La ciencia ficción norteamericana alcanzó un punto muerto a comienzos de los años sesenta del pasado siglo, y sólo una revuelta total consiguió sacarla del sopor: la Nueva Ola. Esta ruptura conceptual y estilística con la tradición, sin embargo, no tuvo su origen en la escena americana, sino en la británica, y ello aun cuando fue en aquélla donde los principales conflictos de la época (liberalización en las universidades, el movimiento de los derechos civiles, el feminista, la oposición a la Guerra de Vietnam o y las sucesivas oleadas culturales, por ejemplo) se produjeron con mayor violencia y crudeza.
Como las nuevas generaciones de jóvenes, las mentes más inquietas y rebeldes de la ciencia ficción también tenían un Antiguo Régimen osificado contra el que revolverse: la revista Astounding Science Fiction, que había cambiado su nombre por el de Analog en 1960, dirigida por un cada vez más intolerante John W. Campbell, quien escribía editoriales tan escorados a la derecha que más parecían autoparodias. En 1970, cuando la oposición de los campus universitarios a la intervención norteamericana en Vietnam alcanzó su cénit y culminó con la muerte de cuatro estudiantes de la Kent State University bajo el fuego de la Guardia Nacional, Campbell escribió un editorial afirmando que el castigo era apropiado, y que los alborotadores deberían esperar encontrarse con fuerza letal. La Guerra de Vietnam dividió también a la comunidad de autores de ciencia ficción hasta el punto de que, en 1968, la revista Galaxy publicó dos manifiestos: uno firmado por escritores a favor del conflicto y otro por los que se oponían al mismo.
La contracultura llegó también a la fantaciencia, pero aquí el panorama se confunde un tanto. Las novelas de culto en los campus universitarios durante los sesenta fueron Forastero en tierra extraña (1961), de Robert Heinlein; El Señor de los Anillos (a través de una versión no autorizada por Tolkien publicada por Ace Books en 1965); y Dune, de Frank Herbert.
El libro de Heinlein introdujo la ciencia ficción en el ámbito de la literatura generalista, siendo la primera obra del género publicada en tapa dura que llegó a las listas de más vendidos. Sin embargo, ofrecía una versión de la ciencia-ficción que exageraba los elementos de mesianismo, libertarismo y exploración retrógrada de la sexualidad que siempre había estado presente –aunque en menor grado‒ en la obra del autor. La fantasía de Tolkien fue interpretada como una alegoría anti-industrial que exaltaba las virtudes tradicionales, apelaba a la conciencia ecológica que empezaban a crear científicos como Rachel Carson o el médico e investigador Paul Ehrlich, y alimentaba el interés contracultural por la vida comunal y la política medioambiental.
Dune fue también recibida calurosamente en los mismos círculos. Al fin y al cabo, presentaba, con aparente rigor, un delicado equilibrio ecológico en un planeta desértico y un imperio galáctico que había decidido prescindir de los ordenadores y las máquinas complejas por miedo a que tomaran el control.
La novela comenzó siendo un éxito sobre todo en las universidades. No es de extrañar. Al fin y al cabo, manipulaba con habilidad el arquetipo del adolescente labrándose un futuro por un mundo fascinante, y triunfando gracias a una mezcla de valor, genialidad y poderes psíquicos y la ayuda de una droga psicodélica que potenciaba los poderes de la mente. Ganar tanto los premios Nébula como Hugo le valió la atención de la literatura generalista y, poco a poco, se consolidó como una novela importante que era leída por todo tipo de público. Tanto es así que hoy sigue estando considerada como una de las mejores obras del género, y se ha transformado en un fenómeno multimedia que ha trascendido la generación en cuyo seno nació.
Resulta llamativo que de los muchos nuevos escritores americanos que dejaron su huella en la ciencia-ficción de mediados de los sesenta, Herbert fuera uno de los pocos que no quedaron asimilados por el mencionado movimiento de la Nueva Ola, optando por producir historias más tradicionales que han soportado mucho mejor el paso del tiempo que las obras adscritas a aquella corriente.
Dune es un producto intermedio entre una aventura épica, un romance planetario y una space opera, aunque la forma en que su autor adopta una estructura pseudomedieval para el Imperio galáctico, repleto de ducados y castillos, remite a épicas fantásticas anteriores. Sin embargo y más allá de la habilidad con la que supo mezclar elementos de diferentes subgéneros, lo que situó a Dune por encima de otras obras semejantes fue su ambición intelectual, su alcance y la meticulosidad y verosimilitud con que se describía el mundo en el que transcurría la acción principal.
