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«E.T. El extraterrestre» (1982), de Steven Spielberg

A comienzos de los ochenta, Steven Spielberg se había convertido en uno de los grandes talentos del cine mundial. Tras el impresionante debut de El diablo sobre ruedas (1971) llegó Tiburón (1975), con la que alcanzó el éxito universal; éxito que refrendó sonoramente con Encuentros en la tercera fase (1977) y En busca del arca perdida (1981), sufriendo sólo un patinazo menor con su fallida comedia 1941 (1979).

Uno de los problemas que siempre había tenido Spielberg era su propensión a excederse del presupuesto asignado. Aunque parecía que nada que llevara su nombre podía fallar, esto no era sino una ilusión, tal y como se demostró en su arriba mencionada 1941, en la que el sobrecoste en el que incurrió acabó lastrando todavía más un resultado comercial no desastroso, pero sí muy por debajo de lo que se esperaba tratándose de Spielberg.

Tratando de moderar esa mala costumbre, el director anunció tras En busca del arca perdida que su siguiente proyecto sería algo de pequeñas dimensiones. Irónicamente, esa modesta película, titulada E.T. El extraterrestre, se convirtió no sólo en la más taquillera de 1982, sino de la historia del cine, desbancando a Star Wars (1977) y ostentando dicha posición durante una década y media hasta que el reestreno del film de Lucas le arrebató el título. Además, E.T. ayudó a cimentar en la mente de críticos y espectadores una equivalencia entre el cine de Spielberg, el concepto de inocencia infantil y cierto nivel de sentimentalismo.

Un grupo de pequeños alienígenas se hallan recogiendo especímenes vegetales por la noche, en las cercanías de un suburbio de Los Ángeles, cuando la aparición de unos agentes del gobierno les obliga a marcharse apresuradamente dejando atrás a uno de los suyos. El extraterrestre, E.T., se hace amigo de Elliott (Henry Thomas), un muchacho solitario que le lleva a su casa y lo esconde de su madre Mary (Dee Wallace) y sus dos hermanos, Michael (Robert MacNaughton) y la pequeña Gertie (Drew Barrymore). Elliott intenta ayudar a su recién hallado amigo a fabricar un artefacto que le permita comunicarse con los suyos y regresar a casa. La relación entre ambos se consolida rápidamente, formando sus mentes un lazo empático. Los hermanos de Elliott se enteran del secreto y acceden a participar en el plan. Mientras tanto, un grupo de siniestros funcionarios gubernamentales dirigidos por un agente sin nombre conocido como “Llaves” (por el distintivo llavero que porta) interpretado por Peter Coyote, siguen la pista del alienígena. Cuando la atmósfera de la Tierra empieza a afectar negativamente a E.T., que cae gravemente enfermo, los acontecimientos se precipitan…

E.T. El extraterrestre es una película que encuentro difícil de comentar de una forma objetiva, porque la aceptación y disfrute de la misma depende mucho de los gustos y sensibilidades de cada cual. Hay gente que no la soporta, criticándola por su excesivo sentimentalismo, su mensaje buenista y el protagonismo de unos niños irritantes acompañados de un alienígena bondadoso. A otros les encanta precisamente por esas mismas razones. Y ambas posturas, dado que son subjetivas, son perfectamente aceptables.

Aunque decir que E.T. es una película simplona suponga ignorar la maestría cinematográfica que la hace funcionar, lo cierto es que su argumento y tono apelan a las emociones más básicas; no se trata de un film que pretenda transmitir un mensaje intelectual ni profundo.

El guión, escrito por Melissa Mathison a partir de una historia de Spielberg (a su vez, refrito de una posible secuela para Encuentros en la tercera fase y el borrador para una película sobre la vida infantil en los suburbios) es engañosamente sencillo: niño encuentra alien perdido, niño pierde alien, niño recupera alien y lo lleva a la nave nodriza. Pero en realidad tiene un amplio recorrido. Cuenta una historia sobre relaciones: entre E.T., Elliot y su familia ligeramente disfuncional de barrio de clase media. Trata también sobre la brecha existente entre el mundo de los adultos y el de los niños, lo cual se muestra de forma implícita ‒no es una coincidencia el que E.T. tenga la estatura de niño, o que la mayor parte del film esté rodada desde planos bajos, la perspectiva infantil‒ y, más explícitamente en la diferencia entre la forma que Elliot tiene de atraer a ET ‒con pastillitas de chocolate en el seno de su hogar‒ y la de los adultos, que se desenvuelven en un laboratorio frío y esterilizado de aspecto estremecedor.

