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«Ultimátum a la Tierra» (1951), de Robert Wise

A veces piensa uno si no será un error discutir una y otra vez sobre los puntos de contacto entre la ficción y la realidad, como si ambos territorios se fundieran perfectamente el uno en el otro, cuando la verdad es que la mayor parte de nosotros somos perfectamente capaces de diferenciarlos. Sin embargo, y especialmente en el ámbito de la ciencia ficción, la frecuencia con la que la especulación se ha insinuado en los acontecimientos de la «vida real» nos revela la capacidad de penetración del género en todos los aspectos de la cultura y sociedad occidentales. Veamos un ejemplo paradigmático.

El impulso que experimentó la ciencia y la tecnología tras la Segunda Guerra Mundial quedó perfectamente reflejado en multitud de películas de la época que mostraban esos avances y los hombres que los hicieron posible. En los años cuarenta, la ciencia y los científicos habían sido representados en los medios populares como salvadores; después de todo, había sido el poder nuclear lo que había puesto punto y final a la guerra con Japón. Aunque los efectos devastadores de las bombas de Hiroshima y Nagasaki fueron evidentes desde el principio, el potencial que esa energía tenía para mejorar las vidas de la gente fueron igualmente puestos de manifiesto.

Los primeros pasos en la carrera espacial los dio el piloto de pruebas Chuck Yeager, cuando en 1947 rompió la barrera del sonido a bordo del jet Bell X-1. En las puertas de la nueva década, América era la punta de lanza en lo que a ciencia y tecnología se refería, por lo que no es de extrañar que el país confiara en ser el primero en dominar el espacio cuando se inició el Programa Mercury en 1959. El poder nuclear simbolizaba el poder de América, y a pesar de sus peligros, un uso responsable del mismo podría ayudar a construir una utopía.

Era inevitable que los films de ciencia ficción se fijasen en esa contradicción y empezaran a cuestionarse la fe ciega en la energía atómica y la conveniencia de ignorar su lado más oscuro. Muchas de las películas de los cincuenta, haciendo uso de científicos locos o monstruos mutantes, ofrecieron una visión menos complaciente de la Era Atómica y las consecuencias de ir demasiado lejos en pos de una utopía científica.

Así que la energía atómica se convierte en uno de esos puntos de contacto entre la realidad y la ficción. Y otro fue el fenómeno OVNI, coincidente con el comienzo de la Era Atómica y la expansión de la aviación militar y comercial.

El primer Objeto Volante No Identificado fue avistado en 1947, con la forma de nueve discos voladores, por el piloto civil Kenneth Arnold a bordo de su avioneta particular mientras sobrevolaba Mount Rainier, en el estado de Washington. Antes de que acabara aquel año, se había informado de otros 850 avistamientos, todos ellos atribuidos por la prensa a visitantes alienígenas. Fue el comienzo de una auténtica fiebre que tomó visos de fenómeno cultural en los cincuenta y sesenta. Incluso hoy en día hay mucha gente que sigue creyendo a pies juntillas que los alienígenas vienen a la Tierra periódicamente y que abducen a seres humanos para utilizarlos como cobayas de sus experimentos. Una de esas supuestas naves se habría estrellado cerca de Roswell, Nuevo Mexico, en 1947: sus restos y el cuerpo de su piloto, según afirman, siguen custodiados por el gobierno americano en una instalación secreta conocida como Area 51, en Nevada. Por supuesto, la negativa de las autoridades a dar por cierta tal teoría de la conspiración no hace más que confirmarla en la mente de los creyentes.

Puede que no se trate solo una coincidencia el que los ovnis empezaran a revelarse ante los ojos del mundo precisamente durante la Edad de Oro de la Ciencia ficción y en el momento en que su vertiente cinematográfica comenzaba a dejar huella en la cultura occidental. Existe una correlación demostrada entre los arquetipos culturales con los que los individuos están familiarizados y la explicación que dan a fenómenos inexplicados. En la Edad Media, eran brujas, demonios y magia; en el siglo XX son alienígenas y astronaves. Y, a su vez, estas explicaciones alientan nuevos avistamientos.

