En septiembre de 1989 se estrenó la tercera temporada de Star Trek: La nueva generación, y con ella llegaron más cambios, como nuevos trajes para la tripulación –para alivio de los actores‒ o el regreso de Gates McFadden como la doctora Beverly Crusher, justificando su ausencia como un año de servicio en el centro médico de la Flota. Su retorno se lo debió la actriz al cariño que le habían tomado los fans y que expresaron vehementemente mediante una campaña de cartas al programa. Pero el cambio más importante tuvo lugar tras las bambalinas, en el departamento de los guionistas en Paramount.
Durante las dos primeras temporadas, se había producido una continua fuga de guionistas, víctimas de desencuentros con Gene Roddenberry, el estrés o las políticas del estudio. Hasta tal punto llegó el problema que uno de los guionistas, Richard Mannning, llegó a encargar un gran poster titulado “The Star Trek Memorial Wall”, en el que consignaron los nombres de todos los escritores “muertos” antes de que en la cuarta temporada llegara el equipo estable encabezado por Ronald Moore.
Las turbulencias en el equipo de guionistas durante esos dos primeros años eran una señal de lo que ocurría en el propio programa y Michael Piller, veterano guionista y productor al que se encargó dirigir aquel circo, hizo todo lo posible para calmar las aguas. Decidió que la mejor forma de hacerlo era poner de nuevo el foco en los personajes, abandonar la costumbre de hacer episodios centrados en la estrella invitada de turno y que cada episodio tuviera un impacto emocional directo en Picard, Riker, Beverly, Troi, Data, Worf, Geordi o Wesley. Éstos eran los héroes del público y los fans querían ver cómo sus vidas resultaban afectadas por las aventuras que corrían. Puede que los guionistas discutieran a menudo con Piller sobre cómo hacerlo, pero nunca acerca de la validez de esa “nueva” filosofía. Piller había comprendido que, más allá de su aspecto visual o del contenido sociopolítico e intelectual de los argumentos, el secreto tras la pervivencia de la serie original en el corazón de los fans residía en la capacidad de los personajes para establecer lazos emocionales con aquéllos.
Piller resultó ser exactamente la persona que necesitaba el programa para catapultarse al éxito definitivo. Honesto y trabajador compulsivo, exigía a sus guionistas tanto como de sí mismo y aunque en muchas ocasiones los escritores tuvieron que discutir con él sobre tal o cual idea, tal o cual personaje, Piller siempre los apoyó llegado el momento, ganándose tanto el respeto de ellos como el de los ejecutivos que supervisaban la serie por encima de él. Y una de sus mejores ideas fue la de romper con el circuito habitual de recepción de guiones en los estudios.
En Hollywood, todo el mundo, sea camarero, taxista o abogado, ha escrito un guión. Por eso existe un proceso muy reglamentado para hacerlo llegar a los estudios, un proceso que comienza con la regla número uno: “Has de tener un agente”. La razón es que pocos guiones escritos por aficionados tienen la calidad suficiente y los agentes se encargan de seleccionar aquellos con mayores posibilidades de éxito. Pero también e igualmente importante, los agentes suelen ser al mismo tiempo abogados y se aseguran de proteger tanto al guionista como al productor de demandas de plagio. En resumen, que a menos que el dueño del estudio sea un pariente directo, es imposible presentar un guión allí si no es a través de un agente.
Con una excepción: durante la última década del siglo XX, cualquiera –y digo cualquiera-, podía enviar un guión directamente a los productores de Star Trek: La nueva generación. Y ello gracias a Michael Piller.
Cuando él ocupó el puesto de supervisor de guionistas, no había prácticamente ningún guión listo para rodarse. Además de aumentar las filas del departamento con nuevos profesionales, hubo de tomar decisiones poco ortodoxas, como la de abrir a los amateurs la posibilidad de ver sus guiones convertidos en episodios de Star Trek siempre y cuando se ajustaran a un modelo predeterminado y accesible públicamente. Además, se dieron una serie de directrices técnicas (clase y dimensiones del papel, por ejemplo) e instrucciones de obligado cumplimiento (como “No escribas una historia con Q”, “No aceptamos historias de fantasía y espada y brujería”, “No trates el espacio profundo como si fuera un barrio”, “Star Trek no es un melodrama” o “No utilices a Kirk o a Spock”, por ejemplo). Los fans llevaban años enviando guiones por iniciativa propia, así que el estudio empezó a devolvérselos acompañados de plantillas y directrices para que pudieran reescribirlos en un formato estándar que el equipo de producción pudiera revisar con facilidad.
