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«Star Trek II: La ira de Khan» (1982), de Nicholas Meyer

La década de los ochenta fueron años en los que la ciencia ficción de Hollywood redescubrió el negocio de las secuelas. SupermanAlien y Star Wars prolongaron sus éxitos de los setenta, mientras que Terminator o Regreso al futuro resultaron ser inversiones extraordinariamente rentables que iniciaron sus propias franquicias cinematográficas.

Normalmente, las segundas y sucesivas partes, aunque siguieron resultando un excelente negocio para los estudios, nunca llegaron a causar el impacto de sus precedentes. Pero como en todo, hubo una excepción. Su nombre fue Star Trek.

Si uno confecciona una lista de las series de TV de ciencia-ficción más importantes de todos los tiempos, sin duda figurarán en ella Star Trek y dos de sus secuelas, Star Trek: La nueva generación y Deep Space Nine. Esos programas han acabado siendo el núcleo de una gran franquicia que ya se aproxima al medio siglo de vida.

Una buena metáfora para el fenómeno Star Trek podría ser la de una gran religión organizada, de importancia histórica, pero cuya fuerza evangélica ha sido lentamente reemplazada por un cómodo statu quo que está arrastrando a toda su iglesia a la irrelevancia y la mediocridad. Siguiendo con la misma metáfora, ver las diferentes encarnaciones televisivas es como acudir a servicios religiosos semanales, mientras que las películas son como grandes festivales en los que gente que no acudía al templo desde hacía años se presenta a ver qué hay de nuevo. En ambos casos, todo el mundo conoce el ritual, la jerarquía de santos y ángeles, dónde y cuándo sentarse, en qué momento arrodillarse y decir «amén». Pero también es cierto que se trata de una iglesia desesperadamente necesitada de una renovación.

Irónicamente, las versiones cinematográficas de Star Trek tienen sus raíces en un intento de revival. La serie original para televisión acumuló escasa audiencia desde su inicio en 1966 hasta su cancelación en 1969, pero se hicieron inmensamente populares durante posteriores reposiciones, animando a Paramount a considerar la producción de un nuevo programa a mediados de los setenta. El metraje de prueba de aquel intento (que se puede ver como extra del DVD de Star Trek: La película) tiene un aspecto pavoroso. La idea de la serie televisiva fue finalmente abandonada (o, más bien, congelada; se recuperaría para TV en 1987 con Star Trek: La nueva generación, superior en calidad y longevidad a la serie original). A la vista del éxito de Star Wars, Paramount se decidió finalmente por la adaptación cinematográfica.

A pesar de contar con la veteranía del director Robert Wise y un departamento de efectos especiales de primera fila, Star Trek: La película, aunque no exenta de algunos aspectos destacables, resultó ser un film mediocre criticado tanto por los incondicionales de la serie como por los legos en la materia.

Cualquiera hubiera dicho que a la vista de los resultados obtenidos, Star Trek: La película acabaría sellando el destino de la franquicia en lo que a cine se refiere. Había resultado carísima (en su momento, los 47,5 millones de dólares de su presupuesto la convirtieron en una de las películas más caras realizadas en Hollywood) y el rodaje había estado plagado de principio a fin por discusiones y diferencias creativas. No había satisfecho a los fans, que sentían que la humanidad y cercanía de la serie televisiva había sido desplazada por los abrumadores efectos especiales. Y los críticos, en el mejor de los casos, le dispensaron una tibia acogida.

Pero aunque los resultados artísticos habían sido decepcionantes, a Paramount Pictures no se le escapó que Star Trek: La película había recaudado lo suficiente como para colocarla en la lista de los 50 films más exitosos de todos los tiempos (aunque ni eso fue suficiente para recuperar la inversión). Así que el estudio decidió volver a intentarlo, esta vez, eso sí, con un presupuesto más modesto (unos 12 millones de dólares, una cuarta parte de lo que costó la primera).

Por fortuna, y aunque no suele ser muy habitual, esta segunda entrega no sólo redimió el relativo fracaso artístico de la primera, sino que consiguió superar a la original por un amplio margen hasta tal punto que aún hoy muchos la consideran la mejor película dela serie «clásica» de Star Trek.