Así, tras un primer estallido de testimonios, éstos disminuyeron en Estados Unidos (porque se trató de un fenómeno principalmente norteamericano) durante los cincuenta hasta los 46 mensuales. Un repunte súbito tuvo lugar cuando se lanzó el Sputnik 1 en octubre de 1957: 600 avistamientos sólo en los últimos tres meses de ese año. Si dejamos de lado la explicación de que los alienígenas hicieran coincidir sus visitas con este tipo de acontecimientos tecnológicos, la relación entre una cosa y otra parece evidente.

El cine, como acabo de decir, tuvo una importancia en absoluto despreciable en este fenómeno. El poder de sus imágenes sedujo la imaginación –a veces la enloqueció– de millones de personas. Y algunos de sus principales iconos los podemos encontrar en la película que ahora comentamos, uno de los clásicos imprescindibles del género, todo un éxito en su día y uno de los primeros films en los que se presentaban visitantes alienígenas (en realidad el segundo, puesto que El enigma de otro mundo se estrenó tan solo seis meses antes).

Un platillo volante es avistado sobrevolando los cielos de todo el planeta hasta que finalmente aterriza en Washington D.C. De su interior salen un hombre y un gran robot. El primero, Klaatu (Michael Rennie) resulta herido de bala por un soldado nervioso que malinterpreta un gesto amistoso. En respuesta al ataque, el robot, Gort, funde con su rayo tanques y armas. Klaatu es llevado a un hospital, donde se recupera milagrosamente antes de anunciar que desea reunirse con todos los líderes mundiales. Los inconvenientes y dificultades de índole política que se le exponen no le convencen y, con la intención de comprender el comportamiento humano, escapa de su cautividad y alquila una habitación en una casa de huéspedes bajo un nombre falso, Carpenter. Allí puede entrar en contacto con seres humanos ordinarios, especialmente Helen (Patricia Neal) y su curioso hijo Bobby (Billy Gray).

Klaatu visita a un reputado científico, el profesor Barnhardt (Sam Jaffe) que, este sí, accede a llamar a sus colegas para escuchar lo que el alienígena tiene que decir. Para demostrar su poder y llamar la atención del mundo, Klaatu consigue detener todos los aparatos eléctricos del planeta durante media hora excepto aquellos cuya paralización pondría en peligro vidas. Si la Humanidad no detiene la carrera atómica, anuncia, sus congéneres destruirán la Tierra.

Un visionado superficial de esta película nos lleva a contemplarla como algo pintoresco, extraño: la idea de que un platillo volante pudiera aparcar en mitad de Washington DC y que todo lo que a los militares se les ocurra sea rodearlo con una vallita insignificante, es increíblemente ingenua, como lo es la de que un hombre venido del espacio pudiera escapar de unas instalaciones militares como si nada y encontrar alojamiento en una pensión de la ciudad, donde lo toman como forastero de Nueva Inglaterra por su acento. Sin embargo, la fuerza de Ultimátum a la Tierra reside en su carácter pionero y en lo diferente que resultó su planteamiento durante unos años, los de la Guerra Fría, en los que las tendencias eran muy otras. Pero vayamos por partes.

La producción de 1950 de George Pal Con destino a la Luna había supuesto el verdadero comienzo de la ciencia ficción cinematográfica, describiendo el viaje espacial de forma realista por primera vez desde La mujer en la Luna (1929). Fue también el primer hito en la Edad de Oro de la ciencia ficción en la gran pantalla. Tras una década sin títulos realmente memorables, tan sólo un año después de que el cine se hubiera lanzado a explorar el espacio aquellos que vivían en él ya venían a explorarnos a nosotros en dos títulos totalmente diferentes: la ya mencionada El enigma de otro mundo y Ultimátum a la Tierra .

En realidad, la idea de producir esta cinta llevaba ya un par de años gestándose, pero fue el éxito de Con destino a la Luna lo que finalmente convenció a Darryl F. Zanuck, presidente de la 20th Century Fox, de que la ciencia ficción podía dar dinero. Autorizó un presupuesto de nada menos que un millón de dólares, lo que la elevó al rango de superproducción.

El factor que había seducido al productor Julian Blaunstein era la idea de conjugar la estética futurista con el tópico del fugitivo para lanzar una sobria advertencia sobre los peligros atómicos. Aunque lo cierto es que la seriedad de su propósito no resultaba en absoluto evidente a tenor de la sensacionalista y engañosa campaña publicitaria que ideó: sí, Gort dispara rayos de la muerte y vaporiza lo suyo, pero no secuestra chicas en ropa interior, tal y como sugiere el cartel.

