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Crítica: «Aquaman» (James Wan, 2018)

¿Quién no ha sentido alguna vez la necesidad de dejarse atrapar por las emociones de un tebeo? Créanme, no es ni mucho menos un sentimiento exclusivo de los que crecimos devorando cómics, sobre todo durante aquellos años en los que aún no existía nada remotamente parecido a internet.

En cualquier caso, hay que rendirse a otra evidencia previa: frente a la diversidad tebeística que caracterizó a los setenta y los ochenta, hoy el subgénero de los superhéroes le ha robado buena parte del espacio al resto de la narrativa gráfica. Con la paradoja, además, de que esa pasión por Marvel y DC es asumida por consumidores de nuevo cuño, que han sustituido la lectura y la compra de tebeos por las franquicias de la televisión, el cine o los videojuegos.

Aquaman ‒inspirado en el personaje creado por Paul Norris y Mort Weisinger en 1941‒ es un largometraje diseñado para esa generación. Algo me dice que si continúo por este camino, delataré mi edad, y lo que es peor, mis prejuicios. Pero qué se le va a hacer: asisto a la proyección de Aquaman con simpatía, divertido con las fulminantes sacudidas de la película, pero saturado por su despliegue digital y por un ritmo narrativo que no atiende a razones dramáticas, sino a la necesidad de gestionar el déficit de atención propio de nuestra época.

Que nadie se ofenda. Cada película responde a unos perfiles de espectador, y esta se ha estrenado con uno muy claro en mente: el joven que disfruta con las historias interactivas de los videojuegos. Que luego vayamos también al cine los veteranos que crecimos soñando con los héroes de DC es solo el remate de esa oferta.

En Aquaman, el barroquismo digital ‒atentos a los prodigios de Atlantis‒ y la patología persecutoria de los personajes se alternan con virtudes interesantes: una épica extraída de la mitología artúrica, o si lo prefieren, de El Señor de los Anillos; una ciencia-ficción kitsch, que me recuerda el paso de Flash Gordon por el Reino de Coralia ‒seguro que los diseñadores han leído ese tebeo de 1936‒; un humor muy festivo del que saca partido el carismático Jason Momoa; un tono general de cuento de hadas (con esteroides, claro), y unos actores que saben dominar la escena ‒pienso ahora en Willem DafoeNicole Kidman y Patrick Wilson‒ aunque les toque ponerse un disfraz imposible y recitar diálogos solemnes, propios de un pulp, frente a una pantalla verde.

El de Wan no es, desde luego, un film que se tome en serio a sí mismo. Desde la primera secuencia, plantea una sucesión de curvas de montaña rusa, realzada con ese tipo de planos heroicos que parecen destinados a convertirse en salvapantallas.

No busquen algo más hondo ni más rotundo. Aquaman es un entretenimiento liviano, festivo y de colores sobresaturados. Quizá no demasiado memorable, pero sin duda, comercial en el mejor sentido de la palabra.

Sinopsis

De la mano de Warner Bros. Pictures y del director James Wan, llega Aquaman, una aventura repleta de acción que abarca el gigantesco y sorprendente mundo subacuático de los siete mares.

La película está protagonizada por Jason Momoa en el papel principal y cuenta la historia del origen de Arthur Curry, mitad humano y mitad atlante, que emprenderá el viaje de su vida. Esta aventura no sólo le obligará a enfrentarse a quién es en realidad, sino también a descubrir si es digno de cumplir con su destino: ser rey.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Copyright de imágenes y sinopsis © DC Films, The Safran Company, Cruel and Unusual Films, Mad Ghost Productions, Warner Bros. Pictures. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.