Pero vayamos por partes.
Nacido y criado en la Costa Oeste de Estados Unidos, Frank Herbert escribió casi una treintena de novelas y más de 40 historias cortas pero su reputación descansa exclusivamente en una sola obra, Dune, un libro que sigue siendo más de medio siglo después de su publicación original uno de los títulos más influyentes y queridos de la ciencia-ficción literaria y pilar de una monumental saga multimedia.
Hubo pocos indicios en la carrera inicial de Herbert de que alguna vez llegaría a alcanzar semejante éxito. Llevaba vendiendo historias a revistas pulp desde mediados de los años cuarenta y publicó su primer cuento en 1952. Pero esas colaboraciones para cabeceras como Astounding o Amazing no eran más que un complemento al grueso de sus ingresos, que obtenía ejerciendo de periodista. Su primera novela, Bajo presión (serializada entre 1955 y 56 y publicada luego como libro bajo el título El dragón en el mar) es un tecnothriller eficaz pero no sobresaliente, ambientado a bordo de un submarino nuclear en un futuro cercano. Tampoco este intento le supuso el suficiente prestigio como para dedicarse a escribir sólo ficción.
A finales de los años cincuenta, Herbert viajó a las Dunas de Oregón, una franja costera de 65 km que alberga el mayor número de esas formaciones en territorio estadounidense, para escribir un artículo sobre la práctica del Departamento de Agricultura de plantar hierbas para estabilizar la zona e impedir que las dunas se tragaran la tierra circundante. Aunque Herbert nunca completó el artículo (titulado “Detuvieron las arenas móviles”), sí quedó fascinado por la idea y reunió una importante cantidad de información sobre temas ecológicos, además de despertar un interés que le acompañaría el resto de su vida en esa materia.
Tras mucha investigación al respecto, completó un boceto para una historia corta titulada “Planeta de la especia”, pero abandonó el proyecto cuando éste siguió creciendo y creciendo. Finalmente, dividida en dos partes, la vendió a Analog (sucesora de Astounding Science Fiction) que las serializó entre diciembre de 1963 y mayo de 1964 –“Mundo de Dune”‒; y entre enero y mayo de 1965 –“Profeta de Dune”‒, acompañadas por evocadoras ilustraciones de John Schoenherr.
Sobre esa base, Herbert amplió el escrito hasta la novela que hoy conocemos como Dune y la envió a más de veinte editoriales sin que ninguna la aceptara. El libro tenía un estilo literario sofisticado aunque accesible, y respetaba la inteligencia de los lectores (algo que por entonces no se daba por sentado en una obra de este género). Sin embargo, los editores la rechazaban argumentando que no comprendían lo que el autor quería contar. Por fin, Chilton Books, que deseaba entrar en el mercado de la ficción (se dedicaban sobre todo a manuales mecánicos para automóviles), la aceptó. Decir que fue una decisión acertada es quedarse corto, habida cuenta del fenómeno en el que se ha convertido esta obra.
La dedicatoria que abre el libro recuerda que la historia hunde sus raíces en el mundo real: “A la gente cuyo trabajo va más allá del campo de las ideas y penetra en la realidad material. A los ecólogos de las tierras áridas, dondequiera que estén, en cualquier época en la que trabajen, dedico esta tentativa de extrapolación con humildad y admiración”.
El decorado de fondo es el de un imperio galáctico que, en un futuro muy lejano, se mantiene gracias a una tecnología de viaje más rápido que la luz que necesita de una sustancia única, la llamada especia o Melange, cuyas reservas sólo han sido encontradas en un planeta, Arrakis, también conocido como Dune. La Melange se sintetiza gracias a la intervención de los Gusanos de Arena, gigantescos monstruos que, además, guardan celosamente los depósitos subterráneos de la misma, lo que hace de su extracción una actividad tremendamente peligrosa. La Melange es adictiva y no sólo permite a los navegantes de la Cofradía Espacial alcanzar el estado cognitivo preciso para encontrar las vías seguras por entre los pliegues espaciotemporales, sino que alarga la longevidad de quien la toma.
