Los más veteranos saben que cuando uno habla de vampiros, lo más importante es contar con un experto que sepa cómo detenerlos. Y esto, créanme, ocurre tanto en la ficción como en ese tipo de pesadillas que contaminan nuestra vigilia. A falta de un Van Helsing dispuesto a afilar su estaca, no se me ocurre mejor compañía, a la hora de entender el vampirismo, que el erudito Augustin Calmet (1672-1757).
Calmet nació en Ménil-la-Horgne, cerca de Commercy, en Lorena, esa región fronteriza que recibe su nombre del rey Lotario II, fundador de Lotaringia. Educado en la Universidad de Pont-à-Mousson por el jesuita Ignace L’Aubrussel, Calmet se unió a los benedictinos de la congregación de Saint-Vanne y Saint-Hydulphe.
Tras su ordenación, celebró su primera misa el 24 de abril de 1696. De ahí en adelante, la actividad teológica y pastoral de Calmet se alternó con su pasión más importante: un afán de conocimiento descomunal, que calmó en las bibliotecas de varios monasterios.
Después de sus experiencias monacales en Moyenmoutier y Munster (1704), fue prior de Lay-Saint-Christophe (1714-1715) y ejerció como abad de Saint-Léopold de Nancy (1718).
Desde 1728, fue abad de Senones, donde desarrollo una parte importante de su actividad intelectual. Una actividad que ocupó toda su vida adulta, y en la que destacan este texto de 1749, Traité sur les apparitions des esprits et sur les vampires, los 23 volúmenes de La Bible en latin et en français, avec un Commentaire littéral et critique (París, 1707-1716), reformulados en los 26 volúmenes de Commentaires sur l’Ancien et le Nouveau Testament, en latin puis en français (1707-1717), y el Dictionnaire historique et critique de la Bible (París, 1722-1728).
El tratado de Calmet sobre los vampiros es una obra capital para los vampirólogos y los vampirófilos, que somos legión y solemos disfrutar especialmente con este tipo de abordajes, en los que el folklore y la historia van destilándose de forma apasionante.
A la hora de compilar los conocimientos sobre no muertos, visiones y fantasmas, el padre Calmet recurre a toda suerte de testimonios y documentos, y aunque evidentemente concluye que se trata de espejismos o supersticiones, al lector de hoy le queda el rumor frío de esas peligrosas fantasías, embellecido por el color de época.
De este modo, y por una paradoja más que notable, la advertencia del clérigo ilustrado acaba siendo sepultada por el regalo de su propia erudición sobre los seres de ultratumba.
Sea como fuere, la mitología de los vampiros no sería la misma sin Calmet, y aunque en voz alta podemos admirar el espíritu crítico del buen benedictino, lo que más le agradecemos para nuestros adentros es que contribuyera de ese modo involuntario a la leyenda romántica del pueblo de la sangre.
A modo de complemento, el volumen incluye las espléndidas Reflexiones de Fray Benito Jerónimo Feijoo.
Sinopsis
A mediados del siglo XVIII, un sabio benedictino francés, Augustin Calmet, publicó un volumen sobre los no muertos que salen de sus tumbas para alimentarse con la sangre de los vivos. El Tratado sobre los Vampiros de este auténtico monstruo de la erudición bíblica originó uno de los mitos que todavía hoy goza de mejor salud literaria y mayor atractivo popular: el vampirismo. Sin la aportación de Calmet Drácula no habría surgido de la pluma de Bram Stoker ni Polidori ni Sheridan Le Fanu hubieran creado sus monstruos chupasangres. Aquí está el origen del mal, el primer libro de vampiros de la historia de la literatura.
En palabras de Luis Alberto de Cuenca, Calmet, un «auténtico monstruo de la erudición bíblica corrigió y aumentó sus disertaciones sobre aparecidos y vampiros de 1749 dos años después, dando a la luz un Traité sur les apparitions des esprits, et sur les vampires, ou les revenans de Hongrie, de Moravie, &c. en dos tomos (París, chez Debure, 1751) que constituyen un verdadero festín de dioses para el buen bibliófilo y que ahora tengo sobre mi mesa. Cuando Dom Calmet redactó este primer manual de Vampirología —el segundo tomo, ofrecido en esta edición, es el que se ocupa propiamente del tema vampírico— quizá no fuera consciente de que estaba iniciando, en pleno Siglo de las Luces, una corriente subterránea y oscura que amenazaba con prestigiarse mucho en años posteriores. La obsesión por lo sombrío, por lo nocturno, por lo irracional, por lo “gótico”, alcanzaría pronto a la más rancia aristocracia británica: The Castle of Otranto, cuyas primeras copias salieron de los tórculos de Strawberry Hill en las Navidades de 1764, sería el primer fruto literario de esta nueva sensibilidad que tendría en su autor, Lord Walpole, y en sus sucesores Mrs. Radcliffe, Clara Reeve, M. G. Lewis, Beckford, Maturin y tantos otros, cultivadores literarios de excepción.
Quien leyó este tratado de Calmet «en su francés original, y muy poco después de que saliera de las prensas, fue Fray Benito Jerónimo Feijoo y Montenegro, un gallego de Casdemiro (Orense) que nació en 1676 y moriría en su convento de Oviedo en 1764, siendo, pues, casi estricto coetáneo del vampirólogo francés. En España, el siglo XVIII es, sin duda, el siglo de Feijóo. Fray Benito creyó que se podía erradicar la superstición desde una celda conventual (era benedictino, como Calmet). Con el pretexto de desterrar los errores del vulgo, nos ofrece en su Teatro crítico universal y en sus Cartas eruditas y curiosas una nutrida serie de textos fantásticos».
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