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Música modernista

El modernismo no sólo significó una renovación de la lengua literaria dentro del espacio lingüístico español o castellano, sino que puso en contacto dos disciplinas –mejor dicho: dos familias de signos – como lo son las letras y la música. Aprovecho la brevedad de esta columna para hacer un comentario igualmente breve.

Quien mejor ha tocado el tema – y tocar es una manera de hacer música – es el peruano José María Eguren (1874-1942) del cual se ha publicado recientemente una selección de prosas breves a cargo de Damián Ríos (Motivos, Blatt & Ríos, Buenos Aires, 2024, 149 páginas). Lo transcribo: «La música es sucesiva como la respiración y la conciencia, pero la ilación de sus notas forma unidad acústica. Es simple y compleja  como la vida.» En efecto, el hecho de que el discurso musical esté esencialmente ligado al tiempo, a la duración, a lo fatalmente sucesivo, ha llevado a algunos filósofos a negarle el carácter pleno de arte. Entre ellos Hegel, que por su parte era muy aficionado a ella. El signo musical es complejo por su factura y simple por su significación, como insinúa Eguren. La escritura musical es notoriamente más compleja que la escritura verbal mas su efecto emotivo es simple, inmediato, compacto y de callada elocuencia. Nada significa a la vez está plena de sentido. Además, transcurre como la vida misma, desaparece en cuanto se ha cumplido, escapa y nos deja una memoria sonora que puede acompañarnos toda la vida.

De todo esto Eguren, muy modernista, extrae el carácter misterioso de la música. Lo hace tomando por ejemplo la parte instrumental de la novena sinfonía de Beethoven, llamada Coral porque añade voces humanas a la orquesta. El escritor señala el efecto de «armonía silenciosa» de la partitura, que nos conduce ante el misterio cuando deja de sonar. Esta observación demuestra la sutileza y la sensible inteligencia del apunte. Cabe imaginar a Eguren experimentando esa segunda música, acaso callada como la de Juan de Yepes, que se reserva un lugar inaccesible como lo es el misterio. Cualquier escuchante atento ha vivido repetidamente esta experiencia y también la contraria. Un intérprete cabal no sólo lee correctamente una partitura sino que, acabada su ejecución, nos lleva al otro mundo del sonido, la citada armonía silenciosa. En cambio, un ejecutante epidérmico y acaso efectista, nos apabulla con su sonoridad y su virtuosismo pero, estrictamente, no nos deja escuchar la música, que es callada según el poeta de Yepes. No es casual al respecto el hecho de que Eguren haya escrito poemas. La poesía también especula con el aspecto sonoro de la palabra, pero lo hace desde el silencio de la escritura. Recitada por un actor o una actriz, deja de ser poética y pasa a ser teatral. La callada fonética, la callada prosodia, la callada cadencia del verbo poético son musicales. Es de agradecer que nos lo recuerde un hombre del modernismo, tan deudor de la poética francesa del simbolismo y el parnasianismo. Hay familias muy bien avenidas y este es un ejemplo.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")