Por todo ello, Arrakis es un planeta estratégico en el funcionamiento del Imperio. La gestión de sus recursos es una tarea inmensamente delicada y sometida a grandes presiones por parte de los diferentes jugadores de la política imperial. Pero también es un planeta desértico sin prácticamente agua en el que los humanos llevan una vida precaria, siempre al borde de la muerte. En este sentido, lo que quizá resulta más interesante de la novela es la detallada forma en que Herbert explica la ecología del planeta. Dune es un ejemplo perfecto de construcción de mundos, imaginativo y a una escala nunca antes vista en el género. A lo largo de la narración, los diferentes aspectos de Arrakis son descritos con absoluto realismo y coherencia, como si se tratara de un lugar auténtico, y más peligroso e inhóspito que cualquier entorno que pueda encontrarse en la Tierra.
Los humanos nativos de Dune, conocidos como Fremen, viven perfectamente adaptados al ambiente hostil. Las duras condiciones les obligan a llevar una vida nómada y nocturna. Se organizan en tribus, cosechan la especia y reciclan mediante trajes especiales todos los fluidos corporales, desde el sudor al aliento pasando por la orina. Tan escasa es el agua en el planeta que aprovechan la que queda en los cadáveres. Además de la deshidratación, los principales peligros de Arrakis son las colosales tormentas de arena y los gusanos que acuden atraídos por el sonido.
Hasta la aparición de Dune, la ciencia ficción y en particular la space opera, se habían servido de los planetas como meros decorados, lugares que conquistar o por los que luchar, poblándolos de escenarios propios de la novela de aventuras en los que los personajes podían interaccionar. Herbert quiso darle a Arrakis un papel auténticamente protagonista, convertirlo en un lugar verosímil de un exotismo hostil al tiempo que cautivador.
Es imposible negar el poder de las imágenes y conceptos que el autor pone en juego en el planeta Arrakis, su medio ambiente, su fauna alienígena, su clima, sus formaciones rocosas y cavernas… son elementos inolvidables que a menudo le han ganado al escritor múltiples alabanzas por su capacidad para construir un mundo sólido y verosímil. No obstante sus fascinantes ideas y escenarios, este aspecto del libro tiene sus fallos, como por ejemplo la ausencia de cualquier forma de oxigenar la atmósfera planetaria. Los desiertos de Dune funcionan mejor como metáfora y marco lo suficientemente vacío de los rasgos geográficos convencionales (el mapa del planeta es una página en blanco salpicada por líneas y puntos que delimitan accidentes geográficos aislados) como para desplegar sobre él una atractiva síntesis de Arabia y el Islam pasada por el tamiz de los convencionalismos occidentales.
Además de la descripción de un mundo, de un sistema de castas nobles y de un Imperio galáctico, Dune es también y sobre todo la historia de Paul Atreides, el joven noble y heredero de su dinastía que llega junto a los miembros de su Casa a Arrakis para encargarse de gestionar la producción de melange. Sin embargo, los Harkonnen, enemigos acérrimos de su familia, conspiran para recuperar lo que había sido su feudo y, como parte de una intriga política más amplia que incluye al propio Emperador, atacan a los Atreides, asesinan o capturan a sus representantes más destacados y se hacen con el control del planeta, y con él, de la melange.
El objetivo inicial de Paul, un adolescente de 15 años, es tan solo el de sobrevivir, pero sus habilidades, carisma y coraje no tardan en ganarle el puesto de líder y mesías de los Fremen –que han vivido oprimidos bajo el yugo de los Harkonnen‒ bajo el nombre de Muad´Dib. No sólo eso. Siendo el resultado de un programa secreto de eugenesia llevado a cabo durante muchas generaciones por la Hermandad mística de las Bene Gesserit, Paul acaba transformándose en contacto con la especia en el Kwisatz Haderach, una suerte de superhombre con poderes proféticos.
Ya he dicho que El Señor de los Anillos apareció en Estados Unidos por las mismas fechas que Dune y ambas obras ofrecían una historia épica ambientada en un mundo imaginario, meticulosamente construido, que ofrecía no sólo escapismo sino también paralelismos con los problemas y preocupaciones que afrontamos en la realidad. La saga de Tolkien abordaba el tradicional conflicto entre el bien y el mal, especialmente en lo que se refiere al poder de la tentación; y se centraba en un héroe de orígenes humildes que, cuando es necesario, sabe alcanzar talla heroica gracias a la nobleza de su espíritu, su perseverancia y la ayuda de sus amigos.