Aborda también, de una forma muy básica, el mundo de las emociones, el gran secreto de esta película y lo que la separó de prácticamente cualquier otro film de ciencia ficción hecho antes. Los films del género se habían especializado en asombrar a su público, sorprenderlo con efectos especiales, tal y como habían hecho 2001: Una odisea del espacio, Encuentros en la tercera fase o Star Wars. Pero ninguna otra película de ciencia-ficción había sabido expresar de forma tan eficaz y poderosa las emociones como E.T.: el amor, la camaradería, el deseo de proteger a aquellos que te importan y el dolor de tener que dejar marchar a alguien que forma parte de ti. El público en las salas de cine lloraba de forma irrefrenable sobre sus palomitas, no sólo gracias a la excelente dirección de Spielberg y el guión de Melissa Mathison, sino porque se identificaban totalmente con el contenido emocional.

La película expresa un reconfortante mensaje que en su momento caló en adultos y niños por igual, un mensaje que se remonta en la ficción al menos hasta la épica mesopotámica de Gilgamesh: que el amor es una emoción que trasciende la propia humanidad y que existen pautas universales que unen a todos los seres vivientes. Y aunque el guión está escrito para complacer especialmente a los niños, no evita tocar algunos temas adultos como la vigilancia gubernamental, el divorcio y los hogares rotos o el temor a la muerte. De hecho, los momentos en los que Elliott contempla impotente la enfermedad y muerte de su peculiar amigo son tan duras como las que poco después pudieron verse, por ejemplo, en La fuerza del cariño (1983), de James L. Brooks, cuando una madre ha de asimilar la enfermedad terminal de su hija.

Steven Spielberg es un realizador que compone y monta sus films de la misma forma que los antiguos artesanos construían los retablos. Como en éstos, incluye en sus historias un fuerte componente emocional. Hay pocos directores capaces de lograr que sus historias contengan tantas imágenes aparentemente sencillas pero muy emotivas. Es un realizador tremendamente visual que imprime a sus escenas una calidad que los clásicos films “para llorar” no tenían.

Hay momentos en E.T. que parecen escritos con un lenguaje profundamente emocional que trasciende la imagen y las palabras, como cuando E.T. rodea con sus brazos a Elliott, cierra sus ojos y simplemente deja descansar su cabeza sobre él; la súplica silenciosa de ayuda que el enfermo E.T. dirige a Mary en el momento en que ésta entra en el baño y lo ve por primera vez; E.T. volando con los niños en sus bicicletas con una gran luna llena de fondo; la despedida de Elliott y E.T. o esa nave espacial que se asemeja a un árbol de Navidad iluminado. Son momentos de auténtica magia que han quedado en el imaginario de la historia del cine.

El principal defecto de Spielberg como realizador es su falta de destreza en el campo del humor. Cuando se ve obligado a apoyarse en él, como sucedió en 1941 o Hook (y, en menor medida, las secuelas de Indiana Jones), el entusiasmo y diversión infantiles que impregnan sus historias se disuelven en un poco sutil y ruidoso caos. En E.T. hay momentos en los que no sabe dónde detener una escena, como esa en la que el alienígena se emborracha y empáticamente afecta a Elliott, impulsándolo a agarrar a una compañera y besarla en clase de la misma forma que sucede en la película que el extraterrestre está viendo en ese momento en la televisión.

En referencia a esto último, resulta chocante la inclusión de escenas románticas de El hombre tranquilo (1952), de John Ford, como parte de los programas que un asombrado E.T. ve en la televisión. En diversas declaraciones Spielberg –como muchos directores contemporáneos‒ se ha declarado muy influenciado por Ford. Pero lo que hace interesante la selección de esa escena en particular es que la película de Ford, como E.T., también se ha convertido en un film inmensamente popular, una historia que equilibra el sentimentalismo más flagrante con los sufrimientos y desafíos inherentes al mundo adulto. Aún más, ambas historias giran alrededor del tema del amor, un amor que surge bien entre individuos de diferentes países y culturas (El hombre tranquilo) o diferentes planetas (E.T.).

