Cualia.es

Un testamento para Clint

Me admira cómo tomamos la cultura USA para relajar y expandir fronteras estéticas e ideológicas que no admitimos en la cultura autóctona: desde la gema del cine basura que es Aquaman a la hiperviolencia ideologizada del Hollywood de toda la vida, del Ford a la Bigelow ¡todo lo disculpamos si es yanqui!; de la música que consideraríamos “caspa” si fuera nuestra (Dean Martin, Dolly Parton) a la literatura que condenaríamos sin vacilar como facha por las declaraciones de sus autores. Pero como son gringos, luce exhibirlos y encima no arriesgamos nuestra careta buenrollista. Mejor aún: podemos continuar ignorando nuestra acomplejada cultura, que sí nos metería en terreno minado y con la que aplicamos un sentido del ridículo y la indignación moral mucho mayores. Con lo estadounidense podemos jugar sobre seguro y desatar nuestras bajas pasiones sin que nadie nos acuse de nada. Nuestro guevara interior sabe mirar a otro lado mientras el mercantilismo imperial nos centrifuga los instintos…

De tratarse de compatriotas nuestros, Stan Lee, Frank Miller, James Ellroy o el gabacho Houllebecq hubieran sido sistemáticamente ridiculizados y desterrados artísticamente por nuestro círculo cultural. Y, por descontado, Clint Eastwood, a quien se le intentó por todos los medios “humanizar” a la medida de la sensibilidad española oficial, encajar en nuestra idea de artista éticamente comprometido… hasta que no, hasta que el tipo dejó claro que no es un artista buenista criado por ninguna corrupta teta estatal: desde amenazar de muerte “en broma” a Michael Moore a su performance antiObama, se lo perdonamos todo por un solo motivo. Porque es yanqui.

Y la cultura del imperio se respeta por encima de todas las cosas. Sobre todo de la cultura propia.

Mi relación con la carrera artística de Clint es, como le pasa a la mayoría del público internacional –las varias generaciones que han crecido con él–, de casi incondicional admiración, con mis más y mis menos en películas concretas. De su etapa desde finales de los 60’ con Sergio Leone y Don Siegel –todo ese cine que en su momento fue acusado de fascista y brutal por los ofendiditos de entonces y que ahora viste elogiar–, hasta su mayor obra fílmica como director, Unforgiven, sus películas estuvieron siempre muy presentes en mi crecimiento como espectador.

Tuve la suerte de que mi primer viaje a los Estados Unidos, fascinado por la manera tan inteligente que tiene este implacable país de absorber talentos foráneos e imponer su cultura a nuestros países colonizados, coincidiera con el estreno de Unforgiven en 1992: uno de esos treinta soleados y solitarios días que pasé recorriendo su territorio a mis 20 años, descubrí que Eastwood estrenaba una del Oeste. Y así pude ver Sin perdón en una sala del Westfield Horton Plaza de San Diego, sin entender de la misa la media frente a aquello que chapurraban y atónito ante la voz real de Clint. ¡En realidad no tenía voz de tipo duro!

Para mí, su prolífica carrera se estancó después de Unforgiven. Pero claro, no todo el mundo es tan buen guionista como David Webb Peoples. Y Eastwood, como Spielberg, se apuntó después a filmar cualquier cosa. Su última gran película creo que fue Los puentes de Madison (1995), la de mayor vuelo y donde todo funcionaba menos sus tetas caídas; y, por encima de ese todo, Meryl Streep haciendo de ama de casa: su talento para mover las manos como una señora rural con instinto materno me dejó, me deja abrumado.

A partir de ahí, en mi opinión la filmografía de Clint fue cuesta abajo: de esa década final del siglo XX sólo me quedo con Medianoche en el jardín del bien y el mal, que sí me convenció como obra con alma. True Crime también tenía su qué. El resto se podría resumir en dos palabras: blandurrio y cumplidor. (Qué fácil es opinar, por otro lado: que el maestro me perdone).

Ya lo avisaba su reunión con Kevin Costner, A Perfect World, sorprendentemente ñoña y desganada. Y pese a la solidez general de su arquitectura y la mística que le rodea, Mystic River también me pareció una pastelada, iniciando una tradición postrera muy de Eastwood, que es sostener algún plano intensamente ridículo en situaciones melodramáticas, exacerbando hasta lo pornográfico esa cuota sentimental: recuerdo haber estallado en carcajadas con el seguimiento de cámara que hace de Tim Robbins en un momento de tortura íntima reflejada casi obscenamente, sin matices. Lo mismo Million Dollar Baby: lo “serio” de la historia no justifica un tratamiento formal tan impúdico, desde la folletinesca puesta en escena del incidente que paraliza a la protagonista al patético intento de sus familiares para hacerle firmar su herencia bolígrafo en boca. ¡Así no, Clint! No nos engañes con baldes de tremendismo, no es lo tuyo… Tú sabes que el qué no disculpa el cómo, por muchos Oscar que haya en juego.