En Dune, por el contrario, el héroe protagonista es de noble cuna, perdiéndolo todo menos la vida y adquiriendo a cambio una comprensión íntima de lo que es verdaderamente importante cuando la sed de venganza queda atemperada por su conexión con el mundo que ha descubierto y su deseo de preservarlo del saqueo de los corruptos y los codiciosos.
Ha habido quien ha visto en Paul Atreides un reflejo de T.E. Lawrence, Lawrence de Arabia, el agente británico que se hizo legendario luchando en el desierto junto a los árabes durante la Primera Guerra Mundial. Es posible que la autobiografía de Lawrence –pomposamente titulada Los siete pilares de la sabiduría, 1926‒ y las espectaculares vistas del desierto jordano que pudieron verse en la película que inspiró (Lawrence de Arabia, 1962) influenciaran a Herbert hasta cierto punto. Pero mientras que el auténtico Lawrence era un individuo egoísta, que engañó a sus camaradas de armas y fabricó su propia leyenda, Paul Atreides es un auténtico líder, leal a sus hombres y al que le cuesta bastante tiempo sentirse seguro en el papel que aquéllos le han otorgado.
Más allá de la venganza contra los Harkonnen y la recuperación del legado de su casa dinástica, las metas de un Paul que madura a pasos agigantados son aún más ambiciosas. Los nativos y algunos científicos llevan soñando desde hace mucho tiempo con la terraformación de Arrakis, pero hasta el momento en que se precipita la acción han existido siempre dos obstáculos principales. Por una parte, las casas nobles que han gestionado la explotación de la valiosísima melange no han tenido auténtico interés en acometer una empresa de tamaña dimensión. Y aún más importante, la transformación artificial del planeta en un ecosistema más habitable probablemente conllevaría la desaparición de la especia, y con ella, la desintegración de todo el entramado comercial y político del Imperio. Pues bien, Paul se propone burlar a todos los extranjeros interesados en mantener el statu quo, darle a los Fremen el poder sobre su propio planeta e iniciar una transformación ecológica que convierta a Arrakis en un paraíso.
Resulta significativo que durante toda la novela ningún personaje se cuestione la conveniencia ni factibilidad de cambiar el clima de Arrakis. Es sólo en uno de los apéndices que nos enteramos que la terraformación fue un proyecto iniciado en secreto por el ecólogo imperial, el doctor Pardot Kynes: “Mientras volaba entre dos estaciones alejadas en el bled, una tormenta desvió su tóptero. Cuando todo volvió a la normalidad, vio la hoya. Una enorme depresión ovalada que se extendía a lo largo de casi trescientos kilómetros en su eje mayor, una cegadora sorpresa blanca en el desierto ilimitado. Kynes tomó tierra y probó la lisa suiperficie que la tormenta había dejado al descubierto. Sal. Ahora estaba seguro. El agua había fluido por Arrakis…en el pasado”. Ese sueño, no tanto de transformar al planeta en algo que nunca fue como de devolverlo a su antiguo esplendor, es el que asume Paul Atreides.
En las secuelas de Dune, se contaría que, aunque los Fremen consiguieron tornar su mundo en un paraíso, al mismo tiempo minaron las bases de su propio sistema social, un sistema basado en las duras condiciones de un planeta árido, perdiendo en el proceso su vigor cultural. Son estas complejas cuestiones sobre las consecuencias de interferir en el equilibrio ecológico (sobre el ecosistema, pero también sobre las relaciones sociales y la cultura), lo que explora Herbert. ¿Está justificado interferir sobre el ambiente, sea éste producto de la evolución natural o de la acción humana?
En este sentido, la novela recoge y amplía las teorías y sensibilidad que la mencionada Rachel Carson había plasmado en su influyente libro Primavera silenciosa (1962), en el que advertía sobre los perjuicios de los pesticidas –destinados a mejorar las cosechas y, por tanto, la vida humana‒ sobre el medio. Dune llegó en el momento adecuado, cuando la conciencia pública empezaba a preocuparse por la explotación masiva de los recursos naturales de la Tierra sin pensar en las consecuencias a largo plazo. Cuando la cuestión pareció llegar a un punto álgido con la primera crisis del petróleo de los setenta, Herbert se vió convertido en una especie de gurú de la juventud más política y ecológicamente motivada.