Hay otro aspecto de la película a menudo pasado por alto pero importante: la elección de su fuente original. Durante décadas, sólo hubo dos autores de ciencia ficción admitidos por el canon literario supervisado por los autonombrados guardianes de la cultura: Julio Verne y H.G. Wells. A regañadientes, décadas después, hubieron de añadir dos nombres más, George Orwell y Aldous Huxley, cuyas respectivas distopias, 1984 y Un mundo feliz fueron tan intensas e influyentes que no hubo manera de obviarlas, aunque por todos los medios trataron de evitar su calificación como ciencia ficción, prefiriendo referirse a ellas en términos de sátiras u oscuras advertencias sobre el mundo presente.

En cambio, nada de lo que se escribiera para las revistas de literatura popular, los pulps, se consideraba digno de atención a menos que viniera firmado por Dashiell Hammett, Raymond Chandler o algún otro de los escritores modernizadores del género detectivesco y pioneros de la serie negra. La ciencia ficción no comenzó a llegar al público en forma de libro hasta la década de los cincuenta, por lo que resulta notable que Maurice Heinlein, del departamento de guiones de la Fox, pusiera sus ojos en un relato corto, Adiós al amo (1940), escrito por Harry Bates y publicado en Astounding Science Fiction, la revista de ciencia ficción más importante de la época. Puede que para 1951 hubiera algún aficionado que se acordara de aquel cuento, pero para el resto del mundo era totalmente desconocido. Zanuck, autorizó la compra de los derechos del relato por la módica cantidad de 1.000 dólares. La ciencia ficción literaria, hasta entonces escondida en las amarillentas páginas de las revistas baratas y sólo apreciada por un selecto grupo de fans, empezaba a abrirse camino hacia el gran público de lo audiovisual.

El cuento original de Bates estaba ambientado en el futuro y en realidad era muy diferente del guión de la película, especialmente el final en el que se revelaba que el auténtico amo era el robot y el alienígena humanoide un mero sirviente. Un cambio bastante sutil pero revelador es que en el relato, Klaatu es tiroteado por un fanático religioso, no un soldado. Tal sustitución obedecía a un cambio de mentalidad: la película se produjo en un momento en el que todo el planeta tenía reciente la última guerra mundial y las imágenes de lo que las explosiones atómicas podían hacer. El ejército jugaba un papel social más importante en ese momento que el de los hombres de fe.

Resulta llamativo lo rápido y claro que la película lanza su mensaje. En las escenas de apertura, la música de Bernard Herrman acompaña al viaje del platillo volante por todo el mundo, intercalando falsas tomas documentales y presentadores de televisión que dan cuenta del fenómeno en varias lenguas antes de mostrar la nerviosa movilización de las tropas, antes incluso de que la nave se pose en mitad de Washington. Wise consigue crear un gran momento de suspense cuando se abre la compuerta y aparece Klaatu vestido con un brillante atuendo metálico y, a continuación, el robot Gort. Esto es solo el preámbulo anterior a que los espectadores vean humillarse a su orgulloso ejército ante el poder del mortal rayo de Gort.

Esa escena era la evidencia de que la Humanidad se enfrentaba a una colosal amenaza, algo mayor y potencialmente más devastador que todo el poderío militar humano. Y ese es el auténtico mensaje de Ultimátum a la Tierra : el mundo tenía ahora entre sus manos la manipulación de un fenómeno natural, la fisión atómica, potencialmente más letal que todas las fútiles guerras que han impulsado siempre nuestra Historia.

El público de la época lo entendió a la perfección porque sólo hacía seis años que se había detonado la primera bomba nuclear y ahora la guerra de Corea, en la que Estados Unidos se había involucrado un año antes, volvía a despertar el fantasma atómico. Casi todas las películas de ciencia ficción de la primera mitad de los cincuenta se desarrollaban a la sombra de ese espectro, ya se encarnara éste en dinosaurios agigantados a causa de la radiación o variopintos insectos king-size. Pero siempre acababan consolando al espectador haciendo que las fuerzas de la ley y el orden abatieran tales amenazas. Eran a menudo películas beligerantes con lo «extraño», en las que el miedo a la infiltración comunista y a la implantación de su sistema económico y social hallaban expresión más o menos sutil en la forma de criaturas monstruosas o alienígenas invasores.

