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«La máquina del tiempo» (2002), de Simon Wells

Sobre La máquina del tiempo (1895), de H.G. Wells, y su influencia hemos hablado abundantemente. Fue la primera novela que abordó el viaje en el tiempo no desde el punto de vista de la fantasía, sino de la ciencia, utilizando un ingenio tecnológico para desplazarse hacia el pasado o el futuro, algo que se convirtió en un tópico del género mil veces utilizado. No sólo eso, sino que su visión de futuros muy lejanos en los que el mundo había cambiado tanto que apenas resultaba reconocible, cautivaron la imaginación de generaciones enteras de lectores.

El libro recibió su adaptación cinematográfica en 1960 gracias al productor George Pal. El tiempo en sus manos es hoy un clásico que sigue asombrando al espectador, aunque la crítica social del libro de Wells fue abandonada en favor de una sencilla historia de acción. En 1978 se realizó una desastrosa versión televisiva y desde entonces han aparecido múltiples secuelas, adaptaciones al cómic, versiones juveniles, obras teatrales y diversas novelas inspiradas en ella, como La máquina espacial (Christopher Priest, 1976), en la que el invento de Wells llega al Marte de La Guerra de los Mundos; Las noches de los Morlock (K.W. Jeter, 1979), en la que las criaturas del título deambulan por la Inglaterra victoriana; o Las naves del tiempo (Stephen Baxter, 1995), con un nuevo viajero temporal y su compañero Morlock visitando paradojas y líneas temporales alternativas.

Y por fin, en 2002, se estrena esta lujosa coproducción entre Warner Bros y DreamWorks. La acción nos traslada a la Nueva York de comienzos del siglo XX. Alexander Hartdegen (Guy Pearce), un joven profesor asociado en la Universidad de Columbia, propone matrimonio a su novia Emma. Pero minutos después, ella muere a manos de un atracador. Tras esa tragedia, Alexander se recluye en su laboratorio y se obsesiona con la idea de retroceder en el tiempo y evitar la muerte de Emma. Durante cuatro años trabaja en la construcción de una máquina del tiempo con la que, efectivamente, regresa al día fatídico. Salva a Emma del crimen, pero ella muere igualmente atropellada por un carruaje.

Intentando comprender por qué no puede cambiar el pasado, Alexander viaja entonces al futuro, presenciando las maravillas y desastres del siglo XXI. Tras la destrucción de la Luna a causa de experimentos nucleares, se desplaza accidentalmente hasta el año 802.701, donde encuentra los restos de la Humanidad: los plácidos Eloi, viviendo tranquilamente en una aldea construida en la pared de un acantilado.

Alexander se aloja con una mujer, Mara (Samantha Mumba) con la que puede comunicarse gracias a que ella tiene nociones de inglés, una lengua ya extinta. Los pacíficos humanos sufren pronto el ataque de los brutales Morlock, que los capturan como alimento. Los Eloi aceptan con fatalismo su destino y el desagradable papel que el mundo les ha asignado, pero Alexander no y decide hacer frente a los Morlocks aunque sea en solitario.

No es sorprendente que este remake sea una versión posmoderna que no solo sigue las líneas generales del relato wellsiano, sino que añade referencias al autor británico, como la presentación holográfica sobre la historia de la novela y sus diferentes adaptaciones que el protagonista contempla en una futura Biblioteca Pública de Nueva York. Pero el gran golpe publicitario de los productores consistió en contratar como director nada menos que al bisnieto del mismísimo H.G. Wells. Previamente, Simon Wells había trabajado como director de animación en Fievel va al Oeste (1991), El Príncipe de Egipto (1998) o Balto. La leyenda del perro esquimal (1995), siembre bajo la protección de Spielberg tanto en Amblin como en Dreamworks.

La película trata de ofrecer una imagen fiel en relación al texto original, pero eso no es más que un espejismo tal y como demuestran los créditos finales, en los que se nos informa que en realidad estamos ante una adaptación del guión que David Duncan escribió para la película de 1960. Y si ya los puristas se escandalizaron por las libertades que esa cinta se tomó con la novela, su opinión sobre la versión de 2002 no va a mejorar en absoluto.

Se conservan muchos de los elementos de aquella cinta, como la imagen en la que el viajero observa el acelerado transcurrir de la historia a través del cambio en los vestidos expuestos en un cercano escaparate; o las escenas en las que se detiene en mitad de la Tercera Guerra Mundial; o cuando encuentra una fuente que le informa de la caída de la civilización. También como la película de los sesenta, este remake se inclina por una fórmula típica de Hollywood dejando a un lado los aspectos más siniestros de la novela –la sátira social que identificaba la separación Morlock/Eloi con la brecha entre burguesía y clase obrera–; y el final en el que el viajero temporal se traslada al remotísimo futuro y contempla cómo la humanidad ha evolucionado a una forma similar a los crustáceos poco antes del fin de la Tierra.

