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«Flash Gordon» (1980), de Mike Hodges

Cuando George Lucas quiso hacer su propia película de ciencia-ficción épica, pensó en primer lugar en utilizar a Flash Gordon, personaje cuyos seriales de los años treinta había absorbido con avidez siendo niño cuando fueron repuestos en la televisión. Sin embargo, los derechos del apuesto héroe rubio eran tan caros que debió abandonar sus pretensiones y crear desde cero su propia space opera.

El resultado es historia y se llamó Star Wars (1977). La gran ironía con la que se encontró Lucas es que el éxito de su película propició, precisamente, el regreso cinematográfico de Flash Gordon.

Desde que se estrenaran con éxito dos seriales para la pantalla grande en 1936 y 1938 –ambos comentados con detalle en anteriores artículos–, el personaje había pasado a la televisión en una serie de corta vida y amargo recuerdo protagonizada por Steve Holland (1954). Habrían de pasar dos décadas antes de volver a ver a Flash en imagen real, aunque de una forma muy diferente: Flesh Gordon (1974), una parodia en clave de porno blando que incluso obtendría secuela veinte años después, Flesh Gordon Meets the Cosmic Cheerleaders (1991). Huelga decir que, pese a su éxito comercial y posterior carácter de film de culto, no se trata de una cinta de recomendable visionado, aunque es bien cierto que el protagonista, Jason Williams, guardaba un notable parecido con Flash.

Cuando se anunció al mundo que Flash Gordon volvía a la pantalla grande, los fans del personaje, ya fueran seguidores de su versión en viñetas o de los viejos seriales de la Universal, se sintieron, por decirlo suavemente, inquietos. Porque detrás del proyecto había dos nombres italianos que inspiraban muy poca confianza: el productor Dino de Laurentiis y el guionista Lorenzo Semple Jr. Ambos habían colaborado en el desastroso remake de King Kong (1976); y, peor aún, el segundo había trabajado como supervisor de guionistas de la serie televisiva de Batman (1966-1968).

La influencia de este último se dejó notar en el aspecto intencionadamente camp y retro de toda la producción. Un breve resumen del guión basta para darse cuenta de que su calidad no superó el de los seriales de los años treinta:

Ming, emperador del planeta Mongo (Max von Sydow), decide hacer de la Tierra su juguete, golpeándola con un rayo que provoca todo tipo de desastres naturales. Un avión que transporta como pasajeros al jugador de rugby Flash Gordon (Sam J. Jones) y la agente de viajes Dale Arden (Melody Anderson) se ve afectado por una de las tormentas creadas por Ming y se estrella en el laboratorio del ex científico de la NASA Hans Zarkov (Topol). Éste obliga a Flash y Dale a acompañarle en su cohete casero en dirección a Mongo para intentar evitar la inminente colisión de la Luna contra la Tierra.

Al llegar a Mongo son capturados por el despótico Ming, al que no le cuesta nada decidir casarse con Dale, destruir la Tierra, ejecutar a Flash y borrar la mente de Zarkov. Sin embargo, Flash es salvado en última instancia por la seductora hija de Ming, la Princesa Aura (Ornella Muti). Ella le facilita viajar a los reinos de Mongo para unir al pueblo de Arboria, liderado por el Príncipe Barin (Timothy Dalton), y los Hombres Halcón, gobernados por Vultan (Brian Blessed), enfrentarse a Ming y acabar con su tiranía.

Inicialmente, Dino De Laurentiis confió en que Federico Fellini accedería a dirigir la película ya que el cineasta había dibujado al personaje durante los años de la Segunda Guerra Mundial en los que se interrumpió el suministro de cómics de prensa desde Estados Unidos. Su presunción resultó ser en exceso optimista. Tampoco Nicolas Roeg fue contratado, pero en su caso debido a que el enfoque que propuso –recortar la acción y el melodrama y convertir a Flash en una especie de mesías metafísico– debió de sonarle a chino a De Laurentiis. La lista de directores tanteados y tachados de la lista fue aumentando hasta que el octavo, Mike Hodges, se avino a trabajar con los mimbres que le proporcionaban.

A Hodges tampoco le debieron pasar desapercibidas las connotaciones religiosas del guión: Gordon se convierte en un mesías que salva tanto a Mongo como a la Tierra; muere y resucita por amor –en este caso más bien lujuria– de una mujer hermosa; e inaugura un nuevo reino de paz y felicidad. Incluso el ejército de Hombres Halcón pueden interpretarse como ángeles que acuden a ayudar a Flash en el último momento, olvidando su imparcialidad e involucrándose en la revolución.