E.T. El extraterrestre fue acogida con entusiasmo por muchos americanos del Medio Oeste, reducto del cristianismo más reaccionario, gracias a lo que ellos interpretaban como alegorías religiosas: E.T. llega a la Tierra, hace milagros, intenta transmitir un mensaje positivo, afecta a la vida de los que le rodean, y sobre todo, muere, resucita y asciende a los cielos. Hay una madre llamada Mary. Los niños, símbolo de la inocencia, “llegan al cielo”… Spielberg ha negado cualquier intencionalidad en este sentido, refiriéndose a ello como simples coincidencias (después de todo, él pertenece a una familia judía).

E.T. es menos una fábula de corte religioso que un cuento sobre cómo un niño solitario consigue sanar sus heridas emocionales. Para Spielberg, la mayor felicidad reside en vivir rodeado de una familia feliz. De hecho, la peripecia de un niño perdido que trata de regresar al hogar o la reconstrucción de la armonía familiar son temas constantes en la filmografía de Spielberg que quedan bien ejemplificadas en películas como Loca evasión (1974), El imperio del sol (1987), Hook (1991), I.A. Inteligencia Artificial (2001) o La Guerra de los Mundos (2005) y, de forma más marginal, en Parque Jurásico (1993) o El mundo perdido (1997).

Pero en ninguna de ellas resulta más evidente esa obsesión que en E.T., cuya historia, según afirmó el mismo Spielberg, era la de su propia infancia. Justo después de una conversación sobre su padre ausente, Elliott encuentra a E.T. en el patio trasero. Al principio, el alienígena imita a Elliott, pero pronto es él quien se convierte en una suerte de referencia paterna para el niño. Los agentes del gobierno, en cambio, representan la vertiente más amenazadora de la figura paterna, convirtiendo el hogar familiar en un entorno esterilizado y tecnológico y a la ciencia en una amenaza más que en fuente de maravillas. Sin embargo, cuando por fin su jefe, “Llaves”, habla y revela su propio asombro infantil ante la presencia de un alienígena, se apunta a que, después de todo, también podría haber algo de padre comprensivo en él.

E.T. encabezó una ola de películas que en los ochenta remodelaron la ciencia ficción y la fantasía para una nueva generación de jóvenes espectadores. Eran películas salpicadas de referencias a la cultura popular y cuya acción transcurría o arrancaba en los suburbios residenciales de las grandes ciudades, barrios de casas unifamiliares en los que vivía una idealizada clase media –un entorno, por cierto, que también utilizaban muchas sitcom de entonces y de hoy‒. Proponían fantasías puras y sencillas sobre una galaxia infinita que se extendía más allá de nuestro planeta, pero cuyos temas conectaban con los sueños y angustias de esos acomodados adolescentes.

Los directores de género fantástico nacidos en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo y que empezaron a rodar películas en los ochenta, eran jóvenes nacidos ya en la cultura pop que soñaban con escapar más allá del universo suburbano, sueños que se alimentaron con las películas de ciencia ficción de su infancia. Para George Lucas, habían sido las aventuras espaciales en forma de seriales protagonizados por Buck Rogers y Flash Gordon; para Joe Dante, una lista interminable de reposiciones de cintas de serie B; para Spielberg, los sueños de una familia unida y feliz y las películas de Disney… Así, y siguiendo la tendencia de los ochenta, la cultura pop tiene presencia en muchos momentos de E.T., mostrando juguetes de Star Wars, reposiciones televisivas de Regreso a la Tierra (This Island Earth, 1955) y la mencionada El hombre tranquilo (1952), cómics de Buck Rogers, juegos de rol… los niños incluso se encuentran con un Yoda en la fiesta de Halloween.

Cambiando de tema, años atrás Encuentros en la tercera fase había suscitado no pocas críticas negativas por parte de un sector de los aficionados a la ciencia ficción. Argumentaban que, aunque efectivamente conseguía utilizar una sobresaliente pericia técnica para despertar ese sentido de lo maravilloso tan inherente al género, lo hacía a través de imágenes y discursos propios de la ufología, un anatema para los partidarios de la ciencia ficción “dura”. Estos mismos aficionados volvieron a levantar sus voces airadas cuando se estrenó E.T.