La nueva estrategia funcionó… incluso demasiado bien. En una época en la que Internet no existía, la noticia se extendió con rapidez entre los fans. En el estudio se recibían en torno a cinco mil guiones por temporada. Un equipo de becarios se ocupaba de revisarlos y seleccionar aquellos con posibilidades de desarrollo de cara a un episodio. Los guionistas del departamento retocarían y adaptarían la historia en el último paso previo al inicio de producción. Pero siempre y aunque el guión hubiera debido someterse a profundos cambios y reescrituras, se acreditaba a su autor original por encima de los guionistas de plantilla.
Uno de los primeros guiones que Piller seleccionó para convertirlo en un episodio de la serie fue “La unión”, escrito por un joven Ronald D. Moore. Tal y como se había presentado, era aún una historia bastante burda, pero la idea central era muy buena. Tras la muerte durante una misión de la arqueóloga de a bordo, Picard y Troi tienen que comunicarle la mala noticia a su hijo, Jeremy, quien parece tomarse la situación con un inesperado estoicismo. Poco después la tripulación descubre que un ser de energía procedente del planeta que la arqueóloga estaba explorando se ha infiltrado en la Enterprise y está haciéndose pasar por ella ante Jeremy. Su intención es que el niño no sufra por la pérdida y permanezca en el planeta para hacerle compañía, una situación que Picard no puede permitir.
Curiosamente, este episodio fue motivo de discusiones y oposición por parte de Gene Roddenberry. ¿Por qué? No era este un conflicto nuevo y no habían sido ya pocas las ocasiones en que Roddenberry había acabado desmotivando a sus guionistas. Su visión del futuro en el que transcurría la serie era tan utópica que dificultaba muchísimo el trabajo de los escritores. Se negaba a introducir discusiones, rencillas o desencuentros entre los oficiales de la Enterprise ya que, para él, en el futuro la sociedad se habría perfeccionado tanto que todas las melancolías, envidias y mezquinas búsquedas de poder se habrían eliminado. No le gustaba examinar el lado más oscuro de la naturaleza humana y rechazaba sistemáticamente cualquier historia en la que ésta jugara un papel preponderante, como una presentada por Tracy Torme en la que una parte de la tripulación se hacía adicta al uso de un artilugio que provocaba ensoñaciones. David Gerrold se fue cuando uno de sus guiones, una alegoría del sida, fue vetado. Dorothy C. Fontana se marchó también disgustada con las limitaciones con las que tenía que trabajar en un entorno, el de finales de los años ochenta, en el que en la televisión ya no había tantas líneas rojas como en los sesenta.
Y es que la pertinaz negativa de Roddenberry a plantear conflictos interpersonales ahogaba cualquier posibilidad de crear drama, algo que volvía locos a los guionistas y que les obligaba a limitarse a encontrar la amenaza alienígena o tecnológica de turno para solventar el episodio de la semana, utilizando a los personajes como meros peones. A ello se añadía su mentalidad un tanto reaccionaria en algunos aspectos, como su actitud hacia los personajes femeninos, que le gustaba que estuvieran encarnados por mujeres bonitas y con atuendos provocativos.
Aunque envejecido y debilitado por su mala salud, Roddenberry seguía siendo una figura a respetar y no eran pocos los guiones que rechazaba por no encajar en su personal –y cada vez más arbitraria‒ concepción del futuro utópico de Star Trek. Ello, como he dicho, provocó no pocas frustraciones y enfados entre los guionistas, pero tanto Michael Piller como Rick Berman se las arreglaban para llevárselo a su terreno cuando lo consideraban conveniente. Fue ese precisamente el caso con este guión de Ronald Moore.