El creador de la serie televisiva original e impulsor creativo de la primera película, Gene Roddenberry, le había estado dando vueltas a un guión en el que la tripulación de la Enterprise viajaba hacia atrás en el tiempo hasta el asesinato de Kennedy. Sin embargo, tras los problemas que Roddenberry había provocado en la producción de Star Trek: La película, Paramount optó por apartarlo no sólo del proceso creativo sino de la misma producción. Puede que Roddenberry hubiera sido el padre de Star Trek, pero a partir de ese momento su papel en el desarrollo de la vertiente cinematográfica de la franquicia sería mínimo, limitándose básicamente a figurar como ilustre nombre después de la leyenda «Star Trek Created By…».

Roddenberry regresó al medio televisivo como creador y productor de Star Trek: La nueva generación (1987–1994) durante sus tres primeras temporadas. Su estancia en la serie estuvo, otra vez, llena de problemas, con un continuo flujo de guionistas y productores abandonando decepcionados el programa. Sólo cuando, una vez más, Paramount apartó a Roddenberry de la serie ésta se desprendió de su tono moralista (que quizá en los sesenta hubiera resultado atractivo pero que en los noventa ya se antojaba rancio) y empezó a explorar nuevos terrenos argumentales de la mano de unos personajes de fuerte temperamento que supieron ganarse el favor de los aficionados.

El relevo de Roddenberry como custodio del espíritu del Star Trek cinematográfico fue Harve Bennett. Éste había sido productor televisivo de series de éxito como El hombre de los seis millones de dólares (1973-1978), El hombre invisible (1975) o La mujer biónica (1976-1980) y ahora ejercería la misma labor en las siguientes películas de Star Trek, desde la segunda hasta la sexta. Bennett escogió como guionista a Jack B. Sowards, quien había ejercido labores editoriales sobre los guiones de Bonanza (1959-1973). Sowards confesó más adelante que nunca había visto la serie original cuando fue emitida a finales de los sesenta, pero mintió a Bennett para conseguir el trabajo. Se limitó a ver un episodio, «Semilla espacial» (1967) y a partir de él escribió una sólida secuela. Fue la prueba de que no necesariamente había que ser un amante de la serie para escribir una buena historia sobre sus personajes.

Las labores de realización fueron encargadas a otra persona totalmente ajena al universo Star TrekNicholas Meyer era un novelista que había publicado un par de novelas protagonizadas por Sherlock Holmes, una de las cuales fue adaptada a la gran pantalla con guión propio: Elemental Dr. Freud (The Seven-Per-Cent Solution, 1976), de Herbert Ross. Pasó luego a la dirección con una película sobre viajes en el tiempo, Los pasajeros del tiempo (1979). Y de ahí, a Star Trek.

Así que Paramount había reclutado como máximos responsables de la nueva entrega de Star Trek –productor, guionista y director– a tres profesionales que nada tenían que ver con la franquicia. Y ello, a la postre, resultó positivo, porque sin haber bebido del manantial que al final hundió la serie de televisión ni, por tanto, hallarse lastrados por ideas preconcebidas de ningún tipo, pudieron insuflar una nueva frescura en ese universo de ficción.

Situada más de una década después de la misión de cinco años narrada en el show televisivo original, Star Trek II: La ira de Khan comienza con el oficial Chekov ahora asignado a la nave Reliant, comandada por el capitán Terrell y cuya misión consiste en encontrar un planeta desértico adecuado a las necesidades del proyecto de investigación Génesis, liderado por la doctora Carol Marcus (Bibi Besch). En su laboratorio, la científico y su equipo han creado una bomba capaz de desatar una rápida terraformación sobre un planeta muerto, convirtiéndolo en un paraíso apto para la vida humana. Sin embargo, en las manos equivocadas, el dispositivo puede asimismo liquidar toda la vida de un mundo ya habitado.

La Reliant llega al inhóspito planeta de Ceti Alfa V, donde encuentran a Khan Noonian Singh (Ricardo Montalbán, recuperando el papel de superhombre genético del siglo XX que ya interpretó en el episodio televisivo Semilla espacial). Su obsesión es vengarse del capitán Kirk (William Shatner), quien lo abandonó por error en ese planeta años atrás. Khan se hace con el control de las mentes de la tripulación de la Reliant utilizando un parásito nativo y luego utiliza la nave para robar el Dispositivo Génesis, con el que atrae a la Enterprise de Kirk, parcialmente tripulada por cadetes en misión de adiestramiento.