La lección que nos ofrece, teñida de sabiduría pseudorreligiosa en la persona del Kwisatz Haderach, es que oponerse al orden natural de la vida tiene consecuencias graves. Herbert utiliza la novela para atacar al reduccionismo ontológico, gnoseológico y metodológico de la Ciencia, argumentando que siempre que se intenta contener o dirigir a la Naturaleza, acaban produciéndose efectos no previstos en múltiples campos, algunos de los cuales sólo serán detectados y comprendidos muchos años después. Esta aproximación holística aboga por la planificación cuidadosa y organizada de cualquier intervención en el medio natural, una filosofía que más adelante pondría en práctica el propio autor cuando, a comienzos de los setenta, trabajó para los gobiernos de Vietnam y Pakistán como asesor social y ecológico; y como gestor de éxito de su propia granja autosostenible.
El ecosistema de Arrakis y la convivencia y aprendizaje de Paul entre los Fremen sirven para articular otro interesante comentario medioambiental relacionado con la importancia real que tienen ciertos “tesoros”. Así, mientras que toda la galaxia excepto Arrakis está dispuesta a ir a la guerra por el control y la obtención de la especia, el recurso natural auténticamente precioso es el agua. Los Fremen consumen abundantemente la especia con total naturalidad, pero consideran cada gota de agua, incluso la que contiene una lágrima, como muchísimo más valiosa que la especia. Destrozar el ecosistema y los elementos que contiene y que son indispensables para nuestra vida, es una visión cortoplacista que el ecologismo ha estado combatiendo desde hace décadas. Hoy, más de cincuenta años después de su publicación original y con el mundo enfrentándose a un cambio climático de consecuencias impredecibles, Dune es más relevante que nunca.
Hay otro aspecto en el que Dune es asimismo sobresaliente: el alcance y complejidad en su representación de la Historia. Herbert escribió la novela en clara oposición al positivismo que, por ejemplo, había exhibido Isaac Asimov en su trilogía de la Fundación casi veinte años antes (se publicó en revista entre 1942 y 1951, apareciendo como libros entre 1951 y 53). Asimov había interpretado la Historia como un proceso determinista que una casta científica elitista podía estudiar con los métodos y fiabilidad de una ciencia casi exacta: la Psicohistoria. Por el contrario, Herbert subvierte este enfoque narrativo e iconográfico, propio de la edad de oro campbelliana de la ciencia ficción, y ve la Historia a gran escala como un devenir caótico para el que utiliza varias metáforas, como los torbellinos de una tormenta de arena entre los que Paul debe encontrar el rumbo a bordo de su tóptero. Aunque Paul, utilizando sus poderes, puede penetrar en el futuro, éste no está fijado y continuamente se hace hincapié en la ambigüedad de sus visiones.
En general, Dune teje un tapiz político-histórico mucho más complejo e imaginativo que el que los escritores de ciencia-ficción habían ofrecido hasta ese momento. Y ello sin que el resultado –dejando aparte su prosa, como apuntaré más adelante‒ sea confuso o indigesto. En cierto sentido, el éxito de Herbert radicó en encontrar símbolos, figuras e imágenes sencillos pero muy eficientes a la hora de plasmar y desarrollar temas complicados. Por ejemplo, al simplificar todo el entorno planetario en la forma de un gran desierto, pudo señalar más claramente las dificultades y peligros tanto de vivir en un medio ambiente hostil como de transformarlo.
Su sociedad futura, ya lo he apuntado, está modelada de acuerdo a las fantasías medievales (ausencia de ordenadores y tecnología compleja; linajes feudales; jerarquías estrictas; reparto gremial de actividades…), pero así puede bosquejar mejor grandes cuestiones tocantes a las relaciones sociales y políticas, el origen y naturaleza de la autoridad, los movimientos ideológicos y religiosos masivos y la evolución social. De hecho, Herbert declararía que la idea de la novela “empezó con un concepto: escribir un extenso libro sobre las convulsiones mesiánicas que periódicamente afligen a las sociedades humanas. Tuve esta idea de que los superhéroes son desastrosos para los humanos”.
