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«La amenaza de Andrómeda» (1971), de Robert Wise

El estreno de 2001: Una Odisea del Espacio (1968) supuso un enorme impulso para la ciencia-ficción cinematográfica. De género relegado a la serie B pasó a prometedora fuente de éxitos de taquilla.

Resulta curioso, no obstante, que el camino que siguieron los realizadores norteamericanos a partir de aquella distara mucho del que podría esperarse. La película de Kubrick se estrenó cuando la carrera espacial se aproximaba a su clímax con la llegada del hombre a la Luna en 1969. Sin embargo, los films de ciencia-ficción que se realizarían en los años siguientes, en lugar de celebrar la apertura de la frontera espacial, se confinarían en la Tierra, mirando con desconfianza no sólo al espacio sino al futuro que nos esperaba aquí abajo, plagado de problemas insolubles. ¿Por qué? La brillante meta espacial que John F. Kennedy había vislumbrado con acierto en su famoso discurso de 1961 había quedado oscurecida por una América dividida, atemorizada por asesinatos políticos, revueltas juveniles, la guerra de Vietnam, la cultura de las drogas y el despertar de la conciencia ecológica.

El Planeta de los Simios (1968), THX 1138 (1971), El último hombre… vivo (1971), Naves silenciosas (1971), Soylent Green (1973), Zardoz (1974), La Fuga de Logan (1976)… eran filmes empapados de pesimismo en forma de tecnología fuera de control, superpoblación, ruina ecológica, guerras atómicas… El temor a la tecnología, que había cristalizado en el tópico del científico loco en las películas de los años treinta y los films de monstruos mutados en los cincuenta, volvía en los setenta para pronosticar el declive y caída de la civilización humana.

En este contexto se inscribe La amenaza de Andrómedabasada en el primer best-seller de Michael Crichton, escritor por cuya bibliografía discurre una dicotomía no infrecuente en muchos escritores de CF: por un lado, el amor a la tecnología y la ciencia que forman la base de sus libros; por otro, un alarmismo un tanto sensacionalista que nos avisa de que hemos creado sistemas tan complejos que si escapan a nuestro control acabarán destruyéndonos. Esta historia nos cuenta la llegada de un microorganismo del espacio que amenaza con exterminar la raza humana, dándole la vuelta a la premisa de La guerra de los mundos, de H.G. Wells. Algunos años antes de que dé comienzo la línea narrativa principal de la película, el doctor y premio Nobel Jeremy Stone convenció al gobierno norteamericano para organizar el Proyecto Wildfire, un conjunto de procedimientos e instalaciones para el caso de que el país hubiera de hacer frente a una epidemia. En abril de 1971, un pequeño satélite se estrella cerca del pueblo de Piedmont, en Nuevo México. Casi instantáneamente algo mata a toda la población coagulándoles la sangre en las venas. Todos, excepto dos: un bebe y un viejo borracho.

El proyecto Wildfire se pone en marcha y el pequeño grupo de científicos encargados de descubrir la causa de las muertes se reúne en un gran y futurista laboratorio subterráneo en el desierto de Nevada.

No tardan en encontrar que el asesino es un virus llegado del espacio exterior con el satélite. Su forma cristalina le permite absorber energía, crecer y mutar. Si sigue su tasa de crecimiento, todo el mundo se halla en peligro.Robert Wise fue el encargado de dirigir esta cinta, un realizador de la vieja escuela, un profesional discreto que había construido su carrera paso a paso hasta convertirse en uno de los directores más competentes del gremio, condición que fue refrendada por dos Oscar al mejor director. Uno de sus primeros trabajos fue como montador de Ciudadano Kane, de Orson Welles, pero no tardó en pasarse a la dirección, realizando toda una serie de sólidas películas en las que su interés en conseguir una narrativa clara y el respeto al material original se anteponía a los experimentos formales propios de egos más hinchados. Fruto de su buen hacer fueron éxitos internacionales del calibre de West Side Story (1961) o Sonrisas y lágrimas (1965).

Pero junto a esos coloristas musicales, Wise fue responsable de un puñado de clásicos de la ciencia-ficción, género que en los cincuenta no era precisamente uno de los preferidos de los estudios. De ellos, Ultimátum a la Tierra (1951) es un hito del género, una película valiente y con mensaje que ha perdurado como uno de los clásicos de la ciencia-ficción. Pasarían bastantes años antes de que se le presentara la oportunidad de regresar al futuro de ficción gracias a esta película

De acuerdo a su estilo, Wise se mantuvo fiel al libro de Crichton, una intrigante historia de detectives/científicos a la búsqueda del origen de un virus y la forma de acabar con él. Se prestó una atención especial a la autenticidad y realismo, para lo que Wise adoptó un estilo documental un tanto plano y aburrido (toda la acción física del film se concentra en los últimos veinte minutos), alternando entre escenas en las oficinas gubernamentales y el laboratorio de investigación, utilizando vocabulario propio de los biólogos y médicos, tratando de asegurarse de que los pormenores científicos son correctos y mostrando el auténtico proceso –o lo más próximo a ello que permite el cine– que siguen ese tipo de investigaciones. Esa atención al detalle llevó a Wise a dedicar 300.000 de los 6.5 millones de dólares con que contaba de presupuesto a la construcción del laboratorio subterráneo. No hay muchas películas que no subestimen al espectador y no incurran en burdas simplificaciones, omisiones o exageraciones sensacionalistas. La amenaza de Andrómeda es una de ellas.