Uno de los aspectos más llamativos e inesperados del film fue el destino del más popular personaje de la serie, el vulcaniano Spock. Durante la producción, se filtró que el frío vulcaniano moría en la historia. Enfurecidos, los trekkies amenazaron con boicotear el film, llegando a contratar espacios publicitarios para protestar contra Paramount.

En realidad, la muerte de Spock fue una decisión derivada de las perpetuas vacilaciones de Leonard Nimoy respecto a volver o no a encarnar ese papel. El actor había escrito una autobiografía en 1976, Yo no soy Spock, en la que manifestaba su deseo de no encasillarse. Un año después anunció que no volvería a encarnar al vulcaniano en el revival televisivo de Star Trek que por entonces se estaba planificando. Para llenar su hueco se creó un nuevo personaje, el oficial científico vulcaniano Xon. Para cuando el proyecto televisivo evolucionó hasta convertirse en la primera película de la serie, Leonard Nimoy había rectificado su decisión inicial e informado de su regreso.

Cuando se planteó la producción de Star Trek IINimoy volvió a expresar sus reticencias a volver a encarnar a Spock. Bennett, pensando que ningún actor podía resistirse a una dramática escena de muerte, lo sedujo prometiéndole que al final de la aventura el vulcaniano moriría. Así, el guión de La ira de Khan se escribió para darle un magnífico final al personaje. Fue al filtrarse la noticia cuando se desató la mencionada ola de publicidad que, independientemente de la desaprobación de los aficionados más acérrimos, benefició a la vida comercial de la película.

Sin embargo, para el tercer film, Star Trek III: En busca de Spock (1984), Leonard Nimoy sucumbió a las exigencias de los fans, regresando a su papel de Spock con la condición de dirigir el film. Obviamente, la oportunidad de ejercer control creativo en su doble papel de productor y director compensó sus iniciales reparos. Por si quedaba poco claro, su nueva biografía de 1995 llevaba el gráfico título de Soy Spock.

Como hemos dicho, Nicholas Meyer no había tenido contacto alguno con el universo de Star Trek. No le hizo falta. En doce días vio los 79 episodios de la serie original y la primera película. Inmediatamente se dio cuenta de lo que faltaba en esta última: la interacción entre los personajes. Y eso fue lo que añadió al guión de Sowards (aunque no aceptó figurar en los créditos como guionista) y, en último término, la razón de su éxito.

Efectivamente, La ira de Khan empleó más tiempo en desarrollar a los personajes que cualquier otra entrega de la saga. En los primeros diez minutos de la película ya había más calor humano que en toda la anterior. Mientras que en la primera película se mostraban unos efectos especiales extravagantes y carísimos, en la segunda ese apartado es modesto y familiar, dejando que los personajes dominen la pantalla en escenas de gran dramatismo. La ira de Khan es lo que debió haber sido el primer film, una historia acerca de la aceptación del propio envejecimiento (Kirk ha de acostumbrarse a llevar gafas, los amores de juventud regresan para atormentarle y experimenta el deseo de aventura propio de otros tiempos), mientras que el emotivo final trata sobre el enfrentamiento con la muerte y el sacrificio personal en aras del bien ajeno. La bella imagen del aterrizaje del ataúd de Spock en el planeta Génesis contrasta con el repentino y casi milagroso surgimiento de nueva vida en ese mundo antes muerto.

Es triste que todas estas reflexiones sobre la condición humana y la llegada de la madurez acabaran completamente diluidas en cuanto los actores que interpretaban esos papeles se hicieron con el control creativo en las siguientes entregas. A partir de ese momento, las historias versaban sobre cualquier cosa excepto la aceptación serena de la vejez: visiblemente desgastados, los actores/personajes seguían esforzándose en recorrer el universo jugando a boy scouts.

Irónicamente, fueron esos films los que ofrecían a los fans lo que pedían; los mismos fans que habían protestado por la muerte de Spock en La ira de Khan: el recurso a la sensiblería y el sentimentalismo en lugar de permitir que los personajes se desarrollaran de forma lógica, aunque fuera a costa de admitir que la muerte forma parte de sus vidas. Naturalmente, aquellos mismos fans acabaron odiando la mayor parte de esas películas posteriores, mientras que La ira de Khan ha continuado gozando de su estima.

