Sputnik fue el debut como director del ruso Egor Abramenko y se convirtió pronto en un gran éxito en las plataformas de streaming en su idioma.
En la Unión Soviética de 1983, Tatiana Yurievna Klimova (Oksana Akinshina) es una neuróloga que ha de comparecer ante una comisión médica por saltarse las normas en el tratamiento de un paciente aun cuando ella insiste en que hizo lo correcto. Cuando le dan la alternativa de aceptar los cargos de negligencia o ser castigada a pena de prisión, ella se obstina en defender su postura. Esa férrea determinación a hacer lo necesario sin importar las consecuencias, es lo que llama la atención del coronel Semiradov (Fyodor Bondarchuk), quien le asegura que, si accede a examinar un caso, conseguirá que la comisión retire los cargos contra ella.
Así, a medias apurada por su situación y a medias picada por la curiosidad, Tatiana es trasladada a unas instalaciones militares secretas en Kazajstan, donde le informan de que su paciente es Konstantin Veshniakov (Piotr Fiodorov), un cosmonauta que acaba de regresar de la misión espacial Órbita 4. Su compañero murió en la reentrada y Konstantin, aparentemente, sufre de amnesia acerca de lo que ocurrió. Le aseguran a Tatiana acceso al 90% de las instalaciones, pero inmediatamente surge la pregunta de qué es lo que ocurre en el 10% restante. Es más, Semiradov es el único que puede autorizar llamadas telefónicas al exterior. El científico jefe encargado de brindarle la información necesaria para ponerse al día es el receloso Yan Leonidovich Rigle (Anton Vasilev).
Una noche, despiertan a Tatiana en mitad de la noche y le piden que observe a Konstantin a través de una cámara. Se queda de piedra al ver cómo del cuerpo dormido del cosmonauta emerge un grimoso organismo alienígena parasitario. Su misión será la de encontrar una forma de separar a ambos, pero en el curso de sus investigaciones acaba averiguando que todo el mundo allí guarda terribles secretos.
En buena medida, Sputnik es, simplemente, una variación de la ya longeva escuela de películas hijas de Alien, el 8º Pasajero (1979), en las que uno o varios exploradores espaciales son parasitados por un organismo que se manifiesta luego más o menos violentamente. Un pariente quizá todavía más cercano temáticamente aunque más distante en el tiempo sea El experimento del Doctor Quatermass (1953), en la que un astronauta volvía de una misión con un ente alienígena en su interior, habiendo desaparecido misteriosamente sus compañeros en la nave.
Estos parecidos son más bien temáticos o nominales porque la diferencia de Sputnik respecto a otros títulos del mismo subgénero se encuentra en su aproximación y su trasfondo. La acción se desarrolla durante la época soviética y el programa espacial ruso. Y claro, en semejante lugar y tiempo, no podía obviarse el espinoso tema de la Guerra Fría. El sueño de conquistar el mundo aún no se había desintegrado pero la ilusoria estabilidad de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia estaba a punto de saltar por los aires con la perestroika, la glasnost y la caída del Muro del Berlín, hasta llegar a la disolución de ese artificio en 1991. La película apenas incluye críticas explícitas al régimen político pero sí está presente por todas partes la mano invisible de un gobierno autoritario, receloso de sus ciudadanos y empeñado en vigilar sus movimientos.
Al introducir el espionaje como ingrediente de la historia, los guionistas Oleg Malovichko y Andrei Zolotarev nos recuerdan uno de los grandes miedos de la época, además de dar forma a una serie de metáforas que identifican la situación de Tatiana y Konstantin con los peligros de verse entonces involucrado en el programa espacial ruso bajo la autoridad de militares fanatizados. El coronel Semiradov, una figura siniestra al que el guion dota de un giro inesperado, encarna esa amenaza. Junto al científico dispuesto a todo por conseguir el Nobel, simbolizan el viejo sueño de vencer al enemigo en los dos principales frentes de esa Guerra Fría: el científico y el militar. Para ambos, el torturado cosmonauta no significa más que un paso adelante en sus respectivas carreras, enmascarándolo como un “mal necesario”, un sacrificio imprescindible para el bien de la nación.
Fiodor Bondarchuk, productor de este film y director de otros, borda su papel de coronel Semiradov, dotándole de una fría compostura que, junto a su fachada militar, enmascara una ardiente y malsana pasión. Cada vez que Tatiana intenta averiguar qué ocurre realmente en la base, Semiradov maniobra para engañarla, haciéndose pasar por un individuo cordial y comprensivo, convenciéndola de que ambos están en el mismo bando, que a ninguno le gustan las reglas establecidas para mentes menos brillantes que las suyas. Para cuando termina la película, se ha convertido en un adversario más temible que el propio alienígena. De hecho, este es otro de esos ejemplos en los que los humanos terminan siendo más letales para su especia que los monstruos que persiguen.
Pero haciendo gala de buen ojo, Abramenko resulta no estar demasiado interesado en convertir esta película de terror en una alegoría explícita sobre el asfixiante régimen soviético que amenace con engullir el resto del film y lo recubra de una molesta pomposidad. Al contrario, Sputnik acierta al mantener la historia a un nivel contenido, modesto y personal. Es más, la trama, centrada en Tatiana, tiene más de drama psicológico que de festival CGI.