Y es que puede ser frustrante para el aficionado más purista intentar ver E.T. como una película de ciencia ficción. A pesar de sus obvios elementos adscritos al género (extraterrestres, naves espaciales, una misteriosa y siniestra agencia gubernamental, científicos…), la historia tiene más que ver con la fantasía inspiradora de buenos sentimientos que con la ciencia ficción. Además, el argumento es tremendamente manipulador ya que utiliza las ideas sólo en términos de su resultado más que por su solidez lógica.

El mundo de Spielberg no está tan alejado del de Disney en el sentido de que ninguno de sus personajes debe morir si su naturaleza es bondadosa. La principal trampa del argumento consiste en manipular al espectador para que llore irrefrenablemente cuando E.T muere… para luego resucitarlo sin mediar explicación.

Lo mismo ocurre con los científicos. Spielberg utiliza todos los trucos posibles para presentarlos como individuos siniestros y peligrosos: primeros planos de las manos del líder jugueteando con sus llaves, contraluces que sólo permiten distinguir sombras en movimiento, intrusos en el hogar familiar vestidos con terroríficos trajes para la guerra bacteriológica… incluso el profesor de ciencias se presenta bajo la misma luz misteriosa y amenazadora cuando va entregando a sus alumnos bolitas de algodón con cloroformo para que viviseccionen las ranas. Y entonces, cuando conviene a la historia, Spielberg los transforma a todos en buena gente que, en el fondo, también se preocupa por el pequeño extraterrestre. “Llaves” resulta ser un chico grande que confiesa que ha estado soñando con encontrar alienígenas desde que era un niño y que envidia a Elliott por la amistad que ha forjado con él.

Tanto en Encuentros en la tercera fase como en E.T., Spielberg invirtió los parámetros de la ciencia ficción de los cincuenta, que tendía a contemplar el universo más allá de nuestro paraíso terrestre como algo hostil al hombre. Por el contrario, Spielberg ve al cosmos como un entorno maravilloso, amistoso, con un gran potencial para que nuestra especie alcance la transcendencia. En Encuentros en la tercera fase el universo llega a la Tierra rodeado de hipnóticas luces para que escapemos de la banalidad mundana y decirnos que ahí fuera hay otros seres bondadosos que nos guiarán en nuestro periplo. En E.T., esa reconfortante visión adquiere todavía más peso al personalizarse en un niño solitario cuyo espíritu –como el del resto de su familia‒ halla la cura gracias a su relación con un alienígena bondadoso. Fue una manera inteligente de resucitar para las nuevas generaciones el largo tiempo aletargado género de “niño con perro” (ejemplificado en la antaño popular saga de Lassie); eso sí, con un envoltorio cinematográfico mucho más elegante y sofisticado.

Demostrando su versatilidad –o quizá un mayor desencanto o cinismo propio de la madurez‒, el propio Spielberg daría un vuelco a su aproximación a lo alienígena con La Guerra de los Mundos (2005)

En último término, la visión positiva del universo que propone Steven Spielberg, es la propia de una inocencia tan infantil que sólo puede apreciarse en términos de emoción y sentido de lo maravilloso, y no a través del filtro de la lógica y el racionalismo científico. Esta es la única forma de disfrutar este film, porque aquellos que se sienten a verla esperando una densidad intelectual propia de un título de Kubrick o Tarkovski se exasperarán. En cambio, si se adopta la actitud adecuada, la historia y su enfoque funcionan perfectamente, porque técnicamente la película es impecable.

John Williams, como siempre, está a la altura de la ocasión componiendo una banda sonora memorable que suscita la magia y el asombro de la niñez. La fotografía de Allen Daviau ofrece imágenes de gran belleza y el trabajo de los actores es de gran calidad teniendo en cuenta su corta edad. Incluso de Drew Barrymore, aquí con tan solo siete años, extrae Spielberg una interpretación notable. Dee Wallace, que encarna a la madre de los niños, dota a su papel de un matiz ligeramente cómico, consiguiendo pasar casi todo el film sin enterarse de que en su casa reside una criatura alienígena.