Pero claro, ello fue a costa de dejar de lado los personajes. Éstos carecen de todo interés o empatía entre ellos y su personalidad desaparece tras los monitores, las probetas, los brazos robotizados, las impresoras vomitando informes y avisos y los larguísimos procedimientos de seguridad e higienización. Wise introdujo una variación respecto al libro al convertir a uno de los investigadores en mujer –Ruth Leavitt, interpretada por la actriz Kate Reid–, ajustándose a los nuevos tiempos en los que la mujer tomaba un papel más participativo en multitud de ámbitos, entre ellos el científico.

A diferencia de otras pélículas en las que sí aparecían científicos femeninos (recordemos a Raquel Welch en Viaje alucinante (1966), Kate Reid no despierta atractivo sexual ni romántico alguno. Es, simplemente, un miembro más del equipo.

Wise y Crichton, director y escritor, compartían la misma desconfianza hacia la competencia de las autoridades en caso de contacto con una amenaza alienígena. En el caso del primero, Últimatum a la Tierra subrayaba el desconcierto de la clase política y militar; en cuanto a Crichton, como ya comentamos, muchos de sus libros giran alrededor de la incapacidad del ser humano para comprender plenamente y mucho menos controlar la propia tecnología que desarrolla. Ese temor se manifiesta en esta película en forma de siniestra ironía: un laboratorio de última generación es puesto en peligro por causa de algo tan insignificante como una tira de papel celo atrapado en la impresora y casi destruido por sus propios sistemas de seguridad: el artefacto nuclear que volará todo el complejo no puede desactivarse ya que, no habiéndose finalizado totalmente su construcción, aún no están instalados todos los dispositivos de apagado.

Mientras que Ultimatum a la Tierra se movía dentro de los parámetros cinematográficos convencionales de una producción de Hollywood, La amenaza de Andrómeda, desafía esas convenciones de múltiples maneras: la ausencia de música de fondo (como Planeta prohibido antes que ella, su banda sonora estaba compuesta por sonidos electrónicos obra de Gil Gellé), actores poco conocidos y ausencia de subargumento romántico. El ritmo de la película es irregular y los personajes parecen ausentes, como desconectados de la narrativa principal. Fuera deliberado o no, lo cierto es que ello contribuyó a aumentar la sensación opresiva de amenaza por parte de un ser alienígena al que no se puede ver.

Sin embargo, el espectador puede encontrar hoy la película aburrida e irregular. El problema es que Andrómeda comienza como una historia de detectives biológicos. ¿Conseguirán desentrañar los secretos del mortal virus alienígena antes de que crezca tanto que sea imposible contenerlo y se propague por todo el planeta? Sin embargo, al menos un tercio de la película no se centra en esa cuestión, sino en el colorista proceso de descontaminación.

Además, a diferencia de una historia convencional de detectives, no hay pistas que nos puedan indicar la solución del enigma. Peor aún, los investigadores ni siquiera resuelven el problema, sino que lo hace el propio virus sin ayuda alguna (muta a una forma inofensiva para los humanos), lo que provoca un anticlímax decepcionante. En lugar de llevar la propuesta inicial hasta sus últimas consecuencias, se abandona por otra totalmente diferente en el último momento: ¿podrán escapar los científicos del laboratorio subterráneo antes de que se autodestruya?

Lo anterior suena bastante mal, pero la película consigue mantener el tipo gracias a la coherencia y unidad que le proporciona su aspecto visual. El comienzo es aterrador: los espacios abiertos y luminosos del desierto consiguen transmitir una sensación de ansiedad y amenaza cercana a través del aniquilado pueblo de Piedmont, con sus cadáveres esparcidos por las calles y los investigadores embutidos en unos inquietantes trajes con escafandra.

A continuación, y progresivamente a medida que los personajes se introducen en los diferentes niveles del laboratorio Wildfire, se pasa a un ambiente futurista, cerrado y estéril, al que también recurrieron otros films de los setenta ( 2001THX 11338La Fuga de Logan …). El futuro es un lugar en el que la tecnología ha alcanzado un punto de perfección aséptica. La presencia de los humanos parece estropear, infectar podríamos decir, esta especie de utopía científica.

Aunque La amenaza de Andrómeda no transcurre en un futuro muy lejano, participa de esos diseños blancos y rectilíneos y esa iluminación que apaga los detalles, como si el hombre hubiera perdido parte de su humanidad, recluido en un mundo frío y mecánico en el que incluso las voces han perdido su naturalidad.

Por cierto, que relacionados con el apartado técnico hay dos nombres que son leyenda dentro del mundo de los efectos especiales en el cine de ciencia-ficción. Uno de ellos es Douglas Trumbull, creador de algunas de las escenas más bellas del género en films del peso de 2001: Una Odisea del EspacioEncuentros en la Tercera Fase o Blade RunnerTrumbull y el experto en ordenadores James Shout se convirtieron en pioneros de la animación digital al desarrollar para Andrómedalas imágenes en las que el virus se desarrolla y crece. Como ayudante de Trumbull figura en los créditos John Dykstra, quien unos años después crearía la mítica cámara de control dirigido Dykstraflex, que aplicó a las inolvidables escenas de Star Wars .

La película ha perdido validez en sus detalles científicos, pero aún resulta interesante ver cómo los humanos libran su desesperada batalla contra el invasor microscópico. En su momento, La amenaza de Andrómeda fue un gran éxito, una de las cintas de ciencia-ficción más taquilleras de la época pre-Star Wars (1977) y, aunque no fue la primera película de epidemias (recordemos la magnífica Pánico en las calles (1950) de Elia Kazan) sí fue pionera a la hora de enfocar el tema desde un punto de vista más científico. En esta corriente se inscribiría también Estallido (1993) y, más recientemente, Contagio (2011).

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".