Como es natural en cualquier niño que perdía a su madre en trágicas circunstancias, Jeremy estaba sumido en una gran tristeza y tenía problemas para asimilar la situación, lo que funcionaba como motor del drama. Pues bien, Roddenberry rechazó el guion argumentando que la muerte era un evento con el que los niños que viajaban a bordo de la nave estaban muy familiarizados: se les hablaba de ella y se les enseñaba a interiorizarla, por lo que la pérdida de un ser próximo no tendría efectos secundarios. Los guionistas, como es natural, no podían entender aquella postura. Para Roddenberry, la sociedad perfecta tenía que haber eliminado cualquier tipo de sufrimiento, incluido el luto, aunque ello significara dejar la propia humanidad por el camino. Finalmente, Michael Piller se las arregló para convencer –a medias‒ a Roddenberry y realizar algunos cambios que le satisficieran pero que no traicionaran el espíritu de la historia de Moore.
“La unión” no sólo se convirtió en uno de los mejores capítulos de la serie sino que marcó laentrada de Ronald Moore en el staff de guionistas de la serie. Su participación en la franquicia de Star Trek fue decisiva en la modernización de la franquicia y sus personajes y, a la postre y gracias a ello, a la consolidación y pervivencia de su éxito.
Lo mucho que había cambiado la sociedad en los veinte años transcurridos desde el final de la serie original hasta LNG quedó patente en el episodio “Trampa”. En 1968, en el episodio “Los hijastros de Platón”, Kirk y Uhura protagonizaron el primer beso interracial en la pequeña pantalla, una secuencia que puso tan nerviosos a los ejecutivos de la NBC que presionaron al director para rodarla de manera que los espectadores no pudieran distinguir bien si sus labios llegaban a juntarse. Pues bien, en “Trampa”, La Forge y la doctora Leah Brams tenían una breve relación –sentimental e intelectual‒ sin que nadie pusiera el grito en el cielo. El espectro de las relaciones interraciales había perdido su potencial para escandalizar a la audiencia y nadie en el departamento de casting se lo pensó dos veces a la hora de elegir a una actriz blanca para encarnar a esta efímera pareja del negro La Forge.
Otro asunto potencialmente polémico en la televisión de los sesenta fue el sexo. Sí, aquella fue la década del amor libre, la píldora anticonceptiva y las comunas hippies cuyos integrantes mantenían relaciones íntimas sin la bendición del sagrado matrimonio, pero los censores de la televisión no estaban dispuestos a dejar que sus espectadores vieran tales cosas en horario de máxima audiencia. Así, cuando el lujurioso capitán Kirk seducía a la doncella de la semana, la cámara desplazaba el foco de la pareja y sus besos para mostrar, por ejemplo, la llamita de una lámpara en un torpe intento de conseguir una metáfora. O bien cortaban la emisión para meter publicidad y regresar a la historia con Kirk sentado en el borde de la cama poniéndose las botas.
A finales de los ochenta, sin embargo, el sexo había conquistado la televisión. En las comedias ligeras, se podía ver a las parejas casadas compartir una cama de matrimonio e incluso los personajes secundarios podían tener relaciones íntimas con miembros del sexo opuesto –discretamente, eso sí‒ aun cuando no estuvieran casados. Así que, con el episodio “El precio”, Star Trek trató de ponerse al día. En la historia, Deanna Troi era seducida por un negociador medio betazoide llegado a la Enterprise para intervenir en una delicada cuestión. Ambos se iban a la cama tan solo un día después de haberse conocido, aunque, eso sí, el varón tenía que pasar por el obligatorio ritual (“Estás demasiado tensa. Debe ser tu pelo. Déjame aflojarlo, ¡Ah!, mucho mejor”).
Curiosamente, no fue el sexo ni el racismo lo que causó la censura de un episodio de LNG, sino la política. En “Una causa moble”, la doctora Crusher es secuestrada por terroristas mientras llevaba ayuda médica a los habitantes de un planeta desgarrado por la guerra civil. Aunque entiende la causa por la que luchan los rebeldes, Picard ha de asumir que ese es un conflicto en el que la Federación no puede tomar partido, ni siquiera para salvar la vida de Crusher.
“Una causa noble” fue censurada por las autoridades británicas hasta 2007 (diecisiete años después de su emisión original) y nunca se ha emitido en la televisión pública irlandesa. Las primeras emisiones en la privada Sky One fueron recortadas. La causa de semejante actitud fue la sensibilidad que había en esos países acerca de la idea implícita en el capítulo de que el terrorismo acabaría sirviendo para algo: y es que en “Una causa noble” se mencionaba que la violencia, eventualmente, había llevado a la “Unificación Irlandesa de 2024”. El acuerdo de paz de 1998 que puso fin a la guerra en Irlanda aún estaba varios años en el futuro y ni siquiera podía entonces preverse un fin pacífico para ese conflicto.