Imagen superior: diseños de Moebius para la fallida adaptación fílmica de Alejandro Jodorowsky.
Menos de veinte años después del final de la Segunda Guerra Mundial, la culminación de las megaconvulsiones creadas por hombres que definían a los de su raza o cultura como superhombres, Herbert bien podría haber escrito una novela sobre un personaje modelado a partir de Hitler o Stalin. Pero Paul Atreides es un genuino líder político y fundador de una religión. En Dune, el mesias acaba siendo un desastre en términos de las sacudidas que provoca: guerra, inseguridad, fanatismo…, si bien son problemas que cualquier líder, religioso o no, puede generar. Uno de los logros de Herbert, por tanto, fue el de estudiar las consecuencias de la llegada de un mesías en un contexto político determinado.
Pero, al mismo tiempo, la religión en sí misma y no como factor en el juego político también está presente en Dune. La madre de Paul, la Dama Jessica, es miembro de un culto femenino, las Bene Gesserit, modelado (tal y como reconoció Herbert) a partir de sus recuerdos infantiles de la orden católica de los Jesuitas en la que había sido educado. Las Bene Gesserit, ya lo apunté más arriba, han pasado siglos dirigiendo un programa eugenésico secreto en la esperanza de producir su propio Mesías, el Kwisatz Haderach. Estaba planificado que la hermana menor de Paul sería la elegida, aunque acaba siendo éste el que asume tal papel arruinando los maquiavélicos planes de la orden.
Este sesgo místico ha llevado a algunos comentaristas a calificar al libro de “católico”. Al fin y al cabo, la religión oficial del Imperio Galáctico es una combinación del protestantismo y el catolicismo romano, basada en la llamada “Biblia Naranja Católica” (“Contiene elementos de religiones muy antiguas, incluidas el Maometh Saari, la Cristiandad Mahayana, el Catolicismo Zensunni y las tradiciones Budislámicas”). Como mínimo, es una novela que enlaza con la tradición mística, trascendente y antitecnológica de la ciencia-ficción.
Como he apuntado antes, en el Imperio se han prohibido los ordenadores mediante un edicto religioso; su lugar lo han ocupado los Mentats, humanos con una capacidad mental enorme, capaces de calcular y procesar información a gran velocidad. Hay naves espaciales y tecnología avanzada, sí, pero en general se vive una existencia acorde con la lógica preindustrial, tanto en la organización social y gremial del Imperio como en el propio Arrakis. Precisamente se utilizan los desiertos de este planeta para explorar las dos grandes tradiciones religiosas nacidas en los desiertos de la Tierra: el Islam y el Judeocristianismo, ambos con sus respectivos Salvadores profetizados: el Mahdi (que en Dune conserva el mismo nombre) y el Mesías (en el libro, el Kwisatz Haderach). La historia, por tanto, condensa esa dialéctica tan propia del género entre lo racionalista y lo místico. La melange le da a Paul poderes mentales de profecía y comprensión cósmica, pero sólo puede derrotar a los Harkonnen recurriendo a armas atómicas.
Dune es también una prueba de la duradera influencia que tuvieron sobre la ciencia-ficción americana las tesis de Alfred Korzybski bajo la forma de la semántica general, y que de una forma burda podemos resumir en que los humanos estamos limitados a la hora de conocer y entender nuestro entorno por el sistema nervioso y la estructura de nuestro lenguaje. Para evitar los errores a los que lleva nuestra inclinación a reducir el mundo a abstracciones que nos confunden, propuso una serie de técnicas para desarrollar lo que llamó “conciencia de la abstracción” y modificar la forma de relacionarse con el mundo.
Mientras completaba Dune, Frank Herbert estaba escribiendo para un periódico una columna sobre semántica general, y ello sin duda tuvo que ver con en el método de adistramiento de las Bene Gesserit, que incluye una sensibilidad hiperdesarrollada, la capacidad de proyectar la voluntad propia en la mente de otros e incluso ideas eugenésicas que no se distancian mucho de la Dianética (más tarde Cienciología) de L. Ron Hubbard, antiguo escritor de ciencia-ficción devenido gurú y fundador de su propia religión.
