒, creativos y trascendentes de lo que nadie, incluido quien esto escribe, había sospechado jamás. No se parecían a ninguna otra cultura de la Antigüedad cuando empezaron, pero, cuando su trayectoria hubo llegado a su fin, habían cambiado el mundo y, en muchos aspectos, lo habían modelado para adaptarlo a ellos».
Arqueros a caballo
La imagen más convencional nos muestra a los escitas dispuestos a lanzarse con la velocidad del rayo sobre las posesiones ajenas. Capaces de anular a sus enemigos con sus hordas de arqueros, se sentían atraídos por los metales preciosos y estaban dispuestos a asentarse allí donde florecen las hogueras.
Sin embargo, esta simplificación no les hace justicia. Beckwith tiene una idea mucho más elevada de los escitas. Para empezar, eran un pueblo con una idea avanzada del feudalismo y su armamento predilecto, el arco, les permitía tomar ventaja en el arte de la guerra. Además, su ambición les permitió dejar huella de su presencia en un territorio inmenso: desde el Mar Negro hasta el río Amarillo, en China.
Imagen superior: Placa de cinturón de oro escita, Mingachevir (antiguo reino escita), Azerbaiyán, siglo VII a. C. | Wikimedia Commons.
Mucho más que saqueadores
Aunque griegos y persas los veían como adversarios temibles -simples guerreros, adornados con tatuajes y brazaletes-, se equivoca quien los vea hoy como saqueadores.
Al igual que otros pueblos de la antigüedad, los escitas también contribuyeron a generar intercambios culturales que impactaron en los imperios de la época. Por contraste, sus maniobras guerreras dieron lugar a identidades políticas como el Imperio Medo, marcado cultural y organizativamente por este pueblo de las estepas.
«Los medos, herederos de los escitas ‒afirma Beckwith‒, se limitaron a continuar el sistema imperial escita porque eran escito-medos. Hablaban escita imperial, y en general continuaron su herencia cultural escita, pues la suya es arqueológicamente indistinguible de la cultura escita».
El Gran Dios de los escitas
Además de organizarse con una estructura feudal, tuvieron otra cualidad que acabó siendo digna de imitación por parte de otros pueblos. Pese a que en su antigua tradición existía un panteón de deidades menores, Beckwith nos habla de la creencia en un Dios celestial supremo.
«El Gran Dios -escribe- era el padre del primer rey de los escitas, cuyo linaje descendía en consecuencia de Dios. Fue el único linaje real legítimo entre los pueblos de Eurasia Central durante muchos siglos».
¿Hubo una filosofía escita?
Una de las revelaciones más sorprendentes de este ensayo tiene que ver con la filosofía. El autor aporta evidencias que conectan las tradiciones filosóficas de Grecia, Persia, India y China con el pensamiento escita.
En Anacarsis, Zoroastro, Gautama Buda y Laotzu percibe Beckwith «la filosofía perdida de los escitas cuando habitaban en el inmenso corazón estepario de Eurasia. La atención escita a las oposiciones lógicas, especialmente verdad y falsedad, resulta crucial porque es la base del pensamiento científico posterior que se desarrolló en las tierras de habla escita de Asia Central -sobre todo en parte de lo que hoy es Afganistán-, zonas que después de la escitianización original continuaron bajo dominio escita, escito-meda y persa. Con Alejandro, la misma región de Asia Central quedó bajo dominio heleno y la lengua literaria e intelectual fue el griego durante dos siglos, pero a los griegos les siguieron los sacas indoescitas y los kushán, ambos hablantes de una lengua hija del escita, por lo que se puede suponer una continuidad directa entre estos idiomas y los dialectos escitas que se hablaban allí antes, algunas de cuyas palabras se atestiguan como préstamos en los textos de la región».
La idealización de los escitas
Sin duda, esta reivindicación de Beckwith, respaldada por un admirable e innovador proceso de investigación, desafía la visión convencional que tenemos de los escitas. Además, coincide con un momento en el que rusos y ucranianos se disputan esta herencia. El asunto viene de muy atrás. Cuando Serguéi Prokófiev compuso su vibrante Suite escita, op. 20, entre 1914 y 1915, por encargo de los Ballets Rusos de Diáguilev, puso el colofón a una corriente nacionalista que idealizaba a este pueblo desde el siglo XIX.
Para un eslavo de la época no era difícil identificar el espíritu indómito del pueblo ruso con el inflexible carácter de los escitas. El poeta simbolista Aleksandr Blok planteaba ese paralelismo entre pasado y presente en unos versos de 1918: «Ensillamos caballos salvajes y huidizos, / que se desvían por el campo con facilidad. / Aunque son testarudos, les apretamos el muslo / hasta que nos sirven con docilidad. / ¡Únete a nosotros! Del horror y de la discordia, / vuélvete a la paz de nuestro abrazo. / Aún hay tiempo. Guarda tu cuchillo en su vaina. / Camaradas, seremos hermanos de vuestra raza».
Un siglo después, la película El último guerrero (Skif, 2018), de Rustam Mosafir, volvía a idealizar a los escitas, esta vez como un pueblo en extinción. Esto último tiene un motivo: el hecho de que esta confederación de tribus ocupase Ucrania, Rusia meridional y el Cáucaso explica que, en la actualidad, rusos y ucranianos se disputen su herencia, y lo interpreten como el eje de una rivalidad histórica que escenifica en el pasado los conflictos de la actualidad.
En este contexto, el libro de Beckwith nos ayuda a comprender quiénes fueron y, sobre todo, qué impacto cultural tuvieron aquellos pastores y criadores de caballos que recorrieron las planicies euroasiáticas entre IX a. C. y siglo IV a. C., para luego desvanecerse en la noche de la Historia en los tres siglos posteriores.
Sinopsis
Cuando pensamos en los escitas imaginamos un pueblo nómada y bárbaro. En realidad, en su apogeo, los escitas fundaron el primer gran imperio del mundo, que abarcó desde Mongolia y el noreste de China al noroeste de Irán y el Danubio, y que por el sur llegó hasta el mar de Arabia. Su influencia fue decisiva en el surgimiento de la edad clásica en civilizaciones de toda Eurasia, desde el mar Negro hasta China.
En El Imperio Escita, el prestigioso historiador Christopher I. Beckwith nos descubre, recurriendo a multitud de fuentes, la historia de este imperio hasta ahora ignorado. Tanto a través de su influencia directa como gracias a la obra de sus sucesores —entre los que se cuentan los imperios persa e indio y los Qin en China—, los escitas y su imperio modelaron el mundo antiguo de una forma sin parangón hasta entonces, en ámbitos tan variados como el armamento, la vestimenta o el gobierno. Inventores del monoteísmo, su impronta es también patente en la religión y la filosofía, con figuras de talla universal como Zoroastro, Buda y Lao-Tse, todos ellos de herencia escita.
Una obra tan reveladora como bien fundamentada que nos hará ver nuestro pasado de forma totalmente novedosa.
Imagen de la cabecera: ‘Batalla entre los escitas y los eslavos’ (Viktor Vasnetsov, 1881).
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