Por desgracia, la única que acabó teniendo cierta proyección en los años posteriores fue Drew Barrymore, que trabajó en más papeles infantiles, luego pasó a una etapa adolescente problemática, con adicciones al alcohol y las drogas incluidas hasta que, a finales de los noventa, ya adulta, se reinventó como actriz de comedias románticas. Pero en ningún título de su filmografía superó su papel en E.T. Dee Wallace apareció en otros films encasillada como la típica mamá. A Henry Thomas se le ha podido ver de vez en cuando en diversos films y Robert MacNaughton sólo intervino en otra cinta (I Am The Cheese, 1983) y algunos capítulos de series televisivas antes de resignarse a trabajar para el servicio postal estadounidense. Curiosamente, la miembro del reparto que más fama alcanzaría sería la actriz de 13 años Erika Eleniak, que interpreta a la niña a la que besa brevemente Henry Thomas. Primero sería modelo Playboy y luego participaría como chica explosiva en tres temporadas de Vigilantes de la playa y cierto número de películas de serie B.

Desde mediados de la década de los setenta, George Lucas, Steven Spielberg y Ridley Scott habían convertido la ciencia-ficción en un maravilloso espectáculo para asombro del público y horror de los snobs cinematográficos, que creían que las recaudaciones obtenidas con sus películas harían que los estudios financiaran películas con presupuestos cada vez más generosos con los efectos especiales y guiones cada vez más insulsos. Por ello no dejó de ser una ironía que en 1982 Spielberg dejara el espectáculo a un lado para hacer E.T., una película que, aunque no carecía de efectos especiales, su presencia era casi absurdamente insignificante, puesto que en su mayor parte se desarrollaba en y alrededor del hogar de un barrio residencial. E.T., como hemos dicho anteriormente, se centraba en los personajes y en sus relaciones.

El principal efecto, desde luego, era el propio E.T., un animatrón diseñado por Carlo Rambaldi: una especie de bebé envejecido cuyos grandes ojos le conferían una mirada muy expresiva, no demasiado alejada de la de los personajes Disney. El animatrón se utilizó para los primeros planos y las escenas clave en las que la criatura debía interactuar con los actores, mientras que para otros planos más generales se utilizó un disfraz menos elaborado, que se enfundaban, dependiendo de la circunstancia, dos actores enanos y un niño que carecía de piernas. La combinación de ambas técnicas dio como resultado un ser no humano tan verosímil como el Yoda de El Imperio Contraataca (1980). Spielberg supo extraer una interpretación extraordinaria de lo que no era más que un montón de mecanismos hidráulicos recubiertos de látex que se expresaba de forma temblorosa con la voz de la actriz Debra Winger.

E.T. fue nominada al Oscar a la mejor película, así como al de mejor director, mejor guión original, mejor fotografía y mejor edición, pero sólo ganó en categorías técnicas (música, sonido y efectos visuales) llevándose el palmarés principal aquel año la grandilocuente Gandhi (1982) dirigida por Richard Attenborough.

Sin embargo, la popularidad de esta cinta –que Spielberg afirmó fue su trabajo más personal‒ resultó ser indiferente al número de premios. Obtuvo un éxito colosal que durante un tiempo la convirtió en la cinta más taquillera de todos los tiempos (con un presupuesto de 10.5 millones de dólares recaudó 800), acuñó algunas frases en el habla coloquial (“Teléfono. Mi casa”).

Incluso inspiró un éxito musical para Neil Diamond (“Heartlight” ‒en la película, el corazón de E.T. brilla con luz roja‒) y fue incluido por el Instituto Americano del Cine entre las 25 películas más importantes jamás rodadas.

La imagen del joven Elliott y su amigo alienígena silueteados contra la enorme luna llena pedaleando en una bicicleta se convirtió en un símbolo de la inspiración, la importancia de la amistad y la misma magia que transmite el cine (además de aportar su logo a la productora de Spielberg, Amblin Entertainment)