En cambio, en Ultimátum a la Tierra, la tesis defendida es tan diferente como inusual: las criaturas de otros mundos no tienen que estar necesariamente interesadas en conquistar nuestro planeta y/o convertir en cenizas a la raza humana. Al revés, son los humanos, no los alienígenas, la principal amenaza no sólo para ellos mismos sino para el resto del universo.

Efectivamente, son los humanos, especialmente las autoridades, los que, una y otra vez, durante toda la película, se comportan siguiendo sus peores instintos, disparando primero y preguntando después, desconfiando, haciendo oídos sordos, atrincherándose en sus miserias políticas, reteniendo a la fuerza al visitante, fomentando el miedo y renunciando a todo escrúpulo y reflexión a cambio de dinero. En cambio, quienes actúan contra las figuras de autoridad son aquí los revestidos de nobleza y sensatez, aquéllos a los que se debe prestar atención: científicos y alienígenas. El mensaje de Klaatu es, por tanto, subversivo en su llamamiento a cuestionar la autoridad. La Humanidad progresará cuando confíe en los sabios, no en los poderosos.

A diferencia de otras películas de la época, Ultimátum a la Tierra animaba a reflexionar a una escala global, superando las paranoicas limitaciones y el patriotismo cegato de la Guerra Fría. Los antagonistas no son los rusos, sino cualquier autoridad política y militar. Para el espectador moderno resulta fácil argumentar que el film defiende la hipocresía de una raza supuestamente superior que ordena a todos los demás destruir sus armas mientras ellos acumulan el mayor arsenal de todos, estableciendo obvios paralelismos con las amenazas lanzadas por Estados Unidos en la actualidad contra países como Irán o Corea del Norte. Al fin y al cabo, el platillo de Klaatu aterriza en Washington, como si pretendiera hacer de Estados Unidos la fuerza policial cuyos valores e ideología servirán de modelo y guía para la especia humana.

Pero lo cierto es que la película, como hemos dicho, no entroniza en absoluto a Estados Unidos frente a otros países. Todo lo contrario: la Humanidad (toda ella sin distinción) debe desarmarse o seremos todos destruidos. De hecho, la misión de Klaatu no es tanto altruista como autoprotectora: el resto de razas inteligentes de la galaxia no están dispuestas a permitir que la agresividad humana salga de la Tierra.

Es cierto que lo que Klaatu ofrece repugna a una mente liberal: una libertad vigilada, una vida que en el fondo no dirigiremos nosotros, sino que deberemos someternos a la supervisión de autoridades ajenas dispuestas a ejercer la violencia y castigar con la aniquilación en nombre del pacifismo. Lo que quizá no comprendan esos críticos sea que tal escenario podía resultar atractivo, hasta utópico, en un momento en el que se vivía bajo la amenaza de la destrucción mutua y en el que los angustiados ciudadanos no ejercían control alguno sobre unas armas terribles. En tal situación, doblar la rodilla ante la vigilancia de una autoridad superior que garantizara la paz, aunque fuera mediante la disuasión y la amenaza, podría resultar más deseable que continuar en las manos de unos políticos incapaces de detener las guerras y la proliferación nuclear.

Con todo, a pesar de que en último término la alternativa que se le ofrece a la Humanidad (obediencia o destrucción) era bastante oscura, Ultimátum a la Tierra resultaba más positiva que la mayoría de las cintas de ciencia ficción de los cincuenta. Además, introdujo muchos elementos con los que ningún otro título de la época se atrevió. Fue, por ejemplo, la única hasta El diablo, el mundo y la carne (1959) en mostrar personajes negros, aunque solo sea como individuos anónimos sin papel; Patricia Neal encarnó a una de las pocas mujeres verosímiles de las películas de ciencia ficción de los cincuenta. Por otro lado, Klaatu, elegante y educado, era un avatar del racionalismo puro, defensor de la fe en la ciencia; una clase de personaje vilipendiado y tachado de inhumano y peligroso en otras películas de aquellos mismos años, como El enigma de otro mundo (1951), La invasión de los ladrones de cuerpos (1956) o Planeta prohibido (1955), cuyos científicos eran individuos cuya curiosidad ponía en peligro a toda la comunidad.