Uno de los episodios más recordados de toda la serie fue “El Enterprise del ayer”, una excepción a la regla que dice que “demasiados cocineros echan a perder la sopa”. De vez en cuando, la reunión de varios cocineros de talento consiguen preparar un plato excelente. Y este es el caso. Trent Ganino envió a Paramount un borrador de guión en el que la Enterprise-C surgía del pasado. Si Picard enviaba de vuelta a la nave, su tripulación moriría; decírselo, cambiaría el curso de la Historia. El guión estuvo acumulando polvo en la pila de escritos pendientes de revisar durante todo un año.
Por otra parte, Eric Stillwell envió su propia idea acerca de cómo el padre de Spock, Sarek, averiguaba que el universo había cambiado. Sarek debía convencer a Picard de que la Historia había sido alterada y ayudarle a rectificarla. Michael Piller rechazó el guión por encontrar que había en él demasiados elementos provenientes de la serie de los sesenta.
Ahora bien, Piller sugirió a Ganino y Stillwell que fusionaran sus respectivas historias, utilizando la Enterprise del pasado y el universo alternativo de Sarek y haciendo que fuera Guinan –y no el vulcaniano‒ quien se diera cuenta de que algo andaba mal. Piller compró ese guión conjunto y lo envió a sus escritores para que lo pulieran, acompañado de una directriz: tenía que aparecer el personaje de Tasha Yar. Y es que Denise Crosby había sugerido que estaría encantada de regresar a la serie como actriz invitada, aunque había que encontrarle un lugar adecuado dado que su personaje había muerto en la primera temporada. En sólo dos días, los guionistas Ira Steven Behr, Hans Beimler, Ricky Manning y Ronald Moore se esforzaron al máximo para tejer una compleja historia repleta de dramatismo y muerte. El resultado fue, como apuntaba antes, uno de los capítulos justificadamente favoritos de todos los fans.
Tras Ron Moore, otro de los guionistas que se convirtieron en pilares de la serie fue Rene Echevarría. Y también él entró en esta tercera temporada gracias a la política de puertas abiertas de Michael Piller. Mientras trabajaba en todo tipo de empleos para financiar su actividad de guionista y director teatral de obras marginales, envió un par de propuestas a Paramount animado por el cariño que sentía por la serie original. No obtuvo respuesta… hasta el tercero, que acabó titulándose “La descendencia” y que se centraba en el deseo de Data de experimentar la paternidad, lo que le llevaba a fabricar su propio “hijo”, una criatura sintética que elige ser hembra y llamarse Lal.
No sólo era una idea intrigante, sino que, transcurriendo toda la acción en el interior de la nave, resultaría barata. Así que Michael Piller le llamó, le pidió un nuevo desarrollo de la idea –que no le gustó‒ y tras comprarle el guión lo pasó al staff de guionistas para que cambiaran bastantes cosas (la computadora de la Enterprise iba a ser la madre, había gags cómicos y un enredo con los ferengi, todo lo cual desapareció). Echevarría pensó que jamás volvería a oír hablar de Paramount, pero se equivocaba. Meses después, Piller volvió a llamarle para que trabajara sobre una idea que ninguno de los guionistas habituales conseguía desarrollar. Aquel episodio, “Transfiguraciones”, se emitió el penúltimo de la temporada y confirmaría a Echevarría como valor a tener en cuenta.
“La descendencia” fue otro de esos episodios en los que se desarrollaba la búsqueda de Data de su humanidad, explorando de paso lo que significa tal palabra. Curiosamente, es una historia muy sentimental teniendo en cuenta que Data es incapaz de sentir emociones de ningún tipo.