Sin embargo, el director o bien no quiso o bien no pudo redondear esa alegoría religiosa, porque acabó entregándose en los brazos de la aventura más descaradamente camp, subiendo el tono sexual y encadenando escena tras escena de actores atractivos evolucionando –decir actuar sería pecar de excesivamente generoso– sobre decorados y efectos visuales que serían más propios de una ópera wagneriana filtrada con LSD. Igual que aquel mismo año hizo Robert Altman con Popeye, Hodges trató de recuperar la estética y espíritu lúdico del cómic original. Los títulos de crédito, por ejemplo, utilizan ilustraciones de Alex Raymond y durante toda la película el realizador opta por encuadres, ángulos y colores que evocan la lectura de un cómic.

Sorprendentemente, la opción camp funciona razonablemente bien para el argumento de este Flash Gordon… casi todo el tiempo. El tono de la película recuerda mucho el de otros dos films que Dino de Laurentiis produjo en su nativa Italia en los sesenta, Diabolik (1968) y Barbarella (1968), ambas, también, adaptaciones de sendos cómics. El diseñador de producción Danilo Donati opta para los palacios y cohetes por la estética art-decó que dominó las viñetas del héroe en su primera etapa, la dibujada por Alex Raymond en los años treinta y cuarenta. Los decorados y vestuario saltan de la pantalla agrediendo los ojos del espectador con sus chillones escarlata, naranjas, azules o amarillos –y, algunas veces, todos esos colores a la vez–. Toda la película está trufada de imágenes llamativas: relojes en los que la arena «cae» de abajo arriba, alienígenas de sangre azul brillante, cielos de colores cambiantes o el malvado tirano empalado por la antena del cohete que se estrella contra el salón del trono. Y todo ello subrayado y amplificado por la pegadiza banda sonora a cargo de Queen, las superestrellas del glam rock.

Por desgracia, hay demasiados momentos en los que lo camp se transforma en abiertamente estúpido, como cuando Flash sólo reacciona a la paliza que le están dando los sicarios de Ming al lanzarle Zarkov una pelota de rugby, convirtiéndose entonces en una máquina imparable; o la ceremonia nupcial entre Ming y Dale, con frases como «¿Prometes tomar a esta mujer como tu esposa? ¿Y no lanzarla al vacío por la escotilla? ¿O al menos no hasta que te canses de ella…?»

Uno de los peores defectos del film reside precisamente en su protagonista. Digamos primero que Arnold Schwarzenegger y Kurt Russell optaron para el papel de Flash. El primero fue rechazado a causa del fuerte acento austriaco que tenía por entonces. El segundo decidió abandonar al considerar que el personaje carecía de fondo. Y no le faltaba razón. Hodges quería un héroe con un perfil en consonancia con el tono de la película. Según él mismo afirmó: «[Para mí, Flash es] un poco espeso… un poco corto. Algo así como la política exterior norteamericana». El problema es que para interpretar a un tipo escaso de luces escogió a un actor con las mismas características.

Lo mejor que podía ofrecer Sam J. Jones en su currículo es haber posado para el póster central de la revista Playgirl. Y he aquí que la abuela de Dino de Laurentiis se fija en este apuesto muchachote al verlo participar como concursante en The Dating Game (el concurso original que sirvió de modelo al español Vivan los novios ) en 1978. Con esas credenciales no puede extrañar el resultado.

Jones –que tuvo que teñirse su pelo castaño y que no pudo llevar las lentillas azules que le habrían convertido en el ario por excelencia que era el personaje original– es un actor pésimo, al que las circunstancias lo van empujando de un lado a otro durante toda la película, y que ni por asomo irradia el carisma de líder, inteligencia y elegancia natural del personaje de cómic. El Flash que ofrece Jones es un bruto musculoso con expresión bobalicona y con más ingenuidad que ingenio. Incluso Buster Crabbe realizó una labor más meritoria en los seriales de los años treinta.

Al menos, nos libramos de escuchar su voz, porque a raíz de una discusión con el productor sobre el impago de parte de sus honorarios, Jones se negó a acudir al estudio de grabación para doblar sus propios diálogos, algo que se hace habitualmente en el cine cuando el sonido directo es de pobre calidad.

Como heroína cotitular y compañera sentimental de Flash, Dale Arden es interpretada por la modelo Melody Anderson, con similar falta de talento que Sam J. Jones. Para intentar compensar tal desatino, se completó el reparto con actores de más enjundia, el primero y mejor de ellos el sueco Max von Sydow, que daba vida a Ming con un toque contenidamente autoparódico y juguetón, que eclipsaba aún más en pantalla a Jones y Anderson. Al ser conocido sobre todo por sus colaboraciones con Ingmar Bergman en películas de tono radicalmente opuesto a la que nos ocupa, su elección por parte del director respondió a un intento de subrayar aún más el tono camp e irreverente de la película.