Resulta también interesante la crítica nada complaciente que la película hace de los medios de comunicación, mucho antes de los reality shows y la telebasura. En un momento de la historia, Klaatu y Bobby se confunden con el grupo de curiosos que rodean al platillo volante a la espera de acontecimientos. Se acerca un reportero blandiendo un micrófono que entrevista a la gente buscando declaraciones «noticiables». Klaatu comienza a hablar del peligro de que «el miedo reemplace a la razón», pero el periodista le corta bruscamente, prefiriendo intervenciones teñidas por el miedo y la inseguridad. Es un periodismo irresponsable y tendente al sensacionalismo por encima de la mesura y la información. Se nos muestra también a una audiencia crédula, sujeta a la histeria y el pánico, amplificados y acelerados éstos por los medios de comunicación en una época en la que se hallaban revestidos de mayor autoridad y credibilidad. Ello se hace patente a través del montaje inicial, con presentadores televisivos avisando al mundo de la presencia y posterior aterrizaje del platillo volante; o el recurso a titulares y flashes informativos como medio de informar al espectador del pulso social sobre los acontecimientos.

Y por último tenemos, claro, los paralelismos que el guión traza con la figura de Cristo. Algunos son evidentes y, probablemente, poco casuales: la misión de Klaatu es salvar a la humanidad de sí misma, adopta el nombre de Carpenter (oficio de Jesús), deja que los niños (Bobby) se acerquen a él, realiza milagros para demostrar su poder (detener la electricidad en todo el mundo), atrae conversos (Helen, Bobby, Barnard), es traicionado (Tom Stevens hace el papel de Judas, vendiendo a Klaatu a cambio de dinero y poder) y a continuación asesinado sólo para resucitar y regresar a los cielos. Y su mensaje, como el de Cristo, advierte de que aquellos que no se arrepientan irán al infierno.

Según Robert Wise, no había sido en absoluto su intención introducir una alegoría religiosa. Pero las similitudes parecen demasiadas como para ser consideradas mera coincidencia o producto de un análisis rebuscado, especialmente cuando el guionista, Edmund H. North, recibió presiones por parte del estudio para que suavizara otras similitudes bíblicas bastante explícitas que los censores podrían ver con malos ojos. Hay quien critica la inserción en la película de este tipo de referencias teológicas argumentando que adultera su carácter de ciencia ficción; pero, como mínimo, nos sirven para demostrar que, de un modo u otro, ya sea sutilmente o de forma tan explícita como en el caso que nos ocupa, el discurso religioso ha estado siempre muy relacionado con una parte nada despreciable de la ciencia ficción.

Rodada bajo el título mucho más prosaico de Viaje a la Tierra, esta cinta fue responsabilidad de Robert Wise, cuya larga carrera acabaría tocando prácticamente todos los géneros, desde el terror (La invasión de los ladrones de cuerpos) hasta el musical (Sonrisas y lágrimas). El buen hacer de Wise ofrece escenas de lograda tensión psicológica con tintes de serie negra, como aquella en la que Gort se reactiva y entra en la nave; o cuando persigue a Patricia Neal –si bien esta última quedan algo deslucida por las demasiado evidentes arrugas del traje de latex del robot). Resulta destacable asimismo la contención formal de Wise: su elegante blanco y negro, la sobriedad de los decorados y el tono pausado de las interpretaciones y el ritmo, marcan la diferencia con posteriores producciones marcadas por colores chirriantes y diseños de producción grandilocuentes.

Patricia Neal interpreta a la perfección un papel femenino poco habitual para la época: una mujer fuerte, activa y sensible, capaz de enfrentarse a sus prejuicios y miedos, superarlos y salvar al planeta. El comedido trabajo de Michael Rennie (cuyo papel fue ofrecido antes a Spencer Tracy y a Claude Rains) delineó con precisión lo que con el tiempo pasaría a ser un tópico de la vertiente más humanista del género: el alienígena inteligente y generoso, que adoptaría las más variadas formas, del humanoide Starman al feísta E.T. o los simplemente extraños de Abyss.