Como he dicho antes, Michael Piller trajo a la serie una brisa fresca en cuanto al enfoque de las historias. En lugar de limitarse al enfrentamiento con el alienígena o peligro cósmico de la semana, los episodios empezaron a centrarse en los personajes. Como ya he dicho, la utopía que para el siglo XXIV defendía Gene Roddenberry incluía la supresión de cualquier tipo de problema psicológico o social, lo que eliminaba de paso los conflictos interpersonales y, por tanto, el potencial dramático. Los efectos especiales de la serie original ya resultaban caducos y su manera de abordar los problemas sociales, simplista. En cambio, lo que sí continuaba funcionando era la relación entre Kirk, Spock y McCoy. Eran los personajes, más que los argumentos, lo que mantenía latiendo el corazón de una serie mucho tiempo después de haber sido cancelada. Piller y Ronald Moore se impusieron esa meta y uno de sus primeros pasos en ese sentido fue el episodio “Pecados del padre”, en el que Worf debe volver a su planeta para defender el honor de su progenitor, quien, aunque ya muerto, ha sido falsamente acusado de haber causado la muerte de cuatro mil klingons.
Este episodio, escrito por Ronald Moore a partir de dos guiones enviados por aficionados, sirvió de transición entre el viejo y el nuevo enfoque de la franquicia. Ciertamente, era una aventura con “el planeta y los alienígenas” de la semana, concretamente los klingons y su mundo hogar. Pero, sobre todo, exploraba la personalidad, motivaciones y trasfondo vital y cultural de Worf. En un entorno de corrupción política y de la construcción de una cultura, la de los klingon,, los espectadores se enteraban de que tenía un hermano, que el honor es lo más importante en su vida y que a pesar de haber sido criado por humanos, Worf es, en su corazón, un guerrero klingon.
Y además e igualmente importante, “Pecados del padre” estableció el inicio de una continuidad para Worf. En la serie original, sólo se exploraba en cada capítulo a uno de los tres personajes principales (Kirk, Spock o McCoy) y su recorrido biográfico y emocional fue siempre muy limitado. Se iban explorando matices de sus respectivas personalidades, pero al carecer la serie de auténtica continuidad, era imposible avanzar en una cierta dirección por cuanto los personajes no podían hacer referencia a eventos ocurridos en pasados capítulos que les sirvieran para marcar una evolución. Aquí, en cambio, se cogía a un personaje en principio “secundario” (puesto que los principales eran Picard, Troi, Riker y Data) y se ponía el foco sobre él. El desafío de Worf ante el Gran Consejo, la intervención de Picard en su defensa y las maquinaciones políticas que ello ponía en marcha tendrían ramificaciones y consecuencias para futuros episodios, estableciendo una continuidad para la serie y abriendo un nuevo camino para la franquicia y para la ciencia ficción televisiva.
Gene Roddenberry había dejado claro desde el principio de LNG que no quería utilizar lo ya visto en la serie original. Más adelante, las prohibiciones de utilizar a los klingons y a los romulanos acabaron desapareciendo, pero seguía habiendo reparos a la hora de recurrir a personajes con los que los fans estaban familiarizados. Cuando creó LNG situó la acción cien años después de la serie original con un propósito claro: demostrar que podía volver a tener éxito sin necesidad de apoyarse en el pasado.
Pero los tiempos y las mentes cambian, incluyendo la de Roddenberry. En el episodio “Sarek”, este personaje, que en la serie original era el padre de Spock, volvía a la pantalla con la justificación de que, al fin y al cabo, los vulcanianos envejecen muy despacio. Fue idea del propio Roddenberry, cada vez menos involucrado en el programa, el traer de vuelta no solo al personaje sino al mismo actor, Mark Lenard, que lo interpretó originalmente. Aunque fue objeto de duras discusiones, finalmente el productor Rick Berman consintió en que se mencionara el nombre de Spock. Pensaron que sería una excepción, pero, de hecho, el famoso vulcaniano acabaría apareciendo en la serie unos meses después. Se había abierto una puerta que permitió a LNG abrazar su pasado y ampliar los límites de su propio universo.
Al final de la temporada, la relación de Michael Piller y el departamento de guionistas que supervisaba no era buena. Utilizaba una persona interpuesta, Ira Steven Behr, como “enlace” con los escritores y se recluía en su despacho corrigiendo los guiones que le llegaban. Así que no es de extrañar que al final de la tercera temporada, todos los guionistas se marcharan excepto Ronald Moore. Y precisamente fue en ese final cuando se emitió el último episodio de la temporada, “Lo mejor de ambos mundos. Primera parte”… y todo cambió. En él, un nuevo encuentro con los temibles Borg termina con Picard secuestrado por éstos y, aún peor, asimilado y transformado en uno de ellos. La tripulación de la Enterprise se enfrenta una terrible decisión: salvar la Tierra significará matar a su capitán.