La película fue y sigue siendo objeto de repetidos homenajes y parodias (Aterriza como puedas 2 (1982), Planet 51 (2009) o Paul (2011) por nombrar sólo unos pocos). Pero más importante aún fue su papel como catalizador de un cambio de orientación en la ciencia ficción de esos años. Durante buena parte de la década de los setenta, el cine de ciencia ficción se había decantado principalmente por la distopia. Entonces, entre 1977 y 1988, las pantallas grandes y pequeñas se llenaron de historias empalagosas en los que amistosos alienígenas aparecían por todas partes para cambiar la vida de algún niño/familia/grupo de ancianos, y en las que al final parecía que todo el mundo se quedaba extasiado mirando unas cuantas luces de colores brillantes mientras sonaba de fondo música al estilo de John Williams (excepto en los casos en que la música era del propio Williams). Algunas de esas películas eran productos decentes (Cocoon, Starman, Alf) pero en su mayoría no pasaron de la categoría de mediocres (Cortocircuito). Y todo fue “culpa” de ET. (Por supuesto y como no podía ser de otra manera, también surgió una corriente contraria que disfrutaba con malvada satisfacción corrompiendo el mundo moral y amable de Spielberg: Gremlins (1984) o Critters (1986) tenían también visitantes pseudoalienígenas en los suburbios americanos, pero en esta ocasión eran seres viciosos e indeseables).

Muchos de esos films de los ochenta se concentraban no sólo en la relación entre humanos y aliens, sino, más específicamente, entre niños y aliens. Starfighter: La aventura comienza (1984), Exploradores (1985), y El vuelo del mavegante (1986) trataban sobre encuentros de adolescentes y extraterrestres, sugiriendo que los jóvenes son más abiertos a comprender y experimentar las maravillas del universo y, por tanto, más proclives a aceptar seres diferentes. De hecho, la condición juvenil de los protagonistas de esas películas resultaba fundamental en sus argumentos (en el caso de Exploradores incluso los aliens eran niños), ya que era precisamente su apertura de mente lo que les permitía triunfar en sus misiones. Los niños tenían el poder y la responsabilidad de representar a la Tierra y defenderla de fuerzas hostiles.

Como en Encuentros en la tercera fase, los niños de E.T. son los miembros más nobles de nuestra raza, no “contaminados” todavía por el mundo adulto. En el caso de E.T., el alienígena es sabio, benevolente y dispuesto a intercambiar ideas con otros seres y, además, comparte esas mismas cualidades con Elliott. No sólo establece E.T. un fuerte vínculo con el niño, sino que también es capaz de restablecer la armonía familiar del mismo. Es más, la disposición de E.T. a compartir ideas y emociones con Elliott contrasta con la ignorancia de los adultos: el peligro que sostiene el drama de la película no deriva del propio extraterrestre, sino de de la reacción de unas autoridades limitadas por los prejuicios y la estrechez de miras.

Para Elliott y su familia, los verdaderos alienígenas a temer son los enmascarados que irrumpen en su hogar para apoderarse de E.T. No es que Spielberg vea a los adultos con desdén; simplemente, no son tan receptivos como los niños a las experiencias que puede ofrecer el universo.

Al final de la película, Elliott madura y E.T. regresa con los suyos, pero no sin antes realizar un ritual que asegure que el muchacho reconozca la naturaleza inherentemente bondadosa de su propia raza y se sienta a gusto como parte de ella. Aprende a confiar en el mundo de los adultos y asume la ausencia de su padre. En resumen, ya no necesita a su “amigo imaginario” o, según se vea, “figura paterna”.

Todas estas ficciones tan comunes en los films denominados “familiares” de esta época respondían a la imagen que los estudios de Hollywood tenían de su público potencial: niños y adolescentes –o individuos adultos con mentalidad infantil‒, cuya edad les hacía más receptivos a las maravillas de la fantasía cinematográfica, una interpretación claramente relacionada con el éxito comercial de Star Wars y sus secuelas. La prevalencia y popularidad del cine infantil-juvenil es señal de la importancia no sólo social sino económica de ese segmento de la población.