La principal preocupación de la protagonista gira alrededor de la dudosa moralidad del experimento que se está realizando en la base, pero también la de comprender y reconciliar las diferentes expectativas de los implicados en el enigma. Rebelde o no, Tatiana pertenece al sistema y éste la devorará si juega la carta equivocada, de ahí que tenga que estar mirando continuamente por encima del hombro. En el último acto de la película, todas esas preocupaciones son borradas de un plumazo ante el terror que descubre y el guion pasa a poner todo su peso en el destino de Tatiana y Konstantin. De hecho, esa última parte podría haberse narrado, sin cambiar mucho las cosas, eliminando al alienígena, lo cual puede ser un problema al convertir a éste en un mero Mcguffin. Sin embargo, el director salva los papeles porque, por mucho que Sputnik sea una película de ciencia ficción y terror, sus personajes jamás pierden su humanidad, sea ésta buena o mala.
La película se toma su tiempo en plantear la situación general y el enigma a resolver. Pasan más de veinte minutos hasta que por fin se ve en pantalla al alienígena, pero aun así la historia consigue captar la atención desde el mismo comienzo con una escena en la que los dos cosmonautas en la cápsula charlan y bromean despreocupadamente, un momento que recupera la claustrofobia de otras cintas como Gravity (2013) o Life (2017). Inmediatamente, Abramenko invierte el tono de la escena inyectando algo de terror cósmico y gore antes de insertar una elipsis y presentarnos a la doctora.
Vemos su audiencia disciplinaria, su encuentro con el coronel Semiradov, el vuelo a Kazajstán, la entrevista con el cosmonauta… Todo esto antes de que presencie cómo la babosa extraterrestre sale del cuerpo de Konstantin. Todas estas escenas, gracias al sombrío entorno en el que transcurren, tienen una fascinación especial. Los momentos en los que Tatiana trata de conectar con el alien y comprenderlo, y especialmente cuando toma la decisión de entrar en la celda del cosmonauta y examinarlo de cerca jugándose la vida, están impregnados menos del terror de Alien que de ese sentido de lo maravilloso ante el descubrimiento de algo nuevo que, por ejemplo, transmite La llegada (2016).
El guion está estructurado sobre una serie de giros que van sucediéndose a medida que Tatiana ‒y, con ella, el espectador‒ comprende lo que está ocurriendo en la base. A ello contribuye la notable e inteligente interpretación de la actriz Oksana Akinshina, que sin aspavientos ni histrionismos, sabe transmitir la existencia, bajo su exterior frío y distante, de una empatía y humanismo universales. Es ella la que quizá inesperadamente se convierte en el núcleo emocional y moral de la historia, un contrapunto a los tópicos de científicos que valoran más la adquisición de conocimiento que la vida humana (y de estos últimos también los encontramos aquí). La trama se desliza por parámetros más convencionales y menos interesantes en el último tercio, con el monstruo berserker escapando de su confinamiento y masacrando a diestro y siniestro; y un clímax dramático construido alrededor de la desesperada huida de las instalaciones militares.
La película tiene algunos agujeros que, sin ser graves, sí llaman la atención en un análisis medianamente atento. Por ejemplo, Tatiana se mueve por el complejo militar con una inverosímil facilidad; la subtrama relacionada con el huérfano y que desemboca en una sorpresa final, es emotiva pero también algo forzada; el comportamiento de Rigle en el último acto es poco coherentes con el perfil del personaje tal y como se había presentado en el resto de la historia; Semiradov carece de profundidad, limitándose a ser un psicópata estoico y manipulador; además, la naturaleza de la relación parasitaria entre Konstantin y el alien se antoja en exceso conveniente para la trama.
Egor Abramenko hace una notable labor reproduciendo la atmósfera habitualmente asociada a esa época y lugar, mezclando lo severo, lo lúgubre y lo melancólico incluso en el vestuario apagado que era la norma entonces. Buena parte de la película se rodó, además, en un edificio moscovita de 1959 que alberga un instituto de investigación de química bioorgánica y que es un buen ejemplo de la arquitectura brutalista soviética. Sus fríos, desnudos e inhumanos interiores ayudan a resaltar aún más la carnalidad del parásito alienígena.
El director y su responsable de fotografía, Maxim Zhukov, optan por una iluminación débil y un cromatismo desaturado, consiguiendo que el deprimente look resultante sirva a un doble propósito dramático: retratar el sombrío y funcionarial anonimato de la burocracia e instalaciones soviéticas; y crear una sensación de indefinida amenaza. En el aspecto del diseño, el parásito alienígena destaca por encima de otros seres con formas más humanoides que se han visto desde hace décadas en películas similares. Aunque recuerda algo a los monstruos de, por ejemplo, Monstruoso (2009) o Un lugar tranquilo (2018), combina de forma particularmente repelente características de otras criaturas conocidas, como las serpientes, los peces…o los propios humanos.
En último término, Sputnik no es tanto una historia de supervivencia de humanos contra aliens como una fábula admonitoria sobre lo autodestructiva que puede llegar a ser nuestra propia especie incluso estando ante una amenaza directa a nuestro futuro. Pese a su predecible final, las evidentes limitaciones presupuestarias, ciertas implausibilidades y quizá una duración estirada (casi dos horas), Sputnik es una película de serie B que, sin ser innovadora, sí está ejecutada con pericia y mantiene el interés durante todo su metraje.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.