Merece también la pena reseñar su experimental banda sonora, para la que el compositor Bernard Herrmann (orquestador habitual de los films de Orson Welles y Alfred Hitchcock) utilizó el theremin, ese instrumento eléctrico de sonido inquietante que desde entonces y a menudo asociamos con platillos volantes y pequeños hombrecillos verdes

En cuanto al diseño de producción, destaca, por supuesto, el icónico robot Gort, encarnado por el gigantón de 2,10 metros Lock Martin, hasta el momento portero del Teatro Chino Graumann en Hollywood y que desde entonces se especializaría en papeles a su «medida» (interpretaría también a un mutante marciano en Invasores de Marte (1953). Su traje –mejor dicho, trajes, puesto que había dos, uno con la abertura frontal y otra posterior según el plano que interesara rodar– estaba hecho de espuma de latex moldeada sobre un traje de fibra de vidrio con pintura plateada. Wise lo rodó sobre todo utilizando planos bajos que resaltaran su aire misterioso y amenazante. Su superficie metálica y su cabeza sin rasgos, rota solo por un visor que dispara rayos desintegradores, remite a la figura del caballero medieval.

Por otro lado, el platillo volante, de 30 por 7 metros, icono de la ciencia ficción, símbolo de toda una época y dolor de cabeza para el productor (su construcción absorbió buena parte del presupuesto), fue diseñado por los directores artísticos Lyle Wheeler y Addison Hehr, quienes añadieron uno de esos toques aparentemente insignificantes pero en los que todo el mundo repara: las junturas de las puertas del platillo se recubrieron de plástico y se pintaron para ocultarlas, potenciando la sorpresa del espectador al ver abrirse una puerta en algo que parecía totalmente sólido. Su sencilla belleza y pureza de líneas remitía a los valores defendidos por su dueño: claridad, cordura y razón.

Comenzábamos este artículo hablando sobre la relación entre ficción y realidad, mencionando el caso de los OVNIS. Pues bien, una vez informado el primer «avistamiento» en 1947, el primer contacto era cuestión de tiempo. El 20 de noviembre de 1952, George Adamski, un gurú de poca monta que ya hacía sus pinitos en el negocio de los platillos volantes dando conferencias y vendiendo sus propias fotos, dijo haber tenido su primer encuentro con un venusiano llamado Orthon, quien le explicó por señas y telepatía que su nave extraía su energía del magnetismo terrestre. Tras asimilar algunas nociones de inglés, el visitante pudo expresar la alarma que sentían los pacíficos alienígenas ante las pruebas nucleares y la posibilidad de una guerra atómica. Entre 1953 y 1962, Adamski escribió varios libros sobre su contacto con Orthon (Flying Saucers Have Landed, Inside the Spaceships y Flying Saucers Farewell ) antes de que sus burdas mentiras cayeran en el descrédito más absoluto incluso entre los creyentes de los ovnis ¿Es casualidad que Adamski contara su historia tan sólo un año después de que Klaatu advirtiera desde la pantalla sobre las consecuencias del progreso nuclear?

Con el boom que experimentó el género a comienzos de los ochenta y aprovechando la escalada armamentística de Ronald Reagan, se consideró una secuela, Ultimátum a la Tierra II en el que, según guión de Ray Bradbury, el hijo de Klaatu retornaba a la Tierra. La idea no pasó del planteamiento inicial. Lo que sí vio la luz en 2008 fue un remake dirigido por Scott Derrickson y protagonizado por Keanu Reeves en el que la advertencia nuclear se sustituía por la alarma medioambiental, tal y como correspondía a los tiempos. De ella hablaremos en otra ocasión.

La capacidad de la ciencia ficción para generar imágenes icónicas perdurables quedó más que demostrada por esta película. No sólo las palabras Klaatu barada nikto pasaron a formar parte de la mitología del fandom (fuera cual fuese su significado), sino que las imágenes de un brillante platillo volante sobrevolando Washington DC y el imponente robot Gort custodiando la nave han sobrevivido perfectamente al momento sociopolítico en el que la película fue estrenada.

Se mire por donde se mire, Ultimátum a la Tierra sigue siendo hoy un clásico inmortal de la ciencia ficción gracias a su equilibrio entre lo adulto y lo pulp, su papel a la hora de inyectar una dosis de inteligencia y dignidad a un género hasta entonces considerado trivial y puramente escapista, y por la complejidad de las cuestiones que plantea: ¿Podemos confiar en que los políticos y los militares actuarán siempre en nuestro interés o debemos dirigirnos a los científicos en busca de sabiduría? ¿Debería el individuo conformarse con lo que la sociedad estima es lo mejor para él, o debe rebelarse y defender lo que él piensa que es lo correcto incluso cuando todo el mundo se pone en su contra? ¿Debemos dar la bienvenida a lo extraño y desconocido, o temerlo?

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".