Steven Spielberg nunca se planteó hacer ninguna secuela de E.T., pero sí que se dedicó a remodelar la original. Durante años, él y su productora Kathleen Kennedy se entregaron al molesto hábito de modificar sus películas una vez estrenadas. Y es que a pesar del éxito del film, el director no había quedado completamente satisfecho con algunas de las escenas. Así, el laserdisc de 1991 y el reestreno de 2002 de E.T. eliminaron todas las escenas en las que los niños se disfrazaban de terroristas en Halloween, como también una en la que el director de la escuela expulsaba a Elliott. Todavía más irritante resultó que en la edición 20º Aniversario de 2002 se eliminaran digitalmente las armas que portaban los funcionarios de la NASA, reemplazándolas por walkie-talkies, además de borrar un insulto ligeramente soez de Elliot a su hermano. También se añadieron un par de escenas que Spielberg retiró del montaje original por considerar que los efectos especiales no estaban a la altura y que ahora, con la tecnología digital, podían retocarse a su completa satisfacción: una con E.T. en la bañera, por ejemplo; y otra en la que se sustituyeron los dulces favoritos de E.T. por otros de la marca M&M´s, cuyo permiso para aparecer en la película Spielberg había tratado infructuosamente de obtener originalmente, pero que dos décadas después, a la vista del éxito cosechado, la compañía Mars Candy cedió más que gustosa.

El cineasta que tanto reverencia la historia de Hollywood y que tanto ha aprendido de los gigantes cinematográficos del pasado, no tuvo problemas a la hora de distorsionar la versión original de su propio film. Cuando se le preguntó al respecto de esos cambios políticamente correctos, quitó importancia al asunto diciendo que los “puristas” también tenían en la nueva edición en DVD la versión original.

El éxito de E.T. El extraterrestre se puede atribuir a sus múltiples aciertos: la maestría de Spielberg a la hora de trabajar con niños, su talento cinematográfico, una historia de gran intensidad emocional que consigue conmover sin ser demasiado sentimental… Es difícil explicar el poder de la película a quien no la haya visto mediante un simple resumen de su argumento, porque éste, a pesar de ser muy sencillo, está abordado de una forma casi espiritual, como si de un mito secular se tratara. En este sentido, E.T. es un film que conecta con las raíces más profundas de la ciencia ficción como género.

Hoy, sin embargo, parece que el éxito que la película tuvo antaño se ha diluido mucho entre los nuevos fans, quienes rechazan lo que consideran una historia simplona sobrecargada de sentimentalismo barato, una poco sutil maniobra para accionar los resortes emocionales del espectador y provocar en él las reacciones buscadas. A cambio, prefieren visiones futuristas oscuras y violentas trufadas de efectos especiales. Quizá esa sea una de las razones por las que hoy Blade Runner esté mucho más considerada que E.T.. Ambas películas se estrenaron en el verano de 1982, pero en aquella época en la que aún persistía cierto grado de inocencia, el público acudió en masa a enamorarse de la fábula sobre la amistad que proponía Spielberg rechazando en cambio el oscuro film de Ridley Scott –que, en su momento, fue considerado un fracaso comercial‒. Hoy, la situación se ha invertido y es Blade Runner la que se celebra como una de las películas más influyentes de todos los tiempos.

Sin embargo, incluso los cínicos más recalcitrantes deberían admitir que la película de Spielberg es un sobresaliente ejercicio de cinematografía realizado por un creador total y honestamente identificado con su inofensiva historia.

En mi opinión, E.T. es una buena película, aunque no tan redonda como Encuentros en la tercera fase. Su mayor interés reside en el estudio de las relaciones entre la infancia y la madurez y la forma en que nos muestra el mundo a través de los ojos de un niño. Como exploración del tema alienígena, la historia resulta plana y no llega ni de lejos al sentido de la maravilla que tan importante era en Encuentros… Quizá ello se deba a que en E.T. el alienígena se convierte en un personaje de peso en lugar de mantener su naturaleza misteriosa y enigmática. Al definir claramente a su extraterrestre, Spielberg fue demasiado lejos humanizando lo que es inhumano y ahí es donde la película funciona peor, al menos desde el punto de vista de la ciencia ficción.

El hincapié de E.T. en el ámbito de lo emocional fue un regalo y una maldición para la ciencia-ficción en el cine. Un regalo porque desde entonces los cineastas hubieron de tener más en cuenta la construcción de los personajes al rodar sus películas; una maldición porque la mayor parte de ellos no son tan buenos como Spielberg y caían demasiado a menudo en la sensiblería.

Cuando uno pasa tiempo sin ver la película, es fácil burlarse de su ternurismo. Para remediarlo basta con verla otra vez y recordar que, cuando Spielberg está en plena forma, deja para el recuerdo momentos inolvidables.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".