Con Letters from Iwo Jima volvió a cierta sutileza conceptual que se empezaba a echar de menos, pero la brocha gorda siguió con Gran Torino, contenedora de algunas secuencias muy pasadas de tono (mi esencia pueblerina sufrió horrores asistiendo, por lo chusca, a la lección de vida tradicionalista que los dos patanes viejales imparten al muchacho asiático, aquello da pura vergüenza ajena) y dotada, eso sí, de un desenlace memorable. Pero a partir de esa demostración de ombliguismo connivente con el patriotismo más simplón y reduccionista a cambio de casi nada de diversión, me descolgué de su cine: no he visto ni Changeling, ni Invictus ni Hereafter ni Jersey Boys… Traté de ver J. Edgar en Netflix y la tuve que quitar a los veinte minutos, angustiado por la masa de pan pegada a la cara de Leonardo. Aquel involuntario The Blob resultaba doloroso.

Con American Sniper me animé a regresar al cine a disfrutar una de Clint… y pasó lo que nunca hubiera imaginado: ¡mi propio límite ideológico se indignó, como si fuera el de un pijoprogre cualquiera! Todavía me fascina con qué alegría y simplicidad canta Clint la vida del francotirador protagonista. No quiero entrar a esgrimir la acusación facilona de que el “héroe” de esa historia solamente es un asesino y un canalla, no tengo corazón de inquisidor: pero creo que el retrato de alguien que ha matado fríamente requería un enfoque con mayor sutileza.

El desaliento me llevó a bajarme del tren de la obra poscrepuscular de Eastwood (y del avión de Sully, siguiendo mi prejuicio cinéfilo más asumido: no veo películas con Tom Hanks), así que sólo me subí un rato al de The 15.17 to Paris para sustituir mi pánico real por el de otros durante un vuelo a Barcelona: no la vi tan mala como dicen, supongo que porque la vi inocua. Y así iba la cosa, hasta que estrenaron The Mule. Esta vez me dije: venga, Hernán, vamos, haz un último esfuerzo, a lo mejor no vuelves a ver a Clint, es una buena oportunidad para despedirse de él en pantalla grande… Solamente motivado por su presencia ante la cámara y sin saber nada de la trama, pagué por la entrada.

Y, tras veinte años de frustraciones asumidas con su cine, por fin reencontré al Clint Eastwood de siempre, el que me encanta, SIN PEGAS NI CONCESIONES. Y, quién lo diría, en buenísima forma.

Hace falta valor para protagonizar y dirigir esta historia a los 88 años, una ‘rerroad movie’ sobre un anciano floricultor individualista que, llevado a la ruina por internet, decide pasar droga para un cartel mexicano. La película comparte el estilo sencillo y casual de Gran Torino e incluso su guionista; pero éste eleva un poco el listón, hila más fino en su pintura de un ciudadano común y sirviéndose de él, dentro siempre de un tono falsamente amable y bufonesco, a lo tonto, mete el dedo en la herida abierta de los otros ciudadanos comunes, o sea nosotros, ¡al menos media docena de veces!

Con un motivo tan simple como esa línea argumental, Nick Schenk facilita a Clint la entrega de un hondo testamento, si no como director, como personalidad fílmica.

Eastwood se adentra sin miedo en temas vetados para la mayor parte del cine internacional actual, sacrificando la cortesía por la integridad. Su personaje no es de una pieza, realmente no lo es: trae consigo facetas hoy consideradas muy oscuras. Y lo asombroso es que Eastwood no las rehúye, no nos escatima los momentos incómodos por embellecer la figura de su protagonista… ni demoniza la de sus compinches al margen de la ley. Aliado sólo con la vieja escuela que representa, Eastwood nos dice: “Chicos, ya sé que no está de moda mirar el abismo dentro de uno y no sólo en los demás, pero esto es lo que hay”.

Por eso el suyo es un personaje honesto. Y su intérprete/director lo afronta con la misma honestidad. Sin la hipocresía de lo «adecuado».

Lo mejor de la película es que no hay lectura moralista, algo que el público mimado del siglo XXI –no hablo de los mileniales, hablo de mi generación– necesita urgentemente en mayores dosis: el personaje principal acepta su cometido en un engranaje criminal sin exculparse, sin pretender quedar al margen de toda mancha ética.

Justo al contrario que nosotros cuando vemos el cine de Clint Eastwood.

Sólo por eso ya da en la diana: siempre a través del mismo rostro ya más gastado que curtido, a menudo atormentado pero también burlador, y tomando el relevo del inolvidable Will Munny, su personaje Earl Stone se apea del estereotipo airado para decirnos que todos somos un tanto culpables del mundo en que vivimos, para lo bueno y para lo malo. Y que nos lo pensemos un poco antes de levantar el dedo contra alguien…

Aunque nos endose su discurso con una realización y un empaque de perfil bajo… pero, poca broma, que es el perfil de Clint Eastwood.

Bendito sea su sentido de la autocrítica: este final sí ha hecho que todo el viaje merezca la pena.

El cabrón ha trazado un círculo completo.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
(Avatar © David Campos)