Nicholas Meyer deja que William Shatner lleve la carga dramática de la película. Éste ha sido a menudo calificado de mal actor, pero en ninguna otra entrega de la serie se ha sentido más a gusto interpretando el papel del capitán Kirk que en La ira de Khan y su continuación, En busca de Spock, historias que le permitieron alcanzar el mejor registro de su capacidad interpretativa. Su edad ya madura le permite dotar de profundidad, vulnerabilidad y sabiduría al personaje.

Por otro lado, su malvado contrapeso, el despiadado y obsesivo Khan, está encarnado por un magnético Ricardo Montalbán en cuyos diálogos Meyer incluyó citas teatrales de Shakespeare y Herman Melville. La confrontación entre héroe y villano es enérgica y dramática incluso aunque ambos nunca llegan a estar cara a cara. Mención especial merece la escena final, en la que Leonard Nimoy protagoniza una de las despedidas más emocionantes del cine de ciencia-ficción, con un discurso sobrio y simple, pero bello.

Aunque Bibi Besch y Merritt Butrick no hacen una labor particularmente meritoria encarnando respectivamente al antiguo amor e hijo de Kirk, hay al menos un debut prometedor: la presentación de Kirstie Alley como la puntillosa mestiza vulcana–romulana Saavik. Por desgracia, Saavik fue eliminada de las dos siguientes películas, siendo reemplazada por la mediocre Robin Curtis cuando Paramount se negó a satisfacer las exigencias económicas de Alley.

Otra acertada decisión de Meyer fue intensificar la acción. Star Trek II es la entrega más rápida y violenta de esta primera etapa de la franquicia cinematográfica, abandonando el tono filosófico al estilo 2001: Una Odisea del Espacio en favor de la aventura de corte militar. El director combinó influencias de la literatura naval británica con clásicos como Moby Dick a la hora de recrear los combates de las naves. Meyer afirmó en varias entrevistas que su modelo para esas escenas cargadas de suspense y tensión psicológica fueron los antiguos dramas que transcurrían en el interior de submarinos de la Segunda Guerra Mundial. Para ello no sólo bañó los escenarios en una suave luz rojiza, sino que rediseñó los uniformes de la tripulación del Enterprise para acercarlos al estilo napoleónico y rebajar el look “hospitalario” de la nave. El propio Khan y sus hombres parecían una banda de piratas a bordo de un barco robado.

En el aspecto técnico, a pesar de contar con un presupuesto más reducido que la primera entrega, Industrial Light and Magic supo estar a la altura de su reputación, filmando algunas excelentes secuencias de efectos visuales y presentando la primera escena creada enteramente por ordenador (aunque la reducción de costes obligó a intercalar otros fragmentos reciclados de Star Trek: La película o fotografiados en un aburrido estilo plano reminiscente de la televisión).

La ira de Khan se estrenó en junio de 1982 y en seguida resultó ser algo más que una superproducción veraniega de éxito. No sólo recaudó 97 millones de dólares en todo el mundo, sino que cosechó buenas críticas de la prensa especializada e impulsó de forma decisiva el interés por la franquicia. Fue uno de esos escasos ejemplos del cine contemporáneo en los que un blockbuster estival no sólo resulta ser un éxito de taquilla, sino que consigue atraer y emocionar a los espectadores. La ira de Khan representa el fenómeno trekkie en su forma más pura, marcando la separación entre la serie original y la gran franquicia que a punto estaba de iniciarse.

Las películas de Star Trek son parte de un imperio mediático que ha generado millones de dólares para Paramount. La vaca lecheras nunca está demasiado tiempo sin ordeñar, pero si se quiere tener éxito en vez de sólo continuar quemando las orejas vulcanianas de los fans, se necesitan reinvenciones periódicas y, posiblemente, una o dos herejías que irriten a los fans para agitar algo el altar. Nicholas Meyer ya lo hizo una vez y demostró que tenía razón. Por fin los aficionados podían disfrutar de una película de Star Trek digna de su nombre.

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Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".