El guión es obra de John Logan, profesional de renombre que también firmó los guiones de películas de tanto éxito como Un domingo cualquiera (1999), Gladiator (2000), El último samurai (2003), El aviador (2004″, Hugo (2011) o Skyfall (2012), pero también otras más discutibles como Murciélagos (1999), Star Trek: Nemesis (2002) o Sweeney Todd (2007). Logan añade bastantes cosas a la obra de Wells. Para empezar, traslada el escenario de la historia de la Inglaterra victoriana a Nueva York, aunque es difícil imaginar la razón. Podría pensarse que es por el deseo de acercarlo a los espectadores norteamericanos y la incapacidad de éstos para comprender acentos extranjeros, pero lo cierto es que –aunque resulta inapreciable en la versión doblada–, el casting emplaza a ingleses en los papeles secundarios, como Philby y el ama de llaves, al australiano Guy Pearce como protagonista y a la cantante irlandesa-sudafricana Samantha Mumba como Mara.

Especialmente llamativa resulta la eliminación de la cena con la que se abre tanto la novela como la película de 1960 y su sustitución por un tema romántico que pretende ser la motivación emocional del científico para construir la máquina del tiempo. Es más que dudoso que este cambio mejore la historia. Añade veinte minutos de exposición inicial antes de situar la acción donde comienza novela y la película de los sesenta: el viaje al futuro. Da la impresión de que el guionista deseaba dar profundidad psicológica al relato, pero lo cieto es que su motivación se pierde en el transcurso de la historia.

También se presta más atención a la cultura Eloi, desechando la idea de los seres bellos pero deficientes mentales imaginados por Wells a favor del más manido buen salvaje e introduciendo la interesante idea de que la Humanidad tiende hacia una homogeneización racial de pigmentación algo más oscura que la caucásica (en cambio, el que haya gente que aún recuerde inglés dentro de 800.000 años resulta absurdo). Entre las adiciones más interesantes está la interpretación de los Morlocks como algo más que los tópicos trogloditas caníbales y la presentación de Jeremy Irons como una especie de «rey mutante» perteneciente a una aristocracia Morlock cuyos poderes mentales ejercen control tanto sobre éstos como sobre los Eloi.

Pero, detalles aparte, como decía más arriba, el guionista opta por ajustar la historia a una fórmula hollywodiense al uso: el héroe decide salvar a los Eloi no sólo de los Morlocks sino de sí mismos y se enfrenta en solitario con una osadía raya en la locura –e impropia de un científico de laboratorio– a toda una comunidad de letales criaturas en su propia guarida. Es más, decidiendo por alguna razón que no se comparte con el espectador que el origen de todos los males es la tecnología, destruye sin remordimientos su máquina del tiempo y se queda a vivir con los Eloi. Wells nunca se hubiera atrevido a ofrecer una resolución tan incoherente y, al mismo tiempo, tan tópica.

En último término, La máquina del tiempo es una adaptación de una adaptación sepultada en buena medida por los espectaculares efectos especiales diseñados por Digital Domain e Industrial Light and Magic.

Los productores no escatimaron fondos en recrear lujosamente las calles decimonónicas de Nueva York, la aldea Eloi construida en vainas colgando de un acantilado o las cavernas Morlock. Hay dinámicas escenas de acción con Morlocks animatrónicos y una elaborada secuencia de destrucción de todo el submundo de esos seres. Hay momentos muy bellos –el desplazamiento inicial al futuro, con la cámara ejecutando un travelling que nos permite obtener una perspectiva novedosa de los grandes cambios que se suceden a su alrededor– pero la búsqueda del efecto impactante se sobrepone a la simple narración de la historia. Un ejemplo es la lucha final entre Jeremy Irons y Guy Pearce en la caverna Morlock, en la que se trata de buscar la máxima tensión haciéndoles forcejear dentro y fuera de la incipiente burbuja temporal.

La máquina del tiempo mantiene los elementos más básicos de la historia de Wells, pero los utiliza como una plataforma con la que maravillar al espectador cada pocos minutos. Sin duda, las ideas de Wells ayudan a conseguir un relato más sustancial que muchos otros films taquilleros trufados de efectos digitales pero, al final, no lo suficiente como para compensar la banalidad del guión y hacer que esta película sea recordada con cariño dentro de cincuenta años.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".