Algunos fans de la obra se acaloran bastante cuando se trata de discutir la influencia de Dune en la creación de otra obra definitoria de la ciencia-ficción del siglo XX: Star Wars (1977). Aunque Lucas ha reconocido que había leído la novela de Herbert, el uso del planeta desértico Tatooine, un imperio galáctico y las tropas de choque imperiales, han llevado a algunos a acusarle de plagio. En mi opinión, estos elementos, en el mejor de los casos, pueden ser calificados de préstamos, casuales o no, porque la verdadera inspiración de Star Wars son las space operas literarias de los pulps y seriales de ciencia-ficcion de Flash Gordon y Buck Rogers en los años treinta y cuarenta del siglo pasado. La ambición filosófica y la exploración cultural de Dune supera con mucho a la de Star Wars, y cualquier parecido entre ambas hay que verlo como parte de un origen común en ese terreno tan hollado de la ficción fantástica: la idea del monomito de Joseph Campbell y su Héroe de las mil caras (1949).
De hecho, Lucas reconoció explícitamente la obra de Campbell como influencia directa de su primer borrador de Star Wars. Ese ensayo describe el ascenso de un joven aventurero que destaca en diferentes campos mientras desempeña su misión. Recopilando las tradiciones de múltiples culturas y sociedades de todo el mundo, este “camino del héroe” es la síntesis perfecta de la historia de aventuras, de la cual la ciencia ficción es el último género en beber. Dune satisface casi todas las etapas de este mito universal al utilizar la figura de Paul Atreides, los mentores, la misión y la figura mesiánica… y masculina.
Porque mientras que Herbert salpica su libro con hombres carismáticos y fuertes, las mujeres siempre quedan en un segundo plano. Desde la fuerte y capaz Lady Jessica y sus hermanas Bene Gesserit a las mujeres Fremen que viven y trabajan bajo el gobierno de una jerarquía masculina, las mujeres están siempre en la historia atrapadas bien por su clase social bien por la tradición. El sistema jerárquico adoptado por Herbert (tanto en la sociedad Fremen como en la clase gobernante del Imperio) sólo permite destacar a las mujeres mediante el matrimonio o por su asociación con algún hombre. Y cuando tratan de cambiar el orden social para satisfacer su propia visión del Universo, las Bene Gesserit son descritas en múltiples ocasiones como “brujas” que manipulan a los hombres en la sombra.
Y relacionado con esto, hay que reconocer que Dune no es un libro perfecto. Como sucede con el resto de su obra, el estilo de Herbert es un tanto pesado e incapaz de concisión. Hasta los epígrafes que abren cada capítulo, refiriendo trabajos imaginarios de filosofía o historia, a menudo superan las cien palabras. Su prosa, abundante en diálogos y monólogos interiores, carece de chispa, y a menudo chirría bajo el peso de largas exposiciones, ya sean desarrollos de la trama o meras descripciones de ideas. Hay ciertos recursos, como ese de los monólogos internos, que ya no se utilizan tan frecuentemente como entonces, y pasajes que caen en la ampulosidad forzada.
Por otra parte, su caracterización es ramplona, limitándose a los rasgos esenciales de los personajes. Las escenas de Paul están mejor resueltas que las del resto; pero otros personajes están perfilados a base de clichés de lo más sobados. Jessica y Chani se definen más por los hombres a los que aman (Leto y Paul respectivamente) que por lo que ellas mismas logran. Aunque no era un tema por el que la ciencia ficción se preocupara demasiado a mediados de los sesenta, el tratamiento que Herbert le da a las mujeres resulta sorprendentemente conservador. Lo mismo puede decirse de la homosexualidad. El único personaje de esa orientación que aparece en la novela es el villano principal, el Baron Harkonnen, con el que el autor conecta la homosexualidad con la degeneración e incluso la pedofilia
No obstante, las virtudes del libro superan a sus flaquezas, y en general, se puede decir que alcanza una épica genuina. Y es que no es fácil introducir tantos temas, desde la teología a la sociología y la ecología, sin enterrar la historia central de Paul Atreides.
Hacia el final de la década de los sesenta, la popularidad de Dune terminó inevitablemente por atraer de vuelta a su creador para revisitar su universo. Los libros siguientes, empezando por El Mesías de Dune (1969), expanden lo que era básicamente un romance planetario a las dimensiones de una space opera, pero su interés es decreciente y en ningún caso consiguieron repetir el equilibrio y fascinación de la primera novela. Aunque entretenidas y recomendables para quienes hayan quedado atrapados por el rico universo imaginado por Herbert, a menudo quedan lastradas por explicaciones exageradamente largas sobre historia y mitología o meditaciones filosófico-políticas del autor. Las cinco secuelas que firmó el propio Herbert terminaron con Casa capitular Dune (1985), donde se presenta un implausible panorama galáctico que apenas ha cambiado miles de años después de lo narrado en la primera entrega.