Aquel capítulo, ideado y escrito en solitario por Michael Piller, fue el primero de Star Trek en mostrar un cliffhanger y el segundo en dividirse en dos partes (el primero había sido “La colección de fieras”, veintitrés años antes). Pero, sobre todo, llegó al corazón del público. De repente todo el mundo estaba hablando de LNG. Había artículos en los periódicos e insertos en los noticiarios acerca de lo atrevido que había sido “borgifizar” a Picard y convertirlo en Locutus, y el impacto de escuchar a Riker gritar “¡Fuego!” en la última escena justo antes de fundir en negro y obligar a los fans a esperar tres meses a conocer el desenlace. Pero no sólo se hablaba mucho de la serie: se hablaba bien. LNG dejó de ser para sus fans la imitación de la serie original para cobrar una entidad propia y bien diferenciada.
“Lo mejor de ambos mundos. Primera parte” supuso, además, una notable desviación respecto a la línea hasta entonces seguida por la franquicia. Los borg fueron inmediatamente bien acogidos por los fans como nuevos y definitivos villanos de la franquicia y ese entusiasmo ayudó a asegurar la renovación de la serie por una cuarta temporada. Fue el primer intento de Star Trek de cuestionar su propia mitología en el sentido de que la Federación ya no era la única fuerza colonizadora de la galaxia: los Borg eran ahora una suerte de metáfora de las consecuencias de la colonización y la asimilación de otros pueblos. Mientras que la Federación coloniza otros mundos implantando su sistema de valores y leyes mediante las herramientas del comercio, la unión política y el compromiso de no interferencia, los borg colonizan “desde el interior”, inyectando a sus víctimas nanochips para despersonalizarlos y convertirlos en una mera extensión de un cerebro grupal. La popularidad de los Borg y su idoneidad para articular un discurso sobre la identidad, nuestra relación con la tecnología y las consecuencias históricas del imperialismo significa que LNG había igualado los logros de su predecesora. Aún más, su influencia podría verse en los años posteriores en la forma de los Cibermen del nuevo Doctor Who y los cylones de Battlestar Galactica.
Fue también este un capítulo en el que se subrayaba la humanidad de Picard, en respuesta a las cartas de los muchos lectores que se habían quejado de que el capitán resultaba demasiado frío. Pues bien, aquí y en el capítulo siguiente, ya en la cuarta temporada, lo veíamos luchar denodadamente por recuperar su esencia humana. Una lucha que le dejaría cicatrices y sobre la que se volvería a hablar en episodios posteriores, reafirmando –como se había hecho con Worf en “Pecados del padre”‒ la existencia de una continuidad lineal en los episodios.
Puede que hoy nos parezca que el cliffhanger final no lo es tanto. Al fin y al cabo, ¿cómo van a dejar morir a Picard? Pero en aquel entonces la cosa no estaba tan clara. Había rumores de que las negociaciones para la renovación del contrato de Patrick Stewart se habían paralizado y existía la posibilidad de que, efectivamente, el actor no renovara para una cuarta temporada. Picard, después de todo, sí podía morir. Y a ello hay que añadir que Piller no había pensado en absoluto cómo iba a terminar aquella peripecia más allá del susodicho cliffhanger. Su intención era que aquel episodio sirviera como su canto del cisne en la franquicia. No estaba demasiado satisfecho con su recorrido hasta la fecha en la serie y pensaba dejarlo. Fue un ruego personal de Gene Roddenberry para que se quedara un año más lo que le hizo reconsiderar su decisión. Y entonces hubo de ponerse a trabajar para idear una salida a la encerrona que él mismo había diseñado para el final de la temporada.
Al término de su tercer año, Star Trek: La nueva generación se emitía en más de 230 cadenas de todo el país. Desde sus comienzos “parasitarios” sobre la creatividad y aura de la serie original había crecido hasta convertirse en un programa importante por sí mismo y al que había que tener en cuenta. A estas alturas bien se podía afirmar que LNG había modernizado la franquicia y que sus personajes habían cobrado auténtica vida. Pero su mejor etapa aún estaba por venir.
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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.