Brian Blessed, uno de los grandes del cine inglés, encarna al excesivo Vultan, incorporando su característico vozarrón y un entusiasmo que ya hubiera querido para sí Sam J. Jones. Timothy Dalton está perfecto en su papel de Barin, el apuesto espadachín de los bosques de Arboria. Y la carnal y lujuriosa Ornella Muti cumple bien como seductora y manipuladora Princesa Aura.

En una época en la que los espectadores disfrutaban de efectos especiales de la calidad de los de Superman, Alien, Star Trek: La Película o El Imperio Contraataca, los de Flash Gordon se antojan de segunda fila, con unas pinturas mate y maquetas poco convincentes. Y hablando de El Imperio Contraataca, me cuesta creer que el sicario de Ming, Klytus (que luce claramente en sus guantes el símbolo masón del cartabón y el compás. El propio Ming lleva a cabo gestualizaciones masónicas) no fuera modelado a imagen y semejanza de Darth Vader, tanto en su aspecto como en su frialdad e incluso en la forma de descansar en una cámara de aislamiento.

Cuando se estrenó Flash Gordon, muchos de los chicos de entre 10 y 12 años a los que supuestamente iba destinada no supieron qué pensar de ella. En la era de Star Wars y programas televisivos como Battlestar Galactica o Buck Rogers los espectadores esperaban una space opera de producción lujosa, pero se encontraron con una lúdica fantasía retro-camp con alusiones a la política exterior norteamericana (la irrupción de tres americanos mayormente ignorantes que deciden intervenir alegremente en un contexto político, el de Mongo, del que no saben nada) cuyos referentes estéticos y conceptuales difícilmente podían entender los niños. De hecho, ni siquiera lo entendió así el propio Dino De Laurentiis, que siempre vivió en la ilusión de estar produciendo una épica espacial que rivalizaría con Star Wars.

Más por sus intenciones que por sus resultados, los críticos se mostraron razonablemente benignos (a excepción del trabajo de Sam J. Jones, que ganó un Razzie a la peor interpretación del año), pero el público no estuvo de acuerdo.

El film recaudó algo por encima de su presupuesto. Aunque se llegó a planificar una secuela cuya acción transcurriría en Marte, y en la que volverían a intervenir los actores principales, los resultados económicos de la primera entrega no justificaron su producción.

Desde entonces, se ha hablado mucho de una posible nueva adaptación a imagen real del personaje raymondiano, pero por el momento sus apariciones se han limitado al ámbito de los dibujos animados, ya fuera en la serie de la NBC de 1979 o el film Flash Gordon: The Greatest Adventure of All (1982), a cargo de los mismos estudios de animación. Ambos, serie y película, eran versiones infantilizadas basadas en la versión original de los años treinta, mientras que la aproximación más adulta y moderna –pero también estéticamente más sobria– que realizó Dan Barry en los cincuenta nunca ha merecido la atención de productores y guionistas.

Un peldaño más hacia la trivialización del héroe fue la participación de Flash en otra serie de animación, Defensores de la Tierra, en la que Marvel Productions llevaba a cabo una absurda e improbable asociación del campeón espacial con otros dos personajes clásicos de la King Features Syndicate, el mago Mandrake y el aventurero Phantom (más conocido como El Hombre Enmascarado en España), trasladando al trío junto a otros personajes secundarios al planeta Mongo, de nuevo tiranizado por Ming. En 2007, se estrenó una serie de imagen real cuya aceptación fue mínima, siendo cancelada tras una sola temporada. Los fans más veteranos y menos infantiles seguimos a la espera de una versión que haga justicia a la ya larga historia del personaje.

Flash Gordon, la película, es una fantasía colorista y simplona que nunca figurará entre los grandes títulos de la ciencia-ficción. Falló tanto a la hora de capturar la inocencia de sus predecesores en blanco y negro como a la de transmitir al público su enfoque humorístico y autoparódico.

Sin embargo, treinta años después de su estreno, aún es capaz de cumplir su función primordial: entretener al espectador; siempre y cuando, eso sí, éste decida dejar de lado cualquier espíritu crítico y limitarse a disfrutar y reír con su estética camp. Además, contra todo pronóstico, su aproximación ligera, absurda y excesiva ha resultado envejecer mejor que otras películas de la época con aspiraciones más intelectuales.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".