Herbert continuó escribiendo novelas de ciencia ficción ajenas al universo Dune pero sin el mismo éxito. En varias de sus obras intentó recrear la misma complejidad e imágenes metafóricas sin conseguirlo y cayendo a menudo en la aridez. El experimento Dosadi (1977), por ejemplo, formaba parte de una serie de novelas centradas en una federación de alienígenas y que guardaban similitudes en trama y forma con Dune, pero que carecían de la fuerza de ésta. Otra serie, El vacío, que comenzó con Destino: el vacío (1966) y que, en colaboración con Bill Ransom, continuaría en otros tres gruesos volúmenes ya hacia el final de su carrera, resulta tedioso en sus interminables elaboraciones cuasiteológicas y cuestiones abstractas derivadas de la premisa de una inteligencia artificial convertida en deidad.
Dune, en otras palabras, es una obra excepcional dentro de la trayectoria de su autor y el éxito mantenido a lo largo de décadas puede dar una idea distorsionada del conjunto de la obra de aquél.
La importancia de la saga de Dune en su conjunto no reside tanto en la calidad de las obras que la componen –pueden ser más o menos entretenidas a gusto del lector, pero no son sobresalientes‒, sino como síntoma de la forma en que Dune se transformó, ya a mediados de los 80, de libro sobresaliente a foco cultural alrededor del cual surgen todo tipo de productos en diferentes formatos y medios. Así, el hijo de Frank Herbert, Brian (en colaboración con Kevin J. Anderson), escribió trece novelas más, ampliando el universo de Dune tanto hacia atrás en el tiempo como hacia delante. Los fans también han escrito su propia ficción no canónica, la mayoría disponible en internet.
Alejandro Jodorowsky quiso llevar la novela al cine, pero fracasó en el empeño. En 1984, David Lynch dirigió una adaptación cinematográfica, y asimismo, se rodó una miniserie televisiva dirigida por John Harrison en 2000. Entre 2019 y 2020, Denis Villeneuve filmó una nueva adaptación a la gran pantalla, en escenarios de Hungría, Jordania y Noruega, con un reparto encabezado por Timothée Chalamet, Rebecca Ferguson, Oscar Isaac, Josh Brolin, Stellan Skarsgård, Dave Bautista, Stephen McKinley Henderson, Zendaya, Charlotte Rampling, Jason Momoa y Javier Bardem.
Existen también juegos de rol, videojuegos, piezas musicales inspiradas en la novela (como la atmosférica Dune, 1979, de Klaus Schulze)…
El éxito multimedia de la obra de Herbert explica en parte la influencia que ha tenido en el desarrollo de la ciencia ficción. Como Isaac Asimov antes que él y como los creadores de Doctor Who (1963-), Star Trek (1966-) o Star Wars (1977-), Herbert inventó un universo que se expandió creativamente conforme los fans se sumergían y empababan en él, proponiendo sus propias ampliaciones o apoyando a quienes lo hacían. Es por esto, además de por el peso intelectual y la ambición temática de su obra señera, por lo que Herbert es una figura clave en la historia del género.
Dune es una novela compleja, una extravagancia de multiples capas que, a decir de los aficionados cuando se plantea una encuesta preguntando sobre los títulos más importantes de toda la historia de la ciencia ficción, sigue siendo una de las más grandes.
Aunque no está exenta de problemas, triunfa a la hora de capturar la imaginación e interés del lector gracias a su carácter de épica coral; sus variadas tramas convergentes pobladas de numerosos personajes de lo más diverso, desde nobles y emperadores hasta humildes nómadas; el fascinante retrato de un ecosistema exótico y las culturas que en él sobreviven y la forma en que el autor supo combinar ecología, religión y política; acción y reflexión; ciencia ficción dura y fantasía; racionalismo y misticismo.
Por todo ello y por su capacidad de seguir atrayendo a lectores generación tras generación, Dune es, por derecho propio e incontestable, un clásico.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre ficción científica en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.